El auto llegó, lanzado como una bala, a la casa en cuestión, y allí echó de sí a su dueño como una bomba que estalla. Smythe preguntó inmediatamente a un alto conserje lleno de deslumbrantes, galones y a un criado diminuto en mangas de camisa, si alguien había venido a buscarle. Le aseguraron que nadie ni nada había pasado desde la salida del señor. Entonces, en compañía de Angus, que estaba un poco desconcertado, entró en el ascensor, que los transportó de un salto, como un cohete, hasta el último piso.
—Entre usted un instante —dijo Smythe casi sin resuello—. Voy a mostrarle a usted las cartas de Welkin. Después irá usted, en una carrera, a traer a su amigo.
Oprimió un botón disimulado en el muro, y la puerta se abrió sola.
Abrióse sobre una antesala larga y cómoda, cuyos únicos rasgos salientes, ordinariamente hablando, eran las filas de enormes muñecos mecánicos semihumanos que se veían a ambos lados como maniquíes de sastre. Como los maniquíes, no tenían cabeza, y al igual que ellos, tenían en la espalda una gibosidad tan hermosa como innecesaria, y en el pecho una hinchazón de buche de paloma. Fuera de esto, no tenía nada más de humano que esas máquinas automáticas de la altura de un hombre que suele haber en las estaciones. Dos ganchos les servían de brazos, adecuados para llevar una bandeja. Estaban pintados de verde claro, bermellón o negro, a fin de distinguirlos unos de otros. En lo demás eran como todas las máquinas, y no había para qué mirarlos dos veces. Al menos, nadie lo hizo entonces. Porque entre las dos filas de maniquíes domésticos, había algo más interesante que la mayor parte de los mecanismos que hay en el mundo: había un papel garrapateado con tinta roja, y el ágil inventor lo había percibido al instante. Lo recogió y se lo mostró a Angus sin decir palabra. La tinta todavía estaba fresca. El mensaje decía así:
«Si has ido hoy a verla, te mataré».
Tras un instante de silencio, Isidore Smythe dijo tranquilamente:
—¿Quiere usted un poco de whisky? Yo tengo antojo de tomar una copita.
—Gracias. Prefiero un poco de Flambeau —dijo Angus poniéndose tétrico—. Me parece que esto se pone grave. Ahora mismo voy por mi hombre.
—Tiene usted razón —dijo el otro con admirable animación—. Tráigalo usted lo más pronto posible.
Al tiempo de cerrar la puerta tras de sí, Angus vio que Smythe oprimía un botón, y uno de los muñecos se destacaba de la fila y, deslizándose por una ranura del piso, volvía con una bandeja en que se veían un sifón y un frasco. Esto de abandonar a aquel hombrecillo solo en medio de aquellos criados muertos, que habían de comenzar a animarse en cuanto Angus cerrara la puerta, no dejaba de ser algo funambulesco.
Unas seis gradas más abajo del piso de Smythe, el hombre en mangas de camisa estaba haciendo algo con un cubo. Angus se detuvo un instante para pedirle —fortificando la petición con la perspectiva de una buena propina— que permaneciera allí hasta que él regresara acompañado del detective, y cuidara de no dejar pasar a ningún desconocido. Al pasar por el vestíbulo de la casa hizo el mismo encargo al conserje, y supo de labios de éste que la casa no tenía puerta posterior, lo cual simplificaba mucho las cosas. No contento con semejantes precauciones, dio alcance al errabundo policía, y le encargó que se apostara frente a la casa, en la otra acera, y vigilara desde allí la entrada. Y, finalmente, se detuvo un instante a comprar castañas, y le preguntó al vendedor hasta qué hora pensaba quedarse en aquella esquina.
El castañero alzándose el cuello del gabán, le dijo que no tardaría mucho en marcharse, porque parecía que iba a nevar. Y, en efecto, la tarde se iba poniendo cada vez más oscura y triste. Pero Angus, apelando a toda su elocuencia, trató de clavar al vendedor en aquel sitio.
