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Authors: Jesús Sánchez Adalid

Tags: #Histórico

El camino mozárabe (17 page)

BOOK: El camino mozárabe
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Tras un instante de vacilación, la abadesa observó con recelo:

—No sé… Había supuesto que todo esto sería de otra manera… Por tratarse de una misión sagrada… ¿Os parece que sea asunto para tratar en una fiesta?

Rodesindo se rio, haciendo signo de negación con la cabeza, y luego dijo:

—¡No seas tan rígida, dómina! Y no se hable más del asunto. Lo importante ahora es que estamos aquí. Compartamos la mesa del rey con gratitud y no desdeñemos la oportunidad de convencerle hoy mismo de que esas reliquias deben regresar cuanto antes a Gallaecia.

De repente, una voz resonó en la bóveda del salón:

—¡El rey y la reina!

Todos los presentes se inclinaron reverentemente, en dirección a la puerta cubierta con cortinajes; estos se descorrieron y entraron Radamiro y Urraca al mismo tiempo, altivos y sonrientes. Detrás de ellos entró la suegra del rey, la imponente Toda Aznárez, reina de Pamplona, que permanecía en León después de haber participado con su hueste en la batalla de Simancas.

La voz potente del chambelán que había anunciado la entrada de los monarcas señaló ahora:

—¡La serenísima reina de Pamplona! —y tras un breve silencio, añadió—: ¡La serenísima dómina Goto, reina de Gallaecia! ¡Rodesindo, obispo! ¡Conde Fruela Gutiérrez!

Los reyes ocuparon la cabecera de la mesa y sus invitados se fueron sentando en torno, en los lugares que les iba indicando un mayordomo: el obispo junto a la reina Urraca, el conde entre Toda y Goto y esta al lado del rey. Didaca se retiró prudentemente y abandonó el salón sin volver la espalda a los comensales.

Las criadas sirvieron el pan y el vino. Cuando estuvieron llenas todas las copas, el rey tomó la palabra y habló con alborozo:

—¡Bendito sea Dios! No puedo ocultaros que me siento muy feliz al teneros aquí conmigo. Mi esposa la reina comparte esa felicidad. Ciertamente, nos sentimos muy dichosos, pues Dios ha sido muy generoso con nosotros y nos ha dado el triunfo. ¡Alabado sea Dios!

—¡Alabado sea Dios! —respondieron los presentes.

Radamiro se dirigió ahora a su suegra, con zalamería:

—Serenísima reina de Pamplona, madrina nuestra, sabes cómo te amamos. Quiero hoy que estos parientes míos sepan que León es tu reino y este palacio tu casa.

La reina de Pamplona estiró el cuello, orgullosa, y agradeció el cumplido con una leve inclinación de su frente, diciendo:

—Dios sea alabado. También me siento muy feliz entre tantas bendiciones.

Luego el rey miró fijamente a Goto y dijo sonriente:

—Dómina, hermana mía, gracias por haber aceptado mi invitación.

Ella le devolvió la sonrisa y Radamiro añadió, poniéndose muy serio:

—Ya sé el motivo de tu visita, hermana mía… Cumpliré mi promesa. No lo dudes… Estoy seguro de que mi victoria se ha logrado por la misericordia de Dios, gracias a las intercesiones de san Yago, san Paio y san Millán. Cumpliré los votos que hice. Iré primeramente a Iria para rendirme a los pies del Apóstol, luego iré al sepulcro de san Millán y, en cuanto sea posible, enviaré una comisión a Córdoba para reclamar las reliquias del mártir san Paio. Todos sois testigos de lo que digo.

