—¿Más? —preguntó con preocupación el secretario.
—Sí, más. Tú no estuviste allí y por tanto no sabes nada acerca de aquella desastrosa batalla. Pero yo lo vi todo y debes creerme cuando te digo que fueron muchos los que actuaron mal. No es que huyeran descaradamente, como lo hizo el cobarde Al Tawil y los suyos, pero no pusieron demasiado celo y entusiasmo a la hora de defender al califa. Si se perdió la batalla y se dejaron atrás los preciados enseres y el Corán no fue por culpa de Al Nasir. Los que tenían obligación de custodiarle son los mayores responsables y, hasta el momento, nadie les ha dicho nada a esos ineptos.
—¡Cuidado! —le advirtió Abdul—. Ve con tiento si piensas hacer lo que imagino, pues muchos de ellos son gente muy querida de Abderramán…
—¡Precisamente por eso! —dijo Nadja ufano—. Hay que hacerle ver que le fallaron quienes más le deben.
—¿Y quién se lo hará ver? —preguntó con inquietud el secretario—. ¿Acaso tú?
—Sí. Cuando Al Nasir tenga pruebas de que su guardia obró imprudentemente, reparará en la causa de que su apreciado Corán esté en las manos puercas de Radamiro. Yo le daré la satisfacción una vez más de ver saciada su sed de venganza…
Los ojos del secretario, insignificantes, se abrieron desmesuradamente por la sorpresa y brillaron de inquietud mezclada con aprobación y, por fin, de entusiasmo.
—¡Qué buena idea has tenido! ¡Qué listo eres, Najda ben Husayn! Al califa le aliviará mucho saber que toda la culpa fue de esos inútiles. Deberá limpiar su guardia y recomponer la escolta. Será una buena oportunidad para tratar de animarle y hacerle ver que las cosas no están tan mal en su reino como piensa.
—¡En efecto! —añadió con mirada maliciosa el gran cadí—. Y después de ejecutar a los culpables, reuniremos a los chambelanes y los visires para plantear una nueva y definitiva campaña contra los enemigos politeístas. Volveremos a tomar las armas contra la sucia Gallaecia la próxima primavera. Pero esta vez prescindiremos de la leva y los voluntarios; ¡toda esa masa de inútiles! Irá solo el verdadero ejército, los hombres de armas que saben de guerra.
—¡Hazlo ya! —exclamó apremiante Abdul—. ¡Realiza tu plan! ¡Nuestro califa recobrará su dicha y nos premiará a ti y a mí!
León
Octubre del año 939
Un carro, entoldado y tirado por dos mulas suntuosamente enjaezadas, se detuvo delante del monasterio de San Marcelo. Había sido enviado por el rey Radamiro para trasladar a la reina Goto a palacio. Era el momento del crepúsculo y los rayos declinantes del sol del otoño se retiraban ya de las calles y reposaban sobre la altura de las torres y las cúpulas. La gente se arremolinó curiosa para ver salir a la reina abadesa con sus monjas y siguió a la comitiva cuando atravesó el arco de la puerta Cauriense y se adentró en la ciudad bulliciosa. Algunos preguntaban:
—¿Quién va en el carro? ¿Quién es esa dómina tan importante que va a visitar al rey?
