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Authors: Arturo y Carlota Pérez-Reverte

Tags: #Aventuras

El capitán Alatriste (10 page)

BOOK: El capitán Alatriste
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—Mi amigo dice que os debe la vida —Jorge Villiers parecía incómodo, como si por su parte ya hubiera dado por concluida la conversación, y ahora tradujera a su pesar las palabras del más joven—. Que la última estocada que le tiró el hombre de negro era mortal.

—Es posible —Alatriste también se permitió una breve sonrisa—. Todos tuvimos suerte esta noche, me parece.

El inglés terminó de ponerse los guantes mientras escuchaba con atención las palabras que le dirigía su compañero.

—También pregunta mi amigo qué fue lo que hizo a vuestra merced cambiar de bando, y de idea.

—No he cambiado de bando —dijo Alatriste—. Yo siempre estoy en el mío. Yo cazo solo.

El más joven lo miró un rato, reflexivo, mientras le traducían aquella respuesta. De pronto parecía maduro y con más autoridad que su acompañante. El capitán observó que hasta Guadalmedina le mostraba más deferencia que al otro, a pesar de ser Buckingham quien era. Entonces el joven habló de nuevo, y su compañero protestó en su lengua, como si no estuviese de acuerdo en traducir aquellas últimas palabras. Pero el más joven insistió, con un tono de autoridad que Alatriste no le había oído antes.

—Dice el caballero —tradujo Buckingham de mala gana, en su imperfecto español— que no importa quién seáis y cuál sea vuestro oficio, pero que vuestra merced obró con nobleza al no permitir que lo asesinaran como un perro, a traición… Dice que a pesar de todo se considera en deuda con vos y desea que lo sepáis… Dice —y en este punto el traductor dudó un momento y cambió una mirada de preocupación con Guadalmedina antes de proseguir— que mañana toda la Europa sabrá que el hijo y heredero del Rey Jacobo de Inglaterra está en Madrid con la única escolta y compañía de su amigo el marqués de Buckingham… Y que, aunque por razones de Estado resulte imposible publicar lo ocurrido esta noche, él, Carlos, príncipe de Gales, futuro Rey de Inglaterra, Escocia e Irlanda, no olvidará nunca que un hombre llamado Diego Alatriste pudo asesinarlo, y no quiso.

VI. EL ARTE DE HACER ENEMIGOS

Al día siguiente, Madrid despertó con la noticia increíble. Carlos Estuardo, cachorro del leopardo inglés, impaciente por la lentitud de las negociaciones matrimoniales con la infanta doña María, hermana de nuestro Rey Don Felipe Cuarto, había concebido con su amigo Buckingham ese proyecto extraordinario y descabellado: viajar a Madrid de incógnito para conocer a su novia, transformando en novela de amor caballeresco la fría combinación diplomática que llevaba meses dilatándose en las cancillerías. La boda entre el príncipe anglicano y la princesa católica se había convertido, a tales alturas, en un complicadísimo encaje de bolillos en el que terciaban embajadores, diplomáticos, ministros, gobiernos extranjeros y hasta Su Santidad el Papa de Roma, que debía autorizar el enlace y que, por supuesto, trataba de sacar la mejor tajada posible. De modo que, harto de que le marearan la perdiz —o como se llame lo que cazan los condenados ingleses—, la imaginación juvenil del príncipe de Gales, secundada por Buckingham, decidió abreviar el trámite. De ese modo habían proyectado entre los dos aquella aventura llena de azares y peligros, en la seguridad de que marchar a España sin avisos ni protocolos suponía conquistar en el acto a la infanta para llevarla a Inglaterra, ante la mirada asombrada de la Europa entera y con el aplauso y las bendiciones de los pueblos español e inglés.

