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Authors: Jesús Sánchez Adalid

Tags: #Histórico

El camino mozárabe (22 page)

BOOK: El camino mozárabe
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—Vamos adentro. En Zahara, en efecto, siempre es primavera, pero en diciembre resulta más placentero comer al abrigo de los salones…

Entraron en palacio y, después de un par de corredores, encontraron la mesa dispuesta en una estancia espaciosa y de techo alto. Como en cualquier lugar de Zahara, la decoración era bellamente caprichosa, al estilo del califa. Había una gran celosía que se alzaba sobre los jardines y dos ventanas amplias que daban a Córdoba. El sol entraba y hacía brillar los estucos y los muebles. El suelo estaba cubierto con alfombras de vivos colores, y en las paredes se alineaban divanes tapizados con damascos verdes, cuya tersura suavizaban pieles de lince y nutria dispuestas con estudiado desorden.

—Vamos, siéntate donde te plazca —le dijo Badr a su invitado.

Como en otras ocasiones que estuvieron allí, Najda escogió el primer cojín delante de la mesa, que miraba a los ventanales. Se sentó mientras sus ojos pasaban cuidadosamente revista a la sala, hasta que se detuvieron en la luminosa visión de los campos y la ciudad a lo lejos. Sonrió encantado, suspiró y observó:

—Verdaderamente, parece primavera, aun siendo pleno invierno…

—Bienvenido… Bienvenido… —repitió Badr, sentándose a su lado para no robarle las vistas.

El hecho de hallarse a solas, sin la presencia de otros ministros, prometía una tertulia tranquila, libre de discordias, durante la comida. Justo lo que ambos necesitaban en aquellos momentos delicados; una sesión en la que podrían entregarse generosamente a las especulaciones y los proyectos comunes, sin la agotadora controversia y las opiniones divergentes de algunos visires y eunucos que en otras ocasiones compartían la mesa.

Los criados sirvieron la comida de una vez, disponiéndola toda en múltiples platos y bandejas de plata, y luego desaparecieron obedeciendo a la estricta orden de no molestar. Cuando se quedaron completamente solos, el gran visir agitó la cabeza en señal de satisfacción y dijo:

—Ahora podremos hablar a nuestras anchas… No hay prisa y es abundante y muy sustancioso lo que tengo que decirte…

Al gran cadí le gustó mucho esta señal de confianza, pues conocía de antemano algunos, aunque pocos, detalles de lo que se iba a tratar allí.

—Soy todo oídos —afirmó circunspecto—. Es tan necesario que tú y yo hablemos…

Badr sonrió ampliamente. Pero después se puso serio y, como si respondiese a la pregunta que antes se quedó en el aire, dijo misteriosamente:

—Hoy no lo verás… Al Nasir sigue entregado a sus soledades… Intentamos animarle lo mejor que podemos, pero resulta difícil, muy difícil… Por eso precisamente necesitaba hablar contigo cuanto antes, porque es posible que Allah haya decidido poner fin a su pena…

Najda lanzó una ojeada mezclada con tristeza sobre la hermosa visión de Córdoba que se extendía ante sus ojos. Ambos amigos parecían estar de acuerdo en que era primavera, pero las melenas de las palmeras amarilleaban en los jardines, los rosales se habían desnudado de hojas y el verdor palidecía hundido en la verdad del invierno.

—¿Poner fin a su pena? ¿Cómo? —le preguntó, volviéndose hacia el hayib con sumo interés—. ¿Qué podemos hacer?

—Como te digo, Allah parece haber decidido obrar con misericordia… ¡Allah sea bendito! El puerco y borracho rey de Gallaecia ha enviado mensajeros…

—¡¿Mensajeros?! —exclamó Najda sin poder contener su entusiasmo.

Badr agitó su cabeza grande con aprobación y añadió:

—Ayer llegó un correo desde Toledo con una carta escrita por los ministros del puerco Radamiro en la que decían, aunque con sutilezas y rodeos, que su rey está dispuesto a enviar embajadores para parlamentar.

—¡¿Embajadores?!

—Sí, eso mismo. ¿Te das cuenta? El Corán del Comendador de los Creyentes sigue en poder del rey borracho… ¡No lo ha destruido gracias a Allah! Recuperarlo es lo que más le importa hoy por hoy a Abderramán y debemos hacer cuanto esté en nuestras manos para proporcionarle esa satisfacción. No nos queda más remedio que tratar de contentar al puerco Radamiro, ¡Allah le maldiga! Porque si logramos convencerle de que devuelva el Corán… ¡Oh, si lográramos convencerle!

—¡Sería maravilloso! —exclamó Najda, llevándose las manos al pecho—. Pero… ¿qué podemos hacer? El puerco rey de los infieles es una mula terca y salvaje…

Las cejas del gran visir se alzaron, como si se interrogase así mismo; y luego dijo sonriente:

—Gracias a Allah, no está lejos de nuestras manos conseguirlo. En primer lugar, supone un paso de gigante que esa mula terca y salvaje se haya rebajado a enviar mensajeros. De algo ha servido que cosecháramos esas doscientas cabezas de monjes. El borracho rey, en vez de encabritarse más, ha recapacitado y, por lo que se ve, ha decidido que es más provechoso para él parlamentar. Y parlamentar supone negociar… Cierto es que pedirá algo a cambio, pero ¿qué puede pedirnos? Le daremos cualquier cosa con tal de recuperar el sagrado Corán del Comendador de los Creyentes.