—Es la reina de Gallaecia —respondió un caballero de edad provecta, con aire solemne—. ¿Acaso no habéis oído nunca hablar de la reina Goto? Es la viuda del último rey de Gallaecia, don Sancho Ordóñez, el difunto hermano de nuestro rey Radamiro. Las leyes del antiguo y buen derecho determinan que las reinas que enviudan ingresen en un monasterio. La reina Goto es por eso abadesa en un monasterio de Gallaecia, por obediencia a las leyes. Aunque dicen que ya es más monja que reina…
El carro pasó por las mismas calles que ella había recorrido el día antes; luego giró hacia la iglesia del Salvador, porque Goto había manifestado su deseo de detenerse y entrar para visitar las tumbas de sus suegros, los reyes Ordoño II y Elvira Menéndez. Allí puso pie en tierra y penetró en la oscura nave del templo, donde estuvo orando en silencio, con recogimiento, delante de los sepulcros de piedra. Cuando salió no quiso ya volver a subir en el carro, sino que fue caminando hasta el palacio, bordeando la iglesia por un estrecho callejón. Al irrumpir en la plaza, seguida por sus monjas, las mujeres del barrio más noble de León salieron de sus casas a cumplimentarla, dando vivas y agitando ramas de sauce y ciprés. Las ventanas de los caserones estaban llenas de cabezas que se asomaban, uniéndose al vocerío. A la puerta del palacio real Didaca la esperaba, con traje de fiesta, acompañada por otras damas más jóvenes y muchachas vestidas igualmente de gala; rodearon a la reina abadesa y la condujeron al interior, atravesando el patio lleno de nobles caballeros que se inclinaban cortésmente a su paso, hasta que la puerta de las dependencias reales se cerró tras ellas.
Dentro reinaba el silencio y la quietud. Los corredores en penumbra estaban solitarios y fríos; no había apenas adornos, ni flores, ni pajes, a diferencia de lo que Goto recordaba de los tiempos de su juventud, cuando reinaban sus suegros. No pudo evitar pensar lo raro que resultaba el hecho de que la sala del trono hubiera sido decorada en esta nueva época con tanta suntuosidad, descuidando no obstante de aquella manera la vivienda de los monarcas y sus hijos. Supuso que posiblemente se debería a las rarezas de su cuñada, la reina Urraca Sánchez, de quien se rumoreaba que tenía un carácter voluble y algo agrio.
Al entrar en un salón grande, donde estaba preparada la mesa para la cena, todas las acompañantes tuvieron que retirarse y se quedaron allí solas Goto y Didaca. Ambas permanecían en silencio, distanciadas todavía por el sentimiento de vergüenza y desconcierto propiciado por el reencuentro de la víspera. El mantel ya estaba dispuesto, los platos colocados y los divanes alineados alrededor. Hacía calor, merced a unos gruesos troncos que ardían bajo la enorme chimenea del fondo, aunque los ventanales estaban abiertos de par en par, afuera anochecía y entraba escasa luz; la estancia se iba quedando a oscuras.
Goto, que no sabía qué hacer ni qué decir en aquella expectante situación, miró de reojo a Didaca y se le escapó un hondo suspiro. La dama de compañía bajó la cabeza azorada, suspiró también y luego se dejó caer de rodillas sollozando repentinamente:
—¡Ay, mi señora! ¡Ay! ¿Podrás perdonarme…?
Goto se sintió abrumada por aquella reacción tan repentina e inesperada de su acompañante. Se inclinó sobre ella, la agarró por los hombros y trató de levantarla diciendo:
—¡Criatura, ponte de pie! ¿Qué haces? ¿A qué viene esto ahora…?
—¡Mi señora! —respondió entre gemidos Didaca—. No he podido dormir en toda la noche afligida por mis remordimientos… Ayer, cuando te volví a ver, traté de sobreponerme; pero estoy sufriendo mucho al recordar todo el mal que te hice… ¿Podrás perdonarme, dueña mía? Me siento culpable por no haberte sido fiel entonces… Pero ¡tuve tanto miedo! Mi temor me traicionó e hizo que yo te traicionara a ti…
—Vamos, vamos, Didaca… No es el momento de… ¡Levántate!
Estaban en esta porfía cuando entró un criado sigilosamente y se puso a encender todas las velas y lamparillas, ignorando la escena: Goto forcejeaba con Didaca intentando levantarla del suelo y esta se negaba entre súplicas.
—¡Perdóname, te lo ruego!
—¡Estás perdonada, hija! ¡Anda, ponte en pie de una vez!
