—¿Ver a Quinton? —dijo fríamente el doctor—. No, yo creo que no es posible. Mejor dicho: no debe usted verle. Nadie debe verle. Acabo justamente de hacerle tomar un narcótico.
—Pero oiga usted, compadre —dijo el joven de la corbata roja, tratando de coger al doctor por el brazo con la mayor confianza—. Escuche usted. Es que estoy muy entrampado, ¿está usted…?
—No, Mr. Atkinson, no es posible —dijo el doctor, obligándole a retroceder—. Cuando usted pueda alterar los efectos de una droga, entonces podré yo alterar mi decisión.
Y, poniéndose el sombrero, salió al jardín con los otros dos. Era un hombre de cuello de toro, baja estatura, buen natural, bigote corto, de apariencia inexpresiva, aunque daba cierta impresión de persona competente.
El joven de sombrero hongo, que parecía no poder hablar con alguien sin colgársele de la solapa, se quedó junto a la puerta, tan desconcertado como si le hubieran echado a empellones, y contempló en silencio a los otros tres, que se alejaron por el jardín.
—Naturalmente, acabo de soltar una honrada mentira —dijo el médico riendo—. De hecho, el pobre de Quinton no ha de tomar el narcótico a molestarle esta bestia, que sólo viene a pedirle dinero, y dinero que no ha de restituir aun cuando pudiera. Aunque hermano de la señora Quinton, que es la mujer más buena del mundo, es un pícaro.
—Sí —dijo el padre Brown—. Ella es una mujer excelente.
—De modo que yo propongo a ustedes que nos quedemos por aquí, en el jardín, hasta que se vaya ese tipo —continuó el doctor—, y entonces volveré yo a darle la medicina a Quinton. Como he cerrado la puerta con llave, Atkinson no podrá entrar.
—En tal caso, doctor Harris — dijo Flambeau—, vamos a dar una vuelta por el fondo del invernadero. No hay entrada por ese lado, pero vale la pena verlo desde fuera.
—Bien: así acecharé desde aquí a mi enfermo —dijo el doctor, siempre risueño—. Porque le gusta mucho tenderse en la otomana que está en el extremo del invernadero entre esas
poinsetias
encarnadas; allí hay una buena atalaya. Pero, ¿qué hace usted?
El padre Brown se había detenido, y acababa de recoger, de entre la hierba donde estaba escondido, un extraño cuchillo oriental, corvo, exquisitamente taraceado de metales y piedras de color.
—¿Qué es esto? —preguntó el padre Brown.
—Será de Quinton, supongo —dijo indiferente el doctor Harris—. Tiene una colección de baratijas chinas. O será tal vez de ese suave personaje indostánico a quien tiene Quinton atado de una cuerda.
—¿Qué personaje? —preguntó el padre Brown, que seguía con la daga en la mano.
—Un hechicero indio —dijo el doctor con la misma sencillez—. Un listo, naturalmente.
—¿No cree usted en la magia? —preguntó el padre Brown sin mirarlo.
—¡Cómo! ¿En la magia? —exclamó el doctor.
—Es muy hermoso —dijo el sacerdote con voz suave y soñadora—. Tiene muy lindos colores; pero la forma es defectuosa, inadecuada.
—¿Inadecuada para qué? —preguntó Flambeau.
—Para todo. Es la forma defectuosa, de un modo abstracto. ¿Nunca han sentido ustedes eso con el arte oriental? Los colores son de una belleza embriagadora, pero las formas son malas, mezquinas…, deliberadamente mezquinas y malas. En un tapiz turco, por ejemplo, yo he descubierto malas intenciones.
—
¡Mon Dieu!
—dijo Flambeau soltando la risa.
—Sí: había unas letras y signos en lenguaje que yo desconozco, pero el solo aspecto de los signos es ya perverso —continuó el sacerdote con voz cada vez más baja—. Las líneas parecen que se tuercen y se equivocan de propósito, como serpientes que se doblan para escaparse.