22

Córdoba, plazuela de San Cipriano

Octubre del año 939

Isacio, el anciano clérigo que regía la parroquia de San Cipriano, concluía después del alba la primera misa del día en la pequeña capilla donde estaba el altar dedicado a los mártires. Un grupo de fieles, poco más de veinte, apenas cabía en el reducido espacio y difícilmente podían estar arrodillados sin apretujarse mientras se entonaba el devoto himno final; máxime porque la opresión era empeorada por los sacos y cestas que llevaban consigo algunos de ellos, para acudir después a comprar y vender en una feria que se celebraba ese día junto a la puerta de Al Sudda. Finalizado el canto, el sacerdote impartió la bendición, pronunció el
ite missa est
y, antes de que se marcharan los parroquianos, les reprendió con suavidad diciendo:

—Mirad que os tengo dicho que dejéis fuera las mercancías. Hasta con gallinas y cabras entráis ya en la casa de Dios… ¿No os dais cuenta de que celebramos el santo sacrificio entre olores de cebollas, peces y animales?

—¿Quieres que nos roben? —contestó uno de los fieles—. Están las cosas como para dejar por ahí nada…

—Pues poned a un muchacho para que vigile —sugirió el clérigo—. Podéis dejar todo a la entrada, entre la primera puerta y el arco, y recogerlo al salir. ¡Hacedme caso, por el amor de Dios!

La gente se echó al hombro las mercancías y se marcharon apresuradamente. Afuera había asnos y pequeños carros donde algunos depositaron los fardos más pesados. Era la hora en que oleadas de hombres y mujeres salían en tromba de los barrios interiores por los estrechos callejones, y, perseguidos por la chiquillería agotada de hambre y hastío, se desperdigaron en todas direcciones buscando el más insignificante negocio que les permitiera seguir subsistiendo.

Isacio salió para contemplar aquella marea humana y lo mismo hicieron sus siete alumnos, que habían ejercido de coro como cada día en el oficio religioso, antes de cruzar la pequeña plaza y subir al segundo piso de la casa donde estaba la escuela.

—Parece que hay más gente que otras mañanas —observó el anciano maestro.

Asbag aben Nabil, el mayor de los alumnos, dijo:

—Claro que hay más gente. Es porque hoy todos los mercados de la ciudad estarán cerrados a causa de la fiesta del Mauled al Nabi. La gente se concentrará en la feria que se instala frente a la puerta de Al Sudda; hoy todo el comercio se desenvolverá allí.

—¡Ah, el Mauled! —exclamó Isacio—. El nacimiento de su Profeta… ¿Ya es el mes de Rabi al Awwal de los ismaelitas?

—Sí, hoy es el día doce del mes —explicó el joven—. Este año cae a finales de octubre.

El maestro se quedó en silencio, pensativo. Desfilaba ante sus ojos la ola ininterrumpida de los transeúntes: el uno vestido con parda aljuba, el otro tocado con turbante, un tercero con sombrero de paja, algunos con solideos bordados…; llevaban grandes alforjas, cestas de mimbre, sacos de basta estopa, carrillos con orzas y lebrillos; jaulones llenos de palomas, pollos, patos…; cabezas de carnero asadas, encurtidos, roscas de pan, frutas de sartén… Un ensordecedor estruendo hecho de clamores diversos, de gritos tonantes y de canturreos llenaba el aire mañanero.

—Mucha gente, demasiada gente… —comentó el viejo sacerdote con la mirada perdida en la muchedumbre—. Y toda esa gente está como desasosegada y perdida…

Al lado, junto a la puerta de la iglesia, un hombre terminaba de colocar toda la impedimenta en las alforjas de su asno. Era un comerciante cuyo cráneo estaba despoblado y canoso en las sienes, bajo el gorro mozárabe de lana apretada; el rostro chato y alargado, la frente estrecha y la nariz pequeña; las barbazas deshilachadas. Por haber oído lo que acaba de decir Isacio, intervino a modo de explicación:

—Hoy habrá más gente que nunca en la feria de Mauled; porque ayer anunciaron en las mezquitas que acudirá el califa con todos sus visires y parientes. Los magnates, generales y oficiales del ejército estarán también allí… ¡Habrá miles de soldados a los que se les pagará el sueldo! ¡Un gran negocio! Hay que aprovechar una circunstancia así. ¿Por qué crees que fluye hacia allí este río de mercaderes?

