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Authors: Gilbert Keith Chesterton

Tags: #Clásico, Policíaco

El candor del padre Brown (20 page)

BOOK: El candor del padre Brown
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—Buenas noches —dijo el padre Brown, mientras el doctor se dirigía presurosamente a la reja. Había dejado abierta la puerta, de modo que la luz del gas llegaba hasta ellos. Brown abrió el sobre, y leyó lo siguiente:

Querido padre Brown: Vicisti Galilee.
O en otros términos: tiene usted unos condenados ojos que todo lo ven y lo penetran. ¿Será, pues, posible que haya en nosotros algo más que materia?

»Soy un hombre que ha creído, desde la infancia, en la Naturaleza y en los instintos y funciones naturales, importándole poco que los hombres los declaren conformes o no con la moral. Mucho antes de llegar a doctor, cuando no era yo más que un chico de escuela y me entretenía en cazar ratones y arañas, ya pensaba yo que lo mejor es ser un buen animal. Pero heme aquí todo confuso: he creído en la Naturaleza, y ahora me parece que la Naturaleza puede traicionar a los hombres. De modo que, ¿puede haber otra cosa más allá de esta miseria? Siento que me vuelvo loco.

»Yo amaba a la mujer de Quinton. ¿Qué había en ello de malo? La Naturaleza me lo ordenaba, y el amor es lo que mueve al mundo. También me parecía que ella podía ser más feliz con un animal equilibrado, como yo, que con ese lunático atormentador. ¿Qué había de malo en esto? Yo no tenía que habérmelas sino con hechos, a título de hombre de ciencia. Ella hubiera sido más feliz conmigo.

»De acuerdo con mi credo, yo era libre de matar a Quinton, puesto que eso era lo mejor para todos, incluso para él. Pero, como animal sano, lo que menos se me ocurría era matarme de paso a mí mismo. Así, pues, decidí no obrar mientras no se presentara una ocasión favorable, en que quedara yo libre de sospechas. Esta mañana creí ver la ocasión.

»Para decirlo todo, hoy he estado tres veces en el estudio de Quinton. La primera vez no me habló más que de su cuento de brujería, llamado
La maldición de un santo
, cuento que estaba la sazón escribiendo, y que trataba de cómo un ermitaño indio obligó a suicidarse a un coronel inglés por sugestión. Me mostró las últimas cuartillas, y me leyó el párrafo final, que decía más o menos: “El conquistador de Punjab —verdadero esqueleto amarillo, pero verdadero gigante— logró incorporarse sobre un codo y cuchichear al oído de su sobrino: Muero por mi propia mano, sin embargo, muero asesinado”. Por una casualidad, estas últimas palabras estaban escritas al principio de una hoja. Salí del estudio, y anduve paseando por el jardín, embriagado por la perspectiva de una oportunidad tan admirable.

»Comenzamos a dar, juntos, la vuelta a la casa, y he aquí que se presentan otras dos circunstancias favorables a mi proyecto. Usted tuvo sospechas del indio, y se encontró una daga que bien podía ser del indio en cuestión. Aprovechando la oportunidad, me guardé la daga en el bolillo, volví al estudio de Quinton, me encerré con él y le administré el narcótico. Él no quería contestar siquiera a la petición de Atkinson, pero yo volví a su lado y le insté para que hablara y diera gusto al cuñado, porque yo necesitaba una prueba de que Quinton todavía estaba vivo cuando yo abandoné la estancia por segunda vez. Quinton se quedó, pues, en el invernadero, y yo atravesé el estudio. Soy hombre de manos ágiles, y en un instante hice mi prestidigitación: eché al fuego toda la primera parte de la novela de Quinton, que pronto se quedó en cenizas. Después vi que el guión de la frase del diálogo era inconveniente, y lo corté, y para hacer la cosa más verosímil, corté del mismo modo todas las cuartillas en blanco que había a la vista. Y después salí del estudio, dejando sobre la mesa la confesión del suicidio de Quinton, y a éste vivo y dormido en el invernadero del fondo.