La dama se alzó de su postración, se secó las lágrimas con un pañuelo y se recompuso el bonito vestido. Diez años más joven que Goto, aun siendo ya madura, su imagen desprendía una insólita belleza: pequeña, de talle delicado; tenía un rostro de luna llena cuya redondez enaltecía una tez blanca y sonrosada en las mejillas. Sus ojos azules muy claros eran la hermosa herencia de su madre, a la que Goto conocía bien; y la pequeña nariz respingona recordaba a su padre, un caballero fiel servidor del difunto Ordoño.
Buscando distender el ambiente, la reina abadesa le preguntó:
—¿Llegaste a casarte?
Didaca sonrió al fin y contestó con calma:
—Sí. He tenido cinco hijos; el menor de ellos tiene ya seis años.
—¿Quién es tu esposo?
La dama dejó de sonreír, apretó los labios y luego respondió en un susurro:
—Fue el caballero Arnolfo Sánchez… Enviudé…
—¿Arnolfo? Era mucho mayor que tú, casi un anciano…
—Pues ya ves, dómina —observó ella, ufana—, no murió en su lecho, sino en la guerra. Lo mataron los mauros a las puertas de Talamanca hace ahora poco más de un lustro.
—Dios lo haya recogido; era un hombre bueno…
—Sí que lo era, dómina.
A todo esto, el criado seguía a lo suyo, encendiendo velas y lámparas. El salón, iluminado con tantas llamas y espejuelos, había cobrado un aspecto completamente diferente; parecía mucho más lujoso.
Didaca volvió al silencio, fingiendo tristeza. Y Goto vaciló durante un instante antes de murmurar:
—Parece que tarda el rey…
Como si hubiera escuchado esta observación, entró al momento una criada que portaba una bandeja de cobre con dos vasos de plata llenos de mosto de uvas; los colocó en la esquina de la mesa, donde estaban de pie ambas mujeres y anunció:
—Nuestros señores los reyes están a punto de entrar; me ordenan que recompense vuestra paciencia con el néctar de la mejor viña de León.
Dicho esto, se inclinó en una reverencia y desapareció tras un cortinaje. Didaca bebió un poco de mosto y dijo:
—¡Qué dulce es! Beber el zumo de la uva así, fresco, antes de que fermente es delicioso, ¿no crees, dómina?
Goto sonrió y sorbió la bebida en silencio, mirándola de soslayo. Degustó el mosto con gesto placentero y, tras uno de sus hondos suspiros, exclamó:
—¡Oh, Dios, cuántos recuerdos! Este sabor tan dulce, los aromas del otoño, haber vuelto a este palacio… Verdaderamente, nunca pensé que todo esto retornaría a mi vida…
Didaca puso en ella sus ojos azules, llenos de asombro y veneración. Luego dijo con pena:
—Has tenido que sufrir mucho…
Pero Goto reculó, agitando su cabeza con una negación tajante. Después se expresó con mucha soltura:
—No voy a negar que haya sufrido… ¿Quién no sufre en este mundo? Aquí venimos a recibir y administrar tanto el gozo como el dolor que nos corresponde, la parte que a cada hijo de Dios le toca en suerte… Cierto es que sufrí en su momento; pero luego ¡he sido tan feliz! Qué verdad es eso de que cada etapa de la vida se debe afrontar como una nueva existencia. La infancia y la adolescencia ¡son tan candorosas! Esa inocencia, esa simplicidad con que el mundo aparece ante tus ojos… ¡Esa luz! La juventud es una maravilla, con sus amores, sus pasiones, sus celos y también sus temores… Todo se va quedando atrás, pero nada se pierde del todo…
Calló pensativa y tomó un pequeño sorbo, que saboreó perdida de nuevo en los recuerdos. Didaca, que la observaba con atención, le dijo sonriendo:
—¡Qué alegría oírte hablar así! Siempre fuiste tan optimista… Veo que Dios ha conservado en ti esa virtud de acabar tornando luminosa cualquier oscuridad a tu alrededor.
