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Authors: Brandon Sanderson

Tags: #Fantástico

El camino de los reyes (82 page)

BOOK: El camino de los reyes
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Lo que no mencionó fue su verdadera preocupación: si Gaz o Lamaril decidían matarlo, había poco que pudiera hacer para impedirlo. Cierto, los hombres de los puentes rara vez eran ejecutados por algo que no fuera dejar de correr con su puente. Pero incluso en un ejército «honesto» como el de Amaram había rumores de acusaciones falsas y pruebas trucadas. En el campamento falto de disciplina y apenas regulado de Sadeas, nadie parpadearía si a Kaladin (un esclavo marcado con un
shash
) le echaran encima una acusación nebulosa. Lo dejarían para la alta tormenta, lavándose las manos de su muerte, diciendo que el Padre Tormenta había elegido su destino.

Kaladin se irguió y echó a andar hacia la carpintería. Los artesanos y sus aprendices trabajaban afanosamente cortando madera para hacer mangos de lanzas, puentes, postes o muebles.

Los artesanos lo saludaron al pasar. Ya estaban familiarizados con él, acostumbrados a sus extrañas peticiones, como trozos de madera lo bastante largos para que cuatro hombres los sujetaran y corrieran con ellos, tratando de mantener la cadencia unos con otros. Encontró un puente a medio construir. Lo habían desarrollado a partir de aquel tablón que Kaladin había utilizado.

Se arrodilló e inspeccionó la madera. Un grupo de hombres trabajaba con una gran sierra a su derecha, cortando finos redondeles de un tronco. Probablemente los convertirían en asientos.

Pasó los dedos por la lisa madera. Todos los puentes móviles estaban hechos de un tipo de madera llamado makam. Tenía un color marrón oscuro, el grano casi oculto, y era a la vez fuerte y liviana. Los artesanos la habían lijado, y olía a serrín y savia almizclada.

—¿Kaladin? —preguntó Syl, caminando por el aire hasta posarse en la madera—. Pareces distante.

—Es irónico lo bien que crean estos puentes —dijo él—. Los carpinteros de este ejército son mucho más profesionales que sus soldados.

—Tiene sentido —respondió ella—. Los artesanos quieren que los puentes duren. Los soldados a los que escucho solo quieren llegar a la meseta, coger la gema corazón y largarse. Para ellos es un juego.

—Muy astuta. Mejoras cada vez más al observarnos.

Ella sonrió.

—Es más bien como si recordara cosas que una vez conocí.

—Pronto ya no serás una spren, sino una pequeña filósofa transparente. Tendremos que enviarte a un monasterio para que pases el tiempo sumida en profundos e importantes pensamientos.

—Sí —dijo ella—, cómo deducir la mejor manera de conseguir que los fervorosos beban accidentalmente una mezcla que vuelva su boca azul —sonrió malévola.

Kaladin respondió a su vez, pero siguió pasando el dedo por la madera. Seguía sin comprender por qué no dejaban que los hombres de los puentes llevaran escudos. Nadie le daba una respuesta clara.

—Usan makam porque es lo bastante fuerte para que su peso soporte una carga de caballería pesada —dijo—. Nosotros deberíamos poder usarlo. Nos niegan escudos, pero ya llevamos uno sobre los hombros.

—¿Pero cómo reaccionarán si lo intentas?

Kaladin se puso en pie.

—No lo sé, pero tampoco tengo otra opción. Intentarlo sería un riesgo. Un riesgo enorme. Pero se había quedado sin ideas que no supusieran ningún riesgo hacía varios días.

—Podemos agarrar por aquí —dijo Kaladin, señalando a Roca, Teft, Cikatriz y Moash. Estaban junto a un puente semivolcado que dejaba al descubierto su parte inferior. El fondo era una construcción complicada, con ocho filas de tres posiciones para acomodar hasta a veinticuatro hombres directamente debajo, y luego dieciséis asideros, ocho en cada lado, para dieciséis hombres más en el exterior. Cuarenta hombres, corriendo hombro con hombro, si tenían un complemento pleno.

Cada posición bajo el puente tenía una hendidura para la cabeza del porteador, dos bloques curvados de madera para apoyarlos en los hombros, y dos barras como asidero. Los hombres de los puentes llevaban hombreras, y los que eran más bajos necesitaban un extra para compensarlo. Gaz normalmente trataba de asignar a los nuevos reclutas a cuadrillas de su misma altura.

Eso no se cumplía con el Puente Cuatro, naturalmente. El Puente Cuatro solo recibía las sobras.

Kaladin señaló varias barras y puntales.

—Podríamos agarrarnos aquí, y luego correr llevando el puente de lado a nuestra derecha, inclinado. Pondremos a nuestros hombres más altos por fuera y a los más bajos por dentro.

—¿Para qué servirá eso? —preguntó Roca, frunciendo el ceño.

