El camino mozárabe (26 page)

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Authors: Jesús Sánchez Adalid

Tags: #Histórico

BOOK: El camino mozárabe
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—Si me dices qué es exactamente lo que buscas, veré qué puedo hacer —me ofrecí.

—Ni yo mismo lo sé… —respondió delicadamente.

—¿Entonces…?

Hasday hizo un gesto resignado con la cabeza y dijo:

—Muchas de las cosas que predijeron los antiguos sabios se han cumplido. No hablo de adivinos caldeos, ni de brujos, ni de magos embaucadores… Nada me interesan las cartas, ni las tripas de las cabras, ni el vuelo de las aves… Estoy hablando del don de la profecía; de esa sabiduría sutil y humilde que escruta el pasado, interpreta los signos de los tiempos e intuye agudamente el porvenir… ¿Sabes a qué me refiero…?

Algo en mi interior me impulsaba a confiar en él.

—Comprendo —dije—. Debes concederme una semana de tiempo, pues he de consultar muchos escritos para reunir todo eso.

—¡Tómate todo el tiempo que necesites! —exclamó con la cara resplandeciente de felicidad—. ¡Me alegra mucho saber que puedo contar contigo!

33

El viaje de la reina Goto

Cuando esto escribo, venerable hermano Gemondo, es otoño en nuestra Gallaecia. En un día como este, soleado y trémulo, emprendimos viaje al sur, a Córdoba. Era muy temprano, apenas acababa de amanecer, pero todo en León había cobrado vida. A lo largo de las callejuelas que convergían en la iglesia de San Salvador, había gente reunida; los comerciantes y artesanos estaban ya pendientes de sus negocios; los puestos rebosaban de manzanas amarillas, relucientes y húmedas; llegaban ráfagas de aromas de miel y vino fresco. En torno al palacio del rey se movían los soldados con sus pardas capas y los heraldos lanzaban sus órdenes con potentes voces que resonaban en la plaza. Concluida la misa y los oficios religiosos que se hicieron para invocar el auxilio divino, solo faltaban ya las bendiciones. A la hora fijada, ante una multitud atónita, apareció el rey Radamiro en la puerta principal del templo, acompañado por los condes y prelados. Todos los que formábamos la comitiva que debía ponerse en camino hincamos las rodillas en tierra. Los obispos entonces alzaron sus hisopos para rociarnos con el agua bendita, mientras se entonaban cánticos que suplicaban la intercesión del apóstol Santiago y de los santos protectores del reino. Luego un monje predicador escogido para la ocasión, con los brazos abiertos, pronunció un largo y luminosos discurso. Solo recuerdo que empezaba así: «Oh Dios, que haces nuevas todas las cosas…».

Cuando concluyó, no hubo más palabras ni cánticos. El rey nos despidió extendiendo las manos y se hizo un respetuoso silencio que duró hasta que una fanfarria de tambores y gaitas anunció la partida. Caminamos despacio a lo largo de la vía principal. Iban delante los caballeros del conde Fruela Gutiérrez con este a la cabeza, les seguían los del conde Fortún y un millar de soldados a pie; detrás los mercaderes, las carretas donde iban las mercaderías y los presentes para el califa y su corte, los judíos con su jefe Baruj y los cadíes muslimes de Zamora y Toro, con muchos magnates mauros de los dominios cristianos; a continuación cabalgaba el obispo Julián de Palencia con sus séquito; le seguíamos la dama Didaca, que tan gentilmente se había ofrecido a acompañarme, y yo. Cerrando la comitiva, marchaba el hombre más importante de la embajada, el ministro Musa aben Rakayis, con plenos poderes otorgados por el rey para negociar los asuntos de la paz con los agarenos.

Frente a la puerta Cauriense, en la polvorienta explanada que se extendía fuera de la muralla, aguardaban el resto de los viajeros, con sus carromatos, pertrechos y mulas, para incorporarse a la larga fila que ponía rumbo al sur, por la calzada que discurría entre las extensiones de tierra cubierta aún por los rastrojos ocres del trigo segado y los campos de lino. León se quedaba atrás, mientras nos adentrábamos en las masas de árboles agostados que deseaban ya la lluvia.

