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Authors: Arturo y Carlota Pérez-Reverte

Tags: #Aventuras

El capitán Alatriste (4 page)

BOOK: El capitán Alatriste
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—Faltan diez piezas de oro —dijo el capitán—. Para cada uno.

El tono del otro se volvió desabrido:

—Quien aguarda mañana por la noche entregará el resto, a cambio de los documentos que llevan los viajeros.

—¿Y si algo sale mal?

Los ojos del enmascarado corpulento a quien su acompañante había llamado Excelencia parecieron perforar al capitán a través de los agujeros del antifaz.

—Es mejor, por el bien de todos, que nada salga mal —dijo.

Su voz había sonado con ecos de amenaza, y era evidente que amenazar formaba parte del tipo de cosas que aquel individuo disponía a diario. También saltaba a la vista que era de los que sólo necesitan amenazar una vez, y las más de las veces ni siquiera eso. Aun así, Alatriste se retorció con dos dedos una guía del mostacho mientras le sostenía al otro la mirada, ceñudo y con las plantas bien afirmadas en el suelo, resuelto a no dejarse impresionar ni por una Excelencia ni por el Sursum Corda. No le gustaba que le pagasen a plazos, y menos que le leyeran la cartilla, de noche y a la luz de un farol, dos desconocidos que se ocultaban tras sendas máscaras y encima no liquidaban al contado. Pero su compañero del rostro con marcas de viruela, menos quisquilloso, parecía interesado en otras cuestiones:

—¿Qué pasa con las bolsas de los dos pardillos? —le oyó preguntar—… ¿También hemos de entregarlas?

Italiano, dedujo el capitán al oír su acento. Hablaba quedo y grave, casi confidencial, pero de un modo apagado, áspero, que producía una incómoda desazón. Como si alguien le hubiera quemado las cuerdas vocales con alcohol puro. En lo formal, el tono de aquel individuo era respetuoso; pero había una nota falsa en él. Una especie de insolencia no por disimulada menos inquietante. Miraba a los enmascarados con una sonrisa, que era a un tiempo amistosa y siniestra, blanqueándole bajo el bigote recortado. No resultaba difícil imaginarlo con el mismo gesto mientras su cuchilla, ris, ras, rasgaba la ropa de un cliente con la carne que hubiera debajo. Aquélla era una sonrisa tan desproporcionadamente simpática que daba escalofríos.

—No es imprescindible —respondió el de la cabeza redonda, tras consultar en silencio con el otro enmascarado, que asintió—. Las bolsas pueden quedárselas vuestras mercedes, si lo desean. Como gajes.

El italiano silbó entre dientes un aire musical parecido a la chacona, algo como
tirurí-ta-ta
repetido un par de veces, mientras miraba de soslayo al capitán:

—Creo que me va a gustar este trabajo.

La sonrisa le había desaparecido de la boca para refugiarse en los ojos negros, que relucieron de modo peligroso. Aquélla fue la primera vez que Alatriste vio sonreír a Gualterío Malatesta. Y sobre ese encuentro, preludio de una larga y accidentada serie, el capitán me contaría más tarde que, en el mismo instante, su pensamiento fue que si alguna vez alguien le dirigía una sonrisa como aquélla en un callejón solitario, no se la haría repetir dos veces antes de echar mano a la blanca y desenvainar como un rayo. Cruzarse con aquel personaje era sentir la necesidad urgente de madrugar antes que, de modo irreparable, te madrugara él. Imaginen vuestras mercedes una serpiente cómplice y peligrosa, que nunca sabes de qué lado está hasta que compruebas que sólo está del suyo propio, y todo lo demás se le da una higa. Uno de esos fulanos atravesados, correosos, llenos de recovecos sombríos, con los que tienes la certeza absoluta de que nunca debes bajar la guardia, y de que más vale largarle una buena estocada, por si las moscas, antes que te la pegue él a ti.

