El camino de fuego (33 page)

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Authors: Christian Jacq

Tags: #Histórico, Intriga

BOOK: El camino de fuego
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—«Embriágate todos los días y todas las noches —prosiguió Sekari— y, sobre todo, no olvides apreciar los mejores vinos. Así permanecerás feliz y sereno, pues inundan de gozo la casa y se unen al oro de los dioses.» ¿Acaso no son admirables esas palabras de un poeta?

—¿No habría que ver en ellas un sentido simbólico? —sugirió Iker—. ¿No describen la embriaguez divina, durante la comunión con lo invisible?

—¡Un símbolo desencarnado es inútil! ¿Y será eficaz… el oro enviado a Abydos?

Sekari tocaba un laúd cuya caja de resonancia era un caparazón de tortuga, cubierto con una piel de gacela tensada, pintada de rojo y en la que se abrían seis agujeros. Con las tres cuerdas compuso una melancólica melodía que servía de acompañamiento a su canto, grave y lento.

—He escuchado las palabras de los sabios. ¿Qué es la eternidad? Un lugar donde reina la justicia, donde el miedo no existe, donde el tumulto está proscrito, donde nadie ataca a su prójimo. Allí no hay enemigo alguno. Los antepasados viven allí en paz.

Tendidos sobre el flanco, el perro y el asno escuchaban con deleite al artista.

Iker, en cambio, pensaba en Isis.

En contacto con la cotidianidad de los misterios de Osiris, junto a la fuente de vida, forzosamente le debía de parecer irrisorio el amor de un hombre.

Si Sekari no hubiera mantenido su laúd apoyado en su muslo, la flecha lo habría atravesado.

Sanguíneo
ladró rabiosamente y
Viento del Norte
lanzó unos rebuznos que arrancaron a los soldados de su sopor.

Estaban preparados para ese tipo de agresiones, por lo que reaccionaron como profesionales y se protegieron detrás de los bloques de granito negro que servían de cimientos a la fortaleza.

Sekari e Iker, por su parte, corriendo enormes riesgos, rodearon a los asaltantes y los atacaron por detrás.

Gracias a la alerta del asno y el perro, el batallón apostado como reserva no lejos de Shalfak intervino de inmediato.

Sólo el jefe del clan nubio consiguió escapar bajando por la pendiente hasta el río. Se zambulló en el agua y se ocultó entre las rocas.

Al oír ruido de pasos, se creyó perdido. Pero los dos egipcios se limitaron a observar el Nilo.

—No hay barcas —advirtió Sekari— Esos locos venían del desierto, y en un número demasiado escaso, sin haber descubierto nuestro dispositivo de seguridad.

—Una misión fingida —afirmó Iker—. El Anunciador suponía que conservábamos en Shalfak los pedazos de oro procedentes de la ciudad perdida. El faraón ha hecho bien poniéndolos al abrigo en la fortaleza de Askut.

Luego, los dos hombres se alejaron.

Olvidando la muerte de sus guerreros, el jefe de clan acababa de obtener una información esencial que encantaría al Anunciador.

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De modo que los egipcios han descubierto el oro —comentó el Anunciador.

—¡Y lo ocultan en Askut! —reveló con orgullo el jefe de clan.

—¿Por qué no has destruido la plaza fuerte de Shalfak?

—Porque… porque no éramos lo bastante numerosos.

—¿No habrás lanzado el ataque a ciegas, antes de recibir órdenes de Jeta-de-través?

—Lo importante es saber dónde almacenan su tesoro.

—Lo importante es obedecerme.

De un mazazo, Jeta-de-través destrozó la cabeza del nubio.

—¡Un mediocre incapaz de mandar! ¡Y todos esos negritos se le parecen! Formarlos me exigiría meses, y no estoy seguro de poder conseguirlo.

—Es imposible alcanzar Askut —deploró Shab el Retorcido—. Desde la construcción de las fortalezas de Semneh y Kumma, todos los barcos sufren un severo control.

—Debo saber si ese oro constituye una amenaza real, puesto que, si es así, debemos destruirlo —declaró el Anunciador—. Muy pronto, Bina estará curada, pero aún es prematuro recurrir a ella. He aquí, pues, cómo procederemos.

Sufriendo por el calor y abrumado por el trabajo, Medes perdía sales minerales. Y no iba a gozar de reposo y frescor en Semneh, la fortaleza más meridional. Destinado a cerrar definitivamente Nubia, aquel conjunto arquitectónico se componía de tres entidades: Semneh-Oeste, que llevaba el nombre de «Sesostris ejerce su maestría», con las fortificaciones marcadas por la alternancia de torres altas y bajas; Semneh-Sur, «La que rechaza a los nubios», y Kumma, construida en la orilla oriental y que albergaba un pequeño templo.

Nunca la frontera de Egipto había penetrado tanto en aquellas lejanas tierras. A uno y otro lado de un estrecho paso rocoso que el Nilo franqueaba laboriosamente, las fortalezas bloquearían con facilidad cualquier ataque. Bajo la dirección de Sehotep, los ingenieros habían llevado a cabo considerables trabajos: levantar la extensión de agua del paso de Semneh acumulando rocas para crear un canal por el que los barcos mercantes circularían seguros.