—Caliéntese usted con sus propias castañas —le dijo con la mayor convicción—. Cómaselas todas, yo se lo pagaré. Le daré a usted una libra esterlina si no se mueve de aquí hasta que yo vuelva, y si me dice si ha entrado en aquella casa donde está aquel conserje de librea, algún hombre, mujer o niño.
Y echó un último vistazo a la torre sitiada.
«Como quiera, le he puesto un cerco al piso de ese hombre —pensó—. No es posible que los cuatro sean cómplices de Welkin».
La casa Luclmow estaba en un plano más bajo que aquella colina de casas en que la Himalaya representaba la cumbre.
El domicilio semioficial de Flambeau estaba en un bajo, y, en todos sentidos, ofrecía. el mayor contraste con aquella maquinaria americana y lujo frío de hotel del «Servicio Silencioso». Flambeau, que era amigo de Angus, recibió a éste en un rinconcillo artístico y abigarrado que estaba junto a su estudio, cuyo adorno eran multitud de espadas, arcabuces, curiosidades orientales, botellas de vino italiano, cacharros de cocina salvaje, un peludo gato persa y un pequeño sacerdote católico romano de modesto aspecto, que parecía singularmente inadecuado para aquel sitio.
—Mi amigo el padre Brown —dijo Flambeau—. Tenía muchos deseos de presentárselo a usted. Un tiempo excelente, ¿eh? Algo fresco para los meridionales, como yo.
—Sí, creo que va a aclarar —dijo Angus, sentándose en una otomana a rayas violetas.
—No —dijo el sacerdote—. Ha comenzado a nevar. Y en efecto, como lo había previsto el castafiero, a través de la nublada vidriera se podían ver ya los primeros copos.
—Bueno —dijo Angus con aplomo—. El caso es que yo he venido a negocios, y a negocios de suma urgencia. El hecho es, Flambeau, que a una pedrada de esta casa hay en este instante un individuo que necesita absolutamente los auxilios de usted. Un invisible enemigo le amenaza y persigue constantemente, un bribón a quien nadie ha logrado sorprender.
Y Angus procedió a contar todo el asunto de Smythe y Welkin, comenzando con la historia de Laure y continuando con la suya propia, sin omitir lo de la carcajada sobrenatural que se oyó en la esquina de las dos calles solitarias, y las extrañas y distintas palabras que se oyeron en el cuarto desierto. Flambeau se fue poniendo más y más preocupado, y el curita pareció irse quedando fuera de la conversación, como un mueble. Al llegar al punto de la banda de papel pegada en la vidriera del escaparate, Flambeau se puso de pie y pareció llenar la salita con su corpulencia.
—Si le da a usted lo mismo —dijo—, prefiero que me lo acabe de contar por el camino. Creo que no debemos perder un instante.
—Perfectamente —dijo Angus, también levantándose—. Aunque, por ahora, mi amigo está completamente seguro, porque tengo a cuatro hombres vigilando el único agujero de su madriguera.
Salieron a la calle seguidos del curita, que trotaba en pos de ellos con la docilidad de un perro faldero. Como quien trata de provocar la charla, el curita decía:
—Parece mentira cómo va subiendo la capa de nieve, ¿eh?
Al entrar en la pendiente calle vecina, ya toda espolvoreada de plata, Angus dio al fin término a su relato. Al llegar a la placita donde se alzaba la torre de habitaciones, Angus examinó atentamente a sus centinelas. El castañero, antes y después de recibir la libra esterlina, aseguró que había vigilado atentamente la puerta y no había visto entrar a nadie. El policía fue todavía más elocuente: dijo que tenía mucha experiencia en toda clase de trampistas y pícaros, ya disfrazados con sombrero de copa o ya disimulados entre harapos, y que no era tan bisoño como para figurarse que la gente sospechosa se presenta con apariencias sospechosas; que había vigilado atentamente, y no había visto entrar un alma. Esta declaración quedó rotundamente confirmada cuando los tres llegaron adonde estaba el conserje de los galones.