Kaladin miró a Gaz, que los observaba desde cerca. Desde demasiado cerca. Era mejor no hablar de por qué quería cargar el puente de lado. Además, no quería que los hombres sintieran demasiadas esperanzas hasta que supiera si iba a funcionar.

—Solo quiero experimentar —dijo—. Si podemos cambiar de posición ocasionalmente, podría ser más fácil. Trabajar músculos diferentes.

Syl, de pie en lo alto del puente, frunció el ceño. Siempre fruncía el ceño cuando Kaladin oscurecía la verdad.

—Reunid a los hombres —dijo Kaladin, señalando a Roca, Cikatriz y Moash. Los había nombrado comandantes de subpelotones, algo que los hombres del puente normalmente no tenían. Pero los soldados funcionaban mejor en grupos pequeños de seis u ocho.

«Soldados —pensó Kaladin—. ¿Así es como los ves?»

No combatían. Pero sí, eran soldados. Era demasiado fácil subestimar a los hombres cuando considerabas que eran «solo» gente de los puentes. Cargar contra los arqueros enemigos sin escudos requería coraje. Aunque te vieras obligado a hacerlo.

Miró a un lado, advirtiendo que Moash no se había marchado con los demás. El hombre tenía el rostro afilado, los ojos verde oscuro y el pelo marrón moteado de negro.

—¿Algo va mal, soldado? —preguntó Kaladin.

Moash parpadeó sorprendido por el uso de la palabra, pero todos se habían acostumbrado a esperar cualquier cosa de Kaladin.

—¿Por qué me has hecho jefe de un subpelotón?

—Porque resististe mi liderazgo más tiempo que casi todos los demás. Y fuiste más claro al respecto.

—¿Me has nombrado jefe porque me negué a obedecerte?

—Te he nombrado jefe porque me pareciste capaz e inteligente. Pero aparte de eso, no cambiaste de opinión demasiado fácilmente. Eres terco. Eso nos puede venir bien.

Moash se rascó su poco poblada barba.

—Muy bien. Pero al contrario que Teft y ese comecuernos, no creo que seas un regalo del Todopoderoso. No me fío de ti.

—¿Entonces por qué me obedeces?

Moash lo miró a los ojos antes de encogerse de hombros.

—Supongo que soy curioso.

Se marchó para reunir a su pelotón.

«¿En nombre de todos los vientos, qué…?», pensó Gaz, aturdido, mientras veía pasar el Puente Cuatro. ¿Qué los había impulsado a cargar el puente de lado?

Eso los obligaba a levantarlo de forma extraña, formando tres filas en vez de cinco, y agarrarse torpemente a la parte inferior del puente y mantenerlo ladeado a la derecha. Era una de las cosas más extrañas que había visto. Apenas cabían, y los asideros no estaban hechos para cargar el puente de esa forma.

Gaz se rascó la cabeza al verlos pasar, luego alzó una mano y le hizo señas a Kaladin para que se detuviera. Su alteza soltó el puente y corrió hacia él, secándose la frente mientras los demás seguían corriendo.

—¿Sí?

—¿Qué es eso? —preguntó Gaz, señalando.

—La cuadrilla del puente. Cargando lo que creo que es…, sí, es un puente.

—No te he pedido que te hagas el gracioso. Quiero una explicación.

—Cargar el puente sobre nuestras cabezas se hace pesado —dijo Kaladin.

Era un hombre alto, lo suficiente para alzarse sobre Gaz. «¡Por la tormenta, no me dejaré intimidar!»

—Es un modo de usar músculos diferentes. Como pasarte una carga de un hombro a otro.

Gaz miró hacia un lado. ¿Se había movido algo en la oscuridad?

—¿Gaz? —preguntó Kaladin.

—Mira, alteza —dijo Gaz, mirándolo—. Llevarlo en alto puede que sea agotador, pero llevarlo así es una estupidez. Parece que estáis a punto de tropezar unos con otros, y los asideros son terribles. Los hombres apenas caben.

—Sí —dijo Kaladin, en voz más baja—. Pero gran parte del tiempo solo la mitad de una cuadrilla sobrevive a una carga. Podremos traerlo así de vuelta cuando seamos menos. Nos permitirá cambiar de posiciones, al menos.

Gaz vaciló. «Solo la mitad de una cuadrilla…»

Si llevaban el puente así en un asalto, irían despacio, exponiéndose. Podría ser un desastre, para el Puente Cuatro al menos.

Gaz sonrió.

—Me gusta.

Kaladin pareció sorprendido.

—¿Qué?

—Iniciativa. Creatividad. Sí, seguid practicando. Me gustaría mucho ver que lográis alcanzar una meseta llevando el puente de esa forma.

Kaladin entornó los ojos.

—¿Ah, sí?

—Sí —dijo Gaz.

—Bueno, pues entonces tal vez lo hagamos.

Gaz sonrió, viendo marcharse a Kaladin. Un desastre era exactamente lo que necesitaba. Ahora solo tenía que buscar otro modo de pagarle a Lamaril su chantaje.

