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Authors: Gilbert Keith Chesterton

Tags: #Clásico, Policíaco

El candor del padre Brown (22 page)

BOOK: El candor del padre Brown
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Saradine asintió como de mala gana.

El recién llegado tenía unos ojos absortos y negros, unos ojos de perro, antípodas de los ojitos grises y relampagueantes del príncipe, y también esta vez el padre Brown tuvo la fantástica idea de haber visto ya en otra parte un ejemplar de aquella cara; pero también esta vez recordó los espejos multiplicadores como causa posible de esta ilusión.

«¡Vaya con el palacio de cristal! —se dijo—. Ve uno todo repetido tantas veces, que todo le parece un sueño».

—Si usted es el príncipe Saradine —continuó el joven—, sepa usted que mi nombre es Antonelli.

—Antonelli —repitió el príncipe con languidez—. Sí…, me parece recordar este nombre.

—Permítame usted presentarme solo —dijo el joven italiano.

Con la mano izquierda se descubrió cortésmente, y con la derecha descargó una bofetada tan sonora en la cara del príncipe, que el sombrero blanco de éste cayó rodando por las gradas, y uno de los tiestos de flores azules se bamboleó en su pedestal.

El príncipe podría ser persona sospechosa, pero no era cobarde. Saltó al cuello de su enemigo y casi le derribó sobre la hierba. Pero éste logró desasirse con una cortesía presurosa, y dijo jadeante y en un inglés trabajoso:

—Perfectamente. He cometido una injuria. Ahora debo dar satisfacción. Marco, abre la caja.

El hombre de las arracadas abrió la caja negra. Sacó de ella dos espadas italianas, de espléndida guarda y hoja de acero, y las clavó en el suelo. Junto a la puerta, el extraño joven, con aquella cara amarilla y vindicativa, las dos espadas que parecían cruces de cementerio, y en el fondo la línea de remeros, todo ello producía un singular efecto de tribunal de justicia bárbara. Pero lo demás continuaba igual: tan súbito había sido el incidente. El aro del sol crepuscular relucía aún, y el alcaraván seguía redoblando como para anunciar alguna fatalidad.

—Príncipe Saradine —dijo el llamado Antonelli—. Cuando yo estaba en pañales, usted mató a mi padre y robó a mi madre. Mi padre fue el más afortunado. Pero usted no le mató airosamente, como yo voy a matarle a usted. Usted y mi perversa madre le condujeron a un solitario paraje de Sicilia, lo arrojaron por un precipicio y continuaron tranquilamente su paseo. Yo, si quisiera, podría imitar a usted; pero el procedimiento me resulta muy vil. Le he seguido por todo el mundo: usted ha huido siempre de mí. Pero hemos llegado al término del mundo y de la existencia de usted. Ya le tengo, y le doy todavía una posibilidad que usted no concedió a mi padre. Escoja una espada.

El príncipe Saradine, fruncido el ceño, pareció vacilar un instante, pero todavía zumbaba en sus orejas el ruido de la bofetada. De un salto empuñó una de las armas. El padre Brown saltó también tratando de interponerse en la disputa; pero pronto se convenció de que su presencia empeoraba las cosas. Saradine era un francmasón, un feroz ateo, y la presencia del sacerdote le provocaba en vez de refrenarle. En cuanto al otro, ni clérigo ni laico, hubiera podido conmoverle. Aquel joven de cara a lo Bonaparte y ojos negros era algo mucho más duro que un puritano: era un pagano. Era un matador de los que había en el albor de la Tierra; era un hombre de la Edad de Piedra un hombre de piedra.

Quedaba todavía una esperanza: acudir al ama. Y el padre Brown entró corriendo por las habitaciones. Y se encontró con que todos los criados se habían ido de asueto por orden del autócrata Paul y sólo la sombra de Mrs. Anthony vagaba por las desiertas salas. En el instante en que la mujer volvió hacia él el rostro azorado, el sacerdote descubrió uno de los enigmas de la casa de los espejos. Las espesas cejas y los ojos negros de Antonelli eran una reproducción de los ojos negros y espesas cejas de Mrs. Anthony. Y al instante comprendió la mitad de la historia.

