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Authors: Brandon Sanderson

Tags: #Fantástico

El camino de los reyes (85 page)

BOOK: El camino de los reyes
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Los hombres de Kaladin colocaron el puente con un golpe, y Kaladin dio la orden de retirarse. Sus hombres y él se apartaron para permitir pasar a la caballería. Pero la caballería no llegó. Secándose el sudor de la frente, Kaladin dio media vuelta.

Otras cinco cuadrillas habían fijado sus puentes, pero los demás todavía pugnaban por llegar al abismo. Inesperadamente, habían intentado ladear sus puentes para bloquear las flechas, imitando a Kaladin y su equipo. Muchos tropezaban, algunos hombres trataban de bajar el puente para protegerse mientras otros seguían corriendo hacia delante.

Fue un caos. Estos hombres no habían practicado la carga lateral. Cuando una tripulación trataba de alzar su puente para asumir la nueva posición, lo dejaron caer. Dos cuadrillas más fueron abatidas completamente por los parshendi, que continuaban disparando.

La caballería pesada cargó y cruzó los seis puentes que habían sido emplazados. Normalmente, dos filas de jinetes por cada puente componían una masa de cien jinetes, de treinta a cuarenta a lo ancho y tres filas de fondo. Eso dependía de cuántos puentes fueran alineados, permitiendo una carga efectiva contra los centenares de arqueros parshendi.

Pero los puentes habían sido fijados de manera demasiado errática. Algunos jinetes cruzaron, pero de forma dispersa, y no pudieron atacar a los parshendi sin temor a ser rodeados.

Los soldados de infantería habían empezado a empujar el Puente Seis para colocarlo en su sitio. «Deberíamos ir a ayudar para que esos otros puentes crucen.»

Pero era demasiado tarde. Aunque Kaladin estaba cerca del campo de batalla, sus hombres, como era su costumbre, se habían refugiado tras la roca más cercana. La que habían elegido estaba lo bastante cerca para ver la batalla, pero bien protegida de las flechas. Los parshendi siempre ignoraban a los hombres de los puentes después del ataque inicial, aunque los alezi cuidaban de dejar guardias detrás para proteger el punto de desembarco y vigilar que los parshendi no les cortaran la retirada.

Los soldados finalmente colocaron el Puente Seis en posición, y dos cuadrillas más emplazaron los suyos, pero la mitad de los puentes no lo había conseguido. El ejército tuvo que reorganizarse, avanzando para apoyar a la caballería y dividiéndose para cruzar por donde habían emplazado los puentes.

Teft dejó atrás la protección de la roca y cogió a Kaladin del brazo, tirando de él hasta llevarlo a lugar seguro. Kaladin dejó que lo hiciera, pero siguió mirando la batalla, comprendiendo algo horrible.

Roca se detuvo junto a Kaladin y le dio una palmada en el hombro. El pelo del gran comecuernos estaba aplastado por el sudor, pero sonreía de oreja a oreja.

—¡Un milagro! ¡Ni un solo hombre herido!

Moash se le acercó.

—¡Padre Tormenta! No puedo creer lo que acabamos de hacer. ¡Kaladin, has cambiado las carreras con los puentes para siempre!

—No —dijo Kaladin en voz baja—. He socavado por completo nuestro ataque.

—Yo… ¿Qué?

«¡Padre Tormenta!», pensó Kaladin. La caballería había quedado aislada. Una carga de caballería necesitaba una línea compacta: lo que la hacía funcionar era la intimidación tanto como su fuerza.

Pero aquí los parshendi podían retirarse y atacar a los jinetes por los flancos. Y los soldados de infantería no habían llegado lo bastante rápido para ayudar. Varios grupos de jinetes luchaban completamente rodeados. Los soldados se agolpaban en los puentes que habían sido emplazados, intentando cruzar, pero los parshendi tenían una posición sólida y los repelían. Los lanceros caían de los puentes, y los parshendi consiguieron lanzar uno al abismo. Las fuerzas alezi pronto pasaron a la defensiva, los soldados concentrados en mantener las cabezas de puente para asegurar una vía de retirada para la caballería.

Kaladin observaba, observaba con toda su atención. Nunca había estudiado las tácticas y necesidades del ejército entero en estos ataques. Había estimado solamente las necesidades de su propia cuadrilla. Fue un error estúpido, y tendría que haberlo advertido. Tendría que haberse dado cuenta, si todavía se consideraba un soldado de verdad. Odió a Sadeas; odió la forma en que ese hombre usaba las cuadrillas de los puentes. Pero no tendría que haber cambiado la táctica básica del Puente Cuatro sin tener en cuenta el plan de conjunto de la batalla.