SEIS AÑOS ANTES

—No cometas el mismo error que cometí yo, hijo.

Kal alzó la cabeza. Su padre estaba sentado al otro lado de la sala de operaciones, con una mano en la cabeza y una copa de vino medio vacía en la otra. Vino violeta, una de las bebidas más fuertes.

Lirin soltó la copa, y el líquido púrpura oscuro (el color de la sangre de cremlino) tembló. Refractaba la luz tormentosa de un par de esferas que había en un rincón.

—¿Padre?

—Cuando llegues a Kharbranth, quédate allí —su voz era pastosa—. No vuelvas a este pueblucho atrasado y necio. No obligues a tu bella esposa a vivir lejos de todos los que ha conocido o amado.

El padre de Kal no solía emborracharse: esta era una rara noche de indulgencia. Tal vez porque su madre se había ido a dormir temprano, agotada por su trabajo.

—Siempre dijiste que debería regresar —dijo Kal en voz baja.

—Soy un idiota. —De espaldas a Kal, miró la pared salpicada de la luz blanca de las esferas—. No me quieren aquí. Nunca me han querido.

Kal miró de nuevo su carpeta. Contenía dibujos de cuerpos diseccionados, los músculos abiertos y extendidos. Eran tan detallados. Todos tenían glifopares para designar cada parte, y los había aprendido de memoria. Ahora estudiaba los tratamientos, escarbando en los cuerpos de hombres muertos mucho tiempo atrás.

Una vez, Laral le contó que se suponía que los hombres no deberían ver bajo la piel. Estos papeles, con sus dibujos, eran parte de lo que hacía que todo el mundo recelara tanto de Lirin. Ver bajo la piel era como ver bajo la ropa, solo que peor.

Lirin se sirvió más vino. Cuánto podía cambiar el mundo en tan poco tiempo. Kal se arrebujó en su abrigo para protegerse del frío. Una estación de invierno había llegado, pero no podían permitirse carbón para el brasero, pues los pacientes ya no les regalaban nada. Lirin no había dejado de curar ni de operar. La gente del pueblo simplemente había dejado de hacer donativos, a una orden de Roshone.

—No debería poder hacer esto —susurró Kal.

—Pero puede —dijo Lirin. Llevaba una camisa blanca y un chaleco negro y pantalones pardos. El chaleco estaba desabrochado, suelto por los lados.

—Podríamos gastar las esferas —dijo Kal, vacilante.

—Son para tu educación —replicó Lirin—. Si pudiera enviarte ahora mismo, lo haría.

Los padres de Kal habían enviado cartas a los cirujanos de Kharbranth, pidiéndoles que le permitieran hacer antes de tiempo las pruebas de acceso. Habían respondido con negativas.

—Él quiere que las gastemos —dijo Lirin, las palabras confusas—. Por eso dijo lo que dijo. Intenta acosarnos para que necesitemos esas esferas.

Las palabras de Roshone a la gente del pueblo no habían sido exactamente una orden. Tan solo había dado a entender que si el padre de Kal era demasiado necio para cobrar, entonces no deberían pagarle. Al día siguiente, la gente dejó de hacer donaciones.

Los habitantes del pueblo veían a Roshone con una confusa mezcla de adoración y miedo. En opinión de Kal, no se merecía ninguna de las dos cosas. Obviamente, lo habían desterrado a Piedralar porque estaba demasiado amargado y era débil. No se merecía estar entre los verdaderos ojos claros, que luchaban por venganza en las Llanuras Quebradas.

—¿Por qué la gente intenta con tanto empeño satisfacerlo? —preguntó Kal—. Nunca reaccionaron así con el brillante señor Wistiow.

—Lo hacen porque Roshone es implacable.

Kal frunció el ceño. ¿Era el vino el que hablaba?

Su padre se dio la vuelta, reflejando en sus ojos auténtica luz tormentosa. En aquellos ojos Kal vio una sorprendente lucidez. No estaba tan borracho después de todo.

—El brillante señor Wistiow dejaba que la gente hiciera lo que quisiera. Y por eso lo ignoraban. Roshone les hace saber que los encuentra despreciables. Y por eso se esfuerzan por satisfacerlo.

—Eso no tiene sentido.

—Así son las cosas —dijo Lirin, jugando con una de las esferas de la mesa y haciéndola rodar bajo su dedo—. Tendrás que aprender esto, Kal. Cuando los hombres perciben que el mundo está bien, nos sentimos satisfechos. Pero si vemos un agujero, una deficiencia, corremos a llenarlo.

—Hablas como si lo que hacen fuera noble.

—En cierto modo lo es —suspiró Lirin—. No debería ser tan duro con nuestros vecinos. Son mezquinos, sí, pero es la mezquindad del ignorante. No estoy disgustado con ellos. Estoy disgustado con el hombre que los manipula. Un hombre como Roshone puede coger lo que es honesto y fiel en los hombres y retorcerlos y convertirlo en una piltrafa a la que pisotear.

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