El capitán Alatriste (5 page)

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Authors: Arturo y Carlota Pérez-Reverte

Tags: #Aventuras

BOOK: El capitán Alatriste
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La del Turco era en realidad un bodegón de los llamados de comer, beber y arder, situado en la esquina de las calles de Toledo y del Arcabuz, a quinientos pasos de la Plaza Mayor. Las dos habitaciones donde vivíamos Diego Alatriste y yo se encontraban sobre ella; y en cierto modo aquel tugurio hacia las veces de cuarto de estar de nuestra casa. Al capitán le gustaba bajar y sentarse allí a matar el tiempo cuando no tenía nada mejor que hacer, que eran las más de las veces. A pesar del olor a fritanga y el humo de la cocina, la suciedad del suelo y las mesas, y los ratones que correteaban perseguidos por el gato o a la caza de migas de pan, el lugar resultaba confortable. También era entretenido, porque solían frecuentarlo viajeros de la posta, golillas, escribanos, ministriles, floristas y tenderos de las cercanas plazas de la Providencia y la Cebada, y también antiguos soldados atraídos por la proximidad de las calles principales de la ciudad y el mentidero de San Felipe el Real. Sin desdeñar la belleza —algo ajada pero aún espléndida— y la antigua fama de la tabernera, el vino de Valdemoro, el moscatel, o el oloroso de San Martín de Valdeiglesias; amén de la circunstancia oportunísima de que el local tuviese una puerta trasera que daba a una corrala y a otra calle; procedimiento muy útil para esquivar la visita de alguaciles, corchetes, acreedores, poetas, amigos pidiendo dinero y otras gentes maleantes e inoportunas. En cuanto a Diego Alatriste, la mesa que Caridad la Lebrijana le reservaba cerca de la puerta era cómoda y soleada, y a veces le acompañaba el vino, desde la cocina, con un pastelillo de carne o unos chicharrones. De su juventud, de la que nunca hablaba ni poco ni mucho, el capitán conservaba cierta afición a la lectura; y no era infrecuente verlo sentado en su mesa, solo, la espada y el sombrero colgados en un clavo de la pared, leyendo la impresión de la última obra estrenada por Lope —que era su autor favorito— en los corrales del Príncipe o de la Cruz, o alguna de las gacetas y hojas sueltas con versos satíricos y anónimos que corrían por la Corte en aquel tiempo a la vez magnífico, decadente, funesto y genial, poniendo como sotana de dómine al valido, a la monarquía y al lucero del alba; en muchos de los cuales, por cierto, Alatriste reconocía el corrosivo ingenio y la proverbial mala uva de su amigo, el irreductible gruñón y popular poeta Don Francisco de Quevedo:

Aquí yace Misser de la Florida

y dicen que le hizo buen provecho

a Satanás su vida.

Ningún coño le vio jamás arrecho.

De Herodes fue enemigo y de sus gentes,

no porque degolló los inocentes,

más porque, siendo niños y tan bellos,

los mandó degollar y no jodellos.