—Yo —dijo aquel gigante de los deslumbradores lazos— tengo derecho a preguntar a todo el mundo, sea duque o barrendero, qué busca en esta casa, y aseguro que nadie ha aparecido por aquí durante la ausencia de este señor.
El insignificante padre Brown, que estaba vuelto de espaldas y contemplando el pavimento modestamente, se atrevió a decir con timidez:
—¿De modo que nadie ha subido y bajado la escalera desde que empezó a nevar? La nieve comenzó cuando estábamos los tres en casa de Flambeau.
—Nadie ha entrado aquí, señor, puede usted confiar —dijo el conserje, con una cara radiante de autoridad.
—Entonces, ¿qué puede ser esto? —preguntó el sacerdote, mirando con absorta mirada el suelo. Los otros hicieron lo mismo, y Flambeau lanzó un juramento e hizo un ademán francés. Era incuestionable que, por mitad de la entrada que custodiaba el de los lazos de oro, y pasando precisamente por entre las arrogantes piernas de este coloso, corría la huella gris de unos pies estampados sobre la nieve.
—¡Dios mío! —gritó Angus sin poder contenerse—. ¡El Hombre Invisible!
Y, sin decir más, se lanzó hacia la escalera, seguido de Flambeau. Pero el padre Brown, como si hubiera perdido todo interés en aquella investigación, se quedó mirando la calle cubierta de nieve.
Flambeau se disponía ya a derribar la puerta con los hombros; pero el escocés, con mayor razón, si bien con menos intuición, buscó por el marco de la puerta el botón escondido. Y la puerta se abrió lentamente.
Y apareció el mismo interior atestado de muñecos. El vestíbulo estaba algo más oscuro, aunque aquí y allá brillaban las últimas flechas del crepúsculo, y una o dos de las máquinas acéfalas habían cambiado de sitio, para realizar algún servicio, y estaban por ahí, dispersas en la penumbra. Apenas se distinguía el verde y rojo de sus casacas, y por lo mismo que los muñecos eran menos visibles, era mayor su aspecto humano. Pero en medio de todas, justamente en el sitio donde antes había aparecido el papel escrito con tinta roja, había algo como una mancha de tinta roja caída del tintero. Pero no era tinta roja.
Con una mezcla, muy francesa, de reflexión y violencia, Flambeau dijo simplemente:
—¡Asesinato!
Y entrando decididamente en las habitaciones, en menos de cinco minutos exploró todo rincón y armario. Pero, si esperaba dar con el cadáver, su esperanza salió fallida. Lo único evidente era que allí no estaba Isidore Smythe, ni muerto ni vivo. Tras laboriosas pesquisas, los dos se encontraron otra vez en el vestíbulo con caras llameantes.
—Amigo mío —dijo Flambeau sin darse cuenta de que, en su excitación, se había puesto a hablar, en francés—. El asesino no sólo es invisible, sino que hace invisibles a los hombres que mata.
Angus paseó la mirada por el penumbroso vestíbulo, lleno de muñecos, y en algún repliegue céltico de su alma escocesa hubo un estremecimiento de pánico. Uno de aquellos aparatos de «tamaño natural» estaba cerca de la mancha de sangre, como si el hombre atacado le hubiera hecho venir en su auxilio un instante antes de caer. Uno de los ganchos que le servían de brazos estaba algo levantado, y por la cabeza de Angus pasó la fantástica y espeluznante idea de que el pobre Smythe había muerto a manos de su hijo de hierro. La materia se había sublevado, y las máquinas habían matado a su dueño. Pero aun en este absurdo supuesto, ¿qué habían hecho del cadáver?
—¿Se lo habrán comido? —murmuró a su oído la pesadilla.
Y Angus se sintió desfallecer ante la imagen de aquellos despojos humanos desgarrados, triturados y absorbidos por aquellas relojerías sin cabeza.
Con gran esfuerzo logró recobrar su equilibrio, y dijo a Flambeau:
—Bueno; esto es hecho. El pobre hombre se ha evaporado como una nube, dejando en el suelo una raya roja. Esto es cosa del otro mundo.
