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Authors: Christian Jacq

Tags: #Histórico, Intriga

El camino de fuego (31 page)

BOOK: El camino de fuego
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Unos murmullos de inquietud recorrieron las filas.

—Yo seré el primero en aventurarme, acompañado por Iker. No olvidéis vuestros amuletos protectores, y respetad escrupulosamente las órdenes del general Nesmontu.

Iker se quedó a solas junto a Sesostris, y lo vio escribir unas palabras en una paleta de oro, símbolo de su función de sumo sacerdote de Abydos.

La escritura del rey se metamorfoseó y aparecieron otros signos, que sustituyeron a los que había trazado. Luego se esfumaron y la paleta quedó de nuevo inmaculada.

—Lo invisible responde a las preguntas vitales —indicó el monarca—. Mañana, poco antes del amanecer, abordaremos el vientre de piedra.

—¡No es navegable, majestad!

—A esas horas, lo será. Cuatro fuerzas alimentan el acto justo: la capacidad de luz, la generosidad, la facultad de manifestar el poder y el dominio de los elementos
(10)
. Quintaesencia de las fuerzas creadoras del universo, la vida es la más sutil y la más intensa de todas ellas. Nos atraviesa a cada instante, pero ¿quién es realmente consciente de ello? Ra, la luz divina, abre nuestro espíritu durante sucesivas iniciaciones. Cuando tu alma-pájaro despierta, puedes alcanzar el cielo, pasar de lo visible a lo invisible y regresar de nuevo a lo visible. Viajero de un mundo a otro, te permite no seguir siendo esclavo de la mediocridad humana y escapar a la servidumbre de los tiempos. Mira por encima de los acontecimientos, sabe discernir los dones del cielo.

—¿Acaso la leona no vencería a mil ejércitos?

—Es Sejmer, la soberana de las potencias. Llevas al cuello el amuleto del cetro
sekhem
, el dominio del poder, y yo manejo ese cetro para consagrar las ofrendas. Es imposible aniquilar a la leona de Sejmer. Sus poderes han sido robados por el Anunciador, y yo debo devolverle el lugar adecuado.

Sekari estaba helado.

En pleno verano, un gélido amanecer se levantaba sobre la segunda catarata del Nilo, muy lejos de la suavidad de Egipto. Sin duda alguna, se trataba de un nuevo maleficio del Anunciador.

Cinco exploradores contemplaban el vientre de piedra: el faraón, Iker,
Viento del Norte
,
Sanguíneo
y Sekari. El ejército egipcio, por su parte, rodeaba el obstáculo por el desierto.

Como iniciado en el «Círculo de oro» de Abydos, Sekari conocía la magnitud de los poderes del faraón. Allí, ante aquella barrera de rocas y de aguas tumultuosas, dudaba del éxito. Sin embargo, al prestar juramento, había prometido seguir al rey a todas partes a donde fuera, y aquel paisaje, por muy aterrador que resultara, no lo haría retroceder. La palabra no se prestaba, se daba. El perjuro se convertía en un muerto viviente.

—Mira la roca que domina la catarata —le recomendó Sesostris a Iker—. ¿Qué parece?

—Tiene la forma del uraeus, la cobra que se yergue en la frente de vuestra majestad.

—Por eso estaremos protegidos. Olvida los rápidos y el estruendo.

Manejando el gobernalle, el faraón cruzó un estrecho paso golpeado por desenfrenadas aguas. El caos rocoso se extendía hasta perderse de vista.

Empapado hasta los huesos, Sekari se agarraba a la borda. El Nilo multiplicaba su agresividad, y el barco crujía por todas partes, a punto de romperse.

—Toma la barra —le ordenó Sesostris a su hijo.

El rey tensó un arco gigantesco. La punta de la flecha estaba compuesta de cornalina y de jaspe de un rojo brillante.

La saeta atravesó la cortina de bruma.

—Hemos hecho bastantes destrozos —afirmó Jeta-de-través.

—¿Cuántos barcos destruidos? —preguntó el Anunciador.

—Tres, y otro dañado.

—Decepcionante resultado.

—Tres cargueros menos debilitarán la intendencia. Además, los egipcios tendrán miedo continuamente. Iniciaremos escaramuzas en cualquier momento y en cualquier lugar. Cuanto más se introduzcan en Nubia, más vulnerables serán.

—Los magos nubios han huido —recordó
Shab el Retorcido
, inquieto.

—Esos negritos se largan al primer espanto. Mis comandos libios, en cambio, no temen a ningún adversario. ¡Además, tenemos a la leona! Ella, por sí sola, pondrá en su lugar al ejército egipcio.

Jeta-de-través olvidó precisar que había visto el fantasma de Iker.

—Vamos a descansar —ordenó el Anunciador—. Mañana recuperaremos la iniciativa.

Poco antes del amanecer, salió de la tienda con su compañera. El aire era gélido, la agonía de las tinieblas, opresiva.

La muchacha vaciló.

—Me ahogo, señor.

Un trazo de fuego inflamó la noche agonizante. Primero pareció perderse en la lejanía, luego cayó a inaudita velocidad y atravesó el muslo derecho de Bina, que soltó un alarido de dolor.