Y otras lindezas por el estilo. Imagino que mi pobre madre viuda, allá en su pueblecito vasco, no habría estado muy tranquila de imaginar a qué extrañas compañías me vinculaba el oficio de paje del capitán. Pero, en lo que al jovencísimo Íñigo Balboa se refiere, a mis trece años todo aquello suponía un espectáculo fascinante, y una muy singular escuela de vida. Ya referí hace un par de capítulos que tanto Don Francisco como el Licenciado Calzas, Juan Vicuña, el Dómine Pérez, el boticario Fadrique y los otros amigos del capitán solían frecuentar la taberna, enzarzándose en largas discusiones sobre política, teatro, poesía o mujeres, sin olvidar un puntual seguimiento de las muchas guerras en las que había andado o andaba envuelta aquella pobre España nuestra, todavía poderosa y temida en el exterior, pero tocada de muerte en el alma. Guerras cuyos campos de batalla era diestro en reproducir sobre la mesa, usando trozos de pan, cubiertos y jarras de vino, el extremeño Juan Vicuña; que por ser antiguo sargento de caballos, mutilado en Nieuport, se las daba de consumado estratega. A lo de las guerras le había vuelto sobrada actualidad, pues cuando el asunto de los enmascarados y los ingleses iban ya para dos o tres, creo recordar, los años de la reanudación de hostilidades en los Países Bajos, expirada la tregua de doce que el difunto y pacífico Rey Don Felipe Tercero, padre de nuestro joven monarca, había firmado con los holandeses. Esa larga tregua, o sus efectos, era precisamente causa de que tantos soldados veteranos anduviesen todavía sin trabajo por las Españas y el resto del mundo, incrementando las filas de desocupados fanfarrones, jaques y valentones dispuestos a alquilar su brazo para cualquier felonía barata; y que entre ellos se contara Diego Alatriste. Sin embargo, el capitán pertenecía a la variedad silenciosa, y nunca lo vio nadie alardear de campañas o heridas, a diferencia de tantos otros; además, cuando volvió a redoblar el tambor de su viejo Tercio, Alatriste, como mi padre y tantos otros hombres valientes, se había apresurado a alistarse de nuevo con su antiguo general, Don Ambrosio Spínola, y a intervenir en lo que hoy conocemos como principio de la Guerra de los Treinta Años. En ella habría servido ininterrumpidamente de no mediar la gravísima herida que recibió en Fleurus. De cualquier modo, aunque la guerra contra Holanda y en el resto de Europa era tema de conversación en aquellos días, muy pocas veces oí al capitán referirse a su vida de soldado. Eso me hizo admirarlo todavía más, acostumbrado a cruzarme con varios cientos que, entre escupir por el colmillo y fantasear sobre Flandes, pasaban el día hablando alto y galleando sobre supuestas hazañas, mientras hacían sonar por la Puerta del Sol o la calle Montera la punta de su espada, o se pavoneaban en las gradas de San Felipe con el cinto coruscado de cañones de hojalata llenos de menciones honoríficas por sus campañas y valor acreditado, todas ellas más falsas que un doblón de plomo.

Había llovido un poco muy de mañana y quedaban huellas de barro por el suelo de la taberna, con ese olor a humedad y serrín que en los lugares públicos dejan los días de agua. El cielo se despejaba, y un rayo de sol, tímido primero y seguro de sí un poco más tarde, encuadraba la mesa donde Diego Alatriste, el Licenciado Calzas, el Dómine Pérez y Juan Vicuña componían tertulia después del yantar. Yo estaba sentado en un taburete cerca de la puerta, haciendo prácticas de caligrafía con una pluma de ave, un tintero y una resma de papel que el Licenciado me había traído a sugerencia del capitán:

—Así podrá instruirse y estudiar leyes para sangrar de su último maravedí a los pleiteantes; como hacen vuestras mercedes los abogados, escribanos y otras gentes de mal vivir.

Calzas se había echado a reír. Gozaba de excelente carácter, una especie de cínico buen humor a prueba de cualquier cosa, y su amistad con Diego Alatriste era antigua y confianzuda.

—A fe mía que gran verdad es ésa —había sentenciado, risueño, guiñándome un ojo—. La pluma, Íñigo, es más rentable que la espada.


Longa manus calami
—apostilló por su cuenta el Dómine.