Aquella primera jornada de camino duró tanto como la luz del día, para terminar con una gran e intensa puesta de sol. Nos detuvimos en la ribera del río Esla, en la que llamaban la Villa de Mannan, por vivir en ella con toda su descendencia y servidumbre un cadí mozárabe de ese nombre. Salió este a cumplimentarnos con lo que tenía: heno para las bestias, panes tiernos, ciruelas pasas, harina de almortas y agua fresca de la fuente que custodiaban. Era el tal Mannan un campesino amable y astuto que sabía sacar buen partido del lugar donde se había asentado hacía treinta años, en la primera repoblación que se hizo en los tiempos del rey Alfonso III el Magno. Desde entonces defendía la calzada, el paso del río por un antiguo puente y los manantiales. Había edificado también un conjunto de posadas espaciosas con sus cocinas, baños a la usanza de los mauros, caballerizas y almacenes. Con todo eso, como tantas gentes que hacen la vida junto a los caminos principales, se ganaban muy bien la vida todos sus familiares y clientela.

En lo que tardamos aposentándonos cayó la noche. Se hicieron los rezos correspondientes y cada uno de los viajeros se fue a descansar donde buenamente pudo. Pero, antes de que Didaca y yo nos retirásemos de las cocinas para ir al alojamiento de las mujeres, se presentó el obispo Hermenegildo de Palencia, acompañado por su secretario, que portaba un farol, y me rogó que le concediera un rato de conversación. Me extrañó mucho aquella inesperada petición y, aunque estaba muy fatigada, consideré que no debía negárselo y no tuve más remedio que decir con amabilidad:

—Todo el tiempo que sea necesario, padre mío.

El obispo se sentó frente a mí y temí al presentir que el rato se alargaría. Era Hermenegildo un hombre grande, fuerte e impetuoso, con una mirada penetrante, inquietante, que le daba aire desconfiado; vestía prendas militares, peto de cuero con remaches de bronce, brazaletes con herrajes, correas y puñal en el cinto. Solo al celebrar la misa se lo veía con ropas litúrgicas y, aun así, no perdía su fiero aspecto. Pues ya sabes, hermano Gemondo, cuán peleadores y amigos de las armas son los linajes de Castilla, Burgos y Álava, por haberse forjado en las tierras fronterizas; y este obispo, Hermenegildo Fernández, por ser de los Ansúrez, daba rienda suelta a los impulsos de su sangre.

Como esperaba que fuera él quien empezara la conversación, precisamente por haberla pedido, me quedé mirándolo sin decir nada. Entonces se tomó el mentón con la mano, se acarició la barba corta y rubicunda y le dijo a su secretario:

—Puedes retirarte.

El secretario salió llevándose el farol y nos dejó en penumbra. El obispo entonces puso una mirada interpelante en Didaca, que estaba a mi lado. Y yo, comprendiendo que deseaba que también ella se fuera, dije:

—Didaca goza de toda mi confianza.

Él soltó una espontánea y estridente carcajada. Luego observó con irritación:

—Lo sé, pero yo no.

Didaca se retiró sin decir nada. Y, cuando estuvimos solos el obispo y yo, hubo un rato de silencio tenso entre nosotros, en el cual pudimos oír algunas voces que llegaban del exterior mezcladas con los relinchos y rebuznos de las bestias. También, un poco después, nos llegó el alboroto de algo que parecía una trifulca en alguno de los patios de la posada.

Hermenegildo fingió indiferencia y, mirándome fijamente a los ojos, dijo al fin muy serio:

—Dómina, hace poco tiempo que vos y yo nos conocemos… No quisiera en ningún momento que llegaseis a pensar que soy imprudente o atrevido… Y veo vuestro cansancio después de toda una jornada de camino, y que esta molesta petición mía os supone un esfuerzo más; pero consideré que era mi obligación tratar con vos acerca de algunos asuntos, ya que debemos compartir muchas semanas, tal vez muchos meses, de viaje…

—Por eso no os preocupéis —repuse—. Podéis hablar de lo que estiméis oportuno.