Ése, más o menos, era el meollo del negocio. Vencida la inicial resistencia del Rey Jacobo, éste dio a ambos jóvenes su bendición y los autorizó a ponerse en camino. A fin de cuentas, si para el viejo Rey el riesgo de la empresa acometida por su hijo era grande —un accidente, fracaso o desaire español pondrían en entredicho el honor de Inglaterra—, las ventajas a obtener de su feliz término equilibraban el asunto. En primer lugar, tener de cuñado de su vástago al monarca de la nación que entonces seguía siendo la más poderosa del mundo, no era cosa baladí. Además, aquel matrimonio, deseado por la corte inglesa y acogido con más frialdad por el conde de Olivares y los consejeros ultra católicos del Rey de España, pondría fin a la vieja enemistad entre las dos naciones. Consideren vuestras mercedes que apenas habían transcurrido treinta años desde la Armada Invencible; ya saben, cañonazo va y ola viene y todo a tomar por saco, con aquel pulso fatal entre nuestro buen Rey Don Felipe Segundo y esa arpía pelirroja que se llamó Isabel de Inglaterra, amparo de protestantes, hideputas y piratas, más conocida por la Reina Virgen, aunque maldito si puede uno imaginarse virgen de qué. El caso es que una boda del jovencito hereje con nuestra infanta —que no era Venus pero tenía buen ver, según la pintó Don Diego Velázquez algo más tarde, joven y rubia, una señora, con aquel labio suyo tan de los Austrias— abriría pacíficamente a Inglaterra las puertas del comercio en las Indias Occidentales, resolviendo según los intereses británicos la patata caliente del Palatinado; que no pienso resumir aquí porque para eso están los libros de Historia.

Así pintaban los naipes la noche que yo dormí como un bendito en mi jergón de la calle del Arcabuz, ignorante de la que se estaba cociendo, mientras el capitán Alatriste pasaba las horas en blanco, una mano en la culata de la pistola y la espada al alcance de la otra, en una habitación de servicio del conde de Guadalmedina. En cuanto a Carlos Estuardo y Buckingham, se alojaron con bastante más comodidad y todos los honores en casa del embajador inglés; y a la mañana siguiente, conocida la noticia y mientras los consejeros del Rey nuestro señor, con el conde de Olivares a la cabeza, intentaban buscar una salida a semejante compromiso diplomático, el pueblo de Madrid acudió en masa ante la casa de las Siete Chimeneas a vitorear al osado viajero. Carlos Estuardo era joven, ardiente y optimista; acababa de cumplir los veintidós años y, con ese aplomo que tienen los jóvenes con aplomo, estaba tan seguro de la seducción de su gesto como del amor de una infanta a la que aún no conocía; con la certeza de que los españoles, haciendo honor a nuestra fama de caballerosos y hospitalarios, quedaríamos conquistados, igual que su dama, por tan gallardo gesto. Y en eso tenía razón el mozo. Si en el casi medio siglo de reinado de nuestro buen e inútil monarca Don Felipe Cuarto, por mal nombre llamado el Grande, los gestos caballerescos y hospitalarios, la misa en días de guardar y el pasearse con la espada muy tiesa y la barriga vacía llenaran el puchero o pusieran picas en Flandes, otro gallo nos hubiese cantado a mí, al capitán Alatriste, a los españoles en general y a la pobre España en su conjunto. A ese tiempo infame lo llaman Siglo de Oro. Más lo cierto es que, quienes lo vivimos y sufrimos, de oro vimos poco; y de plata, la justa. Sacrificio estéril, gloriosas derrotas, corrupción, picaresca, miseria y poca vergüenza, de eso sí que tuvimos a espuertas. Lo que pasa es que luego uno va y mira un cuadro de Diego Velázquez, oye unos versos de Lope o de Calderón, lee un soneto de Don Francisco de Quevedo, y se dice que bueno, que tal vez mereció la pena.