—Pero, ¿qué está usted diciendo ahí? —preguntó el doctor riendo de buena gana.
Y Flambeau le contestó por él:
—Es que, a veces, el padre se pone místico, ¿sabe usted? Pero le garantizo que siempre que le he visto ponerse así es que algo malo va a suceder.
—¡Vamos, hombre! —dijo con escepticismo el hombre de ciencia.
—Vean ustedes, vean ustedes —dijo el padre Brown alargando el brazo con el cuchillo, que parecía una culebra reluciente—. ¿No les parece a ustedes que es una forma equivocada? ¿No ven ustedes que hay algo en ella como falta de decisión, de propósito? Este cuchillo ni apunta como una pica, ni arrasa como una guadaña, y ni siquiera tiene apariencia de ser un arma. Más bien parece un instrumento de tortura.
—Bueno, puesto que no le gusta a usted, se lo devolveremos a su dueño —dijo el jovial Harris—. ¿Todavía no llegamos al fondo del dichoso invernadero? Esta casa sí que tiene la forma equívoca.
—No, no lo entiende usted —dijo el padre Brown moviendo la cabeza—. La forma de esta casa es curiosa, y hasta risible, si usted quiere; pero no equívoca.
Al decir esto llegaron a la curva de cristales que estaba al término del invernadero, curva ininterrumpida, porque allí no había ni puerta ni ventana. Los cristales eran transparentes; el sol, aunque declinaba, todavía claro. Y no sólo era posible ver desde fuera las flores flameantes, sino también la delicada figura del poeta que yacía lánguidamente sobre el sofá, con su cazadora de terciopelo café y un libro al lado, como si se hubiera quedado dormido a media lectura. Era un hombre pálido, fino, de lacios cabellos castaños y un fleco de barba que era como la paradoja de su cara, porque le hacía aparecer menos varonil todavía. Los tres se sabían de memoria los rasgos de Quinton, y no se preocuparon mucho de contemplarle. Difícilmente lo hubieran podido hacer, sus miradas fueron atraídas por otro objeto.
Ante ellos, al extremo de la curva de cristales, apareció un hombre alto, con unas blanquísimas vestiduras que le cubrían hasta los pies, cuya cara, afeitada, morena, color de hueso, y cuyo cuello desnudo brillaban como bronces al sol poniente. Aquel hombre contemplaba desde allí al poeta dormido, y estaba tan inmóvil como una montaña.
—¿Qué es eso? —preguntó el padre Brown, retrocediendo con un resuello de sobresalto.
—¡Oh, es el charlatán indio! —refunfuñó Harris—. Pero no sé qué diablos estará haciendo aquí.
—Parece cosa de hipnotismo —dijo Flambeau mordiéndose el bigote negro.
—¡Qué afición tienen a hablar de hipnotismo los que no saben de Medicina! —dijo el doctor—. Lo que parece realmente es cosa de latrocinio.
—Bueno: ya tendremos tiempo de discutirlo después —dijo Flambeau, que estaba siempre por la acción.
Y en dos saltos llegó al sitio en que estaba el indio. E inclinando entonces su enorme cuerpo, que era todavía mayor que el del oriental, dijo con plácido descaro:
—Buenas tardes, caballero. ¿Deseaba usted algo?
Muy lentamente, como un gran barco que evoluciona en la bahía, aquella gran cara amarilla se volvió a él, y hablando por encima del hombro, dijo en excelente inglés.
—Gracias. No quiero nada y luego, entreabriendo las pestañas y dejando ver un vislumbre de ojos opalinos, repitió—: No quiero nada y después, abriendo completamente los ojos con una mirada tremenda, añadió—: No quiero nada.
Y se alejó presuroso por el jardín, que ya comenzaba a oscurecerse.