»El último acto fue verdaderamente desesperado: ya lo comprenderá usted. Yo fingí que acababa de ver a Quinton muerto, y eché a correr para entrar en la habitación. A usted le entretuve con ese papel y, con mi agilidad manual, di muerte a Quinton mientras que usted se entregaba a examinar la confesión de suicidio. Él seguía adormecido, y yo puse el cuchillo en su propia mano, y doblé su mano sobre su pecho. El cuchillo tiene una forma tan equívoca, que sólo un operador podía calcular el sitio conveniente para alcanzar el corazón. Me temí que usted lo sospechara.

»Hecho esto, sucedió la cosa extraordinaria. La Naturaleza me abandonó, lo sentí. Sentí que había hecho un mal. Y ahora parece que se me abre el cerebro, y siento un extraño placer ante la idea de contarlo todo a alguien, y me digo, confusamente, que si me caso y tengo hijos, ya no estaré a solas con ese horror.

¿Qué me sucede…? ¿Estoy loco? ¿O será posible que tenga uno remordimientos, como si viviera en los poemas de Byron? No puedo escribir más.

James Erskine Harris.

El padre Brown dobló cuidadosamente la carta y se la guardó en el bolsillo del pecho, en el preciso instante en que se oyó un gran repiqueteo en la reja, y se vieron relucir en la calle los impermeables mojados de los guardias.

Los pecados del prícipe Saradine

Cuando Flambeau cerró su oficina de Westminster para disfrutar de su mes de vacaciones, decidió pasárselo a bordo de un bote de vela tan pequeño, que casi siempre lo manejaba a remo. Además, Flambeau navegaba por los ríos de las provincias orientales, ríos tan pequeños, que el bote parecía una embarcación mágica que flotara sobre la misma tierra, sobre las vegas y las mieses. El barco tenia sitio para dos pasajeros y capacidad estricta para las cosas más necesarias; Flambeau, pues, lo había llenado con todas las cosas que, según su filosofía eran indispensables. Reducíanse éstas, al parecer, a cuatro capítulos esenciales: latas de salmón, para alimentarse; revólveres cargados, para caso de guerra; una botella de brandy, sin duda por si desmayaba, y un sacerdote, tal vez para caso de muerte. Y con este ligero equipaje empezó a recorrer los serpenteantes y pequeños ríos de Norfolk, tratando seguramente de llegar a las anchuras de los Broads, pero divirtiéndose de paso con los jardines y vegas, las mansiones y aldeas, que se reflejaban en el agua; deteniéndose a pescar en los tanques y recodos, y acariciando la playa en cierto modo.

Flambeau, como verdadero filósofo, no tenía ningún propósito para sus vacaciones; pero tenía, como verdadero filósofo, un pretexto. O más bien, tenía un semipropósito, y lo tomaba lo bastante en serio para que su éxito —si lo lograba fuera la corona de sus vacaciones, y lo bastante en broma para que su fracaso —si tal acaecía— no echara a perder las vacaciones.

Hacía algunos años, cuando fue el Rey de los Ladrones y la figura más notable de París, solía recibir extraños mensajes de aprobación, denuncias y hasta declaraciones de amor, pero uno de estos mensajes, entre todos, sobrevivía en su memoria. No era más que una tarjeta de visita, metida en un sobre que llevaba el sello de Correos de Inglaterra. En el dorso de la tarjeta, escrito en francés y con tinta verde, se leía:

«Si alguna vez se retira usted y se vuelve persona honrada, venga usted a verme. Tengo deseos de conocer a usted, porque he conocido a todos los grandes hombres de mi época. Esta jugada de usted de coger a un detective para arrestar por medio de él a los demás, es la escena más espléndida de la historia francesa». Y en el anverso de la tarjeta, con elegantes caracteres grabados, aparecía este nombre: «Príncipe Saradine, Casa Roja, Isla Roja, Norfolk».

