El capitán Alatriste (9 page)

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Authors: Arturo y Carlota Pérez-Reverte

Tags: #Aventuras

BOOK: El capitán Alatriste
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—Un lío endiablado —repitió Guadalmedina.

El capitán se encogió de hombros. Estaba destocado y sin capa, de pie en una pequeña salita decorada con tapices flamencos, y junto a él, sobre una mesa forrada de terciopelo verde, tenía un vaso de aguardiente que no había probado. Guadalmedina, vestido con exquisito batín de noche y zapatillas de raso, fruncido el ceño con preocupación, se paseaba de un lado a otro ante la chimenea encendida, reflexionando sobre lo que Alatriste acababa de contarle: la historia verdadera de lo ocurrido, paso a paso excepto un par de omisiones, desde el episodio de los enmascarados hasta el desenlace de la emboscada en el callejón. El conde era una de las pocas personas en que podía fiar a ciegas; y como había decidido mientras conducía hasta su casa a los dos ingleses, tampoco tenía mucho donde elegir.

—¿Sabes a quiénes has intentado matar hoy?

—No. No lo sé —Alatriste escogía con sumo cuidado sus palabras—. En principio, a un tal Thomas Smith y a su compañero. Al menos eso me dicen. O me dijeron.

—¿Quién te lo dijo?

—Es lo que quisiera saber yo.

Álvaro de la Marca se había detenido ante él y lo miraba, entre admirado y reprobador. El capitán se limitó a mover la cabeza en un breve gesto afirmativo, y oyó al aristócrata murmurar «cielo santo» antes de recorrer de nuevo el cuarto arriba y abajo. En ese momento los ingleses estaban siendo atendidos en el mejor salón de la casa por los criados del conde, movilizados a toda prisa. Mientras Alatriste esperaba, había estado oyendo el trajín de puertas abriéndose y cerrándose, voces de criados en la puerta y relinchos en las caballerizas, desde las que llegaba, a través de las ventanas emplomadas, el resplandor de antorchas. La casa toda parecía en pie de guerra. El mismo conde había escrito urgentes billetes desde su despacho antes de reunirse con Alatriste. A pesar de su sangre fría y su habitual buen humor, pocas veces el capitán lo había visto tan alterado.

—Así que Thomas Smith —murmuró el conde.

—Eso dijeron.

—Thomas Smith tal cual, a secas.

—Eso es.

Guadalmedina se había detenido otra vez ante él.

—Thomas Smith mis narices —remachó por fin, impaciente—. El del traje gris se llama Jorge Villiers. ¿Te suena?… —con gesto brusco cogió de la mesa el vaso que Alatriste mantenía intacto y se lo bebió de un solo trago—. Más conocido en Europa por su título inglés: marqués de Buckingham.

Otro hombre con menos temple que Diego Alatriste y Tenorio, antiguo soldado de los tercios de Flandes, habría buscado con urgencia una silla donde sentarse. O para ser más exactos, donde dejarse caer. Pero se mantuvo erguido, sosteniendo la mirada de Guadalmedina como si nada de aquello fuera con él. Sin embargo, mucho más tarde, ante una jarra de vino y conmigo como único testigo, el capitán reconocería que en aquel momento hubo de colgar los pulgares del cinto para evitar que las manos le temblaran. Y que la cabeza se puso a darle vueltas como si estuviese en el ingenio giratorio de una feria. El marqués de Buckingham, eso lo sabía cualquiera en España, era el joven favorito del Rey Jacobo I de Inglaterra: flor y nata de la nobleza inglesa, famoso caballero y elegante cortesano, adorado por las damas, llamado a muy altos destinos en el regimiento de los asuntos de Estado de Su Majestad británica. De hecho lo hicieron duque semanas más tarde, durante su estancia en Madrid.

—Resumiendo —concluyó, ácido, Guadalmedina—. Que has estado a punto de despachar al valido del Rey de Inglaterra, que viaja de incógnito. Y en cuanto al otro…

—¿John Smith?