—Su hijo está ante la puerta —dijo sin perder el tiempo en rodeos—. Él o el príncipe van a morir. ¿Dónde está Mr. Paul?

—En el embarcadero —dijo la mujer con desmayo—. Está…, está haciendo señales para pedir socorro.

—Mrs. Anthony —dijo el padre Brown gravemente—. No es hora de hacer disparates. Mi amigo está con su bote pescando en el río. El bote de su hijo está guardado por la gente que le acompaña. No queda más que la canoa del príncipe. ¿Qué se propone hacer con ella Mr. Paul?

—¡Santa María! ¡No lo sé! —dijo ella, y cayó desvanecida sobre la estera.

El padre Brown la levantó y acostó en un sofá, le volcó encima un jarro de agua, gritó pidiendo socorro, y después se lanzó a todo correr rumbo al desembarcadero de la islita. Pero ya la canoa iba a media corriente, y el viejo Paul la empujaba río arriba con una energía increíble a sus años.

—Voy a salvar a mi amo —gritó con ojos llameantes—. ¡Todavía puedo salvarle!

El padre Brown no pudo más que mirar de lejos a la canoa combatida por la corriente y hacer votos porque el viejo llegara a tiempo de dar la alarma en el pueblo.

—Mala cosa es un duelo —dijo para sí, rascándose los cabellos color de tierra—. Pero en este duelo hay algo todavía peor que el duelo. Lo adivino, aunque ignoro qué podrá ser.

Y mientras contemplaba el agua, convertida en agitado espejo del crepúsculo, oyó al otro lado del jardín un ruido breve, pero inequívoco: el golpe frío del acero. Y volvió la cabeza.

Al otro lado, en el cabo o saliente mayor del islote, sobre una zona de hierba que corría más allá del último sembrado de rosas, los duelistas acababan de cruzar los hierros. La tarde era una cúpula de oro virgen, y así, aunque estaban distantes, se podía apreciar hasta el menor detalle de la escena. Los combatientes estaban en mangas de camisa, pero el chaleco amarillo y la cabeza blanca de Saradine, y el chaleco rojo y los pantalones blancos de Antonelli, brillaban en la luz igual, como los colores de dos muñecos mecánicos danzantes. Las dos espadas centelleaban de la punta al pomo como dos alfileres de diamante.

Y había algo de terrible en el hecho mismo de que las dos figuras aparecieran tan diminutas y alegres. Se dirían dos mariposas tratando de clavarse en un corcho.

El padre Brown corrió con todas sus fuerzas, y sus piernecitas giraban como ruedas. Pero al llegar al campo de combate comprendió que había llegado demasiado tarde y demasiado pronto a la vez: demasiado tarde para detener la lucha, que se había empezado ya tenazmente al amparo de los tétricos sicilianos apoyados en sus remos; demasiado pronto para prever el resultado desastroso. Porque los dos combatientes eran de igual fuerza, y el príncipe usaba su agilidad con cierta cínica confianza, mientras que el siciliano se portaba con una minucia asesina. Pocos encuentros más hermosos hubieran podido verse en salones y anfiteatros llenos de público, que aquel combate, retiñente y brillante, sobre el islote olvidado en el riachuelo. Y la vertiginosa lucha se fue alargando de tal modo, que la esperanza volvió a alentar en el corazón del cuidado sacerdote; muy probable era, en efecto, que Paul no tardara en llegar con la policía. Tampoco sería malo que volviera de su pesca Flambeau, porque Flambeau, físicamente hablando, valía por cuatro hombres. Pero ni señales de Flambeau se veían; y, lo que era más extraño, tampoco de Paul y la policía. Y ni balsa ni leño aparecía flotando sobre las aguas; en aquella isla perdida, en aquel lago innominado, los hombres estaban tan abandonados como en una roca del Pacífico.

