El candor del padre Brown (24 page)

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Authors: Gilbert Keith Chesterton

Tags: #Clásico, Policíaco

BOOK: El candor del padre Brown
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El cura siguió al zapatero. Bajaron una escalerilla de caracol y llegaron a una puerta que estaba a nivel más alto que la calle. Desde allí, Bohun pudo apreciar al primer vistazo toda la tragedia, como en un panorama. En el patio de la fragua había unos cinco o seis hombres vestidos de negro, y entre ellos un inspector de policía. Allí estaban el doctor, el ministro presbiteriano, el sacerdote católico, en cuya feligresía contaba la mujer del herrero. El sacerdote católico hablaba aparte con ésta, en voz baja. Ella —una magnífica mujer de cabellos de oro— sollozaba sentada en un banco. Entre los dos grupos, y junto a un montón de martillos y mazos, yacía un hombre vestido de frac, abierto de brazos y piernas, y vuelto boca abajo. Wilfrid, desde su altura, reconoció todos los detalles de su traje y apariencia, y vio en su mano los anillos de la familia Bohun. Pero el cráneo no era más que una horrible masa aplastada, como una estrella negra y sangrienta.

Wilfrid Bohun no hizo más que mirar aquello y bajar corriendo al patio de la fragua. El doctor, el médico de la familia, vino a saludarle, pero Wilfrid no se dio cuenta. Sólo pudo balbucear:

—¡Mi hermano muerto! ¿Qué ha pasado? Qué horrible misterio es éste?

Nadie contestó una palabra. Al fin, el remendón, el más atrevido de los presentes, dijo así:

—Sí, señor; muy horrible; pero misterio, no.

—¿Por qué? —preguntó el lívido Wilfrid.

—La cosa es muy clara —contestó Gibbs—. En cuarenta millas a la redonda sólo hay un hombre capaz de asestar un golpe como éste, y precisamente es el único hombre que tenía razón para hacerlo.

—No hay que prejuzgar más —dijo nerviosamente el doctor, que era un hombre alto, de barba negra—. Pero me corresponde corroborar lo que dice Mr. Gibbs sobre la naturaleza del golpe: es realmente un golpe increíble. Mr. Gibbs dice que, en el distrito, sólo hay un hombre capaz de haberlo dado. Yo me atrevo a afirmar que no hay ninguno.

Por el cuerpo frágil del cura pasó un estremecimiento supersticioso.

—Apenas entiendo —dijo.

—Mr. Bohun —continuó el doctor en voz baja—, me faltan imágenes para explicarlo; decir que el cráneo ha sido destrozado como un cascarón de huevo, todavía es poco. Dentro del cuerpo mismo han entrado algunos fragmentos óseos, y también han entrado en el suelo, como entrarían las balas en una pared blanda. Esto parece obra de un gigante.

Calló un instante. Tras las gafas relumbraban sus ojos. Después prosiguió:

—Esto tiene una ventaja: que, por lo menos, deja libre de toda sospecha a mucha gente. Si usted, o yo, o cualquier persona normal del pueblo fuera acusada de este crimen, se nos pondría libres al instante, como se pondría libre a un niño acusado de robar la columna de Nelson.

—Eso es lo que yo digo —repitió el obstinado zapatero—. Sólo hay un hombre capaz de haberlo hecho, y es también el que pudo verse en el caso de hacerlo. ¿Dónde está Simon Barnes, el maestro?

—Está en Greenford —tartamudeó el cura.

—Más fácil es que esté en Francia —gruñó el zapatero.

—No; ni en uno ni en otro sitio —dijo una vocecita descolorida, la voz del pequeño sacerdote católico, que acababa de reunirse al grupo—. Evidentemente, ahora mismo viene por el camino.