Esta vez había una nota de resignado humor en el tono de Diego Alatriste. Guadalmedina inició el gesto de llevarse las manos a la cabeza, y el capitán observó que la sola mención de micer John Smith, fuera quien fuese, hacía palidecer al aristócrata. Al cabo de un instante, Álvaro de la Marca se pasó la uña de un pulgar por la barbita que llevaba recortada en perilla y volvió a mirar al capitán de arriba abajo, admirado.

—Eres increíble, Alatriste —dio dos pasos por el cuarto, se detuvo de nuevo y volvió a mirarlo del mismo modo—. Increíble.

Hablar de amistad sería excesivo para definir la relación entre Guadalmedina y el antiguo soldado; pero sí podríamos hablar de mutua consideración, en los límites de cada cual. Álvaro de la Marca estimaba sinceramente al capitán; la historia arrancaba de cuando, en su juventud, Diego Alatriste había servido en Flandes destacándose bajo las banderas del viejo conde de Guadalmedina, que ya entonces tuvo oportunidad de mostrarle afición y aprecio. Más tarde, los azares de la guerra pusieron al joven conde cerca de Alatriste, en Nápoles, y se contaba que, aunque simple soldado, éste rindió al hijo de su antiguo general algunos servicios importantes cuando la desastrosa jornada de las Querquenes. Álvaro de la Marca no había olvidado aquello, y con el tiempo, heredada fortuna y títulos, trocadas las armas por la vida cortesana, no echó en vacío al capitán. De vez en cuando alquilaba sus servicios como espadachín para solventar asuntos de dinero, escoltarlo en aventuras galantes y peligrosas, o ajustar cuentas con maridos cornudos, rivales en amores y acreedores molestos, como en el caso del marquesito de Soto, a quien, recordemos, Alatriste había administrado en la fuente del Acero, por prescripción del propio Guadalmedina, una dosis letal de lo mismo. Pero lejos de abusar de aquella situación, cual sin duda habría hecho buena parte de los valentones licenciados que andaban por la Corte tras un beneficio o unos doblones, Diego Alatriste mantenía las distancias, sin acudir al conde salvo en ocasiones como aquélla, de absoluta y desesperada necesidad. Algo que, por otra parte, nunca hubiera hecho de no tener por cierta la calidad de los hombres a quienes había atacado. Y la gravedad de cuanto estaba a punto de caerle encima.

—¿Estás seguro de que no reconociste a ninguno de los enmascarados que te encargaron el negocio?

—Ya lo he dicho a vuestra merced. Parecía gente de respeto, más no pude identificar a ninguno.

Guadalmedina se acarició de nuevo la perilla.

—¿Sólo estaban ellos dos contigo aquella noche?

—Ellos dos, que yo recuerde.

—Y uno dijo de no matarlos, y el otro que sí.

—Más o menos.

El conde miró detenidamente a Alatriste.

—Algo me ocultas, pardiez.

El capitán volvió a encoger los hombros, sosteniendo la mirada de su protector.

—Quizás —repuso con calma.

Álvaro de la Marca sonrió torcidamente, manteniendo sobre él sus ojos escrutadores. Se conocían de sobra como para saber que Alatriste no iba a decir nada más de lo que había dicho, aun en el caso de que el conde amenazara con desentenderse del asunto y echarlo a la calle.

—Está bien —concluyó—. Al fin y al cabo, es tu cuello el que está en juego.

