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Authors: Jesús Sánchez Adalid

Tags: #Histórico

El camino mozárabe (3 page)

BOOK: El camino mozárabe
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De repente, el almuédano lanzó un largo, fuerte y desgarrado grito desde el alminar. Daba gracias a Allah porque Abderramán al Nasir retornaba victorioso a Córdoba, culminada con extraordinario éxito su campaña contra el rey cristiano de Gallaecia, al que calificaba como «puerco» y «tirano».

La ciudad se sobresaltó y pronto se empezaron a oír gritos, vítores y alabanzas. El patio de la mezquita comenzó a llenarse. La gente cruzaba deprisa las enormes puertas, perseguida por las sombras azulencas de sus cuerpos, las cuales se deslizaban intrépidas bajo los relucientes arcos. Exclamaban:

—¡Al Nasir regresa!

—¡Allah es Poderoso! ¡La victoria es suya!

—¡Gloria y bendición al Profeta!

Lindopelo, como todo el mundo en Córdoba, participó de aquel inesperado sobresalto. Porque nadie en Córdoba ignoraba que Abderramán había partido el pasado mes de junio hacia el norte al frente del mayor ejército jamás visto, con el fin de algarear contra la gente de Gallaecia, harto de la arrogancia y los alardes del rey Ramiro II. La expedición, con más de cien mil hombres reclutados al clamor de la guerra santa, había sido nombrada como
gazat al-Kudra
; es decir, «campaña de la Omnipotencia» o «del Supremo Poder». Componían la inmensa hueste, además del gigantesco ejército formado por árabes, beréberes y gentes de todas las provincias de al-Ándalus y el norte de África, toda clase de aparatos de guerra, enseres bélicos, armas y pertrechos cargados sobre una infinidad de monturas, bueyes, camellos, acémilas y carromatos, que acrecentaban de tal manera la fila que parecía verdaderamente interminable. Todo había sido reunido mediante pregones y mandatos, a lo largo y ancho del califato, durante meses. Uno de los escritos leídos cada viernes en las mezquitas convocaba a «la congregación de la humanidad para el juicio final». Y, un día tras otro, se elevaban plegarias desde los alminares; no ya implorando las ayuda de Allah, sino aun dándole gracias de antemano por la victoria segura e inminente. Todo ello causó tal expectación entre los cordobeses que no faltó casi nadie el día que, al amanecer, las tropas formaron en la campiña, al norte de la ciudad, componiendo la imponente mesnada y la sobrecogedora cabalgata que partió el sábado 29 de junio camino de Toledo.

Ahora, por lo visto, la apocalíptica campaña del Supremo Poder habría concluido y Al Nasir regresaba victorioso. Era una gran noticia y se avecinaban grandiosos fastos, coincidiendo precisamente con las fiestas y celebraciones del final del Ramadán.

Sobrecogido, Lindopelo supuso que el califa, antes de aparecer en público delante de su pueblo para exhibir su triunfo, querría teñirse el cabello para tener la mejor de las apariencias. Así que corrió en dirección a su establecimiento del Gran Mercado con el fin de prepararlo todo convenientemente y esperar a que los emisarios de Zahara se presentaran para reclamar sus servicios.

3

Gallaecia, Celanova

Septiembre del año 939

La luz de la lámpara iluminaba el rostro saludable y sereno del obispo Rodesindo. Vestido este con el hábito benedictino, pensativo y sin mirar a nadie, se disponía a recoger del suelo las hojas del manuscrito que se le habían caído de las manos mientras lo leía en voz alta, desperdigándose aquí y allá. Sentado junto a él, su hermano el conde Fruela Gutiérrez guardaba silencio con los ojos cerrados, como si todavía siguiera escuchando. Frente a ellos, los cincuenta monjes del monasterio de San Salvador de Celanova permanecían expectantes, con las caras llenas de asombro. La sala capitular estaba en penumbra y aquellas figuras hieráticas, calladas, parecían madurar en sus almas lo que acababan de oír.