Principio en que todos los contertulios estuvieron de acuerdo, por unanimidad o por disimular la ignorancia del latín. Al día siguiente el Licenciado me trajo recado de escribir, que sin duda había distraído con habilidad de los juzgados donde se ganaba la vida con no poca holgura merced a las corruptelas propias de su oficio. Alatriste no dijo nada, ni me aconsejó el uso a dar a la pluma, el papel y la tinta. Pero leí la aprobación en sus ojos tranquilos cuando vio que me sentaba junto a la puerta a practicar caligrafía. Lo hice copiando unos versos de Lope que había oído recitar varias veces al capitán, entre los de aquellas noches en que la herida de Fleurus lo atormentaba más de la cuenta:

Aún no ha venido el villano

que me prometió venir

a ser honrado en morir

de mi hidalga y noble mano…

El hecho de que el capitán riese de vez en cuando entre dientes al recitar aquello, tal vez para disimular los pesares de su vieja herida, no bastaba para empañar el hecho de que a mí se me antojaran unos lindos versos. Como aquellos otros, que también me aplicaba a escribir esa mañana, por habérselos oído igualmente en sus noches en blanco a Diego Alatriste:

Cuerpo a cuerpo he de matalle

donde Sevilla lo vea,

en la plaza o en la calle;

que al que mata y no pelea

nadie puede disculpalle;

y gana más el que muere

a traición, que el que le mata.

Terminaba justo de escribir la última línea cuando el capitán, que se había levantado a beber un poco de agua de la tinaja, cogió el papel para echarle un vistazo. De pie a mi lado leyó los versos en silencio y luego me miró largamente: una de esas miradas que yo le conocía bien, serenas y prolongadas, tan elocuentes como podían serlo todas aquellas palabras que yo me acostumbré a leer en sus labios aunque nunca las pronunciara. Recuerdo que el sol, todavía un quiero y no puedo entre los tejados de la calle de Toledo, deslizó un rayo oblicuo que iluminó el resto de las hojas en mi regazo y los ojos glaucos, casi transparentes, del capitán, fijos en mí; terminando de secar la tinta aún fresca de los versos que Diego Alatriste tenía en la mano. No sonrió, ni hizo gesto alguno. Me devolvió la hoja sin decir palabra y volvió a la mesa; pero todavía lo vi dirigirme desde allí una última y larga mirada antes de enfrascarse de nuevo en la conversación con sus amigos.

Llegaron, con poco tiempo de diferencia, el Tuerto Fadrique y Don Francisco de Quevedo. Fadrique venía de su botica de Puerta Cerrada; había estado preparando específicos para sus clientes, y traía el gaznate abrasado de vapores, mejunjes y polvos medicinales. Así que nada más llegar se calzó un cuartillo de vino de Valdemoro y empezó a detallarle al Dómine Pérez las propiedades laxantes de la corteza de nuez negra del Indostán. En ésas estábamos cuando apareció Don Francisco de Quevedo, sacudiéndose el lodo de los charcos que traía en los zapatos.

El barro, que me sirve, me aconseja…

Venía diciendo, malhumorado. Se detuvo a mi lado ajustándose los anteojos, echó un vistazo a los versos que copiaba y enarcó las cejas, complacido, al comprobar que no eran de Alarcón, ni de Góngora. Luego fue, con aquel paso cojitranco característico de sus pies torcidos —los tenía así desde niño, lo que no le impedía ser hombre ágil y diestro espadachín—, a sentarse a la mesa con el resto de sus contertulios. Allí echó mano a la jarra más próxima.

—Dame, no seas avaro, el divino licor de Baco claro— le dijo a Juan Vicuña.

Era éste, como dije, un antiguo sargento de caballos, muy fuerte y corpulento, que había perdido la mano derecha en Nieuport y vivía de su beneficio, consistente en una licencia para explotar un garito o pequeña casa de juego. Vicuña le pasó una jarra de Valdemoro, y Don Francisco, aunque prefería el blanco de Valdeiglesias, lo apuró de un trago, sin respirar.

—¿Cómo va lo del memorial? —se interesó Vicuña.

Se secaba el poeta la boca con el dorso de la mano. Algunas gotas de vino le habían caído sobre la cruz de Santiago que llevaba bordada en el pecho de la ropilla negra.

—Creo —dijo— que Felipe el Grande se limpia el culo con él.

—No deja de ser un honor —apuntó el Licenciado Calzas.

Don Francisco metió mano a otra jarra.

