Cuando llegó como disparado adonde ellos estaban, Atkinson pasaba también por allí, y el doctor le cogió convulsivamente por el cuello y se puso a gritar:
—¿Qué traición es ésta? ¿Qué le ha hecho usted, canalla?
El sacerdote se levantó, y con férrea voz de soldado gritó:
—¡Alto! Somos aquí bastantes para sujetar a cualquiera. ¿Qué es lo que pasa, doctor?
Y el doctor, lívido:
—Que algo le pasa a Quinton. Acabo de verle a través de los cristales, y no me gusta la postura que tiene. En todo caso, no está como yo lo dejé.
—Vamos a verlo —dijo con precisión el padre Brown—. Puede usted dejar en paz a Atkinson. Desde que oímos por última vez la voz de Quinton, no lo he perdido de vista.
—Yo me quedaré aquí guardándole —dijo Flambeau—. Vayan ustedes a ver qué pasa.
El doctor y el sacerdote llegaron corriendo a la puerta del estudio, dieron vuelta a la llave y entraron de golpe en la habitación. Casi tropezaron contra la gran mesa de caoba en que el poeta acostumbraba a trabajar, porque el estudio sólo estaba alumbrado por un fuego suave que el estado del paciente obligaba a tener siempre encendido. En medio de la mesa había una hoja de papel que parecía puesta allí de propósito. El doctor la agarró nerviosamente, la miró, se la pasó al padre Brown, y gritando: «¡Dios poderoso! ¡Vea usted esto!», corrió hacia el cuarto de los cristales, donde las terribles flores del trópico parecían conservar aún, en su color carmesí, un recuerdo del crepúsculo.
El padre Brown tuvo que leer tres veces el papel. Decía así: «Muero por mi propia mano. Sin embargo, muero asesinado». Y aquello estaba escrito con la letra inimitable, por no decir ilegible, de Leonard Quinton.
El padre Brown, sin soltar el papel, se dirigió entonces al invernadero; su amigo le salió al paso con una cara de certeza y desesperación:
—¡Muerto! —exclamó Harris.
Y juntos, por entre la pompa artificial del cactos y las azaleas, se acercaron adonde el poeta y novelista Leonard Quinton yacía, con la cabeza colgando fuera de la otomana y los rizos rojos barriendo el suelo. Al lado izquierdo tenía la extraña daga que aquella misma tarde se habían encontrado en el jardín, y su mano, blanda, descansaba todavía sobre el puño.
Afuera, la tempestad había llegado; como la noche en Carlyle, de un solo paso. El jardín y el techo de cristal se habían nublado bajo el manto de lluvia. El padre Brown parecía hacer más caso del papel que del cadáver; se lo acercaba a los ojos y parecía empeñado en leerlo en medio de aquella oscuridad. Después lo aproximó al reflejo del fuego, y en ese mismo instante hubo un relámpago tan blanco, que el mismo papel pareció negro.
Después sobrevino la oscuridad llena de truenos, y cuando el ruido se apagó, se oyó la voz del padre Brown que decía:
—Doctor, este papel tiene también la «forma equívoca».
—¿Qué quiere usted decir? —preguntó muy intrigado el doctor Harris.
—Que no es cuadrado —contestó Brown—. Que le han cortado una esquina. ¿Qué puede significar esto?
—Y, ¿qué voy a saber? —gruñó el doctor—. ¿Cree usted que debemos quitar de aquí a este desdichado? Está muerto del todo.
—No —contestó el sacerdote—. Debemos dejarlo tal como está y llamar a la policía.
Y seguía examinando el papel tenazmente.
Al pasar otra vez por el estudio, se detuvo junto a la mesa y cogió unas tijeritas de uñas que estaban allí.
—¡Ah! —dijo con un resuello de alivio—. Con esto han cortado el papel. Pero, sin embargo… Y frunció el ceño.
