El maestre Jacomé sonrió.
—Los judíos controlamos muchos bolsillos, señor Andrea. El dinero hará hablar a quienes mantuvieron la boca cerrada, el dinero y el recuerdo de ciertos… ¿podemos llamarlos errores?… en el pasado, que serían interesantes para la policía.
—Entonces, con la declaración de Panimo, conseguiré probar mi inocencia.
—A su debido tiempo, y con el dinero suficiente. Mis amigos también esperan conseguir las declaraciones del chambelán de vuestro padre. Están investigando la galera que se perdió y, cuando tengan las pruebas suficientes para arrestar a Mattei Bianco, creen que Dimas Andrede dirá la verdad, sobre todo si ya no teme a su señor.
—¿Cuándo sabrá algo más? —le preguntó Andrea, impaciente.
—Estamos esperando una galera de Venecia que debería de llegar la semana que viene, según nos informó el capitán de la galera que nos trajo las noticias. Está comandada por el hombre que os identificó en la asamblea cuando llegasteis aquí por primera vez, el señor Alvise de Cadamosto. Espero que me traiga más cartas.
Aunque había vuelto a Villa do Infante de un viaje lleno de éxitos y se había convertido en un aclamado navegante, Andrea no podía quitarse de encima el sentimiento de culpa que le perseguía desde hacía algunas semanas. No sabía identificar exactamente su origen, pero seguía ahí, una intranquilidad que lo disturbaba incluso ahora, cuando debería sentirse feliz. Ni tampoco mejoró Cuando se acercó a Leonor, que estaba en la playa aquella mañana, viendo el regreso de las flotas pesqueras y el clamor de los habitantes del pueblo cuando tiraban de las cuerdas para arrastrar los graciosos botes con sus enormes ojos pintados en la proa.
Había estado tirando de las cuerdas con el resto de los paisanos. Tenía las mejillas encendidas y seguía respirando con rapidez, haciendo que su figura fuera de veras hermosa cuando se apoyó contra un árbol para recuperar el aliento.
—Señora —dijo detrás de ella—. He estado buscándoos.
Se puso rígida, y por un momento Andrea creyó que saldría corriendo, pero la tensión desapareció y se volvió hacia él.
—Vengo a la playa varias veces por semana para comprar pescado para la cocina —dijo la joven.
—Entonces, dejadme llevar la compra —Andrea cogió el cubo que tenía a su lado—. Recuerdo haberlos llevado cuando era vuestro esclavo.
—Habéis recorrido un largo camino desde entonces, señor. Todos hablan de vuestra valentía y de la habilidad que habéis demostrado guiando la flota hasta Guinea y de vuelta.
—Me gustaría hablaros del viaje, señora, si me permitís acompañaros.
—¿Por qué no? —dijo ella encantada—. ¿No somos amigos?
—Espero que lo seamos siempre, Leonor —y se atrevió a añadir— o quizá, algún día, algo más.
—¡Oh!, ¡qué pescado más bueno! —exclamó ella y salió corriendo hasta uno de los botes. Andrea la siguió, sin saber muy bien si al haber visto el pescado se había distraído y no había escuchado lo que le había dicho, o si lo había usado como una excusa para salir corriendo. Esperó mientras negociaba el precio astutamente con el pescador y llenaba el cubo. Cuando lo llenaron se dirigieron al pueblo a través de las dunas.
—Os hubiera encantado el río Sanaga —le dijo—. Las riberas son como una pared de un verde intenso y los pájaros son del color del arco iris.
—Don João Gonçalves me ha hablado del “pez-caballo”.
Andrea no pudo reprimir sentirse enfadado con el joven
fidalgo,
aunque se hubiera llevado bien con él durante el viaje. Gonçalves, calculó, debía de ser de la edad de Leonor.
—Habéis debido de ver mucho al señor João.
Doña Leonor se rió.
—No vivo en un convento, señor. Los caballeros jóvenes vienen a visitarme de vez en cuando.
—Entonces, ¿por qué me habéis estado evitando?
—¿Evitándoos? —ella levantó las cejas—. ¿Por qué pensáis eso?
—La noche antes de zarpar me besasteis.
—¿No es una costumbre besar a los héroes para despedirlos? —dijo tímidamente.
—Entonces, ¿no significó nada para vos?
No le contestó y cambió otra vez de tema.
—Don João me ha hablado de la lucha con el rey Budomel. Debió de ser excitante.
—Fue una traición —dijo Andrea secamente—. Cogimos los esclavos sin pagar, cuando Budomel nos había tratado bien.
—A veces los oigo gemir por las noches —dijo temblando—. ¿Por qué tenemos que amarrarlos como si fueran animales? Son personas como vos y como yo.
—Fray Mauro diría que estamos salvando sus almas —le recordó a la joven— y que es bueno a los ojos de Dios hacerlos prisioneros.
—Y, ¿vos también pensáis así?
Tardó un momento en contestarle, y después le dijo lentamente:
—Cuando miro a los negros me acuerdo de un hombre que estuvo atado con cadenas cinco años al banco de remos de una galera, y entonces me pregunto cómo se puede salvar el alma de un hombre privándolo de su libertad.
