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Authors: Gilbert Keith Chesterton

Tags: #Clásico, Policíaco

El candor del padre Brown (10 page)

BOOK: El candor del padre Brown
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—Alto —dijo el coronel, poniéndose en pie y contemplando, siempre con el ceño fruncido, sus relucientes botas—; no sé si he entendido bien.

—Coronel —dijo el padre Brown—, le aseguro a usted que ese arcángel de impudor que le robó los cubiertos anduvo de aquí para allá por este corredor, y a plena luz, lo menos unas veinte veces y a la vista de todo el que quiso verle. No se ocultó en los rincones donde la sospecha pudo ir a buscarle, sino que anduvo paseando en los pasillos iluminados, y dondequiera que se le sorprendiera, parecía estar por su propio derecho. No me pregunte usted cómo era. Seis o siete veces le habrá usted visto, sin duda. Usted y sus amigos estaban en el salón del vestíbulo que se encuentra entre este corredor y la terraza, ¿no es eso? Pues bien; cuando nuestro hombre se acercaba a ustedes, a los caballeros, iba con la ligereza de un criado, la cabeza baja, columpiando la servilleta y con pies presurosos. Entraba a la terraza, hacía algo sobre el mantel, y volvía otra vez hacia la oficina y a las regiones de la servidumbre. Y cuando caía bajo la mirada del empleado de la oficina y de los criados, ya era otro:, se había transformado en todas y cada una de las pulgadas que su cuerpo mide, y hasta en sus ademanes y gestos instintivos. Y pasaba por entre los criados con la misma insolencia divagadora que los criados están acostumbrados a ver en los amos. Para la servidumbre no es cosa nueva el que los elegantes de los banquetes se pongan a pasear por toda la casa como un animal del jardín zoológico; nada es de mejor gusto y más distinción que el pasear donde a uno le da la gana. Cuando se sentía, pues, magníficamente aburrido de pasear por aquel lado, se volvía a la otra región, y cruzaba otra vez frente a la oficina. Y al rebasar la sombra de este arco, se metamorfoseaba como por toque de magia y otra vez llegaba con su trotecito menudo adonde estaban los Pescadores, convertido en criado solicito. Naturalmente, los señores no reparaban en un criado. ¿Y qué podían sospechar los criados de aquel distinguido señor que paseaba de aquí para allá? Una o dos veces se dio el lujo de extremar su juego con la mayor serenidad: en los cuartos del propietario, por ejemplo, se asomó a pedir muy garbosamente un sifón de agua de soda, diciendo que tenía sed. Declaró, humorísticamente, que él mismo se lo llevaría, y así lo hizo en efecto: porque lo llevó al grupo de ustedes con la mayor corrección y rapidez, convertido así en verdadero criado que cumple la orden de un huésped. Claro que esto no podía durar mucho, pero no era necesario que durara más allá del servicio de pescado.

—Su peor momento —agregó— fue cuando tuvo que alinearse junto a los demás criados al entrar los caballeros a la terraza. Pero aun entonces se las arregló para venir a quedar en el ángulo del muro, donde los criados pudieran figurarse que era uno de los caballeros, y los caballeros que era uno de los criados. Y lo demás se hizo sin la menor dificultad. Todo camarero que se encontró con él lejos de la mesa le tomó por un perezoso aristócrata. Y no tuvo más trabajo que acercarse a la mesa dos minutos antes de que acabaran de comer el pescado, transformarse en un activo camarero, y levantar los platos. Arrinconó los platos en cualquier aparador, se atiborró los bolsillos con los cubiertos, de modo que el traje le hacía unos bultos, y corrió como una liebre (yo le oí cuando se acercaba) en dirección hacia este vestuario. Aquí se transformó nuevamente en un plutócrata, en un plutócrata a quien acaban de llamar para algún asunto urgente. Y con dar su ficha al empleado del vestuario, pudo haberse escapado tan elegantemente como se había escurrido hasta aquí. Sólo que…, sólo que dio la pícara casualidad de que, en ese instante, el empleado del vestuario fuera yo.