Pero a lo que iba. Les estaba contando que la noticia de la aventura corrió como pólvora seca, y ésta ganó el corazón de todo Madrid; aunque al Rey nuestro señor y al conde de Olivares, como se supo a los postres, la llegada sin ser invitado del heredero de la corona británica les sentó como un buen pistoletazo entre las cejas. Se guardaron las formas, por supuesto, y todo fueron agasajos y parabienes. Y de la escaramuza del callejón, ni media palabra. De los pormenores se enteró Diego Alatriste cuando el conde de Guadalmedina regresó a casa, ya entrada la mañana, feliz por el éxito que acababa de apuntarse escoltando a los dos jóvenes y haciéndose acreedor de su gratitud y de la del embajador inglés. Después de las cortesías de rigor en la casa de las Siete Chimeneas, Guadalmedina había sido llamado con urgencia al Alcázar Real, donde puso al corriente del episodio al Rey nuestro señor y al primer ministro. Empeñada su palabra, el conde no podía revelar los pormenores de la emboscada; pero Álvaro de la Marca supo, sin incurrir en el desagrado regio ni faltar a su fe de caballero, expresar sobrados detalles, gestos, sobreentendidos y silencios, para que tanto el monarca como el valido comprendieran, horrorizados, que a los dos imprudentes viajeros habían estado apunto de hacerlos filetes en un callejón oscuro de Madrid.

La explicación, o al menos algunas de las claves que bastaron para darle a Diego Alatriste idea de con quién se jugaba los maravedís, le vino por boca de Guadalmedina; que tras pasar media mañana haciendo viajes entre la casa de las Siete Chimeneas y Palacio, traía noticias frescas, aunque no muy tranquilizadoras para el capitán.

—En realidad el negocio es simple —resumía el conde—. Inglaterra lleva tiempo presionando para que se celebre la boda, pero Olivares y el Consejo, que está bajo su influencia, no tienen prisa. Eso de que una infanta de Castilla matrimonie con un príncipe anglicano les huele a azufre… A sus dieciocho años, el Rey es demasiado joven; y en esto, como en todo lo demás, se deja guiar por Olivares. En realidad los del círculo íntimo creen que el valido no tiene intención de dar su visto bueno a la boda, salvo que el Príncipe de Gales se convierta al catolicismo. Por eso Olivares da largas, y por eso el joven Carlos ha decidido coger el toro por los cuernos y plantearnos el hecho consumado.

Álvaro de la Marca despachaba un refrigerio sentado a la mesa forrada de terciopelo verde. Era media mañana, estaban en la misma habitación donde había recibido la noche anterior a Diego Alatriste, y el aristócrata comía con mucha afición trozos de empanada de pollo y un cuartillo de vino en jarra de plata: su éxito diplomático y social en aquella jornada le avivaba el apetito. Había invitado a Alatriste a acompañarlo tomando un bocado, pero el capitán rechazó la invitación. Permanecía de pie, apoyado en la pared, viendo comer a su protector. Estaba vestido para salir, con capa, espada y sombrero sobre una silla próxima, y en el rostro sin afeitar mostraba las trazas de la noche pasada en blanco.

—¿A quién cree vuestra merced que incomoda más ese matrimonio?

Guadalmedina lo miró entre dos bocados.

—Uf. A mucha gente —dejó la empanada en el plato y se puso a contar con los dedos relucientes de grasa———. En España, la Iglesia y la Inquisición están rotundamente en contra. A eso hay que añadir que el Papa, Francia, Saboya y Venecia siguen dispuestos a cualquier cosa con tal de impedir la alianza entre Inglaterra y España… ¿Te imaginas lo que hubiera ocurrido si anoche llegáis a matar al príncipe y a Buckingham?

—La guerra con Inglaterra, supongo.

El conde atacó de nuevo su refrigerio.

