El camino mozárabe (7 page)

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Authors: Jesús Sánchez Adalid

Tags: #Histórico

BOOK: El camino mozárabe
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Najda ben Husayn, el gran cadí de Córdoba, acababa de descabalgar y se encontraba de pie, solo, sujetando por las riendas su yegua alazana. Contemplaba con semblante sombrío la inmensa multitud, de la que brotaba un intenso clamor de voces, oraciones y vítores. Dejó escapar un suspiro y sus ojos enrojecidos, vidriosos, buscaron la visión de la ciudad. Un último rayo de sol hacía dorados los muros, los tejados, las torres, las cúpulas… Todo era bello y apacible, pero su congoja le impedía disfrutar del momento. Un reguero de lágrimas recorrió su rostro tostado, brillante de sudor, antes de que se lo cubriera con las manos, para evitar que adivinaran su estado de ánimo.

Los soldados pasaban delante de él sin cesar. Los semblantes eran graves y algunos de ellos emitían débiles gemidos, al sentirse por fin a salvo y cerca de casa. Muchos sostenían a otros camaradas por el brazo o los llevaban colgando de los hombros. También los había que iban dormidos a lomos de sus caballos, tambaleándose y sosteniéndose de puro milagro. En el ocaso, todo se confundía sobre aquellos cuerpos martirizados que desprendían el inconfundible hedor de la mugre y el sudor podrido y que se iban distribuyendo en todas direcciones, llenando aquella extensión baldía. Las tiendas más próximas a la ciudad estaban a menos de cien pasos de las últimas casas, las más alejadas se perdían en la distancia. Los cordobeses acudían con agua, panecillos, fruta y ungüentos para socorrer a los heridos, y empezaban a percatarse del verdadero estado calamitoso del ejército.

Najda ben Husayn hizo un esfuerzo para sobreponerse y ordenó a sus ayudantes que dispusieran lo necesario para que los pabellones y estandartes se plantaran delante del oratorio del arrabal, frente a la mezquita de Umm Salma, como era costumbre. Los abanderados hicieron lo mandado y solo entonces el campamento adquirió cierto colorido, aunque permaneció algo funesto, lúgubre incluso, en la visión de tantos hombres tendidos en el suelo. Así que el cadí mandó llamar al jefe de todos los músicos del ejército. Pero uno de sus ayudantes le comunicó:

—Mi señor, el jefe de todos los músicos murió en la emboscada.

Najda enrojeció de cólera y gritó:

—¡Pues alguien ocupará su lugar! ¡Ningún puesto de las tropas queda vacante por la muerte de su titular! ¡Id a buscar al que manda ahora sobre todos los músicos, sea quien sea, y decidle que suenen los tambores y las chirimías! Y si nadie ocupa todavía el cargo, nombradlo inmediatamente. ¡Esto no parece un ejército, sino un maldito cementerio!

Al cabo, débilmente y poco a poco, empezaron a oírse las fanfarrias en algunos puntos del campamento. Entonces la multitud de los cordobeses arreció con sus voces y plegarias, uniéndose a la música. Pero, aun así, un apreciable desánimo cundía entre los soldados y se transmitía irremediablemente a la población expectante.

El sol se ocultaba. El cadí no apartaba sus ojos de la inmensa masa informe que componía el ejército y que aún continuaba llegando, tropa tras tropa, como un río oscuro que desembocaba en las inmediaciones del arrabal de Al Rusafa y que se agitaba pesadamente y palpitaba con el débil impulso de su extenuado aliento.

De repente vio a un jinete que cabalgaba en dirección a él. Por el color de sus ropas supo que era una de los correos del califa. Cuando estaba a veinte pasos, gritó su mensaje sin descender del caballo:

—Nuestro dueño y señor, el Comendador de los Creyentes, no llegará a Córdoba hasta mañana a la hora de la oración de Salat al Zuhr, si es la voluntad de Allah. Te ordena que así se lo comuniques a todos los magnates y autoridades de la ciudad.

—¡Hágase como manda! —contestó Najda—. ¡Allah esté con él! ¡Gloria y bendición a nuestro señor Al Nasir!