El capitán asintió con gesto fatalista. Una de las pocas imprecisiones en el relato hecho al conde consistía en callar la actuación de fray Emilio Bocanegra. No porque deseara proteger la persona del inquisidor —que más bien debía ser temido que protegido—, sino porque, a pesar de la ilimitada confianza que tenía en Guadalmedina, él no era ningún delator. Una cosa era hablar de dos enmascarados, y otra muy distinta denunciar a quien le había encomendado un trabajo; por más que uno de éstos fuese el fraile dominico, y toda aquella historia, y su desenlace, pudiera costarle al propio Alatriste acabar en las poco simpáticas manos del verdugo. El capitán pagaba la benevolencia del aristócrata poniendo en sus manos la suerte de aquellos ingleses y también la suya propia. Pero aunque viejo soldado y acero a sueldo, él también tenía sus retorcidos códigos. No estaba dispuesto a violentarlos aunque le fuese la vida en ello, y eso Guadalmedina lo sabía de sobra. Otras veces, cuando era el nombre de Álvaro de la Marca el que andaba en juego, el capitán se había negado a revelarlo a terceros, siempre con idéntico aplomo. En la reducida porción de mundo que, pese a sus vidas tan dispares, ambos compartían, aquéllas eran las reglas. Y Guadalmedina no estaba dispuesto a infringirlas, ni siquiera con aquel inesperado marqués de Buckingham y su acompañante sentados en el salón de la casa. Era evidente, por su expresión, que Álvaro de la Marca meditaba a toda prisa sobre el mejor partido que podía sacar al secreto de Estado que el azar y Diego Alatriste habían ido a poner en sus manos.

Un criado se detuvo respetuosamente en el umbral. El conde fue hasta él, y Diego Alatriste los oyó cambiar algunas palabras en voz baja. Cuando se retiró el fámulo, Guadalmedina vino al capitán, pensativo.

—Había previsto avisar al embajador inglés, pero esos caballeros dicen que no resulta conveniente que el encuentro tenga lugar en mi casa… Así que, como ya están repuestos, voy a hacer que varios hombres de mi confianza, y yo mismo con ellos, los escolten hasta la casa de las Siete Chimeneas, para evitar más encuentros desagradables.

—¿Puedo hacer algo para ayudar a vuestra merced?

El conde lo miró con irónico fastidio.

—Ya has hecho bastante por hoy, me temo. Lo mejor es que te quites de en medio.

Alatriste asintió, y con un íntimo suspiro hizo el gesto resignado, lento, de despedirse. Era obvio que no podía volver a su casa, ni a la de ningún conocido habitual; y si Guadalmedina no le ofrecía alojamiento, se exponía a vagar por las calles a merced de sus enemigos o de los corchetes de Martín Saldaña, que tal vez estaban alertados sobre el suceso. El conde sabía todo eso. Y sabía también que Diego Alatriste nunca le pediría ayuda claramente; era demasiado orgulloso para hacerlo. Y si Guadalmedína no daba por recibido el mensaje tácito, el capitán no tendría más remedio que afrontar de nuevo la calle sin otro recurso que su espada. Pero ya sonreía el conde, distraído en sus reflexiones.

—Puedes quedarte aquí esta noche —dijo—. Y mañana veremos qué nos depara la vida… He ordenado que te dispongan una habitación.

Alatriste se relajó imperceptiblemente. Por la puerta entreabierta vio cómo al aristócrata le preparaban la ropa. Observó que los criados traían también un coleto de ante y varias pistolas cargadas. Álvaro de la Marca no parecía dispuesto a que sus invitados de fortuna corrieran más riesgos.

—Dentro de unas horas se extenderá la noticia de la llegada de estos señores, y todo Madrid estará patas arriba —suspiró el conde—. Ellos me piden bajo palabra de gentilhombre que se silencie la noticia de la escaramuza contigo y con tu acompañante, y que tampoco se sepa que los ayudaste a buscar refugio aquí… Todo esto es muy delicado, Alatriste. Y va en ello bastante más que tu cuello. Oficialmente el viaje ha de terminar, sin incidentes, ante la residencia del embajador inglés. Y es lo que vamos a procurar ahora mismo.

Había iniciado el movimiento hacia el cuarto donde le aderezaban las ropas, cuando de pronto pareció recordar algo.