El Anunciador no tuvo tiempo de cuidar a la leona herida, pues, con el primer rayo de sol, apareció un inmenso halcón de ojos dorados, que volaba en círculos por encima de su presa.

De inmediato, las manos del Anunciador se transformaron en zarpas y su nariz en un pico de rapaz. Cuando el halcón lanzó un estridente grito, creyó que daba así la señal de ataque. Capaz de ver lo invisible, la encarnación del faraón no solía conceder la menor oportunidad a su presa. Esta vez, sin embargo, sería vencido.

A un metro del suelo, las redes del Anunciador lo harían caer en la trampa.

Entonces cortaría la cabeza del Horus Sesostris.

Pero el halcón regresó a las alturas del cielo, iluminado por el sol naciente.

—Señor —observó Shab—, la catarata se ha quedado en silencio.

Acudió un centinela.

—¡Huyamos, llega el ejército egipcio!

Nunca la navegación había sido más apacible. El vientre de piedra se reducía a un simple montón de rocas entre las que el Nilo se abría un camino que la barca real seguía.

—¡Nunca lo habría creído! —afirmó Sekari.

—Ni
Viento del Norte
ni
Sanguíneo
lo han dudado —observó Iker.

—¿Y tú?

—Yo llevaba el gobernalle y he visto cómo la flecha del rey atravesaba las tinieblas. ¿Por qué hacerse preguntas inútiles?

Sekari masculló una respuesta incomprensible.

Relajados, el asno y el perro se tendieron en cubierta. El monarca volvió a tomar la barra.

—¿El halcón Horus ha acabado con el Anunciador? —preguntó Iker.

—No era ése su objetivo. Con la leona inmovilizada por su herida, el ave de los orígenes ha pacificado los tormentos del río. Excavaremos un canal, navegable durante todo el año, que nos permitirá llegar a las poderosas fortalezas que edificaremos más allá de la catarata. Las fuerzas maléficas del gran sur no cruzarán esos puestos avanzados de nuestra muralla mágica.

—¿El Anunciador y la leona ya no pueden causar ningún daño?

—Desgraciadamente, no es así. Les hemos propinado golpes muy duros, por lo que reaccionar les costará algún tiempo. Pero el mal y la violencia encuentran siempre los alimentos necesarios para renacer y lanzarse de nuevo al asalto de Maat. Por eso son necesarias tantas fortalezas.

—¿Está en los alrededores la ciudad del oro?

—Pronto saldrás en su busca.

Los soldados egipcios salieron del desierto cantando y se reunieron con el faraón. Nesmontu daba libre curso a esa expresión de alivio que expulsaba las angustias y fortalecía la cohesión. Todos se quedaron pasmados al ver la tranquilidad que reinaba en el vientre de piedra.

—¿Has encontrado una fuerte resistencia? —preguntó el rey al general.

—Desorganizada, peligrosa a veces. Algunos retazos de tribus nubias, mercenarios libios y sirios, bastante bien entrenados.

—¿Tenemos bajas?

—Un muerto, numerosos heridos leves y dos graves. El doctor Gua los salvará. No hay supervivientes entre nuestros adversarios. Combatían en pequeños grupos y se negaban a rendirse. A mi entender, la estrategia del Anunciador parece clara: operaciones de comando y ataques de fanáticos dispuestos a suicidarse. Tendremos que permanecer muy atentos y adoptar rigurosas medidas de seguridad.

Durante un banquete, se festejó la victoria. Quien amaba al faraón era un bienaventurado provisto de todo lo necesario, recordó Nesmontu; quien se rebelaba contra él no conocía el goce terrenal ni la felicidad celestial. Un poema de Sehotep, destinado a las escuelas de escribas, comparaba al rey con el regulador del río, el dique que contenía las aguas, la sala ventilada donde se duerme bien, la muralla indestructible, el guerrero auxiliador cuyo brazo no se debilita, el refugio para el débil, el agua fresca durante la canícula, una morada cálida y seca en invierno, la montaña que contiene los vientos y disipa la tormenta.

Ante las miradas atentas y conmovidas, el gigante, tocado con la doble corona, levantó la estela de granito rojo que señalaba el nuevo extremo de los territorios egipcios. «Frontera del sur, implantada en el año octavo de Sesostris —proclamaba el texto—. Ningún nubio podrá cruzarla por agua o por tierra, a bordo de un navío o con un grupo de congéneres. Sólo serán autorizados a hacerlo los comerciantes indígenas, los mensajeros acreditados y los viajeros con buenas intenciones.»
(11)

En cuanto terminaron los festejos, se inició la construcción de nuevas fortalezas, las más lejanas y más colosales jamás edificadas en Nubia.

38

El sacerdote permanente Bega se hacía mala sangre.

¿Por qué sus aliados no daban señales de vida? Silencio por parte de Gergu, ningún mensaje de Medes. El tráfico de estelas se había interrumpido, la ciudad santa de Abydos vivía aislada, bajo la protección del ejército y de la policía. Según las raras informaciones que hacían circular los temporales, Sesostris estaba librando duras batallas en Nubia. ¿Sería lo bastante destructora la trampa del Anunciador?

