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Authors: Christian Jacq

Tags: #Histórico, Intriga

El camino de fuego (27 page)

BOOK: El camino de fuego
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Cada recipiente llevaba un número de orden y la fecha en que había sido llenado. Ni siquiera en el fondo del caldero nubio les faltaría agua a los soldados.

—Isis… Una vez más nos separamos, tal vez definitivamente.

—Nuestro deber prevalece sobre nuestros sentimientos.

—Vos lo habéis dicho: nuestros sentimientos, ¿incluyendo los vuestros?

Ella miró a lo lejos.

—Mientras vos arriesgáis vuestra existencia, yo me encargaré del árbol de vida, en Abydos, y cumpliré del mejor modo con mis funciones de sacerdotisa. La crisis actual no nos concede la oportunidad de soñar. Y tengo una confidencia importante que haceros.

El corazón del muchacho comenzó a palpitar con fuerza.

—El conflicto nada tendrá de ordinario. Os disponéis a librar una batalla distinta de todas las demás. No se trata de rechazar a un simple invasor o de conquistar un territorio, sino de salvar los misterios de Osiris. El enemigo se nutre de tinieblas y adopta múltiples formas para extender el reinado de
isefet
. En sus manos, los nubios son instrumentos inconscientes. Creyéndoos lejos de mí, estaréis, en realidad, cerca de Abydos. No importa la distancia geográfica, sólo cuenta la comunidad vivida en nuestro común combate.

Isis no parecía ya tan lejana.

—¿Puedo… puedo besaros en la mejilla?

Como ella no respondía, Iker lo hizo.

El perfume de la muchacha lo invadió, la dulzura de su piel lo embriagó. Nunca olvidaría la intensidad de aquella sensación, demasiado breve.

—¡Partida inminente! —clamó la poderosa voz del general Nesmontu—. ¡Todo el mundo a su puesto!

El muelle entró de inmediato en ebullición. Se cargaron con rapidez las últimas cajas de armas y provisiones, pues el viejo militar no bromeaba con la disciplina.

—Manteneos alerta —le recomendó la muchacha a Iker.

—Si regreso vivo, Isis, ¿me amaréis?

—Regresad vivo y recordadlo a cada instante: está en juego la supervivencia de Osiris.

Su mirada, dulce y grave a la vez, revelaba tal vez un sentimiento que ella no quería reconocer aún.

El navío almirante levaba anclas ya, y sólo esperaban al hijo real para retirar la pasarela. Conmovido, subió a bordo precisamente cuando Sesostris aparecía en la proa.

En la frente del monarca, una cobra de oro, realzada con lapislázuli y con ojos de granate. La temible serpiente precedería a la flota y apartaría a los enemigos de su camino.

Además, el gigante blandía una lanza tan larga y pesada que nadie más podría haberla manejado.

—En este octavo año de mi reinado, tomamos el nuevo canal llamado «Bellos son los caminos del poder de la luz que se levanta en gloria»
(8)
—declaró—. Gracias a él, Egipto y Nubia están ahora permanentemente unidos. El avituallamiento nos llegará, pues, con facilidad. Sin embargo, nuestra tarea se anuncia dura. Esta vez extinguiremos ese foco de revuelta definitivamente.

Con mirada átona, indiferente al cabeceo,
Viento del Norte
contemplaba a Medes vomitar.

—Venid conmigo —dijo el doctor Gua, compadecido.

Verde, con las piernas temblorosas, el secretario de la Casa del Rey sufría por hacer el ridículo. Habría tomado cualquier cosa con tal de recuperar su aspecto marcial.

Iker, por su parte, descubría los primeros paisajes de Nubia. En plena estación cálida, que se volvía soportable gracias a una brisa del norte que facilitaba la navegación, el sol desecaba los escasos cultivos. En cambio, los dátiles estaban madurando y, a cada alto, los soldados los cogerían a miles. En aquella época del año, la naturaleza les proporcionaba un alimento digestivo y lleno de energía. Los frutos de las palmeras dum, con ramas en forma de varilla de zahorí, no eran comestibles, pero al dios Tot y a los escribas silenciosos les gustaba meditar a su sombra. Presentes en el sur de Egipto, se multiplicaban en Nubia.

El hijo real sintió una especie de malestar que no era resultado de la canícula ni del viaje. En aquel paraje desolado reinaba una atmósfera extraña, opresiva. En cuanto se cruzaba el canal, se iniciaba otro mundo, muy distinto de las Dos Tierras.

—Pareces preocupado —advirtió Sehotep.

—¿No percibes una magia negativa?

—Ah… ¿También tú lo sientes?

—Nada natural, a mi entender. Merodean fuerzas destructivas.

—El Anunciador… ¿Tan extensos serán sus poderes?

—Mejor será prever lo peor.