—Ya hubo un alarde del ejército a la vuelta del califa —contestó Isacio—; aquel día terrible en que ejecutaron cruelmente al general Al Tawil y a muchos otros acusados de traición. ¿Cómo es que apenas unas semanas después de aquello vuelve a juntarse el ejército?

El hombre sacudió la cabeza y, con aire grave, respondió:

—Ah, pero ¿no te has enterado…? El gran cadí ha convocado en nombre del califa una nueva campaña militar contra el puerco Radamiro para la próxima primavera. Por eso Abderramán presidirá el Mauled desde la nueva terraza que han construido en el palacio, junto a la puerta de Al Sudda. Como es de suponer, aprovechará la fiesta para arengar a la hueste y volver a proclamar la guerra santa.

El clérigo puso en él sus grandes ojos tristes y dijo con voz ronca:

—Dios Eterno, otra guerra…

El mercader sonrió, montó en el asno y exclamó:

—¡Hay que vengarse! ¡No vamos a dejar que el puerco rey y toda su puerca Gallaecia se rían de nosotros! Reza tú para que esta vez venza Córdoba y haya botín y ganancias para todos; que la vida se está poniendo que da asco… Y yo me voy, que llevo aquí unos vestidos para ver si los vendo y me gano unos dinares. ¡Quedad con Dios!

El rostro bondadoso del clérigo adquirió repentinamente una expresión huraña y enfurruñada. Se volvió hacia sus alumnos y les dijo:

—¿Y vosotros qué hacéis ahí pasmados? ¡Andando a la escuela, que para nosotros no es Mauled ni feria ni fiesta de ninguna clase!

Remoloneando, los muchachos cruzaron la plazuela, pasando entre los últimos comerciantes que abandonaban el barrio en dirección al sur de Córdoba, donde iba a tener lugar el desfile y los actos de la celebración. Detrás de ellos, como pastoreando al rebaño, el maestro caminaba trabajosamente, apoyándose en su bastón y murmurando entre dientes:

—A la gente lo único que le interesa es ganar dinero y estar de fiesta… ¡Qué poca devoción y qué poca caridad! ¡Ahora otra guerra! Y todo el mundo tan contento… Otra vez se derramará sangre inocente, habrá desmanes y crueldades sin cuento… ¡Qué vida esta! El demonio es nuestro padre y, si no lo remedia Cristo, nuestra maldad nos llevará a todos al infierno… Tenga Dios misericordia de nosotros y perdone toda esta falta de fe…

En la puerta de la casa del clérigo aguardaba como siempre su hermana, la anciana Teódula, aguzando el oído para enterarse de lo que sucedía en la calle.

—¿Qué pasa? —preguntó con inquietud, alargando el cuello—. ¿Adónde va toda esa gente tan de mañana?

—Es el Mauled —respondió Isacio desdeñoso—. Van a comprar y vender; que parece ser lo único que les importa en este mundo…

—¡Madre de Dios, qué escándalo! —exclamó la vieja.

Entraron los alumnos y el maestro, y subieron por la escalera que conducía al piso alto, donde estaba la escuela. Se sentaron cada uno en su sitio, en torno a la mesa, e Isacio empezó a hablarles con tristeza:

—Habéis visto igual que yo a toda esa gente nuestra, ansiosa y apresurada, que corría hacia la puerta de Al Sudda para participar en la fiesta de los ismaelitas… ¡Qué lástima! —emitió un hondo suspiro y prosiguió—: Tal es la seducción del dinero, de las cosas materiales y del placer que olvidan quiénes son y andan como locos mezclados con los caldeos, imitando sus costumbres y sensualidades… El Mauled, el aniversario del Profeta agareno; ¿qué significado tiene para nosotros los cristianos esa fiesta? Es penoso verles ir allí, ciegos de entusiasmo…

Dicho esto, echó una ojeada a sus discípulos, meneando la cabeza con aire sombrío y luego les preguntó:

—¿Y vosotros qué opináis? ¿Qué decís de todo esto?