De pronto, el timbreo de las espadas se transformó en un rechinido, el príncipe abrió los brazos, y la punta disparada del arma enemiga le salió por la espalda, entre los omoplatos. El príncipe giró sobre sí mismo. La espada se escapó de su mano como una estrella errante, y derivó sobre el río. Y el príncipe cayó tan pesadamente, que rompió un rosal con su cuerpo y levantó la nube de tierra roja, como el humo de un sacrificio pagano. El siciliano acababa de consumar una ofrenda de sangre ante los manes paternos.

El sacerdote se arrodilló al instante junto al cuerpo, sólo para confirmar que era ya un cadáver. Y, mientras todavía intentaba las últimas pruebas desesperadas, oyó unas voces en el río, y vio un bote de la policía que arribaba al embarcadero, del cual salieron agentes y personas del pueblo, y con ellos el espantado Paul. El curita se levantó entonces con un gesto amargo y dudoso.

—¿Por qué —murmuró—, por qué no han podido venir antes?

Siete minutos más tarde la isla estaba invadida de aldeanos y policías; éstos arrestaron al vencedor y le recordaron ritualmente que ninguna de sus declaraciones sería aprovechada en contra suya.

—No tengo nada que declarar —dijo el monomaníaco con admirable serenidad—. Nada más he de decir. Soy muy dichoso, y sólo deseo que me ahorquen.

Después enmudeció, y es tan asombroso como cierto que, al ser conducido por los agentes, no volvió a abrir la boca, salvo para decir la palabra «convicto» cuando se abrió el proceso.

El padre Brown había visto desde el jardín, tan repentinamente poblado, el arresto del homicida y la conducción del cadáver después del examen médico, como quien asiste al desenlace de un drama repugnante. Y estaba inmóvil, como quien ve visiones. Dio su nombre y señas para servir de testigo, pero no aceptó el ofrecimiento de pasar el río en el bote, y se quedó solo en el jardín de la isleta, contemplando el rosal quebrado y el verde campo de aquella súbita e inexplicable tragedia. La luz iba muriendo en el río. La niebla ascendía de las pantanosas riberas. Revoloteaban los pájaros retardados.

En la subconsciencia del sacerdote —que era tan vívida—, estaba clavada la idea de que algo quedaba por explicar. Y este sentimiento de misterio, que todo el día le había dominado, no podía explicarse sólo por el efecto de los espejos. Le parecía que no había visto un verdadero suceso, sino una máscara o simulacro.

Con todo, no se acarrea un cadáver ni se cuelga a un hombre por mera pantomima.

Rumiaba todo esto sentado en las gradas del embarcadero, cuando vio venir la mancha alta y negra de una vela que avanzaba silenciosamente por el río lleno de fulgores. Se puso en pie de un salto, poseído de una emoción tan súbita que estuvo a punto de llorar.

—¡Flambeau! —exclamó, y con ambas manos saludaba efusivamente a su amigo, con gran asombro de éste, que salía del bote con sus aparejos de pescar—. ¡Flambeau! ¿De modo que a usted no le han matado?

—¡Matado! —repitió el pescador con el mayor asombro—. Y, ¿por qué me habían de matar?

—¡Ay!, porque casi han matado a todo el mundo —dijo el otro sin saber lo que decía—. Saradine ha sido asesinado, y Antonelli sólo desea que le cuelguen, y su madre se ha desmayado, y yo no sé si estoy en este mundo o en el otro. Pero, gracias a Dios, usted está a mi lado.

Y, como si tuviera miedo, se cogió del brazo del sorprendido Flambeau.

Abandonaron el embarcadero, y al pasar bajo los aleros de la casa de bambú, miraron por la ventana como lo habían hecho al llegar. Y descubrieron un interior iluminado digno de atraer sus miradas. Cuando el matador de Saradine cayó sobre aquella isla como una bomba, ya habían dispuesto la mesa para cenar en el salón largo. Y he aquí que ahora la cena había comenzado, plácidamente, porque a un lado de la mesa estaba sentada Mrs. Anthony, algo azorada, y al otro lado Mr. Paul, el mayordomo, comiendo y bebiendo, con muy buen apetito, y los ojos cegatones y azulencos saliéndosele de la cara, con un semblante indescifrable pero no exento, de satisfacción.