—Supones bien —apuntó, sombrío—. De momento hay acuerdo general para silenciar el incidente. El de Gales, y Buckingham sostienen que fueron objeto de un ataque de salteadores comunes, y el Rey y Olivares han hecho como que se lo creían. Después, a solas, el Rey le pidió una investigación al valido, y éste prometió ocuparse de ello —Guadalmedina se detuvo para beber un largo trago de vino, secándose luego bigote y perilla con una enorme servilleta blanca, crujiente de almidón—… Conociendo a Olivares, estoy seguro de que él mismo podría haber montado el golpe; aunque no lo creo capaz de llegar tan lejos. La tregua con Holanda está a punto de romperse, y sería absurdo distraer el esfuerzo de guerra en una empresa innecesaria contra Inglaterra…

El conde liquidó la empanada mirando distraídamente el tapiz flamenco colgado en la pared a espaldas de su interlocutor: caballeros asediando un castillo e individuos con turbante tirándoles flechas y piedras desde las almenas con muy mala sangre. El tapiz llevaba más de treinta años allí colgado, desde que el viejo general Don Fernando de la Marca lo requisó como botín durante el último saqueo de Amberes, en los tiempos gloriosos del gran Rey Don Felipe. Ahora, su hijo Álvaro masticaba despacio frente a él, reflexionando. Después sus ojos volvieron a Alatriste.

—Esos enmascarados que alquilaron tus servicios pueden ser agentes pagados por Venecia, Saboya, Francia, o vete a saber.. ¿Estás seguro de que eran españoles?

—Tanto como vuestra merced y como yo. Y gente de calidad.

—No te fíes de la calidad. Aquí todo el mundo presume de lo mismo: de cristiano viejo, hijodalgo y caballero. Ayer tuve que despedir a mi barbero, que pretendía afeitarme con su espada colgada del cinto. Hasta los lacayos la llevan. Y como el trabajo es mengua de la honra, no trabaja ni Cristo.

—Estos que yo digo sí eran gente de calidad. Y españoles.

—Bueno. Españoles o no, viene a ser lo mismo. Como si los de afuera no pudieran pagarse cualquier cosa aquí adentro… —el aristócrata soltó una risita amarga—. En esta España austriaca, querido, con oro puede comprarse por igual al noble que al villano. Todo lo tenemos en venta, salvo la honra nacional; e incluso con ella traficamos de tapadillo a la primera oportunidad. En cuanto a lo demás, qué te voy a contar. Nuestra conciencia… —le dirigió un vistazo al capitán por encima de su jarra de plata—. Nuestras espadas…

—O nuestras almas —rubricó Alatriste.

Guadalmedina bebió un poco sin dejar de mirarlo.

—Sí —dijo—. Tus enmascarados pueden, incluso, estar a sueldo de nuestro buen pontífice Gregorio XV. El Santo Padre no puede ver a los españoles ni en pintura.

La gran chimenea de piedra y mármol estaba apagada, y el sol que entraba por las ventanas sólo era tibio; pero aquella mención a la Iglesia bastó para que Diego Alatriste sintiera un calor incómodo. La imagen siniestra de fray Emilio Bocanegra cruzó de nuevo su memoria como un espectro. Había pasado la noche viéndola dibujarse en el techo oscuro del cuarto, en las sombras de los árboles al otro lado de la ventana, en la penumbra del corredor; y la luz del día no era suficiente para hacerla desvanecerse. Las palabras de Guadalmedina la materializaban de nuevo, a modo de mal presagio.

—Sean quienes sean —proseguía el conde—, su objetivo está claro: impedir la boda, dar una lección terrible a Inglaterra, y hacer estallar la guerra entre ambas naciones. Y tú, al cambiar de idea, lo arruinaste todo. Lo tuyo ha sido de licenciado en el arte de hacerse enemigos, así que yo, en tu lugar, cuidaría el pellejo. El problema es que no puedo protegerte más. Contigo aquí podría verme implicado. Yo que tú haría un viaje largo, muy lejos… Y sepas lo que sepas, no lo cuentes ni bajo confesión. Si de esto se entera un cura, cuelga los hábitos, vende el secreto y se hace rico.

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