El enmascarado corpulento era hombre de pocas palabras. Todavía aguardó un rato en silencio, escuchando con atención cómo el de la cabeza redonda explicaba a Diego Alatriste y al italiano los últimos detalles del asunto. Un par de veces movió afirmativamente la cabeza, mostrando aprobación a lo que oía. Luego dio media vuelta y anduvo hasta la puerta.

—Quiero poca sangre —le oyeron insistir por última vez, desde el umbral.

Por los indicios anteriores, el tratamiento, y sobre todo por el gesto de profundo respeto que le dedicó el otro enmascarado, el capitán dedujo que quien acababa de irse era persona de muy alta condición. Aún pensaba en ello cuando el de la cabeza redonda apoyó una mano en la mesa y miró a los dos espadachines a través de los agujeros de su careta, con atención extrema. Había un brillo nuevo e inquietante en su mirada, como si todavía no estuviese dicho todo. Se instaló entonces un incómodo silencio en la habitación llena de sombras, y Alatriste y el italiano se observaron un momento de soslayo, preguntándose sin palabras qué quedaba todavía por saber. Frente a ellos, inmóvil, el enmascarado parecía aguardar algo, o a alguien.

La respuesta llegó al cabo de un momento, cuando un tapiz disimulado en la penumbra del cuarto, entre los estantes de libros, se movió para descubrir una puerta escondida en la pared, y en ella vino a destacarse una silueta oscura y siniestra, que alguien menos templado que Diego Alatriste habría tomado por una aparición. El recién llegado dio unos pasos, y la luz del farol sobre la mesa le iluminó el rostro marcando oquedades en sus mejillas afeitadas y hundidas, sobre las que un par de ojos coronados por espesas cejas brillaban, febriles. Vestía el hábito religioso negro y blanco de los dominicos, y no iba enmascarado, sino a rostro descubierto: un rostro flaco, ascético, al que los ojos relucientes daban expresión de fanática firmeza. Debía dé andar por los cincuenta y tantos años. El cabello gris lo llevaba corto, en forma de casquete alrededor de las sienes, con una gran tonsura en la parte superior. Las manos, que sacó de las mangas del hábito al entrar en la habitación, eran secas y descarnadas, igual que las de un cadáver. Tenían aspecto de ser heladas como la muerte.

El enmascarado de la cabeza redonda se volvió hacia el fraile, con extrema deferencia:

—¿Lo ha oído todo Vuestra Paternidad?

Afirmó el dominico con un gesto seco, breve; sin apartar los ojos de Alatriste y el italiano, como si estuviese valorándolos. Luego se volvió al enmascarado, y, cual si el gesto fuese una señal o una orden, éste se dirigió de nuevo a los dos espadachines.

—El caballero que acaba de marcharse —dijo— es digno de todo nuestro respeto y consideración. Pero no es él solo quien decide este negocio, y resulta conveniente que algunas cosas las maticemos un poco.

Al llegar a ese punto, el enmascarado cambió una breve mirada con el fraile, en espera de su aprobación antes de continuar; pero el otro permaneció impasible.

—Por razones de alta política —prosiguió entonces—, y a pesar de cuanto el caballero que acaba de dejarnos ha dicho, los dos ingleses deben ser neutralizados de modo —hizo una pausa, cual si buscase palabras apropiadas bajo la máscara—… más contundente —dirigió de nuevo un rápido vistazo al fraile—. O definitivo.

—Vuestra merced quiere decir… —empezó Diego Alatriste, que prefería las cosas claras.

El dominico, que había escuchado en silencio y parecía impacientarse, lo atajó alzando una de sus huesudas manos.

—Quiere decir que los dos herejes deben morir.

¿Los dos?

—Los dos.

Junto a Alatriste, el italiano volvió a silbar entre dientes el aire musical. Tirurí-ta-ta. Sonreía entre interesado y divertido. Por su parte, perplejo, el capitán miró el dinero que había sobre la mesa. Luego meditó un poco y se encogió de hombros.