Cuantos más días pasaban, más se amargaba el ex geómetra y más aumentaba su odio contra el rey y contra Abydos. Seguro de haber hallado el medio de vengarse, ¿debía abandonarse a la desesperación? No, tenía que armarse de paciencia. Gracias a los formidables poderes del Anunciador, aquel período de incertidumbre no tardaría en concluir. Creyendo que sometía al gran sur, Sesostris se mostraba pretencioso. Pero allí se toparía con fuerzas desconocidas, superiores a las suyas.

Cuando los vencedores cayeran sobre Abydos, Bega sería el nuevo sumo sacerdote.

Hoy tenía, al menos, un motivo para alegrarse: la decadencia de Isis. Durante mucho tiempo había desconfiado de la hermosa sacerdotisa, pues escalaba con demasiada rapidez la jerarquía que, a su entender, debería haber estado reservada a los hombres. El permanente detestaba a las mujeres, sobre todo cuando éstas se ocupaban de lo sacro. Perfectamente de acuerdo con la doctrina del Anunciador, las consideraba incapaces de acceder al sacerdocio. Su lugar estaba en casa, al servicio de su marido y de sus hijos. En cuanto gobernara Abydos, Bega expulsaría a la sacerdotisa.

Por fortuna, el destino de Isis se complicaba. Llamada con frecuencia a Menfis, junto al rey, podría haberse convertido en la superiora del colegio femenino y, de ese modo, en una de las personalidades importantes de la ciudad sagrada. Sin embargo, la tarea que el Calvo acababa de confiarle rompía, en seco, aquella trayectoria. Sin duda, la muchacha había disgustado al monarca. Hoy era condenada a una baja tarea, reservada por lo general a las lavanderas que, por lo demás, no dejaban de quejarse de ello: ¡lavar ropa en el canal!

Bega había sospechado que Isis era una espía al servicio de Sesostris, encargada de observar los hechos y los gestos de los permanentes, y de avisar al soberano ante el menor comportamiento sospechoso. Aunque, en realidad, era una intrigante mediocre, una ingenua brutalmente devuelta a su justo lugar. Encantado al verla humillada así, Bega se guardó mucho de dirigir la palabra a una sierva de tan baja categoría y cumplió con sus deberes rituales.

Isis lavaba delicadamente la túnica real de lino blanco, utilizando una pequeña cantidad de espuma de nitro para devolver todo su fulgor y su pureza a la preciosa reliquia.

¿Cómo imaginar que el Calvo le confiaría una tarea tan sagrada, el lavado de las vestiduras de Osiris revelado durante la celebración de los misterios?

La muchacha, concentrada, no prestaba la más mínima atención a las miradas desdeñosas y despectivas. Manipular aquella túnica tejida en secreto por las diosas le hacía superar una nueva etapa, el contacto directo con semejante objeto. Desde el nacimiento de la civilización faraónica, muy pocos seres habían tenido la suerte de contemplarlo.

—¿Has terminado? —le preguntó el Calvo, siempre gruñón.

—¿Estáis satisfecho del resultado?

La túnica blanca de Osiris brillaba al sol.

—Dóblala y métela en este cofre.

El pequeño mueble de marquetería, adornado con marfil y loza azul, estaba decorado con umbelas de papiro abiertas. Isis depositó allí la vestidura.

—¿Llegas a percibir la frontera inmaterial que se encarna en este lugar? —prosiguió el Calvo.

—Abydos es la puerta del cielo.

—¿Deseas cruzarla?

—Lo deseo.

—Sígueme, entonces.

Obedeciendo al faraón, señor del «Círculo de oro» de Abydos, el Calvo llevó a Isis hasta una capilla del templo de Osiris.

En una mesa baja, un juego de senet, «el paso».

—Instálate y disputa esta partida.

—¿Contra qué adversario?

—Lo invisible. Puesto que has tocado la túnica de Osiris, es imposible que te sustraigas a esta prueba. Si ganas, serás purificada y tu espíritu se abrirá a nuevas realidades. Si pierdes, desaparecerás.

La puerta de la capilla se cerró.

Rectangular, el tablero de juego comprendía trece casillas dispuestas en tres hileras paralelas. Doce peones
(12)
en forma de huso para un jugador, doce peones cónicos, de cabeza redondeada, para su adversario. Avanzaban según el número obtenido lanzando unas tablillas que mostraban números. Algunas casillas eran favorables, otras desfavorables. El jugador se enfrentaba con múltiples trampas antes de llegar al Nun, el océano primordial donde se regeneraba.

Isis llegó a la casilla quince, «la morada del renacimiento». En ella figuraba el jeroglífico de la vida, enmarcado con dos cetros uas, «el poder floreciente».

Las tablillas se volvieron de pronto y cinco peones adversarios avanzaron juntos para bloquear la progresión de la sacerdotisa.

Su segunda jugada fue desafortunada: casilla veintisiete, una extensión de agua propicia para ahogarse. Isis tuvo que replegarse, su posición la fragilizaba.

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