—¿Y qué hizo usted? —preguntó el coronel con sobreexcitado interés—, ¿qué le dijo usted?

—Pido a usted mil perdones —dijo, imperturbable, el sacerdote—, pero en este punto acaba mi historia.

—Y es donde empieza la historia interesante —murmuró Pound—. Porque creo haber entendido los manejos profesionales de ese sujeto; pero los de usted, francamente, no los alcanzo.

—Tengo que marcharme —dijo el padre Brown.

Y juntos se dirigieron, por el pasillo, al salón vestíbulo, donde se encontraron con la cara fresca y pecosa del duque de Chester, que ruidosamente venía hacia ellos.

—Venga usted acá, Pound —gritó jadeante—. Le

he buscado a usted por todas partes. La cena se ha reanudado ya a toda prisa, y el viejo Audley ha dicho un discurso en honor de la recuperación de los cubiertos. Hay que inventar alguna nueva ceremonia para conmemorar el caso; ¿no le parece a usted? ¿Qué se le ocurre a usted?

—¡Cómo! —dijo el coronel, contemplándole con cierta sardónica aprobación—. Pues se me ocurre que, en adelante, nos presentemos siempre aquí de frac verde, en lugar de frac negro. Porque nunca sabe uno a lo que se expone por parecerse tanto a los camareros.

—¡Calle usted! Un caballero no se parece nunca a un criado.

—Ni un criado a un caballero, ¿no es eso? —dijo el coronel Pound con una creciente ola de risa—. ¿Sabe su paternidad que su amigote ha de ser todo un elegante para haber podido pasar por caballero?

El padre Brown se abrochó el humilde gabán hasta el cuello, porque la noche era tormentosa, Y, tomó su humilde paraguas.

—Si —dijo—. Representar de caballero ha de ser tarea muy ardua; pero, vea usted, yo he creído a veces que es igualmente difícil hacer de criado.

Y diciendo «buenas noches», empujó las pesadas puertas del palacio de los placeres. Las puertas de oro se cerraron tras él, y él se echó a andar a toda prisa por esas calles húmedas y oscuras, en busca del autobús de a penique.

Las estrellas errantes

El más hermoso crimen que he cometido —dijo Flambeau un día, en la época de su edificante vejez— fue también, por singular coincidencia, mi último crimen. Era una Nochebuena. Como buen artista, yo siempre procuraba que los crímenes fueran apropiados a la estación del año o al escenario en que me encontraba, escogiendo esta terraza o aquel jardín para una catástrofe, como se pudieran escoger para un grupo estatuario. A los grandes señores, por ejemplo, había que estafarlos en vastos salones revestidos de roble; mientras que a los judíos convenía dejarlos sin blanca cuando menos se lo esperaran, entre las luces y biombos del café «Riche». En Inglaterra, si quería yo despojar de sus riquezas a un deán (cosa no tan fácil como pudiera suponerse), trataba de colocarlo, para entender yo mismo el caso, en los verdes prados, junto a las torres de alguna catedral de provincia. Y cuando en Francia me proponía sacar dinero de algún pícaro labriego ricachón (cosa casi imposible), me agradaba la idea de ver destacarse su indignada cabeza contra el fondo gris de los álamos trasquilados, en esas solemnes llanuras de las Galias donde ronda el potente espíritu de Millet.

Digo, pues, que mi último crimen fue un Minen de Navidad; un crimen alegre, cómodo, adecuado a la clase media de Inglaterra; un crimen género Charles Dickens. Lo llevé a cabo en una antigua y cómoda casa que hay junto a Putney, una casa también de clase media, frente a la cual se ve la curva de un paseo de coches, una casa con establo al lado, una casa con un nombre inscrito sobre las dos puertas de la reja exterior, una casa a cuya entrada se ve una araucaria. En fin: basta, ya conocen ustedes el género. Yo creo realmente que logré imitar con talento y literatura el estilo de Dickens. Casi es una lástima que esa misma noche se me ocurriera arrepentirme.