«Desvié la atención a las otras cuadrillas —pensó—. Eso nos hizo llegar al abismo demasiado pronto, y retrasó a algunas de las otras.»

Y, como él había corrido delante, muchos otros hombres de los puentes habían visto cómo había empleado la estructura como escudo.

Eso los había llevado a imitar al Puente Cuatro. Cada cuadrilla había acabado corriendo a velocidad distinta, y los arqueros alezi no habían sabido dónde concentrar sus descargas para reducir la fuerza parshendi para los desembarcos.

«¡Padre Tormenta! Acabo de costarle a Sadeas esta batalla!»

Habría repercusiones. Los hombres de los puentes habían sido olvidados mientras los generales y capitanes se reunían para revisar sus planes de batalla. Pero cuando esto terminara, vendrían a por él.

O tal vez sucedería antes. Gaz y Lamaril, con un grupo de lanceros de reserva, marchaban hacia el Puente Cuatro.

Roca se colocó junto a Kaladin por un lado, y el nervioso Teft lo hizo por el otro, con una piedra en la mano. Los hombres del puente tras Kaladin empezaron a murmurar.

—Retroceded —les dijo Kaladin en voz baja a Roca y Teft.

—¡Pero Kaladin! —exclamó Teft—. Ellos…

—Retroceded. Reunid a los hombres. Que vuelvan al aserradero a salvo, si podéis.

«Si alguno de nosotros escapa a este desastre.»

Como Roca y Teft no retrocedieron, Kaladin dio un paso adelante. La batalla seguía su curso en la Torre: el grupo de Sadeas, liderado por el portador de esquirlada en persona, había conseguido conquistar una pequeña porción de terreno y lo conservaba con uñas y dientes. Los cadáveres se amontonaban en ambos bandos. No sería suficiente.

Roca y Teft se situaron de nuevo junto a Kaladin, pero él los obligó a retroceder. Se volvió entonces hacia Gaz y Lamaril. «Señalaré que Gaz me dijo que hiciera esto —pensó—. Sugirió que usara una carga lateral en el ataque.»

Pero no. No había testigos. Sería su palabra contra la de Gaz. No funcionaría, y además ese argumento daría a Gaz y Lamaril motivos suficientes para matarlo de inmediato, antes de que pudiera hablar con sus superiores.

Kaladin tenía que hacer otra cosa.

—¿Tienes idea de lo que has hecho? —farfulló Gaz mientras se acercaba.

—He trastocado la estrategia del ejército, convirtiendo en un caos toda la fuerza de asalto —dijo Kaladin—. Vienes a castigarme para que cuando tus superiores vengan gritándote para saber qué ha pasado, puedas al menos mostrar que actuaste con rapidez contra el responsable.

Gaz vaciló. Lamaril y los lanceros se detuvieron a su alrededor. El sargento parecía sorprendido.

—Si sirve de algo, no sabía que iba a suceder esto —dijo Kaladin—. Solo intentaba sobrevivir.

—Los hombres de los puentes no están hechos para sobrevivir —dijo Lamaril, cortante. Hizo un gesto a un par de soldados y señaló a Kaladin.

—Si respetáis mi vida, prometo que les diré a vuestros superiores que no tuvisteis nada que ver son esto. Si me matáis, parecerá que intentáis esconder algo.

—¿Esconder algo? —dijo Gaz, mirando la batalla en la Torre. Una flecha perdida rebotó entre las rocas a poca distancia, rompiendo el astil—. ¿Qué tendríamos que esconder?

—Depende. Puede parecer que esto fue idea vuestra desde el principio. Brillante señor Lamaril, no me detuviste. Podrías haberlo hecho, pero no lo hiciste, y los soldados os vieron hablar a Gaz y a ti cuando visteis lo que hacía. Si no puedo declarar que ignorabais lo que iba a hacer, tendréis un buen problema.

Los soldados de Lamaril miraron a su líder. El ojos claros frunció el ceño.

—Golpeadlo —dijo—, pero no lo matéis.

Dio media vuelta y regresó hacia las líneas de reserva alezi.

Los fornidos lanceros avanzaron hacia Kaladin. Eran ojos oscuros, pero bien podrían haber sido parshendi por la simpatía que le mostraron. Kaladin cerró los ojos y se preparó. No podía resistirse. No si quería permanecer en el Puente Cuatro.