Además, al norte de Semneh se edificaría un muro de cinco kilómetros de largo, destinado a proteger la ruta del desierto.

Medes redactaba el decreto que destinaba ciento cincuenta soldados a Semneh y cincuenta a Kumma. Aquellos cuerpos de élite se beneficiarían de unas condiciones de vida más bien agradables: casas confortables, callejas adoquinadas, talleres, graneros, sistemas de drenaje, depósitos de agua, avituallamiento regular… Las guarniciones no carecerían de nada. Y el secretario de la Casa del Rey seguía trabajando en favor de Sesostris y en contra del Anunciador.

Llevando su pesada bolsa de cuero, el doctor Gua entró en el despacho, donde un doméstico no dejaba de abanicar a Medes con un rápido ritmo.

—¿Qué os duele hoy?

—Los intestinos. Y estoy desecándome, aunque no me mueva.

—Pues el clima me parece muy sano, y tenéis buenas reservas de grasa.

Tras auscultarlo, el médico sacó de su bolsa un cuenco-medida, idéntico al que Horus utilizaba para cuidar su ojo, para procurar vida, salud y felicidad. Permitía dosificar los remedios y los hacía eficaces. Gua vertió en él una poción compuesta por jugo de dátiles frescos, hojas de ricino y leche de sicómoro.

—El plexo venoso de vuestros muslos permanece en silencio, vuestro ano se caldea. Esta terapia restablecerá el equilibrio y vuestros intestinos funcionarán normalmente.

—¡Me acecha el agotamiento!

—Absorbed esta poción tres veces al día, aparte de las comidas; comed menos, bebed más agua y ya veréis como regresaréis a Menfis con buena salud.

—¿No os preocupa el estado de nuestras tropas?

—El farmacéutico Renseneb y yo mismo no pasamos el tiempo ociosos.

—Lo sé, no quería decir eso, pero este calor, este…

—Nuestros soldados están bien cuidados. En cambio, no diría lo mismo de nuestros enemigos. Eso facilitará nuestra victoria.

Presuroso, el doctor Gua corrió hasta la enfermería de Semneh. Algunos casos serios lo aguardaban allí.

Medes recibió entonces a un oficial inquieto.

—Acabo de detener a un sospechoso. ¿Deseáis interrogarlo?

Medes era la más alta autoridad del fuerte, por lo que no podía evitarlo.

Pero ¡cuál no sería su sorpresa al reconocer a Shab el Re torcido!

—¿Por qué han arrestado a ese hombre?

—Porque no llevaba salvoconducto.

—Explícate —exigió el secretario de la Casa del Rey.

—Pertenezco al servicio postal de Buhen —respondió el Retorcido, humilde y sumiso—. Ignoraba el nuevo reglamento y la necesidad de presentar semejante documento. Os traigo consignas que proceden del cuartel general.

—Déjanos solos —ordenó Medes al oficial.

La puerta se cerró.

—¡Hace una eternidad que estoy sin noticias! —protestó Medes.

—Tranquilízate, todo va bien. Los nubios son aliados mediocres, pero el Anunciador los utiliza del mejor modo.

—La línea de fortalezas construidas por Sesostris es infranqueable. Vamos directos a la catástrofe, ¡he caído en la trampa! ¡E Iker… Iker está vivo!

—No te preocupes, y dame un salvoconducto que me permita ir por todas partes.

—¿Se atreverá el Anunciador… a atacar Semneh?

—Sobre todo, no abandones este despacho. Aquí estarás seguro.

En el mercado de Semneh, el ambiente era alegre. Puestos de frutas y verduras, de pescado, y productos de la artesanía local provocaban ásperas negociaciones entre compradores y vendedores. Buena parte de la guarnición se complacía en ese trueque, y los autóctonos se enriquecían.

Todas las miradas convergían en una soberbia criatura cuyo talle se adornaba con un cinto de cauríes y cuentas. En sus dominios, extraños brazaletes en forma de zarpa de ave de presa. Cicatrizada su herida, Bina se sentía lo bastante fuerte para llevar a cabo la primera parte del plan del Anunciador.

—Tú no eres de aquí —observó un soldado.

—¿Y de dónde vienes tú?

—De Elefantina. ¿Qué vendes, hermosa?

—Conchas.

Le mostró un magnífico cauri, cuya forma evocaba la del sexo femenino.

El militar sonrió.

—Bonita, muy bonita… Y creo comprender. ¿Qué deseas a cambio?

—Tu vida.

El hombre apenas tuvo tiempo de soltar una risa forzada. La parte puntiaguda de la tobillera de Bina perforó su bajo vientre.

Al mismo tiempo, los kushitas sacaron las armas ocultas en sus cestos y mataron a comerciantes y clientes.

Desde lo alto de la principal torre de vigía, un centinela dio la alerta. Inmediatamente, las puertas de las dos fortalezas de Semneh-Oeste se cerraron, y los arqueros corrieron hacia sus puestos de tiro.

Medes salió de su despacho y se dirigió al comandante.