—Vamos, déjese usted de papeles —dijo el doctor—. Ésa era una de sus manías. Tenía cientos de hojas así. Todas sus cuartillas las cortaba lo mismo.
Y señaló un montón de papel en blanco que había en una mesita de al lado. El padre Brown se aproximó a ésta y cogió una hoja de papel. Tenía el mismo corte en el ángulo.
—En efecto —dijo—. Y aquí están los picos cortados.
Y, con gran escándalo del otro, comenzó a contarlos uno por uno.
—Perfectamente —dijo con una sonrisa de disculpa—. Veintitrés hojas cortadas y sólo veintidós picos cortados… Pero veo que está usted impaciente por hablar a los otros.
—¿Quién se lo dice a su esposa? —preguntó el doctor Harris—. ¿Quiere usted ir a decírselo mientras que yo hago avisar a la policía?
—Como usted quiera —dijo el padre Brown con indiferencia. Y se alejó por el vestíbulo. Allí también tuvo que presenciar un drama, aunque éste del género grotesco. Sucedió, pues, que su gigante amigo Flambeau, en una actitud que durante mucho tiempo no había adoptado, aparecía al pie de la escalinata del pórtico lanzando por lo alto al amable Atkinson, quien, con los pies al aire, había dejado caer por cualquier lado el bastón y el hongo. Y es que Atkinson había acabado por cansarse de la vigilancia casi paternal de Flambeau y había intentado aporrearle, cosa algo difícil tratándose nada menos que del Rey de los Apaches, aun después de su abdicación.
Flambeau se disponía a saltar otra vez sobre su enemigo y asirle de nuevo, cuando el sacerdote le dio un golpecito en el hombro:
—Deje usted en paz a Mr. Atkinson, amigo mío —dijo—. Pídanse ustedes perdón mutuamente y dense las buenas noches. No debemos detenerle por más tiempo.
Y mientras Atkinson se levantaba como podía, recogía su sombrero y bastón y se dirigía a la reja, el padre Brown dijo con voz grave:
—¿Dónde está ese indio?
Y los tres —porque el doctor acababa de reunirse a ellos— volvieron la cabeza involuntariamente hacia el sitio en que le habían dejado, sobre la hierba, entre los árboles cabeceantes y enrojecidos a la luz del crepúsculo, cabeceando también al compás de sus extrañas plegarias. Pero el indio ya no estaba allí.
—¡Demonio de hombre! —dijo el doctor, pateando con furia—. Ahora comprendo que fue él.
—Tenía yo entendido que no creía usted en la magia —observó el padre Brown.
—Y no creo, en efecto —contestó el doctor, revolviendo ferozmente los ojos—, sino que ese diablo amarillo me repugna desde que sé que es un brujo fingido; y ahora, como descubra que es un verdadero brujo, mi odio será mayor.
—Bueno. En todo caso, da lo mismo que haya escapado —dijo Flambeau—. Porque nada era posible probar ni hacer contra él. ¿Cómo va uno a presentarse al puesto de policía para denunciar un suicidio provocado por arte de hechicería o sugestión?
El padre Brown, entretanto, había vuelto al interior de la casa, resuelto a comunicar la noticia a la viuda. Cuando volvió a salir estaba algo pálido y trémulo, aunque nunca se ha sabido lo que hubo entre ambos durante aquella corta entrevista.
Flambeau, que estaba enfrascado en la charla con el doctor, se sorprendió un poco de ver que su amigo regresara tan pronto; pero el padre Brown, sin hacerle caso, llevó aparte al doctor y le dijo:
—¿Han enviado ustedes por la policía?
—Sí —contestó Harris—. No tardarán diez minutos.