—Un cristiano contestaría con más humildad —murmuró el padre Brown—. El cristiano desea siempre alguna cosa.
—¿Qué estaría haciendo aquí? —preguntó Flambeau levantando la voz y arqueando las negras cejas.
—¡Qué sé yo! —dijo el padre Brown. Aunque la luz del sol era todavía una realidad innegable, se había convertido ya en esa claridad rojiza del crepúsculo, contra la cual los bultos frondosos del jardín se destacaban cada vez más negros.
Los tres amigos, después de pasar por el fondo del invernadero, se proponían dar la vuelta la casa para entrar por la puerta del frente, cuando, al acercarse al ángulo que formaba el estudio con el cuerpo principal del edificio, tuvieron la sensación que experimenta el que asusta un pájaro. Y otra vez vieron al fakir de la blanca túnica, que salió de la sombra y se encaminó también a la puerta del frente. Pero, con gran sorpresa suya, cayeron en que el fakir no había estado solo en aquel sitio, porque casi tropezaron — y se esforzaron por disimular su asomo— con la señora Quinton. Ésta les salió al encuentro, a la luz incierta de la tarde, con su pesada cabellera de oro y su rostro pálido y ancho. Aunque los abordó con la mayor cortesía, se notaba en ella una extraña rigidez:
—Buenas tardes, doctor Harris —dijo simplemente.
—Buenas tardes, señora Quinton —dijo el pequeño doctor, siempre muy efusivo—. Ahora mismo voy a darle el narcótico a su marido.
—Sí —dijo ella con voz despejada—. Creo que ya es hora —y saludando a todos con una prisa desapareció en el interior de la casa.
—Esta mujer —observó el padre Brown— está agotada. Es el tipo de esas mujeres que cumplen con su deber durante veinte años seguidos y luego hacen una atrocidad.
El doctorcito le contempló por primera vez con interés:
—¿Ha estudiado usted Medicina? —preguntó.
—No —contestó el sacerdote—; pero así como ustedes tienen que saber algo del alma para estudiar el cuerpo, nosotros necesitamos saber algo de éste para entender de aquélla.
—Bien, bien —dijo el doctor—. Voy a darle a Quinton su mejunje.
Habían ya dado vuelta al ángulo de la fachada y se acercaban a la puerta. Al penetrar en la casa se encontraron por tercera vez con el fantasma blanco. Caminaba éste derechamente hacia la puerta, en tal forma que se diría que acababa de entrar por la puerta que daba del estudio al vestíbulo; pero ellos sabían bien que esta puerta estaba cerrada; la había cerrado el doctor.
El padre Brown y Flambeau, aunque advirtieron esta singularidad, se guardaron para sí sus observaciones, y en cuanto al doctor Harris, no era hombre para perder tiempo en enigmas. Dejó salir al omnipotente asiático y atravesó a toda prisa el vestíbulo. Pero todavía se encontró con otra persona a quien tenía completamente olvidada: allí estaba todavía el inane Atkinson, canturreando y pegando aquí y allá con el bastoncito. En la cara del doctor pudo verse un gesto de disgusto y resolución. El doctor cuchicheó rápidamente al oído de su compañero:
—Tendré que cerrar otra vez la puerta para que no entre esta rata. Pero no tardaré dos minutos en salir.
Y con gran presteza, abrió la puerta y volvió a cerrarla con llave tras de sí, a tiempo justamente para contener la carga del joven del
billy-cock
. Éste se dejó caer entonces, desesperado, en una silla del vestíbulo. Flambeau se volvió a contemplar una miniatura persa que había en la pared. Y el padre Brown, que parecía algo desconcertado, se quedó mirando la puerta del estudio. Cuatro minutos después la puerta volvió a abrirse. Esta vez Atkinson fue más rápido. Dio un salto, se quedó un instante en el quicio de la puerta entreabierta y dijo en voz alta:
—Oye, Quinton, necesito…
Con un tono de voz que era entre bostezo y aullido de risa se oyó decir a Quinton desde el otro extremo del estudio:
—Si, ya sé lo que necesitas. Tómalo y déjame en paz. Estoy escribiendo una canción sobre los pavos reales.