Rudesindo recogió las páginas y las fue colocando en orden cuidadosamente. Su frente excepcionalmente grande y de piel clara resaltaba bajo el píleo rojo y su mirada limpia tenía un aire ausente, meditativo; una leve mueca de satisfacción, casi una sonrisa, se dibujaba en sus labios rosados. Su estampa resultaba venerable y hermosa. Como la de su hermano el conde, tan parecido a él; aunque más robusto y de presencia más dura, vestido con peto de cuero, jubón purpúreo, brazaletes con remaches y espadón al cinto. Diríase que ambos, el uno al lado del otro, representaban de manera admirable los dos poderes tan diferentes: el espiritual y el terrenal.

La insignificante interrupción que se había producido al esparcirse las hojas por el suelo sirvió para que todos se hiciesen conscientes de la verdadera importancia de los hechos que se narraban en aquel manuscrito. Deseaban que prosiguiera la lectura cuanto antes, aunque nadie se atrevía a manifestar la más mínima impaciencia. Reinaban la contención y la parsimonia monacal.

Las ventanas de la estancia daban a un patio. No se veía la luna… Pero su luz plateada hacía resplandecer los arcos, los capiteles y las delgadas columnas del claustro. En el silencio, el canto de un ave nocturna, como un quejido, llegaba desde el tejado. También se oyó el delicado y largo suspiro de uno de los monjes.

Rudesindo alzó la frente, paseó la mirada por todos ellos y dijo en tono calmado:

—El poder de nuestro amado Dios es muy grande… Este escrito del obispo Ero de Lugo es el testimonio vivo de que no nos abandona y de que ha querido estar grande con nosotros…

Todos asintieron con elocuentes movimientos de cabeza. Pero continuaron en silencio, atentos a las palabras del obispo. Este sonrió, elevó los ojos al cielo y exclamó con mayor brío:

—Parece un milagro… ¡Es un milagro!

Un murmullo de regocijo estalló al fin entre los monjes. Pero al punto regresó la gravedad a sus semblantes.

Entonces tomó la palabra el conde Fruela y, con voz respetuosa, dijo:

—En efecto, es un milagro… Yo estuve allí y puedo dar fe de todo lo que sucedió. Si Dios no hubiera estado de nuestra parte… ¡Oh, si no lo hubiera estado! Pero, aunque me esforzara, no sería capaz de contároslo mejor que lo hace el obispo Ero de Lugo en ese escrito. No soy hombre de letras y no poseo la oratoria necesaria para expresaros con detalle cada uno de los prodigios que allí sucedieron. De manera que, hermano, por caridad, empieza a leerlo de nuevo.

Rudesindo no quiso perder más tiempo. Aguzó sus ojos en el pergamino y, con voz pausada y clara, leyó lo siguiente:

Nos, Ero, por la gracia de Dios obispo de la sede de Lucus, queremos que sea conocido por todos que, con la ayuda del Señor y, por Él, de su santo apóstol Yago y de sus siervos san Millán y san Paio, nuestro cristianísimo, glorioso y fulgente en dignidad Radamiro, rey de Gallaecia, venció en singular batalla a Abderramán, rey de Córdoba y señor de todos los mauros de la secta mahomética. Y para que quede constancia del hecho en toda la cristiandad y feliz memoria del prodigio obrado en favor nuestro por la divina gracia y la clemencia del único y verdadero Dios, Padre de Jesucristo, disponemos que sea puesto por escrito este testimonio y copiado cuantas veces sea preciso y leído en todas las iglesias, monasterios, conventos y cenobios de nuestra bendita Gallaecia.

