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Authors: Christian Jacq

Tags: #Histórico, Intriga

El camino de fuego (25 page)

BOOK: El camino de fuego
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De la morada de eternidad, cuya puerta permanecía abierta, salía luz.

Iker entró.

Una primera sala, con seis pilares de gres. Luego una escalera y una especie de largo corredor con las paredes perfectamente labradas conducían a la capilla donde se veneraría el
ka
de Sarenput, representado seis veces como Osiris.

A la luz de las lámparas provistas de una mecha que no desprendía humo, Isis pintaba jeroglíficos.

Iker, fascinado, no se atrevió a interrumpirla.

De buena gana se habría quedado allí toda la vida, contemplándola.

Bella, recogida, elegante en cada uno de sus gestos, Isis comulgaba forzosamente con las divinidades.

Iker no se atrevía siquiera a respirar, intentando grabar en lo más profundo de sí mismo aquellos milagrosos instantes.

Ella se volvió.

—Iker… ¿Hace mucho rato que estáis aquí?

—No… no lo sé. No quería importunaros.

—Sarenput me ha pedido que verifique los textos y añada las fórmulas correspondientes a la espiritualidad osiriaca. Desea que su morada de eternidad no tenga graves defectos.

—¿Se convertirá Sarenput en un Osiris?

—Si se le reconoce justo de voz, este lugar se verá mágicamente animado y permitirá que su cuerpo de luz resucite.

Isis apagó las lámparas una a una.

—Permitidme que las lleve —solicitó el hijo real.

Ante una de ellas, la sacerdotisa vaciló.

—¿No es extraordinario este texto?

Iker descifró la inscripción que la llama iluminaba: «Estaba yo lleno de júbilo al conseguir alcanzar el cielo, mi cabeza tocaba el firmamento, rozaba yo el vientre de las estrellas, siendo yo mismo estrella, y danzaba como los planetas.»

—¿Simple imagen poética o un ser que vivió realmente esta experiencia?

—Sólo un iniciado en los misterios de Osiris podría responderos.

—¡Vos, Isis, vivís en Abydos y conocéis la verdad!

—Estoy en camino, quedan muchas puertas que cruzar. Fuera de la iniciación y del descubrimiento de las potencias creadoras, ¿qué sentido tendría nuestra existencia? Por duras que sean las pruebas, nunca renunciaré.

—¿Me consideráis un obstáculo?

—No, Iker, no… Pero me turbáis. Antes de conoceros, el estudio de los misterios de Osiris captaba toda mi atención. Ahora, algunos de mis pensamientos siguen a vuestro lado.

—Aunque el conocimiento de estos misterios sea también mi objetivo, debo obedecer al faraón. Tal vez sólo él me permita acceder a Abydos. Eso no me impide amaros, Isis. ¿Por qué ese amor debería ser un obstáculo para nuestra búsqueda?

—Yo me lo pregunto todos los días —reveló ella, conmovida.

Si hubiera podido tomarla de las manos, estrecharla en sus brazos… pero eso habría supuesto quebrar la ínfima esperanza que acababa de brotar.

—Cada día os amo más. No habrá otra mujer. Seréis vos, o nadie más.

—¿No es eso excesivo? ¿No estáis adornándome con virtudes imaginarias?

—No, Isis. Sin vos, mi vida no tiene sentido.

—Regresemos a Elefantina, ¿os parece?

Iker remó muy lentamente.

¡Allí estaba ella, tan cerca, tan inaccesible! Su mera presencia hacía brillar el sol en la noche naciente.

En la ribera, Sekari.

—Vayamos inmediatamente a palacio. El faraón acaba de recibir una muy mala noticia.

30

Los especialistas del medidor del Nilo de Elefantina estaban consternados. Según sus previsiones, la crecida se anunciaba enorme, peligrosa, pues, y devastadora. Todos conocían las cifras y su significado: doce codos de alto, hambruna; trece, vientre hambriento; catorce, la felicidad; quince, el fin de las preocupaciones; dieciséis
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, la perfecta alegría. Más allá, comenzaban las dificultades.

—¿Cuál es la magnitud del peligro? —preguntó el rey al jefe de los técnicos.

—No me atrevo a revelároslo, majestad.

—Maquillar la realidad sería una grave falta.

—Puedo equivocarme, también mis colegas. Tememos una especie de cataclismo, una enorme riada que supere en poder y en altura todo lo que se ha conocido desde la primera dinastía.

—Dicho de otro modo, buena parte del país puede quedar destruido.

Temblorosos, los labios del especialista murmuraron un «sí» apenas audible.

El faraón reunió de inmediato un consejo restringido compuesto por Sehotep, Nesmontu, Iker y Sarenput.

—Tú, Sarenput, organiza el desplazamiento de la población hacia las colinas y el desierto, con las provisiones necesarias. Tú, Sehotep, consolida la fortaleza, pues el enemigo podría aprovechar el comienzo de la crecida para atacar, y concluye rápidamente el canal. Nesmontu, tú refuerza nuestro dispositivo de seguridad. Tú, Iker, coordina el trabajo de los escribas y los artesanos, y díctale a Medes el mensaje de aviso que debe llegar a todas las ciudades de Egipto. Que el visir tome de inmediato las medidas necesarias.