—Igual da —dijo—. Y a mi compañero no parece importarle demasiado el cambio de planes.

—Que me place —apuntó el italiano, todavía sonriente.

—Incluso facilita las cosas —prosiguió Alatriste, ecuánime—. De noche, herir a uno o dos hombres resulta más complicado que despacharlos del todo.

—El arte de lo simple —terció el otro.

Ahora el capitán miraba al hombre de la máscara.

—Sólo hay algo que me preocupa —dijo Alatriste—. El caballero que acaba de marcharse parece gente de calidad, y ha dicho que no desea que matemos a nadie… No sé lo que piensa mi compañero, más yo lamentaría indisponerme con ese a quien vos mismo habéis llamado Excelencia, sea quien sea, por complacer a vuestras mercedes.

—Puede haber más dinero —apuntó el enmascarado, tras ligera vacilación.

—Sería útil precisar cuánto.

—Otras diez piezas de a cuatro. Con las diez pendientes, y estas cinco, suman veinticinco doblones para cada uno. Más las bolsas de los señores Thomas y John Smith.

—A mí me acomoda —dijo el italiano.

Era obvio que igual le daban dos que veinte; heridos, muertos o en escabeche. Por su parte, Alatriste reflexionó de nuevo un instante, y luego negó con la cabeza. Aquellos eran muchos doblones por agujerearle el pellejo a un par de Don nadies. Y ahí estaba justo lo malo de tan extraño negocio: demasiado bien pagado como para no resultar inquietante. Su instinto de viejo soldado olfateaba peligro.

—No es cuestión de dinero.

—Sobran aceros en Madrid —insinuó el de la máscara, irritado; y el capitán no supo si se refería a la búsqueda de un sustituto, o a alguien que le ajustara las cuentas si rechazaba el nuevo trato. La posibilidad de que fuese una amenaza no le gustó. Por costumbre, se retorció el bigote con la mano derecha, mientras la zurda se apoyaba despacio en el pomo de la espada. El gesto no pasó inadvertido a nadie.

En ese momento, el fraile se encaró con Alatriste. Su rostro de asceta fanático se había endurecido, y los ojos hundidos en las cuencas asaeteaban a su interlocutor, arrogantes.

—Soy —dijo con voz desagradable— el padre Emilio Bocanegra, presidente del Santo Tribunal de la Inquisición.

Al decir aquello pareció que un viento helado cruzaba de parte a parte la habitación. Y acto seguido, en el mismo tono, el fraile detalló a Diego Alatriste y al italiano, de modo sucinto y con suma aspereza, que él no necesitaba máscara ni ocultar su identidad, ni venir a ellos como un ladrón en la noche, porque el poder que Dios había puesto en sus manos bastaba para aniquilar en el acto a cualquier enemigo de la Santa Madre Iglesia y de Su Católica Majestad el Rey de las Españas. Dicho lo cual, y mientras sus interlocutores tragaban saliva de modo ostensible, hizo una pausa para comprobar el efecto de sus palabras y prosiguió, en el mismo tono amenazante:

—Sois manos mercenarias y pecadoras, manchadas de sangre como vuestras espadas y vuestra conciencia. Pero el Todopoderoso escribe recto con renglones torcidos.

Los renglones torcidos cambiaron entre sí una mirada inquieta mientras el fraile proseguía su discurso.

—Esta noche —dijo— se os confía una tarea de inspiración sagrada, etcétera. La cumpliréis a rajatabla, porque de ese modo servís a la Justicia Divina. Si os negáis, si escurrís el bulto, caerá sobre vosotros la cólera de Dios, mediante el brazo largo, terrible, del Santo Oficio. Arrieros somos.