La presente crónica da comienzo el 20 de enero del año del Señor en curso, cuando al fin fue conquistada la ciudad de Santarén en el extremo occidental de al-Ándalus por nuestro poderoso rey Radamiro, después de que su señor natural, el moro Umayy ben Ishaq, viniera a pedir el socorro de Gallaecia frente a su pariente el tirano emperador de Córdoba Abderramán. Y como quiera que este, llevado por el demonio, montó en cólera y decidió vengarse por lo que estimaba afrenta y no justicia, envió mensajeros a nuestro cristiano rey, amenazando con destruir todo su reino si no se le enviaban las cien doncellas en tributo, como hicieron nuestros antepasados por largo tiempo y las parias debidas desde antiguo.

Pidió tiempo por medio de sus embajadores el prudente rey Radamiro, con el fin de aconsejarse con los hombres del reino y, de común acuerdo, estimaron que más valía morir que sujetarse al tirano agareno y pecar gravemente pagándole parias y tributos de doncellas. Y así lo mandó comunicar nuestro gran rey a Córdoba, diciéndoles a los mensajeros sarracenos: «Id con Dios y decid a vuestro señor Abderramán y a sus magnates que toda nuestra bendita tierra acuerda como un solo hombre que está resuelta a morir o vencer antes que someterse. Y si decidieren venir a pedir cuentas, hemos de salir a recibirlos con la ayuda de Dios para que se vea si les debemos parias o no». Y con esta embajada se fueron los moros a contarle a su rey lo que habían visto y oído.

Abderramán llegó al colmo de su ira al recibir la respuesta y decidió castigar a nuestro reino cumpliendo la amenaza hecha. Para tal efecto, recaudó y reclutó el mayor ejército que han visto los siglos, mandando escritos a su gente, tanto a los ciudadanos como a los campesinos de provincias. Exigió a sus gobernadores que enviasen cuantas tropas tuvieran y a los de la capital, nobles y plebeyos, que contribuyesen con sus hijos y dineros. Cuando hubo reunido tal cantidad de hombres y pertrechos que, por engaño del diablo, creyó ganada la guerra, llegó al colmo de la arrogancia, llamando a la campaña «de la Omnipotencia». Ofendiendo así gravemente al único Todopoderoso, que es el verdadero Dios.

En su ciega saña se apresuró el agareno hasta Simancas con toda su hueste, la cual era tan inmensa que con su sola vista causaba pánico y terror. Su destino era Zamora, corazón del reino cristiano, para destruirla y desde allí venir a la Gallaecia con el propósito de arrasar nuestras ciudades, iglesias y monasterios. ¡Tal era su odio a nuestra fe!

Nuestro católico rey, después de ponerse humildemente en las manos del único Omnipotente, mandó aviso a los confines de la cristiandad. No tardaron en acudir a la llamada las gentes de Castilla, de Pamplona y Álava, además de los infieles de Coimbra, que tanto odio tenían al tirano de Córdoba, aun siendo el jefe de su pérfida secta. Mas no eran bastantes estas fuerzas frente a tamaño ejército diabólico que nos amenazaba.

Entonces clamaron los nuestros a Dios con las palabras del salmo:
«Quia tu es fortitudo mea
[Tú eres mi fortaleza]». Y tuvieron muy presente la sabiduría de san Juan en el Evangelio: «Sin mí no podéis hacer nada». Se decretó el ayuno, la penitencia y la oración en nuestra bendita Gallaecia. Hubo rogativas en todas las iglesias, conventos, monasterios y ermitas, elevándose plegarias a los arcángeles, a los mártires y a los santos protectores del reino.

Y se manifestaron grandes señales en el cielo. Como bien sabéis, el día 14 de junio, viernes, a la hora de tercia se oscureció el sol totalmente, como de noche, y la tierra se tornó roja, del color de la sangre, durante más de tres horas. Lo cual causó gran espanto en los hombres, pues se pensó que llegaba el fin del mundo y en todas partes las gentes lloraban amargamente sus pecados. Mas apenas era este signo pasado, cuando sobrevino otro más fuerte y airado: se levantó un viento ábrego, ardiente como fuego rabioso, y vino por la parte de las Extremaduras causando pavor y espantosos daños hasta Burgos.