Goto rio fuertemente, mientras dejaba sobre la mesa el vaso que había apurado hasta el fondo. Luego dijo feliz:
—¿Y qué hacer si no? Es injusto pasarse la vida quejándose. Si aceptamos de Dios los bienes, ¿no aceptaremos los males?
No bien había terminado de decir esto, cuando se removió el cortinaje. Ambas se volvieron esperando ver a los reyes; pero quienes entraron fueron el obispo Rodesindo y su hermano el conde Fruela Gutiérrez, los cuales parecieron sorprenderse al ver allí a la reina abadesa. El obispo dijo:
—Serenísima dómina, no sabíamos que vendrías a la cena.
—¡Alabado sea Dios todopoderoso! —exclamó ella—. Tampoco yo esperaba encontrarme aquí con vosotros y ni siquiera sabía que habría una cena…
El conde Fruela señaló con la mano la mesa dispuesta con los platos, cubiertos y candelabros y dijo:
—Al parecer el rey quiere celebrar con nosotros, sus parientes más cercanos, la gran victoria. Así al menos nos lo han comunicado sus ministros. Lo raro es que tú, siendo la cuñada de Radamiro, no sepas nada de todo esto…
Goto reprimió la irritación que le producía el hecho de no haber sido avisada, y dijo con la calma requerida en medio de su desconcierto:
—Ayer, cuando terminó la recepción en el Aula Regia, besé la mano del rey y traté de expresarle el motivo de mi venida a León. Y él, que debía atender a todos los magnates, me dijo cortésmente que mañana, es decir hoy, enviaría un carro a por mí… Supuse que lo que quería era que le explicase todo con mayor detenimiento. Pero… ¡qué raro! Ahora resulta que se trataba de una cena…
Entonces Didaca, que permanecía muy atenta a la conversación, intervino diciendo:
—Dómina, si me concedéis vuestro permiso, creo que puedo daros una explicación al respecto.
—Habla, querida —otorgó ella.
Didaca miró al obispo y luego al conde, con timidez, y un instante después se volvió hacia Goto para explicar:
—Nuestros señores el rey y la reina deseaban a toda costa que cenaseis con ellos y su parentela, dómina Goto… —calló un instante y, sonriendo con modestia, añadió—: Todo el mundo sabe que no participáis en banquetes ni diversiones de corte desde que tomasteis los hábitos…
—¡Vaya! —refunfuñó la abadesa—. ¿Tratas de decirme que esto es una encerrona?
—¡Oh, no, dómina! —contestó la dama ruborizándose—. Era simplemente la manera de conseguir que vinierais a palacio…
Goto echó hacia atrás el busto con reprobación y protestó:
—¡No he venido a León para participar en banquetes! ¡Claro que no! Si lo hubiera sabido, en efecto, no habría venido. El asunto que me trae a León nada tiene que ver con fiestas y francachelas… ¡Por Dios, se trata nada menos que de restituir a Gallaecia las reliquias del mártir san Paio!
Al comprobar su enojo, el obispo Rodesindo se vio obligado a dar su opinión.
—Llevas razón, dómina. En efecto, nada tienen que ver una cosa con la otra si lo miras de esa manera. Pero, siendo abadesa de Castrelo de Miño, eres la reina viuda del último rey de nuestra Gallaecia y cuñada de Radamiro. No tomes esto como una fiesta de la corte, sino como lo que en verdad es: una comida familiar. Aquí estamos mi hermano y yo, que somos primos del rey, y no vemos la cosa de otra manera. ¿Verdad, Fruela?
El conde asintió con elocuentes movimientos de cabeza y añadió:
—Y además de eso, de comer entre parientes, es una oportunidad para intercambiar opiniones, conversar y solicitar gracias… ¿Por qué no…? Como, por ejemplo, recordarle a Radamiro que debe cumplir su promesa de traer a Gallaecia las sagradas reliquias de san Paio.