Najda se sintió alegre con esta conversación. El deseo y el entusiasmo iluminaron su rostro cuando dijo:

—Recibiremos a esos embajadores, ¡con todos los honores! Les haremos ver que estamos muy lejos de los usos y costumbres suyos, inmundos politeístas. Los infieles deben conocer la compostura y la armonía que reinan en Córdoba. Les dejaremos husmear, rebuscar, indagar… Que vean y, cuando hayan visto lo que hay aquí, que negocien. Todo sea por recuperar el preciado Corán del Comendador de los Creyentes.

De repente, el hayib se rio y luego añadió:

—Lo cual no quiere decir, ni mucho menos, que debamos rebajarnos a ellos, a su insana codicia, a sus mentiras, a sus creencias sucias… Cuando hayamos conseguido el Corán y nuestro señor Al Nasir esté contento, castigaremos con mano dura sus pecados.

Y Najda no pudo evitar reírse a su vez al decir:

—¡Naturalmente! Abderramán será feliz al tener en sus manos los libros sagrados y volverá a levantar la espada contra el infiel.

El gran visir puso en él una mirada seria y anhelante, se quedó pensativo durante un momento y, al cabo, dijo poniéndose serio:

—Amigo mío, Najda ben Husayn, tú te ocuparás de recibir a los embajadores. Hoy mismo redactaré una carta de contestación para los ministros del puerco rey de la Gallaecia y les propondré que envíen la embajada para la próxima primavera… Aunque en Córdoba, a diferencia de lo que sucede en sus sombríos territorios, siempre es primavera… Pero aquí, ya lo sabes, después del invierno, cuando luce la luna de safar, es maravilloso… ¡Se asombrarán!

—Me encargaré de que hagan palidecer de envidia al rey borracho cuando regresen a la sucia y oscura Gallaecia y le cuenten lo que han visto aquí…

—Bien, bien —asintió en tono serio el gran visir—. Y yo procuraré convencer a nuestro sublime Al Nasir de que reciba a los embajadores con la esperanza de recuperar el Corán. ¡Oh, Allah, el Misericordioso!, he de convencerle…

El gran cadí quiso hacer un comentario más, pero, de repente, les llegó desde detrás de ellos una voz que les heló la sangre:

—¡Estoy convencido!

Se volvieron sobrecogidos y a unos pasos de distancia vieron al califa, de pie delante de la puerta. Najda y Badr enmudecieron y se arrojaron de bruces a la alfombra, vibrando de emoción. Abderramán se acercó y les ordenó alzarse. Luego, tranquilamente, sentenció:

—Nada hace más feliz a un gobernante que saber que cuenta con ministros y consejeros inteligentes y leales. Lo he oído todo. Es un plan magnífico. Podéis contar conmigo. Recibiré a esos infieles. Presiento cómo Allah desea que el Corán salga de sus puercas manos…

29

León, dependencias interiores del castillo

Diciembre del año 939

El ministro Musa aben Rakayis meditaba contemplando el horizonte desde el ventanal de su habitación. A media mañana, los huecos entre las nubes se habían cerrado y el cielo se extendía como un manto gris y compacto sobre la tierra parda y sin aliento. El aire se había detenido y el frío parecía desprenderse de las alturas como un fantasma invisible. Aquella luz plomiza sobre las montañas presagiaba la nieve. Y la ciudad la esperaba muy quieta y silenciosa, encerrada en sus murallas y en su invierno. Solo los cuervos sobrevolaban los tejados y graznaban como riéndose de su encierro.

Musa se estremeció y se arrebujó en el manto de lana. Cerró los postigos y, al volverse hacia la estancia, sus ojos se detuvieron en las llamas que titilaban solitarias bajo la chimenea. El ministro estaba conmovido y triste, y no pudo evitar pensar en el inminente invierno; en la desazón que le causaba, porque todo se quedaba detenido y el tiempo transcurría con una lentitud exasperante. Decían que era la estación de la paz; pero esa afirmación resultaba absurda, en tanto y cuanto en invierno se planeaban todas las guerras, se organizaban los ejércitos y se fabricaban las armas. Qué lástima le daba tener que aceptar que la hermosa primavera fuera el tiempo de los guerreros… Porque el ministro aborrecía la guerra aún más que el invierno. Y este sentimiento suyo, íntimo e irrenunciable, no nacía solo de una reflexión profunda, del ejercicio del razonamiento; sino que era fruto de un impulso más instintivo y primario: el miedo. Ya que, a diferencia de tantos hombres importantes de su época, Musa aben Rakayis no fue instruido en las artes militares en su juventud. No era un caballero que le debiera su posición en la corte del rey a la destreza con la espada. Era ministro y vivía en palacio merced a su sabiduría, al ejercicio de la diplomacia y a su capacidad para expresar con la pluma los dictados del monarca. No había hecho nunca la guerra; y solo la conocía de lejos. La única vez que la tuvo próxima fue en cierta ocasión, siendo muy niño, cuando los moros pusieron cerco a Zamora. Duró poco tiempo el asedio, apenas un mes, pero el estruendo de los aparatos de guerra, el temor de las gentes y la incertidumbre dejaron huella en su alma tierna.