Medes se mostraba escéptico.

—¿Realmente estamos en peligro?

—Los técnicos son muy claros —precisó Iker.

—El país ha sufrido crecidas anteriormente y nunca hemos cedido al pánico.

—Esta vez, el fenómeno se anuncia excepcional.

—Los mensajeros partirán mañana mismo. Gracias a mi nueva organización y a la flotilla de barcos rápidos de que dispongo, la información se difundirá en seguida.

—Que los carteros militares vayan hasta las aldeas más apartadas y den consignas de evacuación. Los alcaldes tendrán que ejecutarlas sin tardanza. Su majestad desea que se salve el máximo de vidas posible.

Medes puso de inmediato manos a la obra.

¡De modo que ésa era la señal del Anunciador!

O se trataba de un espejismo destinado a asustar a las autoridades y a desorganizar los sistemas de defensa, con vistas a una invasión nubia, o el Anunciador transformaría el Nilo en un arma de destrucción masiva.

En ambos casos, el comienzo de la gran ofensiva.

La organización de terroristas implantada en Menfis golpearía de nuevo en la capital.

Revitalizado, Medes tenía una preocupación: ponerse a salvo para no ser víctima de los acontecimientos.

Incluso Jeta-de-través temblaba.

Del vientre de piedra brotaba un estruendo ensordecedor. El combate del agua enfurecida contra la roca era cada vez más intenso, el caudal de agua no dejaba de crecer.

Los magos nubios salmodiaban incansablemente fórmulas incomprensibles, mientras que los enrojecidos ojos del Anunciador, brillando con agresivo fulgor, miraban hacia el norte. A sus pies, Bina contemplaba un cielo caótico, dominado por la cólera de Set. Desplegando las fuerzas negativas de la catarata, el Anunciador intensificaba un fenómeno natural y le daba una enorme magnitud.

Shab
el Retorcido
tiró hacia atrás de Jeta-de-través.

—Aléjate, una ola podría arrastrarte.

—Qué cosas… ¡El patrón es realmente alguien!

—¿Acaso comienzas a entenderlo por fin?

—¿De modo que supera al faraón?

—Sesostris sigue siendo un adversario temible. Táctico sin igual, nuestro señor lleva siempre un golpe de adelanto.

—Ha conseguido desencadenar el río… ¡Qué cosas!

—La verdadera fe se le parece. Caerá sobre el mundo y destruirá a los infieles.

El agua enloquecida brotaba del vientre de piedra y se abría un camino de insólita anchura.

«Dentro de unos días —pensó el Anunciador—. Osiris abandonará su silencio y adoptará la forma de la crecida. Esta vez no llevará la vida a Egipto, sino la muerte.»

Desde lo alto del acantilado de la orilla oeste, Elefantina parecía apacible, adormecida bajo el sol de estío. El calor era asfixiante, el verde de las palmeras brillaba, el azul del Nilo parecía tornasolado.

Aquel paisaje hechizador estaba viviendo sus últimas horas antes de la desolación. Tras haber desaparecido durante setenta días, duración ritual de la momificación de un faraón, la constelación de Orión reaparecía. Al levantarse en la noche, marcaría la resurrección de Osiris y el comienzo de la crecida de las aguas, convertidas en el peor enemigo de un país al que deberían haber ofrecido felicidad y prosperidad.

—El rocío cambia de consistencia y de naturaleza —declaró Isis—. La crecida comenzará mañana.

—No es Osiris el que la emprende así con su pueblo —consideró el faraón—, y no es sólo la naturaleza la que se desencadena.

—¿Pensáis en el Anunciador, majestad?

—Irritado por la resistencia del árbol de vida, lanza una nueva forma de agresión.

—¿Un hombre solo es capaz de poner en marcha semejantes fuerzas?

—Ha obtenido la ayuda de los brujos nubios. Si sobrevivimos a este asalto, deberemos impedir que este paraje siga haciendo daño.

—¿Cómo luchar?

—El río terrenal nace del Nilo celestial, que a su vez brota del Nun, el océano primordial. El Anunciador ha perturbado las aguas, pero no podrá llegar a su verdadera fuente, padre y madre de la Enéada oculta en el seno del agua fecundadora. Sólo ella apacigua la crecida, sólo ella puede salvarnos aún. De modo que debo dirigirme a la caverna de Biggeh e invocar la Enéada.

—El país y su pueblo necesitan vuestra presencia, majestad. A cada instante exigirán vuestras directrices. Si no os ven, si os creen desaparecido, llegará la desbandada. El Anunciador habrá vencido.

—No existe otro medio para detener el furor del Nilo.

—Si me consideráis capaz de hacerlo, actuaré en vuestro nombre.

—La caverna quedará pronto inundada, no tengo derecho a poner en peligro tu existencia.