Dicho aquello, el dominico quedó en silencio y nadie osó pronunciar palabra. Hasta al italiano se le había olvidado la musiquilla, lo que ya era mucho decir. En la España de aquella época, enemistarse con la poderosa Inquisición significaba afrontar una serie de horrores que a menudo incluían prisión, tortura, hoguera y muerte. Hasta los hombres más crudos temblaban a la sola mención del Santo Oficio; y por su parte, Diego Alatriste, como todo Madrid, conocía bien la fama implacable de fray Emilio Bocanegra, presidente del Consejo de los Seis Jueces, cuya influencia llegaba hasta el Gran Inquisidor y hasta los corredores privados del Alcázar Real. Sólo una semana antes, por causa del llamado
crimen pessimum
o crimen nefando, el padre Bocanegra había convencido a la Justicia para quemar en la Plaza Mayor a cuatro criados jóvenes del conde de Monteprieto, que se delataron unos a otros como sodomitas en el potro del tormento inquisitorial. En cuanto al conde, un aristócrata maduro, soltero y melancólico, su título de grande de España lo había librado por los pelos de sufrir idéntica suerte, y el Rey se contentó con firmar un decreto para incautarse de sus posesiones y desterrarlo a Italia. El despiadado padre Bocanegra había llevado todo el procedimiento de modo personal, y aquel triunfo acababa de afianzar su temible poder en la Corte. Hasta el conde de Olivares, privado del Rey, procuraba estar a bien con el feroz dominico.

Allí no cabía ni parpadear. Con un suspiro interior, el capitán Alatriste comprendió que los dos ingleses, fueran quienes fuesen y a pesar de las buenas intenciones del enmascarado corpulento, estaban sentenciados sin remedio. Con la Iglesia habían topado, y discutir más resultaba, amén de inútil, peligroso.

—¿ Qué hay que hacer? —dijo por fin, resignado a lo inevitable.

—Matarlos sin cuartel —respondió fray Emilio en el acto, con el fuego fanático devorándole la mirada.

—¿Sin saber quiénes son?

—Ya hemos dicho quiénes son —apuntó el enmascarado de la cabeza redonda—. Mister Thomas y mister John Smith. Viajeros ingleses.

—Y anglicanos impíos —apostilló el fraile con voz crispada de ira—. Pero no os importa quiénes sean. Basta con que pertenezcan a un país de herejes y a una raza pérfida, funesta para España y la religión católica. Al ejecutar en ellos la justicia de Dios, rendiréis un servicio valioso al Todopoderoso y a la Corona.

Dicho esto, el fraile sacó otra bolsa con veinte monedas de oro y la arrojó con desdén sobre la mesa.

—Ya veis —añadió— que, a diferencia de la terrena, la justicia divina paga por adelantado, aunque cobre a plazo —miraba al capitán y al italiano como grabándose sus caras en la memoria—. Nadie escapa a sus ojos, y Dios sabe muy bien dónde reclamar sus deudas.

Diego Alatriste hizo amago de asentir. Era hombre de agallas, pero el gesto iba encaminado a disimular un estremecimiento. La luz del farol daba un aspecto diabólico al fraile, y la amenaza de sus palabras bastaba para alterar la compostura del más valiente. junto al capitán, el italiano estaba pálido, esta vez sin tirurí-ta-ta y sin sonrisa. Ni siquiera el enmascarado de la cabeza redonda se atrevía a abrir la boca.

III. UNA PEQUEÑA DAMA

Quizá porque la verdadera patria de un hombre es su niñez, a pesar del tiempo transcurrido recuerdo siempre con nostalgia la taberna del Turco. Ni ese lugar, ni el capitán Alatriste, ni aquellos azarosos años de mi mocedad existen ya; pero en tiempos de nuestro Cuarto Felipe la taberna era una de las cuatrocientas donde podían apagar su sed los 70.000 vecinos de Madrid —salíamos a una taberna por cada 175 individuos— sin contar mancebías, garitos de juego y otros establecimientos públicos de moral relajada o equívoca, que en aquella España paradójica, singular e irrepetible, se veían tan frecuentados como las iglesias, y a menudo por la misma gente.

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