—En todo caso —hizo una pausa mientras bebía— el honor es para su real culo. El papel era bueno, de a medio ducado la resma. Y con mi mejor letra.

Venía bastante atravesado, pues no eran buenos tiempos para él, ni para su prosa, ni para su poesía, ni para sus finanzas. Hacía sólo unas semanas que el Cuarto Felipe había tenido a bien levantar la orden, de prisión primero y luego de destierro, que pesaba sobre él desde la caída en desgracia, dos o tres años atrás, de su amigo y protector el duque de Osuna. Rehabilitado por fin, Don Francisco había podido regresar a Madrid; pero estaba ayuno de recursos monetarios, y el memorial que había dirigido al Rey solicitando la antigua pensión de cuatrocientos escudos que se le debía por sus servicios en Italia —había llegado a ser espía en Venecia, fugitivo y con dos compañeros ejecutados— sólo gozaba de la callada por respuesta. Aquello lo enfurecía más, aguzaba su malhumor y su ingenio, que iban parejos, y contribuía a buscarle nuevos problemas.


Patientia lenietur Princeps
—lo consoló el Dómine Pérez—. La paciencia aplaca al soberano.

—Pues a mi me aplaca una higa, reverendo padre.

Miraba alrededor el jesuita con aire preocupado. Cada vez que uno de sus contertulios se metía en problemas, al Dómine Pérez le tocaba avalarlo ante la autoridad, como hombre de iglesia que era. Incluso absolvía de vez en cuando a sus amigos
sub conditione
, sin que éstos se lo pidieran. A traición, decía el capitán. Menos sinuoso que el común de los miembros de su Orden, el Dómine se creía a menudo en la honrada obligación de moderar trifulcas. Era hombre vivido, buen teólogo, comprensivo con las flaquezas humanas, benévolo y apacible en extremo. Eso le hacía tener manga ancha con sus semejantes, y su iglesia se veía concurrida por mujeres que acudían a reconciliar pecados, atraídas por su fama de poco riguroso en el tribunal de la penitencia. En cuanto a los asiduos de la taberna del Turco, nunca hablaban ante él de lances turbios ni de hembras; era ésa la regla en que basaba su compañía, comprensión y amistad. Los lances y amoríos, decía, los trato en el confesionario. Respecto a sus superiores eclesiásticos, cuando le reprochaban sentarse en la taberna con poetas y espadachines, solía responder que los santos se salvan solos, mientras que a los pecadores hay que ir a buscarlos donde se encuentran. Añadiré en su honor que apenas probaba el vino y nunca le oí decir mal de nadie. Lo que en la España de entonces y en la de ahora, incluso para un clérigo, resultaba insólito.

—Seamos prudentes, señor Quevedo —añadió aquella vez, afectuoso, tras el correspondiente latín—. No está vuestra merced en posición para murmurar ciertas cosas en voz alta.

Don Francisco miró al sacerdote, ajustándose los anteojos.

—¿Murmurar yo?… Erráis, Dómine. Yo no murmuro, sino que
afirmo
en voz alta.

Y puesto en pie, volviéndose hacia el resto de los parroquianos, recitó, con su voz educada, sonora y clara:

No he de callar, por más que con el dedo,

ya tocando la boca, o ya la frente,

silencio avises, o amenaces miedo.

¿No ha de haber un espíritu valiente?

¿Siempre se ha de sentir lo que se dice?

¿Nunca se ha de decir lo que se siente?

Aplaudieron Juan Vicuña y el Licenciado Calzas, y el Tuerto Fadrique asintió gravemente con la cabeza. El capitán Alatriste miraba a Don Francisco con una sonrisa larga y melancólica, que éste le devolvió, y el Dómine Pérez abandonó la cuestión por imposible, concentrándose en su moscatel muy rebajado con agua. Volvía a la carga el poeta, emprendiéndola ahora con un soneto al que daba vueltas de vez en cuando:

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