El sacerdote no era hombre de aspecto interesante. Tenía unos cabellos opacos y una cara redonda y vulgar. Pero, así hubiera sido tan bello como Apolo, nadie habría vuelto la cabeza para mirarle. Todos la volvieron hacia el camino que atravesaba el llano. En efecto: por allá se veía venir, con sus grandes trancos y su martillo al hombro, a Simon el herrero. Era hombre huesudo y gigantesco; tenía unos ojos profundos, negros, siniestros, y una barba negra. Venía acompañado de dos hombres, con quienes charlaba tranquilamente, y aunque no era de suyo alegre, parecía contento.

—¡Dios mío! —gritó el ateo remendón—. ¡Y trae al hombro el martillo asesino!

—No —dijo el inspector, hombre de aspecto sensible, que usaba un bigote pardo y hablaba ahora por vez primera—. El martillo que sirvió para el crimen está allí, junto al muro de la iglesia. Lo mismo que el cadáver, lo hemos dejado en el sitio en que lo encontramos.

Todos buscaron el martillo con la mirada. El sacerdote pequeño dio unos pasos y fue a examinar el instrumento de cerca. Era uno de los martillos más ligeros, más pequeños que hay en las fraguas, y sólo por eso llamaba la atención. Pero en el hierro podía verse una mancha de sangre y un mechón de cabellos amarillos.

Tras una pausa, el pequeño sacerdote, sin alzar los ojos, comenzó a hablar, por cierto con voz algo alterada:

—No tenía razón Mr. Gibbs —dijo— en asegurar que aquí no hay misterio. Porque, cuando menos, queda el misterio de cómo ese hombre tan fuerte pudo emplear para semejante golpe un martillo tan pequeño.

—Eso no importa —dijo Gibbs, febril—. ¿Qué hacemos con Simon Barnes?

—Dejarle —dijo el sacerdote tranquilamente—. El viene aquí por su propio pie. Conozco a sus dos acompañantes. Son buenos vecinos de Greenford. Ahora estarán ya a la altura de la capilla presbiteriana.

Y en este momento el fornido herrero dobló la esquina de la iglesia y entró en su patio. Se detuvo, se quedó inmóvil: cayó de su mano el martillo. El inspector, que había conservado una corrección impenetrable, fue hacia él al instante.

—Yo no le pregunto a usted, Mr. Barnes —dijo— si sabe lo que ha sucedido aquí. No está usted obligado a declararlo. Espero y deseo que lo ignore usted, y que pueda usted probar su ignorancia. Pero tengo la obligación de arrestarle a usted en nombre del rey por la muerte del coronel Norman Bohun.

—No está usted obligado a confesar nada —dijo el zapatero con oficiosa diligencia—. A otros toca probar. Todavía no está probado que ese cuerpo con la cabeza aplastada sea el del coronel Bohun.

—Eso no tiene duda —dijo el doctor aparte al sacerdote—. Este asunto no da lugar a historias detectivescas. Yo he sido el médico del coronel y conozco el cuerpo de este hombre mejor que lo conocía él mismo. Tenía unas manos hermosas, pero con una singularidad: que los dedos segundo y tercero, el índice y el medio, eran de igual tamaño. No hay duda de que éste es el coronel.

Y echó una mirada al cadáver. Los ojos de hierro del inmóvil maestro de fragua siguieron su mirada y fueron a dar también en el cadáver.

—¿Que ha muerto el coronel Bohun? —dijo el maestro tranquilamente—. Quiere decir que a estas horas está ya condenado.

—¡No diga usted nada! ¡No diga usted nada! —gritó el zapatero ateo, bailando casi en un éxtasis de admiración por el sistema legal inglés—, porque no hay legalistas como los descreídos.

El herrero volvió hacia él una cara augusta de lunático.

—A vosotros, los infieles, os está bien escurriros como ardillas donde las leyes del mundo lo consienten —dijo—. Pero a los suyos Dios los guarda. Ahora mismo lo vas a ver.

Y después, señalando el cadáver del coronel, preguntó:

—¿Cuándo murió este perro pecador?

—Modere usted su lenguaje —dijo el médico.

—Que modere su lenguaje la Biblia y yo moderaré el mío. ¿Cuándo murió?