La culata de una lanza le golpeó en el estómago y lo derribó al suelo, y jadeó cuando los soldados empezaron a darle patadas. Una bota abrió la bolsa que llevaba al cinto. Sus esferas, demasiado preciosas para dejarlas en el barracón, se dispersaron entre las piedras. De algún modo habían perdido su luz tormentosa, y ahora eran opacas, agotada su vida.

Los soldados siguieron dándole patadas.

Cambiaron, incluso cuando los combatíamos. Eran como sombras que pueden transformarse mientras baila la llama. Nunca los subestimes por lo que ves primero.»

Se dice que es un borrador recopilado por Talatin, Radiante de la Orden de los Guardapiedras. La fuente (
Encarnado
, de Guvlow) se considera fiable, aunque esto procede de un fragmento copiado de «El poema de la séptima mañana», que se ha perdido.

A veces, cuando Shallan entraba en el Palaneo propiamente dicho (es decir, el gran almacén de libros, manuscritos y pergaminos que estaba situado más allá de las zonas de estudio del Velo) se distraía tanto con su belleza y magnitud que se olvidaba de todo lo demás.

El Palaneo tenía forma de pirámide invertida tallada en la roca. Tenía plataformas externas que rodeaban como balcones su perímetro. Levemente inclinadas, recorrían las cuatro paredes formando una majestuosa espiral cuadrangular, una gigantesca escalera que apuntaba hacia el centro de Roshar. Una serie de ascensores proporcionaba un método de descenso más rápido.

Desde la barandilla del último nivel, Shallan podía ver solo de la mitad para abajo. Este lugar parecía demasiado grande, demasiado inmenso, para haber sido tallado por las manos de los hombres. ¿Cómo se alineaban de forma tan perfecta los niveles de las terrazas? ¿Habían utilizado animistas para crear los espacios abiertos? ¿Cuántas gemas habrían sido necesarias?

La luz era tenue: no había iluminación general, solo pequeñas lámparas de esmeraldas enfocadas para iluminar los suelos de las plataformas. Los fervorosos del Devotario del Conocimiento recorrían periódicamente los niveles, cambiando las esferas. Tenía que haber cientos y cientos de esmeraldas: al parecer, componían el tesoro real kharbranthino. ¿Qué mejor lugar donde guardarlo que en el Palaneo, tan seguro? Aquí podía estar protegido y a la vez servir para iluminar la enorme biblioteca.

Shallan continuó su camino. Su sirviente parshmenio llevaba una linterna esfera que contenía un trío de marcos de zafiro. La suave luz azul se reflejaba contra la paredes de piedra, porciones de las cuales habían sido animadas en cuarzo por motivos puramente decorativos. Los pasamanos habían sido tallados en madera, y luego transformados en mármol. Cuando pasó las manos por uno, pudo sentir el grano de la madera original. Al mismo tiempo, tenía la fría lisura de la piedra. Una rareza que parecía diseñada para confundir los sentidos.

Su parshmenio llevaba una cestita de libros llenos de dibujos de famosas científicas naturales. Jasnah había empezado a permitirle pasar algún tiempo estudiando temas de su propia elección. Solo una hora al día, pero era sorprendente lo preciosa que se había convertido esa hora. Recientemente, había estado investigando los
Viajes occidentales
de Myalmr.

El mundo era un lugar maravilloso. Ansiaba aprender más, deseaba observar todas y cada una de sus criaturas, tener sus dibujos en sus libros. Organizar Roshar capturándolo en imágenes. Los libros que leía, aunque maravillosos, parecían incompletos. Cada autora era buena con las palabras o con los dibujos, pero rara vez con ambas cosas. Y si la autora era buena con ambas, entonces su comprensión de la ciencia era pobre.

Había tantas lagunas en su comprensión. Lagunas que Shallan podía llenar.

«No —se dijo con firmeza mientras caminaba—. No es eso lo que he venido a hacer aquí.»

Cada vez resultaba más y más difícil concentrarse en el robo, aunque Jasnah, como esperaba, había empezado a usarla como ayudante en el baño. Eso tal vez presentaría pronto la oportunidad que necesitaba. Y sin embargo, cuanto más estudiaba, más anhelaba el conocimiento.

Condujo a su parshmenio hasta uno de los ascensores. Allí, otros dos parshmenios empezaron a bajarla. Shallan miró la cesta de libros. Podía pasar el tiempo en el ascensor leyendo, tal vez terminar aquella parte de
Viajes occidentales

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