Con un ademán de poderosa impaciencia, Flambeau llamó a la ventana, la abrió y asomó una cara indignada:

—¡Muy bien! —exclamó—. Yo comprendo que ustedes necesiten algún alimento; pero, realmente, esto de robar la cena del amo cuando el amo yace muerto…

—Yo he robado ya muchas cosas durante mi alegre vida —replicó el misterioso anciano plácidamente—, pero esta cena es una de las pocas cosas que no he robado. Esta cena y esta casa y este jardín son de mi pertenencia.

Una idea cruzó por la mente de Flambeau:

—Quiere usted decir —empezó— que el testamento del príncipe Saradine…

—El príncipe Saradine soy yo —dijo el viejo, masticando una almendra salada.

El padre Brown, que estaba distraído con el revoloteo de los últimos pájaros, saltó como herido, y asomó también por la ventana una cara tan pálida como un nabo.

—¿Usted es qué? —preguntó con voz chillona.

—Paul, príncipe Saradine,
à vos ordres
—dijo el venerable personaje muy cortésmente, levantando un vaso de jerez—. Aquí vivo muy contento, porque soy hombre de hábitos muy domésticos: y, por modestia, me dejo llamar Mr. Paul, para distinguirme de mi infortunado hermano Mr. Stephen. Según me han contado, éste acaba de morir… en el jardín. Naturalmente, no tengo yo culpa de que sus enemigos vengan a buscarle hasta aquí. Esto se debe a la lamentable irregularidad de su vida. No tenía un carácter doméstico.

Calló, y se quedó contemplando el muro, justamente por encima de la cabeza inclinada de la mujer. Y los huéspedes apreciaron entonces aquel aire de familia que ya les había impresionado al ver al otro hermano. Y de pronto el viejo comenzó a agitar los hombros, como si se asfixiara, pero su rostro permaneció impávido.

—¡Dios mío! —exclamó Flambeau—. ¡Se está riendo!

—Vámonos —dijo el padre Brown, que estaba completamente lívido— Vámonos de esta casa infernal. Vámonos otra vez a nuestro honrado bote.

Cuando se alejaron de la isla, la noche había envuelto ya la tierra y el río. Se dejaron ir río abajo, calentándose con dos enormes cigarros que ardían como dos rojas linternas de barco. El padre Brown dijo:

—Supongo que entenderá usted ahora toda la historia. Después de todo, es una historia muy primitiva: un hombre tenia dos enemigos; era hombre perspicaz, y comprendió que tener dos enemigos era mejor que tener uno solo.

—No lo entiendo —dijo Flambeau.

—Pues es muy sencillo —le contestó su amigo—. Sencillo hasta la candidez. Ambos Saradines son unos pícaros; pero el príncipe, el mayor, era el pícaro que llega a la cumbre, y el menor, el capitán, era el pícaro que se hunde en el abismo. Este escuálido oficial descendió de mendigo a chantajista, y un triste día se apoderó de su hermano el príncipe. Sin duda, la causa no era leve, porque el príncipe Paul Saradine era francamente derrochador por una parte, y por otra no tenía ya reputación que perder en cuanto a los meros pecados convencionales de la buena sociedad. La verdad es que la causa era causa de horca, y que Stephen tenía cogido a su hermano, literalmente, con una cuerda alrededor del cuello. De algún modo, en efecto, había descubierto la verdad respecto al asunto de Sicilia, y podía probar que Paul había asesinado a Antonelli en las montañas. El capitán estuvo haciéndose pagar su silencio espléndidamente durante diez años, hasta que la fortuna del príncipe, con ser inmensa, comenzó a escasear.

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