—¿Quiere usted hacerme un favor? —dijo el sacerdote con mucha calma—. Sepa usted que yo colecciono las historias de sucesos que, como esta hazaña del indio, contienen elementos que difícilmente pueden constar en un informe de la policía. Le ruego a usted que redacte un informe sobre ese caso para mi uso privado. El oficio de usted es delicadísimo —añadió, mirando al doctor a los ojos, gravemente—. Se me figura que usted conoce algunos detalles del asunto que no ha creído usted discreto revelar. Mi oficio es también, como el de usted, un oficio confidencial, y de lo que usted me comunique guardaré impenetrable reserva. Pero no omita usted nada.
El doctor, que le había estado escuchando con aire reflexivo y la cabeza un poco inclinada, contempló un instante al sacerdote, y dijo después:
—Perfectamente.
Y fue a encerrarse en el estudio.
—Flambeau —dijo el padre Brown—, allí, bajo el alero, hay un banco donde podemos fumar un poco, resguardados de la lluvia. Usted es, en el mundo, mi único amigo. Necesito hablar con usted, o, tal vez, callar junto a usted.
Fueron a sentarse en el sitio indicado. El padre Brown, contra su costumbre, aceptó un buen cigarro que le ofreció el otro, y se puso a fumar en silencio y muy a conciencia. Y en tanto la lluvia sonaba y redoblaba sobre el alero.
—Amigo mío —dijo al fin el padre Brown—. Este caso es muy extraño. De lo más extraño.
—¡Ya lo creo! —contestó Flambeau con un leve estremecimiento.
—Sí —continuó el padre Brown—. Usted dice que es extraño y yo digo que es extraño, pero ambos queremos decir cosas opuestas. La mente moderna confunde siempre dos ideas diferentes: misterio, en el sentido de lo maravilloso, y misterio, en el sentido de lo complicado. En materia de milagros, esta confusión es la mitad del problema. Un milagro es admirable, pero simple. Simple por lo mismo que es un milagro. Es la revelación de un poder que dimana directamente de Dios (o del diablo) en vez de proceder indirectamente a través de la naturaleza o la voluntad humana. Aquí, usted dice que este caso es maravilloso porque es milagroso, porque es una brujería obrada por ese indio malvado. Entiéndame usted bien: yo no niego que sea un hecho espiritual o diabólico. Sólo el cielo y el infierno conocen las extrañas influencias que determinan los pecados humanos. Pero lo que yo digo es esto: si, como usted lo supone, es un caso de magia, claro es que será maravilloso, pero no será misterioso, es decir, no será complicado. La calidad del milagro es misteriosa, pero su procedimiento es simple. Y he aquí que, a mi modo de ver, el procedimiento de este asunto ha sido todo lo contrario de lo simple.
La tormenta, que por un instante pareció apaciguarse, redobló otra vez su vigor, y había en el aire unos movimientos como de truenos leves y lejanos. El padre Brown sacudió la ceniza del cigarro y prosiguió:
—En este asunto hay algo retorcido, extraño, complicado, que en nada se parece a los rayos que bajan directamente del cielo o del infierno. Yo percibo aquí la huella tortuosa de la voluntad humana, como se percibe la tortuosa huella del caracol.
En un parpadeo, el relámpago abrió sus enormes ojos blancos. Cerróse otra vez el cielo. Y el sacerdote siguió diciendo:
—Y en este laberinto, lo más laberíntico de todo es la forma de esa cuartilla de papel. Más laberíntica, más alambicada que el cuchillo con que se mató ese hombre.
—¿Se refiere usted al papel en que Quinton confiesa su suicidio? —preguntó Flambeau.
—Me refiero al papel en que Quinton escribió: «Muero por mi propia mano» —contestó el padre Brown—. La forma de ese trozo de papel, amigo mío, era la «forma equívoca», perversa. Era la «forma perversa», si es que alguna vez me ha sido dado contemplarla en este pícaro mundo.
—Pero, ¡si sólo tenia cortado un ángulo! —dijo Flambeau—. Y tengo entendido que todo el papel de Quinton está cortado de ese modo.