—Todas nuestras vidas lo están, majestad. Si me refugiara lejos del cataclismo, ¿cumpliría yo con mi deber de sacerdotisa? Me habéis concedido el privilegio de superar las primeras etapas de la iniciación a los grandes misterios, por lo que me gustaría mostrarme digna de ellos, y puesto que es demasiado tarde para apelar a mis superiores y vuestros deberes os reclaman en otra parte, ¿no está ya decidido mi camino?

Iker enrolló el último papiro y cerró la última caja de madera que, de inmediato, se llevó un escriba ayudante. Los archivos de la administración de Elefantina estarían a salvo. El hijo real comprobó que no se había olvidado documento alguno.

Gracias a la férrea mano de Sarenput, la evacuación de la población se efectuaba tranquilamente y de forma ordenada. Llevándose sus más valiosos objetos, los habitantes intentaban en vano consolarse. La angustia atenazaba los vientres, atenuada por la presencia del faraón, quien, en vez de abandonar la región, se mantenía en primera línea, frente al peligro.

—El canal está terminado y consolidado —anunció Sehotep a Iker—. La más violenta de las crecidas sólo le causará algunos arañazos.

—Reunámonos con su majestad en la ciudadela —propuso Sekari que, según su costumbre, había hurgado aquí y allá, temiendo la presencia de uno o varios terroristas.

¿Por qué, sin embargo, se habría infiltrado el enemigo en una ciudad condenada a la aniquilación?

Siguiendo los planos de Sehotep, los especialistas en ingeniería habían hecho un buen trabajo. Algo destartalado, el antiguo edificio se había transformado en una fortaleza cuya parte baja se componía de sólidos bloques de granito. Desde lo alto de la torre principal, el monarca contemplaba la primera catarata.

Agua hirviente comenzaba a cubrir las rocas, que muy pronto desaparecerían.

—Esta construcción tendría que resistir el empuje de las aguas —supuso Sehotep—, aunque no estoy muy seguro de ello. Sería preferible poneros al abrigo, majestad.

—Al contrario, mi lugar está en la vanguardia del combate. No ocurre lo mismo con mis fieles compañeros.

—Negativo —repuso Nesmontu, gruñón—. Mis soldados ocupan este edificio y yo soy su jefe. Abandonarlos supondría una deserción. ¿Acaso me consideráis capaz de semejante cobardía, a mi edad?

—El espectáculo no carece de grandeza —comentó Sekari—. No querría perdérmelo. Y tal vez su majestad me confíe una misión urgente.

—O soy un arquitecto serio, y nada tengo que temer, o soy un incompetente, y el río me castigará —declaró Sehotep.

—¿No está el lugar de un hijo junto a su padre? —preguntó Iker.

—Si perecemos, la reina y el visir no bajarán los brazos —decidió Nesmontu—. Juntos, al lado del rey, no hay riesgo alguno. El faraón es inmortal.

Puesto que no deseaba malgastar la palabra en vanas discusiones, Sesostris admitió la decisión de sus íntimos.

En su austero rostro no había rastro de la profunda emoción que engendraba aquel impulso de fraternidad.

Las aguas gruñían cada vez con más fuerza.

Nunca la crecida se había hinchado a semejante velocidad.

—Majestad, ¿sabéis dónde se ha refugiado Isis? —preguntó Iker.

—Está pronunciando las fórmulas de apaciguamiento en la gruta de Hapy, el genio de la inundación.

—Una gruta… ¿No quedará sumergida?

—Isis es nuestra última muralla. Si no consigue despertar a la Enéada oculta en el corazón de las aguas, todos moriremos.

Se hizo un angustioso silencio, quebrado sólo por los siniestros ladridos de
Sanguíneo
y el estridente lamento de
Viento del Norte
.

Una enorme ola lanzaba la ofensiva de un río desenfrenado, del color de la sangre.

Isis invocaba a Atum, el principio creador, cuyo nombre significaba, a la vez, «El que es» y «El que no es aún». Del señor de la Enéada emanaba la pareja primordial, formada por Chu, el aire luminoso, y Tefnut, la llama. De él nacían la diosa Cielo, Nut, y el dios Tierra, Geb. Sus hijos completaban la Enéada, a saber, Neftys, la dueña del templo, Set, la peligrosa potencia del cosmos, Isis y Osiris. Precisamente cuando la sacerdotisa pronunciaba su nombre, un ensordecedor estruendo apagó su voz. Las tumultuosas aguas iban a invadir la gruta y a ahogarla.

Sin embargo, siguió salmodiando el himno de la Enéada que el faraón le había enseñado.

La inmensa serpiente oculta en el fondo de la caverna de Hapy se desplegó y formó un círculo alrededor de la entrada, tragándose su cola. Trazaba así el símbolo del tiempo cíclico, eternamente renovado a partir de su propia sustancia.

Las furiosas aguas se estrellaron contra su cuerpo, sin romperlo.

La crecida devastaba el islote de Biggeh, llevándose consigo las mesas de ofrenda. Isis se empecinaba en rogar a la Enéada que apaciguara aquella cólera destructora.

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