—Sea de éste o del otro —dijo Flambeau—, sólo una cosa puedo hacer, bajemos a llamar a mi amigo.
Bajaron, y el hombre del cubo les aseguró, al pasar, que no había dejado subir a nadie, y lo mismo volvieron a asegurar el conserje y el errabundo castañero. Pero cuando Angus buscó la confirmación del cuarto vigilante, no pudo encontrarlo, y preguntó con inquietud:
—¿Dónde está el policía?
—Mil perdones; es culpa mía —dijo el padre Brown—. Acabo de enviarle a la carretera para averiguar una cosa… una cosa que me parece que vale la pena averiguar.
—Pues necesitamos que regrese pronto –dijo Angus con rudeza—, porque aquel desdichado no sólo ha sido asesinado, sino que su cadáver ha desaparecido.
—¿Cómo? —preguntó el sacerdote.
—Padre —dijo Flambeau tras una pausa—. Creo realmente que eso le corresponde a usted más que a mí. Aquí no ha entrado ni amigo ni enemigo, pero Smythe se ha eclipsado, lo han robado los fantasmas. Si no es esto cosa sobrenatural, yo…
Pero aquí llamó la atención de todos un hecho extraño: el robusto policía azul acababa de aparecer en la esquina y venía corriendo. Se dirigió a Brown y le dijo jadeando:
—Tenía usted razón, señor. Acaban de encontrar el cuerpo del pobre Mr. Smythe en el canal.
Angus se llevó las manos a la cabeza.
—¿Bajó él mismo? ¿Se echó al agua? —preguntó.
—No, señor; no ha bajado, se lo juro a usted —dijo el policía—. Tampoco ha sido ahogado, sino que murió de una enorme herida en el corazón.
—¿Y nadie ha entrado aquí? —preguntó Flambeau con voz grave.
—Vamos a la carretera —dijo el cura.
Y al llegar al extremo de la plaza, exclamó de pronto:
—¡Necio de mí! Me he olvidado de preguntarle una cosa al policía: si encontraron también un saco gris.
—¿Por qué un saco gris? —preguntó sorprendido Angus.
—Porque si era un saco de otro color, hay que comenzar otra vez —dijo el padre Brown—. Pero si era un saco gris, entonces le hemos dado ya.
—¡Hombre, me alegro de saberlo! —dijo Angus con acerba ironía—. Yo creí que ni siquiera habíamos comenzado, por lo que a mí toca al menos.
—Cuéntenos usted todo —dijo Flambeau con toda la candidez de un niño.
Inconscientemente, habían apresurado el paso al bajar a la carretera, y seguían al padre Brown, que los conducía rápidamente y sin decir palabra.
Al fin abrió los labios, y dijo con una vaguedad casi conmovedora:
—Me temo que les resulte a ustedes muy prosaico. Siempre comienza uno por lo más abstracto, y aquí, como en todo, hay que comenzar por abstracciones.
Habrán ustedes notado que la gente nunca contesta a lo que se le dice. Contesta siempre a lo que uno piensa al hacer la pregunta, o a lo que se figura que está uno pensando. Supongan ustedes que una dama le dice a otra, en una casa de campo: «¿Hay alguien contigo?» La otra no contesta: «Sí, el mayordomo, los tres criados, la doncella, etc.», aun cuando la camarera esté en el otro cuarto y el mayordomo detrás de la silla de la señora, sino que contesta: «No; no hay nadie conmigo», con lo cual quiere decir: «no hay nadie de la clase social a que tú te refieres». Pero si es el doctor el que hace la pregunta, en un caso de epidemia «¿Quién más hay aquí?», entonces la señora recordará sin duda al mayordomo, a la camarera, etc. Y así se habla siempre. Nunca son literales las respuestas, sin que dejen por eso de ser verídicas. Cuando estos cuatro hombres honrados aseguraron que nadie había entrado en la casa, no quisieron decir que ningún ser de la especie humana, sino que ninguno de quien se pudiera sospechar que era el hombre en quien pensábamos. Porque lo cierto es que un hombre entró y salió, aunque ellos no repararon en él.