Flambeau no había vuelto a acordarse del príncipe, y sólo sabía que, en su tiempo, aquel hombre llegó a ser la actualidad mundana más brillante de toda la Italia meridional. Según aseguraban, en su juventud se había fugado con una mujer casada, de su mismo mundo, y aunque, en tal ambiente, semejante aventura no tenía nada de inusitado, produjo una gran impresión por la tragedia a que dio lugar: el suicidio del marido injuriado, que, según parece, se arrojó por un precipicio de Sicilia. El príncipe se fue entonces a vivir a Viena por algún tiempo, pero se aseguraba que después se pasó la vida en continuos y agitados viajes. Y cuando también Flambeau, al igual del príncipe, huyó de la celebridad europea y se estableció en Inglaterra, se le ocurrió hacer una visita de sorpresa al ilustre desterrado de los Broads de Norfolk. Cierto que no estaba seguro de dar con el sitio, harto insignificante y pequeño. Pero a la postre lo descubrió, y mucho antes de lo que se figuraba.

Una tarde amarraron el barco a una ribera llena de matojos y árboles podados. Tras las fatigas del mucho bogar, el sueño se apoderó de ellos muy temprano y, por lo mismo, despertaron al otro día antes de amanecer. Sobre ellos, sobre el bosque de arbustos, paseaba una ancha luna de limón, y el cielo tenía un vivo tinte violeta, nocturno, pero luminoso. Ambos se acordaron de su infancia, de aquella era fantástica y misteriosa en que los montones de hierba se nos figuran bosques profundos. Al destacarse sobre el disco de la luna, las margaritas silvestres parecían margaritas gigantes, y los amargones, amargones gigantes. Y ambos, contemplando esto, recordaban las cenefas del papel que tapizaba los muros del aposento infantil. La profundidad del lecho del río los hundía lo bastante entre las raíces de los arbustos y plantas para que la hierba les resultara muy alta.


¡Por Júpiter!
—exclamó Flambeau—. Esto parece un cuento de hadas.

El padre Brown se sentó en el bote con un movimiento brusco y se santiguó. Tan brusco fue el movimiento, que su amigo le preguntó qué le sucedía.

—Los que escribieron las baladas medievales —contestó el sacerdote— entendían de cuentos de hadas más que usted. Según ellos, en el país de las hadas no siempre suceden cosas agradables.

—¡Ganas de hablar! —dijo Flambeau—. Bajo esta luna inocente sólo cosas encantadoras pueden suceder. Estoy por seguir adelante ahora mismo, para ver qué pasa. Ni en vida ni en muerte hemos de volver a disfrutar de otra ocasión y otra luna semejantes.

—Muy bien —dijo el padre Brown—. Yo no he dicho que sea necesariamente malo penetrar en el país de las hadas; lo único que afirmo es que siempre hay peligro en ello.

Empujaron la barca lentamente sobre el río lleno de fulgores. El violeta luminoso del cielo y el oro pálido de la luna fueron desvaneciéndose, hasta decaer en ese cosmos vasto, difuso, que precede a los colores del alma. Había ya bastante luz, todos los objetos eran visibles, cuando divisaron los techos en declive y los puentes de aquella aldehuela ribereña. Las casas, con sus tejados largos, bajos, pendientes, parecían bajar a abrevarse al río, como un inmenso ganado pardo y rojo. La aurora, cada vez más blanca y radiante, había empezado ya a difundir la luz del día, antes de que los dos amigos vieran un alma viviente por los embarcaderos y puentes de la aldea. De pronto descubrieron a un hombre de aspecto muy plácido y próspero, en mangas de camisa, cara tan redonda como la luna que acababa de desaparecer, y cruzada por las rayas rojas de las patillas, que estaba apoyado en un poste, contemplando la perezosa marea. Por inexplicable impulso, Flambeau se puso de pie haciendo mecer el bote, y le gritó al hombre que si sabía dónde estaba la Isla Roja o la Casa Roja. La sonrisa de satisfacción del hombre se hizo un poco más expresiva, y por respuesta señaló simplemente el próximo recodo del río. Flambeau, sin hablar, siguió remando.