Los muchachos bajaron la cabeza pesarosos.

—¿No decís nada? —añadió el maestro malhumorado—. Yo responderé por vosotros, puesto que leo lo que hay en vuestras almas y puedo adivinar lo que en el fondo pensáis: de buena gana echaríais a correr a mezclaros con esa turba insensata, deseosos de ver al califa agareno con toda su pompa y soberbia… Estáis ardiendo de rabia y envidia por no poder estar allí, en el Mauled, entre olores a fritangas, disfrutando de la dichosa feria. Vamos, no seáis hipócritas y confesadlo, decid de una vez lo que sentís.

Todos permanecieron durante un rato en silencio, con aire pesaroso. Hasta que el joven Asbag se puso de pie muy serio y alzó la mano pidiendo la palabra.

—Habla —le autorizó Isacio—, habla tú en nombre de todos. Será bueno que sepamos lo que pasa por estas cabecitas aún tiernas.

—¿Por qué nos tratas así, maestro? —dijo Asbag con circunspección—. Con todos mis respetos, te pregunto yo a ti: ¿a santo de qué viene esta regañina? Estamos aquí, como es nuestra obligación, y nada hemos manifestado acerca de Mauled. Tú lo has dicho todo. ¿Por qué nos riñes?

—Porque también yo he sido muchacho como vosotros —contestó con una sonrisa entristecida Isacio—. Y estuve muchas veces en las fiestas de los agarenos y anduve por sus barrios, mezclado entre su gente… Conozco igual que vosotros el poder seductor de sus costumbres, su música, sus cantos…

—Los nuestros van a hacer negocio —replicó Asbag—. Tienen derecho a ganarse la vida comprando y vendiendo. Los musulmanes nos obligan a los
dimmíes
a pagar la
chizia
y el
jarack
; ningún cristiano se libra de pagar los impuestos… ¡Algo tendremos que sacarles los mozárabes a los agarenos! En la feria del Mauled se mueve mucho dinero…

—Dinero, dinero, dinero… —refunfuñó el maestro—. ¡Ese es el mayor problema! Pronto se aprende esa maldita palabra y ya no se olvida… Acordaos de las tentaciones del Señor, acordaos de lo que le dijo a Satanás cuando le ofreció convertir las piedras en panes en medio del desierto: «No solo de pan vive el hombre…».

—También nos mandó darle al césar lo que es del césar y a Dios lo que es de Dios —repuso el joven.

—Sí, claro que sí; pero con demasiada frecuencia nos acordamos del césar y casi nada o nada de Dios…

Esto último lo dijo el maestro con tanta amargura en el rostro que Asbag optó por sentarse y no replicar más. Todos permanecieron en silencio durante un rato. Afuera en la calle reinaba una calma extraña, nada frecuente a esa hora de la mañana en que diariamente ascendía el bullicio habitual del barrio: los gritos de los pregoneros, las voces, las riñas de las mujeres, la chiquillería…

Isacio levantó los ojos al techo con una expresión anhelante, como una súplica. Luego bajó la cabeza abatida, y su muda expresión venía a decir: «¡Ojalá pudierais comprender lo que quiero expresaros!». Pero evitó incidir más en aquello y se contentó con decir, como excusándose por haberles hablado con tanto pesimismo:

—Nosotros a lo nuestro; estudiemos y aprendamos cuanto nos sea posible ahora… —les miró con expresión más bondadosa—. Ahora que sois jóvenes, quiero decir. Porque, cuando uno es viejo como yo, puede surgir la tentación de verlo todo oscuro y feo…

Al decir esto, soltó una risita llena de significado. Luego sus ojos se pusieron repentinamente brillantes y se le escaparon un par de lágrimas que se apresuró a recoger con los dedos, tratando de disimular su emoción.

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