—Pues a fe mía que era un mal modo —dijo el padre Brown—, muy malo para mi gusto. Mire usted, Flambeau: este Quinton (que Dios guarde) era tal vez un poco pillo, pero era un verdadero artista, tanto con el lápiz como con la pluma. Su letra era, aunque confusa, audaz y hermosa. Me es imposible demostrar lo que digo, no puedo probar nada. Pero le aseguro a usted, con toda la fuerza de mi convicción, que no fue él quien cortó tan mezquinamente esa puntilla de papel. Si él lo hubiera hecho, para cualquier objeto, habría dado un tijeretazo muy distinto. ¿Tiene usted presente la forma del papel? El corte era mezquino, la forma era perversa. Como éste, acuérdese usted.
Y, en la oscuridad, se puso a trazar en el aire, con el ascua del cigarro, unos cuadrados irregulares tan rápidamente que Flambeau creyó ver, en efecto, unos jeroglíficos fantásticos: jeroglíficos como aquellos de que su amigo había estado hablando, y que, aunque indescifrables, parecen sugerir ideas perversas.
—Pero —dijo Flambeau, cuando el sacerdote volvió el cigarro a la boca y, recostándose en el respaldo del banco, se puso a mirar al techo—, aun suponiendo que otro fue el del tijeretazo, ¿vamos a concluir que por eso sólo obligó a Quinton a suicidarse?
—El padre Brown, siempre recostado y mirando al techo, se sacó el cigarro de la boca para decir:
—Quinton no se ha suicidado.
Flambeau le miró sorprendido.
—Y entonces, ¿qué diablos significa esa confesión de suicidio?
El sacerdote se inclinó, apoyó los codos en las rodillas, contempló el suelo y con voz baja y clara murmuró al fin:
—Aquí no hay ninguna confesión de suicidio. Flambeau dejó caer el cigarro.
—¿Quiere usted decir que ha habido una falsificación?
—No —continuó el padre Brown—. Fue el mismo Quinton quien escribió eso.
—Pues ya lo ve usted —dijo el exasperado Flambeau—. Quinton escribió: «Muero por mi propia mano», y lo escribió con su propia mano en una hoja de papel.
—En una hoja de papel de «forma equívoca» —concluyó el sacerdote tranquilamente.
—¡Al diablo con la forma! —exclamó Flambeau—.
¿Qué tiene que ver la forma del papel?
—Había veintitrés cuartillas mutiladas —reasumió el padre Brown, inconmovible— y sólo veintidós esquinas de papel cortadas. Así, pues, uno de los recortes fue destruido: tal vez el de la hoja en cuestión. Esto, ¿no le hace pensar a usted en nada?
La cara de Flambeau se iluminó:
—Sí —dijo—: que bien pudo en este recorte haber escrito algo como esto: «
Pretenderán
que muero por mi propia mano»; o bien:. «
No creíais que
…»
—¡Caliente, caliente!, como dicen los niños —contestó su amigo—. Pero note usted que el recorte no es de media pulgada; no había sitio ni para una palabra.
¿Es posible que el hombre infernal que le mató haya recortado algo no mayor que una coma, por considerarlo como un testimonio contra su crimen?
—No, no es posible —dijo Flambeau después de pensarlo un instante.
—¿Ni siquiera unas comillas, o un guión de diálogo? —dijo el sacerdote y arrojó el cigarro, que se hundió en las sombras como una estrella errante.
Las palabras huyeron de la boca de Flambeau. Y el padre Brown dijo, yendo al fondo de la cuestión:
—Leonard Quinton era novelista, y estaba escribiendo ahora una novela sobre brujería e hipnotismo. El…
En este instante la puerta se abrió con violencia, y salió el doctor con el sombrero puesto.
—He aquí el documento que usted desea —dijo entregando al padre Brown un sobre alargado—. Y ahora, señores, tengo que irme a casa. Buenas noches.