—A las seis de la mañana todavía estaba vivo —balbuceó Wilfrid Bohun.

—Dios es bueno —dijo el herrero—. Señor inspector: no tengo el menor inconveniente en dejarme arrestar. Usted es quien debe tener inconvenientes para arrestarme. A mí no me aflige salir del juicio limpio de mancha. A usted sí le afligirá, sin duda, salir del juicio con un contratiempo en su carrera.

Por primera vez el robusto inspector miró al herrero con ojos terribles. Lo mismo hicieron los demás, menos el singular pequeño sacerdote, que seguía contemplando el martillo que había servido para asestar aquel golpe tan tremendo.

—A la puerta de la fragua hay dos hombres —continuó el herrero con grave lucidez—. Son buenos comerciantes de Greenford, a quienes conocen todos ustedes. Ellos jurarán que me han visto desde antes de la medianoche hasta el amanecer, y aun mucho después, en la sala de sesiones de nuestra Misión Religiosa, que ha trabajado toda la noche en salvar almas. En Greenford hay otros veinte que jurarán lo mismo. Si yo fuera ingentil, señor inspector, le dejaría a usted precipitarse a su ruina. Pero como cristiano, estoy obligado a ofrecerle la salvación, y preguntarle si quiere usted recibir la prueba de mi coartada antes de llevarme a juicio.

El inspector, algo desconcertado, repuso:

—Naturalmente que preferiría yo absolverle a usted de una vez.

El herrero, con aire desembarazado, salió del patio y se reunió con sus dos amigos de Greenford, que, en efecto, eran amigos de todos los presentes. Y ambos, en efecto, dijeron unas cuantas palabras que nadie pensó siquiera en poner en duda. Cuando los testigos hubieron declarado, la inocencia de Simon quedó establecida tan sólidamente como la misma iglesia que servía de fondo al cuadro.

Y entonces sobrevino uno de esos silencios más angustiosos que todas las palabras. El cura, sólo por hablar algo, dijo al sacerdote católico:

—Padre Brown: parece que a usted le intriga mucho el martillo.

—Es verdad —contestó éste—. ¿Cómo es posible que sea tan pequeño el instrumento del crimen?

El doctor volvió la cabeza.

—¡Cierto, por san Jorge! —exclamó—. ¿Quién pudo servirse de un martillo tan ligero, habiendo a la mano tantos martillos más pesados y fuertes?

Después, bajando la voz, dijo al oído del cura:

—Sólo una persona incapaz de manejar uno más pesado. La diferencia entre los sexos no es cuestión de valor o fuerza, sino de robustez para levantar pesos en los músculos de los hombres. Una mujer atrevida puede cometer cien asesinatos con un martillo ligero, y ser incapaz de matar un escarabajo con un martillo pesado.

Wilfrid Bohun se le quedó mirando como hipnotizado de horror; mientras que el padre Brown escuchaba muy atentamente, con la cabeza inclinada a un lado. El doctor continuó explicándose con más énfasis:

—¿Por qué suponen estos imbéciles que la única persona que odia al amante de una mujer es el marido de ésta? Nueve veces, de cada diez, quien más odia al amante es la mujer misma. ¿Quién sabe qué insolencias o traiciones habrá descubierto el amante a los ojos de ella…? Miren ustedes eso.

Y, con un ademán, señaló a la rubia, que seguía sentada en el banco. Al fin había levantado la cabeza, y las lágrimas comenzaban a secarse en sus hermosas mejillas. Pero los ojos parecían prendidos con un hilo eléctrico al cadáver del coronel, con una fijeza que tenía algo de idiotismo.