Y antes de que se cerrara la puerta, una moneda de a media libra cayó entre los pies de Atkinson. Éste se bamboleó y cogió la moneda con singular destreza.
—Bueno; ya está eso arreglado —dijo el doctor apareciendo en la puerta, a la que echó llave nuevamente. Después se encaminaron todos hacia el jardín.
—Es necesario que descanse un poco el pobre Leonard —dijo, dirigiéndose al padre Brown—, y le dejo ahí encerrado sólo un par de horas.
—Sí —dijo el sacerdote—; a juzgar por el tono de su voz, estaba muy contento, ¿verdad? Después examinó con la mirada el jardín y distinguió la vaga figura de Atkinson que hacía sonar la moneda y se la guardaba en el bolsillo; y más allá, en la penumbra, la figura del indio sentado sobre la hierba, inmóvil, de cara a Poniente. De pronto dijo:
—¿Dónde está la señora Quinton?
—Habrá subido a sus habitaciones —dijo el doctor—. Vea usted su sombra en los visillos. El padre Brown levantó la vista y contempló atentamente una silueta negra que se movía sobre la ventana, proyectada por la luz del gas.
—Sí, allí se ve su sombra —y anduvo unos pasos y se sentó en un banco.
Flambeau vino a sentarse a su lado, pero el doctor era uno de esos seres enérgicos que se pasan la vida sobre sus piernas. Se alejó por el penumbroso jardín fumando, y los dos amigas se quedaron solos.
—Padre mío —dijo Flambeau en francés—, ¿qué le pasa a usted?
El padre Brown permaneció un momento mudo e inmóvil, y después dijo:
—La superstición es irreligiosa: pero no sé qué hay en el ambiente de esta casa… Puede que sea ese indio. Al menos, eso es en parte.
Y se puso a contemplar en silencio la distante silueta del indio, que continuaba todavía rígido, como entregado a sus oraciones. A primera vista, parecía inmóvil. Pero, observándole atentamente, el padre Brown vio que se balanceaba un poco con movimiento rítmico, tal como se balanceaban las masas oscuras de los árboles con el vientecillo que había comenzado a barrer el jardín, revolviendo nuevamente las hojas caídas.
El paisaje se ennegrecía como amenazando tormenta. Pero todavía eran perceptibles las figuras. Atkinson estaba apoyado en un árbol con aire indiferente, la mujer de Quinton seguía junto a su ventana; el doctor andaba paseando por detrás del invernadero —podía verse su cigarro como un fuego fatuo—, y el fakir continuaba rígido y balanceándose mientras que los árboles se balanceaban también y casi empezaban a gritar. La tormenta se aproximaba.
—Cuando ese indio nos habló —dijo el padre Brown cuchicheando—, tuve una especie de visión, una visión de él y de su mundo. Él no hizo más que repetir tres veces la misma frase. Pues bien: a la primera vez que dijo «No quiero nada», me pareció que quería decir que él era impenetrable, que Asia no se entrega. Cuando volvió a decir: «No quiero nada», me pareció que quería significar que él se bastaba a sí mismo, como un cosmos; que no necesitaba de Dios ni admitía la existencia del pecado. Y cuando por tercera vez dijo: «No quiero nada», abriendo aquellos ojos ardientes, comprendí que daba a entender literalmente lo mismo que decía: que no tenía ningún deseo, ningún hogar, que estaba cansado de todas las cosas, que el aniquilamiento, la destrucción de todo lo…
Cayeron las primeras gotas, y Flambeau se levantó de un salto como si le hubieran quemado. En el mismo instante el doctor apareció corriendo hacia ellos y gritando algo que no entendieron.