—¿A qué vienen esos gritos?

—Nos atacan. ¡Una pandilla de kushitas desenfrenados!

—Avisa a Mirgisa y Buhen.

—Es imposible, el enemigo bloquea la circulación por el río. Nuestros mensajeros morirían.

—¿Y las señales ópticas?

—El sol nos es contrario y el viento disiparía las humaredas de socorro.

—O sea, que estamos sitiados y aislados.

—Molestias momentáneas, no temáis. Los kushitas no tendrán tiempo suficiente para tomar nuestras plazas fuertes.

Pero cuando Medes, protegido por una almena, vio la masa de guerreros negros sobreexcitados, no estuvo tan seguro de ello. ¿Iba a morir estúpidamente bajo los golpes de aquellos bárbaros enviados por el Anunciador?

Dado el modesto tamaño de la fortaleza de Askut, erigida en un islote al sur de la segunda catarata, Jeta-de-través sólo dirigía a una treintena de hombres correctamente entrenados, que golpearon pronto y bien.

Una vez atacada Semneh, los tres barcos ligeros no encontraron obstáculos. Los egipcios, convencidos de la calidad de su barrera, no habían dispuesto barco de guerra alguno entre Semneh y Askut.

Atracar fue fácil. No había ni un solo centinela en el horizonte.

Acostumbrados al ejercicio, los comandos se desplegaron. Jeta-de-través escaló una roca y descubrió un fuerte de muros inconclusos. Todavía faltaba la puerta de madera.

Desconfiado, Jeta-de-través mandó a un explorador para que batiera el terreno. El libio cruzó el umbral y penetró en el interior del recinto, de donde salió poco después.

—Parece vacío —anunció.

Jeta-de-través se aseguró de ello.

Instalaciones destinadas a lavar el oro, numerosos silos de trigo y un pequeño santuario consagrado al cocodrilo de Sobek: Askut albergaba importantes reservas de comida y el material necesario para el tratamiento del precioso metal.

Pero ¿por qué parecía abandonado el lugar?

—La guarnición fue advertida del ataque de Semneh —supuso un nubio—. Debe de haberse refugiado en Mirgisa.

—Registrad el lugar y encontrad los lingotes, si es que quedan.

—¡Allí, alguien!

Jeta-de-través reconoció de inmediato al joven que salía del santuario.

—No disparéis, a éste lo quiero vivo.

Iker se detuvo a unos diez pasos del terrorista.

—¡De nuevo tú, maldito escriba! ¿Por qué no te has largado con los demás?

—¿Acaso crees que los soldados de Sesostris son unos cobardes?

—¡No hay ni uno por estos parajes! Dame el oro y salvarás la vida.

—Realmente llevas la mentira atornillada al cuerpo. Tu triste carrera concluye aquí.

—Uno contra treinta, ¿acaso crees poder vencernos?

—Yo sólo te veo a ti, a un libio y a un nubio. Tus cómplices han sido neutralizados. A fuerza de tratar con el Anunciador y obedecerlo ciegamente, tu instinto se ha mellado. Sekari y yo tendimos una trampa a uno de tus aliados, un jefe de clan. Comunicó a tu patrón una información de gran importancia: aquí, algunos especialistas trabajaron el oro de Nubia que, ahora, está fuera de vuestro alcance. Me habría gustado pescar un pez más grande. Sin embargo, tu captura y la de tus mejores elementos debilitarán al Anunciador.

De todas partes brotaron soldados egipcios.

Jeta-de-través desenvainó su puñal, pero la flecha de Sekari atravesó la muñeca del terrorista.

Cuando sus dos acólitos intentaron protegerlo, fueron abatidos.

Aprovechando un momento de confusión, Jeta-de-través corrió hasta la orilla y se zambulló en el río.

—¡Vuelve a escaparse! —se enojó Sekari.

—Esta vez, no —objetó Iker—, pues el dios Sobek protege este paraje. Desde que bajé al corazón del lago del Fayum, el cocodrilo sagrado es mi aliado.

Dos enormes mandíbulas provistas de afilados colmillos segaron los riñones de Jeta-de-través. La cola del depredador barrió el agua, que se tiñó muy pronto de sangre. Luego, la calma regresó de nuevo al lugar y las aguas borraron cualquier rastro del drama.

Iker y Sekari acudieron de inmediato a Mirgisa, donde los aguardaban Sesostris, el general Nesmontu y el grueso de las tropas egipcias.

—Vamos a librar la última batalla de Nubia —anunció el faraón—. Que podamos llegar a pacificar a la terrorífica leona.

41

El Servidor del
ka
fue a buscar a Isis a su casa y la condujo al templo de millones de años de Sesostris. No pronunció ni una sola palabra, y ella no hizo ni una sola pregunta.

Cada nueva etapa de la iniciación a los misterios de Osiris comenzaba así, en silencio y recogimiento. La víspera, el nuevo oro procedente de Nubia había hecho que reverdecieran tres ramas de la acacia. El árbol de vida se curaba poco a poco, pero a los remedios les faltaba intensidad. Sin embargo, aquellos resultados permitían contemplar el porvenir con más optimismo.

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