El reverendo Wilfrid Bohun hizo un ademán, como dando a entender que renunciaba a averiguar nada. Pero el padre Brown, sacudiéndose algunas cenizas de la fragua que acababan de caerle en la manga, dijo con su característico tono indiferente:

—A usted le pasa lo que a muchos otros médicos. Su ciencia del espíritu es arrebatadora; pero su ciencia física es completamente imposible. Yo convengo con usted en que la mujer suele tener más deseos de matar al cómplice que los que pudiera tener el mismo injuriado. Y también acepto que una mujer prefiera siempre un martillo ligero a uno pesado. Pero aquí el problema está en una imposibilidad física absoluta. No hay mujer en el mundo capaz de aplastar un cráneo de un golpe en esta forma.

Y, tras una pausa reflexiva, continuó:

—Esta gente no se ha dado cuenta del caso. Note usted que este hombre llevaba un casco de hierro debajo del sombrero, y que el golpe lo ha destrozado como se rompe un vidrio. Observe usted a esa mujer: vea usted sus brazos.

Hubo un nuevo silencio, y después dijo el doctor, amoscado:

—Bueno, puede ser que yo me engañe. En este mundo todo tiene su pro y su contra. Pero vamos a lo esencial: sólo un idiota, teniendo a la mano estos martillos, —pudo escoger el más ligero.

Al oír esto, Wilfrid Bohun se llevó a la cabeza las flacas y temblorosas manos, como si quisiera arrancarse los ralos cabellos amarillos Después, dejándolas caer de nuevo, exclamó:

—Ésa era la palabra que me estaba haciendo falta.

Usted lo ha dicho.

Y, dominándose, continuó:

—Usted ha dicho: «Sólo un idiota».

—Sí. ¿Y qué?

—Pues, que, en efecto, esto sólo un idiota lo ha hecho —concluyó el cura.

Los otros se miraron desconcertados, mientras él proseguía con una agitación femenina y febril:

—Yo soy sacerdote; un sacerdote no puede derramar sangre. Quiero decir que no puede llevar a nadie a la horca. Y doy gracias a Dios porque ahora veo bien quién es el delincuente, y es un delincuente que no puede ser llevado a la horca.

—¿Se propone usted no denunciarlo? —preguntó el doctor.

—No le podrán colgar aun cuando yo lo denuncie —contestó Wilfrid con una sonrisa llena de extraña alegría—. Esta mañana, al venir a la iglesia, me encontré allí a un loco rezando, a ese desdichado Juan, el idiota. Dios sabe lo que habrá rezado; pero no es inverosímil suponer en un loco que las plegarias fueran al revés de lo debido. Es muy posible que un loco rece antes de matar a un hombre. Cuando vi por última vez al pobre Juan, éste estaba con mi hermano. Mi hermano estaba burlándose de él.

—¡
Por Júpiter
! —gritó el doctor—. ¡Al fin! ¡Ésta es hablar claro! Pero, ¿cómo explicarse entonces…?

El reverendo Wilfrid temblaba casi, al sentirse cerca de la verdad:

—¿No ve usted, no ve usted —dijo— que es lo único que puede explicar estos dos enigmas? Uno, es el martillo ligero; el otro, el golpe formidable. El herrero pudo asestar el golpe, pero no hubiera empleado ese martillo. Su mujer pudo emplear ese martillo, pero nunca asestar semejante golpe. Pero un loco pudo hacer las dos cosas. ¿Que el martillo era pequeño? Él es un loco: como asió ese martillo pudo asir cualquier otro objeto. Y en cuanto al golpe, ¿no sabe usted, acaso, doctor, que un loco, en un paroxismo tiene la fuerza de diez hombres?

El doctor, lanzando un profundo suspiro, contestó:

—¡Diantre! Creo que ha dado usted en el clavo.

El padre Brown había estado contemplando a Bohun con tanta atención como si quisiera demostrarle que sus grandes ojos grises, ojos de buey, no eran tan insignificantes como el resto de su persona. Cuando los otros callaron, dijo con el mayor respeto:

—Mr. Bohun, la teoría que usted propone es la única que resiste un examen atento, y como hipótesis, lo explica todo. Merece usted, pues, que le diga, fundado en mi conocimiento de los hechos, que es completamente falsa.

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