Aunque ninguno de los hombres de su familia hubiera sido guerrero, Musa aprendió como cualquier niño de su tiempo que el valor es una virtud suprema. Y siendo adolescente percibió, aunque moderadamente, el intrépido impulso de los muchachos ante lo desconocido. Porque, en efecto, ¿quién no ha deseado ser valiente? No obstante, sintiendo su propia nostalgia del coraje, siempre fue especialmente consciente de los peligros que hay en cualquier parte, y desde la primera infancia fue incapaz de vencer la natural inclinación humana al temor, a pesar de que se crio, como todo el mundo, escuchando narrar las viejas leyendas que cantan la gloria de los pueblos, alabando la valentía de los guerreros más que aquellas cuatro virtudes que son principio de otras en ellas contenidas: prudencia, justicia, fortaleza y templanza; más incluso que la añorada libertad; en tanto, como hombre instruido, sabía el ministro que se sentiría un hombre libre si no estuviera constantemente tan asustado. Porque eran precisamente sus conocimientos de la antigua sabiduría pagana los que cimentaban las contradicciones interiores que tenía que soportar a causa de su cobardía. En efecto, los filósofos habían elevado el pedestal de los valientes. Séneca dejó escrito: «El oro se prueba en el fuego; como el valor de los hombres en el peligro». Y qué contundente es aquel célebre verso de Siro:
Patiens et fortis se ipsum felicem facit
[«Los hombres pacientes y valientes se hacen felices»]. Pero no a fuerza de reconocer la grandeza de tales pensamientos puede uno verse libre de la angustia, la ansiedad y el pánico que revelan nuestra vulnerabilidad. Máxime cuando la aguda inteligencia del ministro, siempre previsora, le permitía anticipar antes que nadie lo que podía suceder y, para colmo, su despierta imaginación le hacía agrandar los peligros, inventar amenazas y envolver en las tinieblas del imprevisible futuro toda esa incertidumbre que tan indefensos y torpes hace sentirse a los humanos cobardes. No, no era el ministro Musa un hombre valiente, y aquellos eternos y visibles enemigos de los sensatos —el sufrimiento y la muerte— los veía frente a sí constantemente. Era prudente y, como tal, a poco que observaba el mundo era capaz de vislumbrar las amenazas que siembran la vida de males: pandemias, hambres, catástrofes, incendios, miserias y desolaciones. Y para colmo la guerra… Si aquellas eran inherentes al mundo, esta lo era a la humanidad. Ya el sabio Heródoto se dio cuenta de ello y escribió en la lejana Antigüedad: «Es la historia humana una sucesión de venganzas sin cuento». Sabía bien el ministro, como todo sabio, que solo en las manos de los hombres está pues evitar la guerra. Pero ¿cómo hacerles ver esto? ¿Cómo convencer a los reyes y magnates de una verdad tan clara? Imposible. Y esta terrible circunstancia le hacía sufrir aún más. En sus denuedos por la paz chocaba como contra un muro y ya casi llegaba a convencerse de que la guerra, como el invierno, era inevitable. Por eso los odiaba de manera semejante, porque ambos eran males sin remedio.

Estando sumido en estas meditaciones, sonaron unos débiles golpes a la puerta. Un momento después, entró su ayudante Aglab con apreciable nerviosismo en el rostro y en todos sus movimientos, anunciando:

—Señor, el rey está aquí.

La estupefacción se apoderó de Musa hasta tal punto que se quedó un rato sin decir palabra; luego se sobrepuso y preguntó con azoramiento:

—¿El rey…?

Entonces irrumpió Radamiro con ímpetu en la estancia, diciendo con su voz potente:

—He preferido no mandarte llamar ni darte aviso. Tenía que venir al castillo para otros asuntos y aprovecharé para hablar contigo.

El ministro escuchaba estas explicaciones arrodillado e inclinado en una profunda reverencia, a la vez que emocionado y confuso.

El rey soltó una risotada breve, como un gruñido, y dijo burlón:

—¡Diantre, no te asustes! Anda, álzate que dispongo de poco tiempo.

Musa se incorporó y, al ver el rostro del rey, impetuoso y retador, creció su perplejidad y se mezcló con la sensación de estar a punto de entrar en una conversación dolorosa y compleja.

—Mi señor, ¿qué necesitáis de mí?

Radamiro esbozó una ligera sonrisa que apenas duró en sus labios. Luego dijo en tono de reproche:

—Tanto interés como tenías en convencerme para que enviase esa embajada al sarraceno y después te has despreocupado del asunto. ¿No quedamos en que debíamos tratar tú y yo sobre ello cuanto antes?

El ministro se apresuró a responder en tono de disculpa:

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