—El rey comparte tu prudencia. En estos parajes fue asesinado el general Sepi. Nos dirigimos hacia los fortines de Ikkur y de Kuban, cuyas guarniciones vigilan varias pistas, especialmente el uadi Allaki, que lleva a una mina de oro abandonada. Desde hace más de dos meses, no han enviado informe alguno a Elefantina. Tal vez sus mensajeros se hayan perdido, tal vez los soldados hayan sido reducidos al silencio. Sin embargo, Ikkur y Kuban están situados al norte de nuestra principal base en Nubia, Buhen, aparentemente intacta. Muy pronto conoceremos la causa de ese mutismo.

Sanguíneo
comenzó a ladrar furiosamente, advirtiendo de algún peligro.

—¡Hipopótamos a la vista! —gritó el vigía.

Los paquidermos detestaban ser molestados durante sus interminables siestas y no vacilaban en atacar las embarcaciones a las que, a menudo, hacían zozobrar. Con sus largos colmillos perforaban un buen grosor de madera.

Los arqueros estaban tomando ya posiciones cuando se difundió una melodía de flauta de suave lentitud.

Sentado a proa, Sekari tocaba maravillosamente un instrumento de dos codos de largo. Gracias a una serie de agujeros practicados en la parte inferior de una caña de bastante diámetro, producía una rica gama de sones cuya intensidad variaba.

El mastín se tranquilizó. Los hipopótamos, por su parte, comenzaron a agruparse, y su jefe, un monstruo de tres toneladas, abrió unas furiosas fauces.

—¡Arponeémoslos! —propuso un soldado.

Sekari siguió tocando su flauta oblicua.

El cabecilla se inmovilizó y sus congéneres permanecieron quietos, dejando que emergieran sólo sus ojos, sus ollares y sus orejas. Tenían la piel demasiado sensible para soportar la quemadura del sol.

De pronto, en la ribera apareció una criatura inesperada.

—¡La hipopótamo blanca! —gritó un marino—. ¡Estamos salvados!

El macho, con el lomo cubierto de secreciones que parecían sangre, era considerado rojo. Encarnación de Set, asolaba los cultivos. La hembra, en cambio, calificada de blanca, acogía el poder benéfico de Tueris, «la Grande», protectora de la fertilidad y del nacimiento. Todos los años, el faraón, portador de la corona roja y vencedor del peligroso macho, celebraba la fiesta del hipopótamo blanco.

El jefe de la manada fue el primero que salió del río, y fue imitado inmediatamente por los miembros de su clan. Dóciles, siguieron a la hembra, que se metió entre las cañas.

Con el camino libre de nuevo, la flota reemprendió la marcha.

Alta ya, la moral de las tropas se volvió indestructible. Y todos recordaban los éxitos de Sesostris. ¿Acaso no había sometido, uno a uno, a los jefes de provincia sin perder un solo soldado? Bajo la dirección de semejante jefe, la campaña de Nubia sería forzosamente victoriosa.

Unas notas aéreas y alegres cerraron la melodía en honor de Sesostris.

—Otro de tus talentos ocultos —afirmó Iker—. ¿Esa melodía calma siempre a los hipopótamos?

—En realidad, atrae a las hembras, que, con un poco de suerte, apaciguan a los machos.

—¿Dónde aprendiste ese arte?

—En mi oficio se afrontan mil y una situaciones peligrosas. La violencia no lo resuelve todo. Por desgracia, esa flauta no es la panacea, pues adversarios menos receptivos que los hipopótamos no son muy sensibles a ella.

—¿El «Círculo de oro» de Abydos te reveló los secretos de la música?

—En su reinado terrenal, Osiris enseñó a los humanos a salir de la barbarie construyendo, esculpiendo, pintando y tocando música. Nos acercamos a Abydos por un camino peligroso y no libraremos una guerra ordinaria. Es el precio de la resurrección de Osiris.

¡Las palabras de Sekari eran eco de las de Isis! De pronto, Iker tuvo la certeza de participar en una expedición sobrenatural. El estruendo de las armas ocultaría otro conflicto, determinante para el porvenir de esa humanidad a la que Osiris había ofrecido el sentido de cierta armonía, amenazada hoy.

—El comportamiento de los mercenarios nubios me preocupa —reconoció Sekari.

—¿Acaso temes una traición?

—No, están bien pagados y no tienen el menor deseo de regresar a sus tribus, que los considerarían unos traidores. Pero se están poniendo nerviosos, irritables, cuando por lo común están alegres y relajados.

—¿Se habrá infiltrado entre ellos un terrorista, decidido a provocar disturbios?

—Lo habría descubierto.

—¿Has avisado al general Nesmontu?

—Por supuesto, pero se ha quedado tan perplejo como yo. Conoce a esos hombres desde hace mucho tiempo y gozan de su más absoluta confianza.

—Las estrategias clásicas no nos serán, pues, de utilidad alguna. Y si se produce alguna traición, no se parecerá a nada conocido.

—Es probable.

—Voy a pedir a su majestad que tome de inmediato medidas preventivas de carácter excepcional.

Mientras Iker exponía su plan a Sesostris, la flota llegó a la vista de Ikkur y de Kuban.

Los fortines parecían indemnes. Sin embargo, no había ningún soldado en las almenas de las torres de vigilancia.

—Esto apesta a emboscada —estimó Sekari.