Y Flambeau se puso a contar la historia del crimen, visto «por dentro», y aun visto por dentro resultaba cosa extraordinaria. Que, por fuera, resultaba de todo punto incomprensible. Aunque es por fuera como debemos examinarlo los extraños. Desde este punto de vista, puede decirse que el drama comenzó en el instante en que las puertas de aquella casa, que daban al jardín donde estaba la araucaria, se abrieron para dejar salir a una joven que iba a echar migas a los pájaros, en la tarde del día de aguinaldos. Era una muchacha de linda cara, con fieros ojos negros; pero del resto nada se podía averiguar, porque iba tan envuelta en pieles oscuras, que no era fácil distinguir sus pieles de sus cabellos. A no ser por la linda cara, se la hubiera tomado por un osito saltarín.

La tarde de invierno parecía enrojecerse al aproximarse a la noche, y ya sobre los macizos flotaba una luz de carmín en que parecían vivir los espíritus de las rosas marchitas. A un lado de la casa, el establo; y a otro, una avenida de laureles, que conducía al vasto jardín del fondo. La muchacha, tras de arrojar las migas a los pájaros (por cuarta o quinta vez en sólo aquel día, porque el perro se adelantaba siempre a los pájaros), entró por la avenida de laureles y se dirigió a un sembrado de siemprevivas. Al llegar allí lanzó una exclamación de sorpresa, real o convencional; a horcajadas en el alto muro que circundaba el jardín había una fantástica figura.

—¡No, no salte usted, Mr. Crook! —dijo muy alarmada—. Está muy alto.

El hombre que colgaba en el muro como sobre un caballo gigantesco, era alto, anguloso, de cabellos negros y erizados como cepillo, de aire inteligente y hasta distinguido, aunque algo desmedrado y cetrino, lo cual se notaba más porque llevaba una corbata de rojo chillón, única prenda de que parecía cuidarse un poco. Tal vez aquella corbata era un símbolo. Sin preocuparse de los temores de la muchacha, saltó como un saltamontes y cayó junto a ella, a riesgo de romperse una pierna.

—Yo creo que nací para ladrón —dijo sonriendo—. Y lo hubiera sido, a no haber nacido en la dichosa casa de al lado. Por lo demás, no creo que eso tenga nada de malo.

—¿Cómo puede usted decir eso? —le amonestó ella.

—Si usted —continuó el joven— hubiera nacido en el mal lado de esta pared, comprendería que está justificado saltar sobre ella.

—Nunca entiendo lo que dice usted ni lo que hace.

—Ni yo tampoco muchas veces —replicó Mr. Crook—. Pero, por lo pronto, ya estoy del buen lado de la pared.

—Pues, ¿cuál es el buen lado de la pared? —preguntó la joven sonriendo.

—Dondequiera que usted se encuentre —dijo el llamado Crook.

Cuando, juntos, se encaminaban al jardín delantero por la avenida de laureles, se oyó sonar tres veces una bocina, cada vez más cerca, y un auto elegante, verde pálido, pasó a toda velocidad frente a ellos, como un gran pájaro, y se detuvo ante la puerta, jadeante.

—Vamos —dijo el joven de la corbata roja—. Ahí llega alguno de los que han nacido del buen lado del muro. Miss Adams: no sabía yo que el san Nicolás de su familia estaba tan a la moderna.

—Es mi padrino, sir Leopold Fischer. Todos los años viene la víspera de Nochebuena.

Y tras una pausa, que inconscientemente revelaba una falta de convicción, Ruby Adams añadió:

—Es muy amable.