—Entonces, vos lo habéis debido de sentir también —dijo rápidamente—. Lo que su gemido provoca dentro. Le hace a uno avergonzarse de su propia gente por tenerlos encerrados así.
—Sí que lo he sentido —admitió, dándose cuenta en ese momento de que ella acababa de identificar la causa de su intranquilidad—, pero, ¿qué puedo hacer?
—La gente os admira por lo que habéis hecho —Se volvió hacia él y lo miró seriamente—. Habéis sido un esclavo. Si les decís lo equivocado que es tenerlos encerrados como bestias, os escucharán.
—Imaginad que no lo hagan. ¿Qué puedo ganar por intentarlo, aparte de que se rían de mí?
—¡Sabréis que habéis hecho lo correcto! Eso ya es algo.
—Es mucho —dijo sobriamente—. De hecho, es lo que más valor tiene.
Estaban muy unidos en ese momento, y Andrea se daba cuenta de ello, más de lo que lo habían estado desde la noche que estuvieron juntos en las dunas antes de zarpar rumbo al río Sanaga. Con el cubo entre los dos, se encaminaron al pueblo mientras Andrea le hablaba del Cabo Blanco, de la isla de Arguin y de la tierra exuberante de Guinea, de la que el río Sanaga era sólo una puerta de entrada.
El resto de la flota de don Alfonso llegó a Lagos unos días más tarde, humillados al ver que las dos carabelas estaban ya ante ellos. Se consideraron afortunados por no haber perdido más de un cuarto de los esclavos con los que habían zarpado de la isla de Arguin, después de un viaje tan largo y difícil.
Al día siguiente los esclavos se amontonaron en la playa de Lagos para dividir el botín entre los que habían participado en la expedición. Fue la escena más desgarradora que Andrea había experimentado, y que lo cambiaría para siempre.
Aquella mañana temprano los esclavos (los negros de la costa de Guinea y los azanegues de la isla de Arguin), hombres, mujeres, niños y chicas jóvenes que se habían quedado embarazadas de los
fidalgos
y soldados de la expedición, un grupo de unos trescientos en total, fueron conducidos como animales hasta la playa. Algunos eran casi blancos, bien proporcionados, e incluso atractivos. Otros tenían todas las tonalidades que caracterizan a los mulatos. Los de las tierras de Guinea eran tan oscuros que su piel parecía de terciopelo.
Cada uno de los miembros de la expedición que debía recibir parte del botín tomó una posición alrededor del montón de esclavos, mientras que los compradores esperaban a un lado para comprarlos después de que se hubieran repartido. El Príncipe iba montado a horcajadas sobre un caballo alto y blanco. Estaba muy serio, como para endurecerse ante el sentimiento de culpa o de compasión que pudiera sentir por los negros y los moros.
Los gemidos de los esclavos aumentaron cuando se dieron cuenta de que estaba a punto de decidirse otro nuevo aspecto de su destino. Algunos mantenían la cabeza baja, corriéndoles las lágrimas por las mejillas. Otros sollozaban y gemían, agarrándose a los demás intentando, tranquilizarse ante el miedo de que los pudieran matar allí mismo y en aquel preciso instante. Unos pocos levantaban la mirada al cielo, gritando en una lengua incomprensible para los hombres blancos, como pidiendo a Dios que los ayudara. Otros se golpeaban el cuerpo y la cabeza con las manos o se tiraban al suelo suplicando piedad.
Don Alfonso Lancarote estaba sobre su caballo al lado del príncipe Enrique.
—Un quinto de los esclavos para el Infante —gritó a los hombres que los vigilaban—, y estad atentos de elegir a los hombres más fuertes y a las mujeres embarazadas. Que nadie pueda decir que nuestro Príncipe no ha recibido la parte que se merecía.
Los
fidalgos,
con la ayuda de los soldados y del resto de la tripulación, se dirigieron hacia los esclavos, separando a los hombres más fuertes y a las mujeres más jóvenes con cuerpos fuertes y caderas anchas que las predispusiesen a una buena maternidad. Al hacerlo dividían familias, por lo que los gemidos, llantos y gritos aumentaban, pero ellos no les prestaban atención mientras que separaban a unos cuarenta esclavos, que constituían la parte que le correspondía al Príncipe.
Después de haber separado la cuota del Príncipe, le tocaba a don Alfonso cortar la parte de carne fresca humana que le correspondía, separando a cada esclavo del grupo en el que estaba. Algunas de las mujeres intentaron correr hacia sus familias o ir hacia sus hijos, pero los
fidalgos
las arrastraban para hacerlas volver a su sitio, mientras que los marineros hacían las veces de capataces, usando los látigos para que no intentaran oponer resistencia cuando se los separaba de sus seres queridos.
Andrea sentía ya una profunda repugnancia ante lo que estaba sucediendo, mucho antes de que le tocara a él elegir los cuatro esclavos que le correspondían. Dos de ellos eran evidentemente inferiores, pero él no se opuso.