Cuando Abderramán vio estas señales terribles, consultó a sus sabios, astrólogos y adivinos para que le declarasen su significado. Y ellos, envanecidos y locos, le dijeron: «Este es nuestro dios Allah, que nos anuncia que está en lucha a nuestro lado, ¡grande es su bondad y grande nuestra ventura!; el cual, por los méritos de nuestro gran profeta Mahoma, nos quiere dar por herencia la Gallaecia para siempre».

4

Córdoba, barrio de Furn Birril

Agosto del año 939

—¡Porque grande es Allah e infinita su sabiduría! —gritaba a voz en cuello el muecín—. ¡Nadie ha de osar envalentonarse frente a Él! ¡Venid y escuchad el relato de sus maravillas! ¡Sabed que el Omnipotente oscureció el sol para que los infieles sintieran el terror que causa su fuerza y su poder! ¿Os dais cuenta? ¡Oscureció el sol!

Las inmediaciones de la muralla se iban llenando de gente que se congregaba frente a la puerta de Hierro. Encaramado en el alminar de la pequeña mezquita de Sidi al Muin, el pregonero se desgañitaba y su potente y desgarrada voz parecía derramarse sobre los tejados, los tenderetes y las cabezas de los oyentes, los cuales elevaban los ojos al cielo y se dejaban embargar por el asombro y el fervor que les causaban aquellas alabanzas.

—¡Quien no se alegre por estas noticias, que se le seque dentro del pecho el corazón! ¡Y aquel cuya alma no goce por la grandeza de Allah, que caiga muerto en el polvo! ¡Porque grande es el poder de Allah y Mahoma su Profeta! ¡El supremo Poder ha vencido a los perros infieles! ¡El puerco y tirano rey de los blasfemos se arrastra a los pies de nuestro gran Al Nasir, el invencible, el servidor de Allah, el Comendador de los Creyentes…! ¡Muera el borracho rey Ramiro y toda la Gallaecia blasfema con él!

Entre el gentío, Lindopelo escuchaba atento aquellas terribles palabras. Levantó su mirada hacia el poniente y se dio cuenta de que el sol declinaba por detrás de la mezquita Aljama, que se mostraba radiante, con la majestad esbelta del alminar recortándose en el cielo encarnado, bajo la túnica de sombras que desplegaba el ocaso. Aquella visión le conmovió.

Permaneció allí durante un largo rato, con el corazón palpitante, soportando el intenso calor de la tarde y el ardor que provocaban en los oyentes aquellas soflamas triunfales. Después se abrió paso entre los cuerpos sudorosos y apresuró la marcha hacia su casa. Por el camino, su imaginación urdió fabulosos sueños. El califa regresaba victorioso y su felicidad reventaría inundando toda Córdoba de generosas recompensas. Y a él, como era de esperar, le correspondería su parte. Abderramán, después de estar durante más de dos meses lejos de la ciudad, tendría el color de su cabello muy estropeado. Por mucho que su criados hubieran intentado mantener el tono, no habrían conseguido sino un efecto pobre y meramente provisional. No dudaba pues el tintor de Zahara de que muy pronto sería llamado por los chambelanes de palacio para arreglar el estrago. Realizaría magníficamente su trabajo y obtendría sustanciosas ganancias. Puesto que, a medida que el califa envejecía, se le ajaba la melena y le necesitaba más, volviéndose cada vez más dadivoso. Esta gran victoria contra su odiado enemigo el rey Ramiro le devolvería a Córdoba pletórico de dicha y, por ende, de generosidad.

Sin embargo, al adentrarse en el familiar barrio mozárabe donde vivía, un extraño sentimiento se mezcló con la alegría y la ambición y no pudo por menos que preguntarse: «¿No provocarían tal vez estas circunstancias mayor empeño en los chambelanes para tratar de convencerlo de que se hiciera musulmán?». Porque ya últimamente le habían venido insistiendo en ello con tal tesón, constancia y hasta violencia que la cosa empezaba a ser preocupante.

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