Él me miró con agradecimiento, sonrió y en tono ligeramente amargo dijo:

—Dios os lo pague, dómina. Es penoso para mí tener que haceros algunas preguntas…

—Preguntad sin temor.

—Bien —dijo elevando la ronca voz—. Debo saber cuál es exactamente vuestro cometido en esta embajada.

Me extrañó mucho aquella pregunta y respondí:

—Ah, pero… ¿no lo sabéis?

—Oficialmente no. He oído por ahí que tiene que ver con unas reliquias…

—Habéis oído algo que es verdad —dije con naturalidad, aunque empezaba a sentirme algo molesta por aquella inesperada conversación.

—¿Tal vez esas reliquias son las de san Paio? —inquirió clavando en mí su penetrante y oscura mirada.

—Sí, voy a Córdoba con el fin de rescatar las reliquias del mártir y devolverlas a la Gallaecia.

El obispo alzó las cejas, suspirando con fingido disgusto, y dijo:

—¡Vaya! Quienes me encomendaron esta misión deberían habérmelo dicho oficialmente. Ahora me alegro de haber venido a hablar con vos; veo que he hecho lo que debía…

—No comprendo… —murmuré con ansiedad—. No sé a qué viene esto. Estoy confusa… ¿Qué tratáis de decirme?

—Tenéis toda la razón, dómina —respondió con una punta de malicia—. Y todavía me alegro más por haberos rogado que me atendieseis, pues veo que, tanto vos como yo, no estamos informados de todo lo que hay detrás de esta embajada.

—¿Y quién debería habernos informado? —repliqué un tanto indignada—. No acabo de comprender qué es lo que tratáis de decirme… El rey es quien me autorizó para emprender este viaje… ¿Os referís tal vez al rey?

—¡Oh, no, Dios me libre! —contestó ofendido—. Nadie ha mentado aquí al rey.

—¿Entonces…?

—Bien —dijo con aire contrariado—. No hay por qué alterarse. Basta con que ambos seamos sinceros el uno con el otro.

—Estoy tratando de ser sincera todo el tiempo —repuse, dándole a entender que empezaba a indignarme—. ¡Hablad de una vez!

Entonces él, oprimiéndose el pecho con la palma de la mano izquierda, replicó con hipocresía:

—Y yo solo quiero que estéis tranquila, dómina; de manera alguna he pretendido causaros inquietud alguna.

—Entonces decidme quién debería haberme informado y acerca de qué.

En tono molesto, con expresión severa, el obispo respondió:

—Al frente de esta embajada va el ministro Musa aben Rakayis. El rey confía plenamente en él y tendrá sus razones para ello, pero debéis saber que es un hombre poco claro y de intereses ocultos.

—¿Qué queréis decir? —pregunté muy preocupada.

—Quiero decir ni más ni menos lo que habéis oído. El ministro Musa debió informarme de que vos, dómina, ibais a Córdoba con la misión de rescatar las reliquias de san Paio; puesto que el rey me encomendó a mí lo mismo. Y, puesto que veo que vos tampoco teníais ni idea de mi cometido en esta legación, ha de concluirse que a vos también debió informaros y que, evidentemente, no lo hizo…

Estaba hablando cuando entró su secretario con el farol para decirle algo, y el obispo, muy irritado, le gritó:

—¡Fuera! ¿Quién te ha llamado?

—Señor, era solo para deciros que ya tenéis preparado el lecho.

—¡Fuera he dicho!