—Por cierto —añadió, parándose—, desean verte antes de irse. No sé cómo diantre resolviste al final la cuestión, pero después que les conté quién eres y cómo se fraguó todo, no parecen guardarte demasiado rencor. ¡Esos ingleses y su condenada flema británica! … Voto a Dios que si me hubieras dado a mí el susto que les diste a ellos, yo estaría pidiendo a gritos tu cabeza. No habría tardado un minuto en hacerte asesinar.

La entrevista fue breve, y tuvo lugar en el enorme vestíbulo, bajo un cuadro del Tiziano que mostraba a Dánae a punto de ser fecundada por Zeus en forma de lluvia de oro. Álvaro de la Marca, ya vestido y equipado como para asaltar una galera turca, con culatas de pistolas sobresaliéndole del cinto junto a la espada y la daga, condujo al capitán al lugar donde los ingleses se disponían a salir envueltos en sus capas, rodeados de criados del conde que también iban armados hasta los dientes. Afuera aguardaban más criados con antorchas y alabardas, y sólo faltaba un tambor para que aquello pareciese una ronda nocturna de soldados en vísperas de escaramuza.

—He aquí al hombre —dijo Guadalmedina, irónico, mostrándoles al capitán.

Los ingleses se habían aseado y repuesto del viaje. Sus ropas estaban cepilladas y razonablemente limpias, y el más joven llevaba un amplio pañuelo alrededor del cuello, sosteniéndole el brazo, del que tenía cercana la herida. El otro inglés, el del traje gris, identificado como Buckingham por Álvaro de la Marca, había recuperado una arrogancia que Alatriste no recordaba haberle visto durante la refriega del callejón. Por aquel tiempo, Jorge Villiers, marqués de Buckingham, era ya gran almirante de Inglaterra y gozaba de considerable influencia cerca del Rey Jacobo I. Apuesto, ambicioso, inteligente, romántico y aventurero, estaba a punto de recibir el título ducal con que lo conocerían la Historia y la leyenda. Ahora, todavía joven y en plena ascensión hasta la más alta privanza de la corte de Saint James, el favorito del Rey de Inglaterra miraba con displicente atención a su agresor, y Alatriste soportó impávido el escrutinio. Marqués, arzobispo o villano, aquel tipo elegante de rasgos agraciados no le daba frío ni calor, ya fuera valido del Rey Jacobo o primo hermano del Papa. Eran fray Emilio Bocanegra y los dos enmascarados los que iban a quitarle el sueño aquella noche, y mucho se temía que también algunas más.

—Casi nos mata hoy, en la calle —dijo muy sereno el inglés en su español con fuerte acento extranjero, dirigiéndose más a Guadalmedina que a Alatriste.

—Siento lo ocurrido —respondió el capitán, tranquilo, con una inclinación de cabeza—. Pero no todos somos dueños de nuestras estocadas.

El inglés aún lo miró con fijeza unos instantes. Asomaba un aire despectivo a sus ojos azules, esfumada de ellos la sorprendida espontaneidad de los primeros momentos tras la lucha en el callejón. Había tenido tiempo para recapacitar, y el recuerdo de haberse visto a merced de un espadachín desconocido lastimaba su amor propio. De ahí aquella recién estrenada arrogancia, que Alatriste no había visto por ninguna parte cuando a la luz del farol cruzaban las espadas.

—Creo que estamos en paz —dijo por fin. Y volviendo con brusquedad la espalda, empezó a ponerse los guantes.

A su lado, el inglés más joven, el supuesto John Smith, permanecía en silencio. Tenía la frente despejada, blanca y noble, y sus rasgos eran finos, con manos delicadas y pose elegante. Aquello, a pesar de las ropas de viaje, delataba a la legua a un jovencito de buenísima familia. El capitán vislumbró una leve sonrisa bajo el todavía suave bigote rubio. Iba a hacer una nueva inclinación de cabeza y retirarse, cuando el joven pronunció unas palabras en su lengua que hicieron volver la cabeza al otro inglés. Por el rabillo del ojo, Alatriste vio sonreír a Guadalmedina, que además del francés y el latín hablaba la parla de los herejes.

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