El mensajero arreó a su caballo, dio media vuelta y se alejó como el viento por donde había venido. En torno al cadí se oyeron las voces nerviosas de sus ayudantes que daban órdenes haciéndose eco del anuncio traído por el rápido jinete. Y Najda advirtió que la sensación de pesadumbre y soledad que lo habían poseído dejaba paso a un sentimiento vivificador. En aquella hora funesta, Abderramán confiaba en él; le consideraba capaz de dominar la situación, de tomar el mando y prepararlo todo para su llegada. Porque no resultaba una tarea fácil ni agradable en absoluto comunicar a los grandes de Córdoba la humillante derrota que había sufrido el ejército califal en Simancas primero y después, en plena retirada, en Al Jaudac, en el profundo barranco donde se produjo el completo desastre. Y si Al Nasir ponía en manos de Najda tan ardua responsabilidad era porque le excluía del amargo resentimiento que le embargaba y del inexorable alcance de su odio y su ira, que ardían como ascuas encendidas, mientras trataba de hallar culpables a quienes castigar tras la desafortunada campaña que, finalmente, en vez de ser la del Supremo Poder terminaba siendo la del «supremo fracaso».

9

Gallaecia, ribera del río Miño

Septiembre del año 939

Las once monjas de Castrelo de Miño cabalgaban en completo silencio, meditativas, de regreso a su monasterio. El camino transitaba junto a las aldeas; las viejas casas de piedra, tapizadas de musgo, ofrecían un aspecto agradable entre la infinidad de emparrados cubiertos del vivo verde de las vides en sazón. En algunos campos se había iniciado una vendimia temprana y el amable aroma del mosto llegaba de vez en cuando, confundido con los olores de la hierba segada en los prados. Abajo fluía el río en su valle, sinuoso, de márgenes espléndidamente frondosas. Más allá, en la otra orilla, se veía una pendiente escarpada por encima de las arboledas y otras aldeas pequeñas, con sus iglesias, en las zonas más altas.

Como si retomara una conversación pendiente, la abadesa Goto se volvió hacia Aldara, que cabalgaba a su derecha, y le dijo:

—A media tarde llegaremos a nuestro monasterio. Pero apenas nos permitiremos descansar en él tres días. Debemos partir cuanto antes y viajar hasta León para comunicarle al rey Radamiro nuestro propósito de ir al reino de los mauros.

Aldara no habló. Se estremeció visiblemente y emitió un débil suspiro, como una queja ahogada.

Goto la miró con aire interrogativo.

—¿Estás asustada?

Aldara respondió negando con la cabeza, sin demasiado entusiasmo ni convencimiento.

Goto sonrió compresiva y dijo animosa:

—Debemos hacerlo… Nos alegraremos toda la vida por haber cumplido esta misión. Cuando consigamos traer a Gallaecia las santas reliquias de nuestro angélico muchacho alcanzaremos una paz en el corazón que nadie nos podrá ya arrebatar jamás. ¿No te das cuenta? Este es nuestro cometido; ¡nuestro encargo divino!

Los ojos de Aldara se llenaron de lágrimas. Estaba muy asustada y se sentía llena de vergüenza y amargura, por no ser capaz de compartir el alborozo de la abadesa. Para no tener que dar explicaciones y, lo principal, no echarse a llorar, decidió seguir sin hablar.

Goto volvió de nuevo su mirada hacia ella y, al verla esforzándose por contener el llanto, dijo maternalmente:

—Es natural que se remuevan dentro de ti los sentimientos. Aquello fue terrible, en efecto. Y una madre es una madre… Pero hay que saber ver el lado bueno en aquel suceso. Hay que saber descubrir la Providencia Divina en cada hecho de nuestra vida. Dios es el único que puede convertir los males en bienes. Ahora nuestra bendita Gallaecia cuenta con un defensor más. Tu pequeño Paio, con su pureza, su sacrificio y la ofrenda de su joven vida nos alcanzará infinitos beneficios… ¡Esa es la gloria del martirio!

Finalmente, Aldara se echó a llorar, con un llanto incontrolable, convulsivo, que a punto estuvo de hacer que se cayera de su montura.