33

En tiempos normales, los fortines de Ikkur y de Kuban acogían las caravanas y a los prospectores que buscaban oro. Antaño se depositaba allí el valioso metal destinado a los templos de Egipto. Su planta era sencilla: un rectángulo compuesto por muros de ladrillos realzados con bastiones, de los que salía un paso cubierto que conducía al río. Los soldados podían obtener así agua al abrigo de las flechas de eventuales agresores.

Por encima de los establecimientos militares giraban buitres y cuervos.

—Mandaré exploradores —decidió Nesmontu.

Una decena de hombres desembarcaron en la orilla oeste, y una veintena en la orilla este, y se dispersaron corriendo hasta sus objetivos. Inspeccionando el navío reservado a los arqueros nubios, Sekari no dejaba de observarlos.

De pronto, unos aullaron, otros desgarraron las velas y varios tiradores de élite rompieron su arco.

—¡Basta ya! Calmaos inmediatamente —intervino un oficial.

Mientras circulaba entre las hileras con la intención de castigar a los más excitados, un negro alto le clavó un cuchillo entre los omóplatos.

Brotaron bestiales gritos.

Incapaz de contener por sí solo aquella revuelta, Sekari se tiró al agua y nadó hasta el navío almirante. Con la ayuda de un cabo, subió a bordo.

—Los mercenarios nubios se han vuelto locos —anunció a Iker, que había salido a su encuentro—. Debemos intervenir urgentemente.

—Enfrentarnos a uno de nuestros regimientos de élite… ¡es una catástrofe! —deploró Nesmontu.

—Si no reaccionamos con rapidez, causarán daños irreparables.

El navío amotinado se lanzaba hacia el bajel almirante.

—¡Levantaos contra el rey! —aulló el asesino—. ¡Un espíritu feroz nos anima, la victoria nos tiende sus brazos!

Sesostris colocó en un altar portátil las figuras de arcilla que Iker había moldeado, y que representaban a unos vencidos privados de piernas, con las manos atadas a la espalda. En su cabeza, una pluma de avestruz, símbolo de Maat. Diversos textos de conjuros cubrían su torso. El faraón los leyó con voz tan grave y poderosa que hizo vacilar a los asaltantes.

—Sois el llanto del ojo divino, la multitud a la que debe contener ahora para que no se vuelva perjudicial. Que el enemigo sea reducido a la nada.

Con su maza blanca, el faraón golpeó cada una de aquellas figuras y las arrojó, luego, al fuego de un brasero.

Sin embargo, el barco de los rebeldes proseguía su camino.

Los nubios bailaban y vociferaban.

Los arqueros del navío almirante adoptaron posiciones.

—Aguardad mis órdenes y apuntad bien —ordenó Nesmontu— En el cuerpo a cuerpo, esos tipos son inigualables. ¡Y será peor aún por su grado de excitación!

El cabecilla alardeaba a proa, aullando invectivas.

Ante el general espanto, su cabeza estalló como un fruto demasiado maduro.

Las danzas se interrumpieron. La mayoría de los nubios se derrumbaron, otros zigzaguearon como marionetas desarticuladas, y cayeron luego al agua.

—Recuperemos el control de esa embarcación —exigió Nesmontu.

No muy tranquilos, algunos marinos obedecieron, sin encontrar la menor resistencia. Ni un solo soldado negro había sobrevivido.

—Embrujamiento colectivo —concluyó Sehotep.

—¿No correrán la misma suerte los demás regimientos? —preguntó Iker.

—No —respondió el rey—. Los brujos nubios, responsables de este crimen, ejercían una influencia privilegiada sobre el espíritu de esos infelices, sus hermanos de raza. Pretendían debilitar nuestro ejército.

Los exploradores regresaban.

—Ikkur y Kuban están vacíos —declaró un oficial—. Hay rastros de sangre seca por todas partes. Probablemente, las guarniciones han sido aniquiladas, pero no hay ningún cadáver.

—¿Algún indicio sobre la identidad de los agresores?

—Sólo este pedazo de lana, majestad. Debe de proceder de una túnica muy gruesa. Los nubios no llevan esta clase de vestiduras.

Sesostris frotó entre sus dedos el fragmento de tejido. Se parecía al que había descubierto en el islote de Biggeh, profanado por un demonio que se burlaba de los ritos y quería perturbar la crecida.

—El Anunciador… Él cometió esta nueva abominación y nos aguarda en el corazón de Nubia.

Todos se sobresaltaron. ¿Qué infierno iba a encontrar la expedición?

—¡Allí —advirtió un centinela—, un hombre que huye!

Un tirador de élite comenzaba ya a tensar su arco.

—Lo necesitamos vivo —exigió Nesmontu.

Varios infantes se lanzaron tras él, acompañados por Iker. Corrían demasiado de prisa, por lo que muy pronto perdieron el aliento. El calor abrasaba los pulmones y hacía vacilar las piernas. Aunque pareciese retrasarse, el hijo real no modificó su ritmo. Especialista en la larga distancia, ahorraba fuerzas sin aminorar la marcha.

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