Me sobresalté y el corazón empezó a latirme violentamente. Me debatía entre sentimientos confrontados ante la actitud de aquel obispo impetuoso: por una parte, su temperamento brusco y su actitud indagatoria me ponían muy nerviosa; pero, por otra, me parecía que tenía razón en lo que me decía y que era honesto al mostrar sus sentimientos. Me puse de pie y, azorada, balbucí queriendo acabar con la conversación:

Me cuesta pensar ahora en todo esto…

Él se levantó también, sus ojos abandonaron su habitual dureza y se pusieron pensativos. Ligeramente turbado, dijo:

—Perdonadme, dómina; no he querido disgustaros… Pero comprended que esté molesto por no haber sabido oficialmente todo eso…

—Lo comprendo. Mañana hablaré con el ministro Musa y le pediré explicaciones…

—¡No hagáis tal cosa! —exclamó volviendo a su tono brusco de antes.

—¿Por qué?

—Porque soy yo quien debe hablar con él, puesto que todo esto ha salido de mí. No me parece oportuno que le digáis que yo he hablado primero con vos.

—Está bien —asentí—. Y ahora, retirémonos; es tarde.

Esa primera noche, a pesar del cansancio, apenas pude dormir. Traté de tranquilizarme, orando y pensando que tal vez el demonio trataba de afligirme con preocupaciones nada más emprender mi misión; pero el sueño se me había espantado y di vueltas en el camastro sin llegar a comprender el porqué de la suspicacia del obispo de Palencia, a la vez que presentía que se avecinaban complicaciones mayores.

34

La crónica de Justo Hebencio

Yo sabía bien dónde hallar lo que con tanto interés buscaba el judío Hasday. Él solo había oído hablar, tal vez someramente, de aquel libro. Pero yo, por haberlo leído cien veces, lo conocía tan bien que incluso en sueños se me presentaban sus imágenes; el movimiento prodigioso de las coloridas miniaturas, los ángeles, los cielos y los infiernos, las bestias blasfemas, los terrores del final de cuanto hay en esta tierra, los últimos días, la angostura del mundo caduco y la infinita amplitud de la gloria. Cuando lo abría por cualquiera de su páginas, mi corazón empezaba súbitamente a palpitar agitado, debatiéndose entre el miedo y su opuesto, la esperanza. Porque esas dos pasiones brotaban a raudales en las interioridades de aquel extraño y excitante libro. Y yo, como todos lo que lo habían leído y copiado, no podía sustraerme a los efectos que nacen ante la fuerza y la rotundidad de la palabra «apocalipsis», a pesar de la incertidumbre, del ánimo desasosegado e indeciso por las circunstancias inestables, oscuras y absolutamente desconocidas en torno al futuro.

No sabemos quién lo trajo a la biblioteca Armilatense, ni cuándo. Ni hay anotación alguna en el libro que dijera el nombre del autor, su procedencia o la fecha en que fue escrito. Únicamente consta en una de las copias, por acotación de mi mano, la breve referencia que me hizo el abad Martino ya en su ancianidad, sin que pudiera añadir nada a lo que ya sabíamos: que llevaba en el monasterio más de un siglo y que, según la tradición, era obra de un monje del norte, de los montes cántabros, de nombre Beato, el cual quiso profetizar que en breve seríamos testigos del advenimiento del Anticristo.

El título del libro,
Comentarios del Apocalipsis
, es suficiente para comprender de qué trata. Y ya sabemos que el último libro de las Sagradas Escrituras, escrito por san Juan Evangelista, se ocupa de lo que habrá de suceder al final de los tiempos, tal como se afirma en sus primeras palabras: «Revelación de Jesucristo, comunicada por Dios para mostrar a sus siervos lo que ha de venir con inminencia, pues el momento es cercano». Si las palabras escritas son sugerentes y ofrecen a quienes saben leer el misterioso relacionarse de sus significados, ¡cuánto más lo son las imágenes! Y las coloridas miniaturas del libro de Beato ofrecen tal complejidad que arrebatan el alma de quien las observa, como si se viera elevado a una visión; pues aquí lo que se anuncia puede verse, y casi pareciera que está vivo, resultando de esta manera doblemente profético.

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