—¡Hermana! —exclamó la reina abadesa, sorprendida—. ¿Qué te sucede? ¿Qué lloros y qué desesperanza te poseen ahora?

Aldara tiró de las riendas y detuvo la marcha. Descabalgó de un salto y echó a correr por entre las vides, desapareciendo de la vista de los demás. Gotó le gritaba:

—¡Aldara! ¿Qué te sucede? ¡Por Dios, Aldara! ¿Adónde vas ahora?…

Las otras monjas también descabalgaron e hicieron ademán de ir tras ella, completamente desconcertadas. Pero la abadesa las retuvo:

—¡No! ¡Dejadla en paz! Yo iré a ver qué le sucede… Pues temo que esto sea cosa del demonio…

Corrió Goto bajo los emparrados, en pos de la fugitiva, y no tardó en hallarla bajo un gran abedul, encorvada sobre sí misma y deshecha en lágrimas.

—¡Aldara! —exclamó—. ¡Aldara, por el amor de Dios! ¿Qué comportamiento es este?

Entre sollozos, ella contestó sin levantar la cabeza, con voz desgarrada:

—¡No me censures! ¡Ay, perdón, perdón, perdón…!

—No comprendo… —dijo Goto, llena de confusión, mientras se aproximaba a ella—. Por Dios, explícame de una vez qué te sucede… ¿Por qué he de perdonarte? ¿Qué es lo que tienes dentro? ¡Dime qué tienes! ¿Qué es lo que turba tu espíritu de esta manera?

Aldara se incorporó, la miró con el rostro desencajado y volvió a echar a correr, dejando tras de sí una densa sombra de angustia.

—¡Aldara! —gritó de nuevo Goto, yendo tras ella.

Cerca de allí estaban vendimiando un grupo de hombres y mujeres. Al ver a las dos monjas, con sus hábitos tan negros, corriendo como locas por las viñas, se asustaron mucho y empezaron a dar voces.

Aldara se detuvo por fin junto a una valla de piedras y se apoyó en ella, cubriéndose el rostro con las manos. Goto, jadeando, llegó allí y le dijo, cariñosamente:

—Pobre Aldara… ¡Qué duro ha tenido que resultar todo esto para ti! Comprendo que la visión de tu hermano Hermogio, anciano, enfermo y demente, te ha roto el corazón. Y el recuerdo de tu querido niño Paio… Sí, lo comprendo, hija mía… ¡Pobre Aldara!

Luego le echó el brazo por encima de los hombros y la atrajo hacia sí, abrazándola con ternura, mientras añadía:

—No te preocupes. Dios cuida de nosotras. Es muy grande lo que tenemos entre manos, la obligación que hemos de cumplir, y es de comprender que Satanás quiera perturbar nuestras almas para apartarnos de la misión. Pero tú no temas al diablo, hija, nada podrá contra nosotras, que contamos con la ayuda de Dios y de sus ángeles.

Aldara entonces levantó la cabeza, se irguió y se alejó con un movimiento brusco, mientras decía:

—¡Yo no temo al demonio! ¡Es a los mauros a quienes yo temo! Y tú, reina Goto, quieres llevarme allá, a su tierra… ¡Oh, es superior a mis fuerzas! ¡Me muero de miedo! Nunca hemos salido de aquí, de nuestra sagrada Gallaecia, y ahora que tenemos cincuenta años… ¡Qué locura!

A todo esto, muy preocupadas, las otras nueve monjas habían decidido ir a donde ellas estaban y, detenidas a prudente distancia, contemplaban la escena con circunspección.

—¡Aldara! —contestó la abadesa, completamente turbada—. No doy crédito a lo que oigo… ¡No quieres ir a por las santas reliquias!

—¡No! ¡Ya lo sabes! —sentenció Aldara—. No tenía valor suficiente para desvelarte la verdad de mis sentimientos. Pero estoy decidida a no obrar más con hipocresía. Creo firmemente que ir a Córdoba es una locura. No conocemos a nadie allí, no hablamos la lengua de los mauros… ¿Qué vamos a poder conseguir dos pobres monjas en aquel reino tan lejano y hostil? ¡Es una insensatez!