El bote tuvo que pasar aún por muchos rincones llenos de verdura y cruzar muchos silenciosos tramos del río; pero antes de que la pesquisa se pusiera monótona, doblaron un recodo en ángulo agudo y entraron en un remanso o lago, cuyo solo aspecto instintivamente les atrajo. En mitad de las espaciosas aguas, rodeado de juncos, aparecía un islote bajo, alargado, sobre el cual se veía una casa también baja y alargada, construida al modo de las chozas indias, de bambú o alguna otra caña correosa de los trópicos. El bambú de los muros era de color amarillo pálido, y el de los techos inclinados era de un rojo café oscuro. La casa daba una impresión de uniformidad, de monotonía. La brisa matinal hacía cantar los cañaverales en torno a la isla, zumbando por las costillas de la casa como en una gigantesca flauta de Pan.

—¡Por san Jorge! —exclamó Flambeau—. Éste es el sitio que buscamos. Ésta, y no otra, es la Isla Roja, y ésa tiene que ser la Casa Roja. Ese hombre gordo y patilludo ha de haber sido el hada bienhechora de los cuentos.

—Bien puede ser —observó el padre Brown imparcialmente—. Ojalá que no resulte un hada maléfica.

Pero ya el impetuoso Flambeau metía el bote por entre las cañas susurrantes, y pronto estaban los dos sobre aquella isla tan curiosa y tan larga, junto a aquella casa tan singular y tan sola.

El fondo de la casa daba al río, sobre el único desembarcadero posible; la entrada principal daba al otro lado, sobre el jardín de la isleta. Los visitantes se adelantaron por una vereda que casi recorría tres lados de la casa, al amparo de los bajos aleros. Y a través de tres distintas ventanas que daban a tres muros distintos, vieron desde fuera la misma sala larga, clara, revestida de madera ligera, con muchos espejos, y dispuesta como para un almuerzo elegante. La puerta principal, cuando al fin llegaron a ella, les pareció adornada con dos tiestos de flores de color azul turquesa. Acudió a abrir un mayordomo del tipo más seco, largo, flaco, entrecano, indiferente, quien dijo que el príncipe Saradine no estaba en casa, pero era esperado de un momento a otro, por lo cual la casa estaba preparada para recibirle a él y a sus huéspedes. Al ver la tarjeta escrita con tinta verde, hubo un aleteo de vida en la cara apergaminada del exangüe servidor, y con cierta cortesía indecisa manifestó que los forasteros podían esperar en la casa.

—Su Alteza estará aquí de un momento a otro —dijo—, y sentiría mucho no haber podido ver a un caballero a quien ha invitado. Tenemos orden de preparar siempre algunos fiambres para él y para sus amigos y estoy seguro de interpretar sus deseos invitando a los señores.

Incitado por la curiosidad de esta pequeña aventura; Flambeau aceptó muy agradecido, y siguió al anciano, que los introdujo con toda ceremonia en el salón artesonado. Allí lo único notable que había era la extraordinaria variedad de ventanas bajas con multitud de espejos bajos y oblongos, todo lo cual daba al sitio un aspecto singular de inconsistencia y ligereza. Almorzar allí era como almorzar al aire libre. Por los rincones había algunos cuadros, figurando todos escenas tranquilas. Uno de ellos era la fotografía de un joven uniformado y otro era un pastel rojo que representaba dos niños de cabellos largos. Flambeau preguntó si el joven militar era el príncipe, y el criado dijo al instante que no, que aquel era el hermano menor de Su Alteza, el capitán Stephen Saradine. Y, tras de haberse dignado decir esto, el anciano pareció perder todo gusto por la conversación y quedarse muy mudo y seco.

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