—¿Pongo a vuestros esclavos en mi gallinero, señor Bianco? —le preguntó don Alfonso—. ¿O pensáis venderlos ahora mismo?
Andrea estaba viendo a Leonor, que estaba en las primeras filas de la multitud con fray Mauro. Estaba viendo la escena horrorizada y, quizá por el sentimiento de culpa, le daba la impresión de que sólo lo miraba a él. Quizás por la angustia que sentía por lo que estaba pasando, casi le daba la impresión de que le estaba rogando en silencio que hablara para protestar contra este trato inhumano, como le había dicho el día que la ayudó a llevar el cubo de pescado en la playa. “Por lo menos sabréis que habéis hecho lo correcto” le había dicho y, recordando ahora sus palabras, y viendo aquel ganado humano que trataban con látigos, Andrea tomó la decisión que había estado evitando desde que llegó a Lagos.
—¿Qué decís, señor Bianco? —le preguntó Lancarote, ya un poco impaciente.
Fue entonces cuando habló Andrea, pero no a don Alfonso.
—Fray Mauro —lo llamó—. Venid aquí, por favor.
El fraile regordete se encaminó hacia donde estaba Andrea, con sus ropas ondeando por la brisa.
—¿Qué queréis de mí, hijo mío? —le preguntó.
—Llevad a estos esclavos al convento franciscano —le ordenó Andrea—. Aseguraos de que se les pongan en libertad y de que se les instruya en nuestra Fe, para que puedan volver y contárselo a sus gentes.
Don Alfonso espoleó su caballo dirigiéndose hacia donde estaban Andrea y el fraile. Tenía los labios blancos de ira.
—No podéis devolverles la libertad —estalló furioso—. Si no los queréis se dividirán entre el resto de nosotros.
La voz de Andrea sonó como un latigazo.
—Nuestro acuerdo consiste en una centésima parte de los beneficios de la expedición, señor —dijo—. Ya me habéis asignado estos esclavos, son míos y puedo hacer con ellos lo que desee.
—Pero no liberarlos —don Alfonso se volvió hacia los
fidalgos
—. Coged a estos y llevadlos con los demás —les ordenó—. El señor Bianco se niega a aceptarlos, así que no se queda con nada.
—Un momento, don Alfonso —la voz del Príncipe detuvo a Andrea que se había abalanzado hacia donde estaba Lancarote, dispuesto a tirarlo del caballo—. ¿Con qué derecho os lleváis la propiedad de un hombre?
Don Alfonso se volvió, furioso, pero ante la mirada severa del Infante pareció perder parte de su seguridad.
—Ha rechazado su cuota —balbuceó.
—No la he rechazado —dijo Andrea rápidamente—. He aceptado los esclavos que me corresponden. Ahora son de mi propiedad y puedo liberarlos si quiero. Nadie sale perdiendo, excepto yo.
—El señor Bianco está en su derecho —estableció el príncipe Enrique—. La ley le da derecho a hacer lo que desee con su propiedad.
Don Alfonso se mordió el labio de la rabia.
—Entonces se los compraré —ofreció—. Seguro que el señor Bianco no será tan estúpido como para despreciar el oro.
—Los esclavos ya no son míos —dijo Andrea—. Les acabo de conceder la libertad y los buenos frailes de San Francisco se encargarán de ellos a partir de ahora.
—Que así sea —dijo el príncipe Enrique—. Proceded, por favor, don Alfonso.
Para su sorpresa, Andrea vio que Leonor estaba a su lado. Le brillaban los ojos y tenía las mejillas encendidas por la emoción.
—Es fantástico lo que habéis hecho —exclamó—. Os ayudaré a vos y a fray Mauro a llevarlos al convento.
Hasta los negros se dieron cuenta de que algo bueno les había pasado, aunque no entendieran el qué. No opusieron resistencia cuando Andrea, junto con el fraile y Leonor, los condujeron al pequeño convento franciscano que se hallaba entre Villa do Infante y Lagos.
Una vez allí le explicó al prior su deseo de que los instruyera, no sólo en la religión católica sino también en otras cosas que pudieran resultar útiles para las gentes de Sanaga. El príncipe Enrique los mandaría más tarde a su tierra, no lo dudó ni un momento, al recordar el modo en que el Infante le había apoyado en su derecho de liberarlos.
—Estoy muy orgullosa de vos —le dijo Leonor afectuosamente mientras volvían a Villa do Infante en el carruaje que don Bartholomeu había enviado para ellos—. Muy orgullosa.
—Y yo también —dijo fray Mauro.
Andrea se rió burlonamente.
—Para ser un hombre que acaba de tirar por la borda toda su fortuna, me siento extrañamente bien. Mañana cuando vacíe mis bolsillos y no salga nada de ellos, seguro que me daré golpes en la cabeza por idiota.
—Dios os recompensará por hacer que Su verdad llegue a los negros —le aseguró el fraile—. Estoy seguro.
La galera comandada por Alvise de Cadamosto llegó desde Venecia unos días más tarde. El veneciano buscó a Andrea tan pronto como hubo presentado sus respetos al Infante, y le entregó una carta. Todavía se sentía el perfume de Angelita en el pergamino.