Goto bajó la cabeza para ocultar su confusión:

—No sé por qué dices ahora estas cosas…

—¡Porque es lo que verdaderamente pienso! ¿No está Dios en todas partes? ¿No dice eso nuestro credo? Entonces será como ha dicho mi hermano Hermogio, aun en su demencia: Paio, mi niño, está aquí; que es donde tiene que estar. ¡Cómo lo vamos a traer si ya está aquí! ¡Acabaremos ofendiendo a Dios con nuestro empeño!

La abadesa la miraba, con ojos cargados de extrañeza y no se movía de su postura:

—Me dejas de piedra, Aldara. ¿Ahora me vienes con esto?

—Por supuesto. Dios está aquí, con nosotros, en esta tierra y en los cielos. ¡En todas partes! Y ya nos reunirá en su momento con Paio.

—¿Y las reliquias? —repuso Goto, con la cara pálida y completamente inexpresiva—. Radamiro hizo voto de traer las reliquias de Paio a tierra de cristianos…

—¡Pues que vaya él y las traiga! ¡Que se encargue Radamiro de eso, que es quien hizo el dichoso voto!

—¡Aldara! —contestó Goto en tono de reproche—. ¡Paio es tu hijo! ¿Cómo hablas así?

Aldara bajó la cabeza y dijo entre lágrimas, con un hilo de voz:

—Cuando mi dulce Paio, ¡mi niño!, se fue de aquí a esa maldita guerra, era la criatura más bella y pura que… ¡Claro que soy su madre! ¿Qué va a decir una madre de su hijo? Pero… ¿quién me lo devolverá? Solo Dios, no tú, ni el rey Radamiro; porque allá, en la tierra de los mauros, únicamente encontraré huesos… ¡Eso no es mi Paio!

Después de decir esto, empezó a caminar despacio hacia donde estaban las mulas. Las otras monjas fueron retirándose también, poco a poco. Allí, bajo el abedul, solo quedó la reina Goto, triste y pensativa. Después de un largo rato, regresó con las demás para ordenar que prosiguiera la marcha.

Y, como estaba previsto, llegaron esa misma tarde al monasterio de Castrelo de Miño. Hicieron todas las oraciones que mandaba la regla de la orden, cenaron con frugalidad y se fueron a dormir después del rezo de vísperas.

La reina Goto tomó una vela y se dirigió a su celda. «Pero ¿qué está pasando? —pensaba anonadada por el espanto—. ¡Hay fuerzas diabólicas en todo esto!» Y de pronto sintió una dolorosa compasión hacia Aldara, se apiadó de su pusilanimidad, acordándose de su habitual sonrisa humilde y dócil. «No puedo obligarla —se dijo—. Esta aterrorizada y no es justo llevarla a la fuerza a ese viaje.» Pero, con la misma determinación, la abadesa, decidió no desistir de su empeño. Aunque no fuera la madre del santo Paio, ella debía seguir adelante, sin dejarse amedrentar por los primeros inconvenientes. Pues no tenía ningún miedo, porque estaba hecha de otra materia; así lo sentía: Dios la había hecho fuerte y tenía la obligación de hacer uso de su fortaleza para que se cumpliera el voto del rey Radamiro.

Cuando pasadas las seis de la mañana sonó la campana llamando a maitines, con la cabeza pesada por haber pasado la noche en blanco, pálida y con expresión culpable, Goto fue a la celda de Aldara, llamó a la puerta y, cuando abrió, le dijo con voz sorda:

—Dios me ha hecho vislumbrar tus sentimientos. No volveré a tratar de convencerte de que me acompañes a la tierra de los mauros. Pero tú debes comprender que yo estoy completamente decidida. No quiero ser obstinada y empeñarme con orgullo en algo que tal vez Dios no aprueba. Así que mañana partiré hacia el monasterio de San Pedro de Rocas para solicitar el consejo del sabio abad Gemodus. Él siempre supo poner paz en mi alma en los momentos difíciles de mi vida. Dios le ha otorgado el don de la visión profética y me dirá lo que es más acorde con su voluntad.

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