John Crook, que era periodista, había oído hablar de aquel magnate de la ciudad, y no era culpa suya si el magnate no había oído hablar de él, porque en alguno de sus artículos de
The Ciarion
y
The New Age
había tratado duramente a sir Leopold. Pero no dijo nada, y se limitó a ver el largo proceso de descarga del automóvil. Un chofer atlético, vestido de verde, saltó del pescante, y de atrás saltó un lacayo pequeñín, vestido de gris; entre ambos depositaron a sir Leopold en la escalinata y comenzaron a desenvolverlo cuidadosamente. Poco a poco, fueron quitándole de encima todo un bazar de mantas, toda una selva virgen de pieles y bufandas de todos los colores del arco iris, al fin dejaron al descubierto un bulto vagamente humano la figura de un anciano de aspecto amable, de aire extranjero, con una barbilla gris y una sonrisa plácida, que se frotaba la manos, metidas en unos guantes gordísimos.

Antes de que la figura humana acabara de revelarse, los dos batientes de la puerta del pórtico se abrieron de par en par, y el coronel Adams padre de la joven de las pieles salió a dar la bienvenida a su ilustre huésped. Era Adams un hombre alto, tostado por el sol, poco aficionado a hablar; llevaba un bonete rojo a la turca, y eso le daba aire de colonial inglés o bajo egipcio. A su lado estaba su cuñado, recién venido del Canadá: joven hacendado, de humor bullanguero y cuerpo fornido, que tenía unas barbas amarillas y respondía al nombre de James Blount. Y también formaba parte de la compañía una figura algo insignificante: un sacerdote católico de la parroquia vecina. La difunta esposa del coronel había sido católica y, como es costumbre, los hijos habían sido educados en la misma fe. Todo en aquel sacerdote era poco distinguido: hasta su vulgarísimo nombre: Brown. Pero el coronel le encontraba agradable, y solía invitarlo a sus reuniones familiares.

En el amplio vestíbulo había sitio bastante para que sir Leopold acabara de quitarse sus envolturas. En proporción con la casa, el pórtico y el vestíbulo eran enormes. Era éste un verdadero salón, que por el frente daba a la puerta de entrada, y por el fondo a la escalera. Frente al gran fuego de la chimenea, sobre la cual pendía la espada del coronel, sir Leopold Fischer continuó desenvolviéndose, y toda la compañía, incluso el malhumorado Crook, fue presentada al ilustre visitante. El venerable financiero todavía seguía luchando con sus inacabables envolturas y, al fin sacó del bolsillo más escondido del chaqué una caja negra, ovalada, la cual, explicó radiante de orgullo, contenía el aguinaldo para su ahijada. Con inocente vanagloria que desarmaba la crítica, mostró la caja a todos; la tapa saltó al oprimir un resorte, y todos se sintieron deslumbrados como si hubiera brotado ante sus ojos una fuente de cristal. Sobre un nido de terciopelo anaranjado, lucían, como tres huevos, tres claros y vívidos diamantes que parecían encender el aire. Fischer triunfaba benévolamente, y bebía por todo su ser el asombro y éxtasis de la muchacha, la torva admiración y rudo agradecimiento del coronel, y el entusiasmo de todos.

—Y ahora me los vuelvo a guardar —dijo Fischer, volviendo el estuche a los faldones de su chaqué—. He tenido que traerlos con precauciones. Son nada menos que los tres famosos diamantes africanos llamados «Las estrellas errantes» por la frecuencia con que han sido robados. Cuantos ladrones de nota hay en el mundo andan en pos de ellos; cuantos vagabundos andan por las calles y los hoteles se sienten atraídos por ellos. Bien pudieron escapárseme en el camino. No tendría nada de extraño.

—Y añadiré que hasta sería muy natural gruñó el de la corbata roja—. Tanto, que yo no censuraría al que los robase. Cuando la gente pide pan y no le dan ni una piedra en cambio, hace bien en tomarse por sí mismo las piedras.

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