—¡Jefe! —repitió Andrea, señalando con el dedo a don Alfonso. Cuando vio que esto tampoco funcionaba, probó con la palabra rey.
Entonces el negro afirmó con la cabeza.
—Budomel —anunció—. Rey de los jalofes. Venimos en paz.
Don Alfonso ordenó que les dieran regalos, adornos, objetos curiosos y piezas de telas ante las que los negros exclamaron algunas palabras llenas de asombro. Por lo que parecía, sabían tejer el algodón de los árboles, pero sólo trozos pequeños, no más grandes que una mano, ya que el traje de Budomel estaba hecho de tiras así. Las telas de las que don Alfonso cortaba los trozos parecía ser lo que más les llamaba la atención.
—¿Sois moros? —preguntó Budomel—. Vuestra piel es más clara de la de los moros que conocemos.
—Somos cristianos —le contestó Andrea—. De una tierra lejana llamada Portugal.
—Cristianos —intentó repetir Budomel, no sin dificultad—. Portugal. Mahoma, profeta —añadió.
—Parece que siguen la religión del Islam —le dijo Andrea a don Alfonso—, o por lo menos han oído hablar de Mohammed.
Algunos nativos estaban examinando las armas de los blancos, sobre todo las ballestas, que parecían reconocer ya que se parecían a sus arcos. Las flechas que llevaban estaban hechas de cáñamos finos, pero no llevaban plumas y en la punta tenían un trozo de hierro con una sustancia oscura que Andrea pensó que sería el veneno.
Budomel señaló a uno de los arqueros.
—¿Dispara? —preguntó, y Andrea le tradujo la pregunta a don Alfonso.
—¡García! —dijo don Alfonso, llamando a uno de los soldados que estaba más entrenado con las ballestas—. Demostradle vuestra habilidad.
García fue hacia el riel y buscó un objetivo. Había un pájaro bastante grande flotando en la superficie del río a unos veinte pasos de distancia. Apoyando su ballesta sobre la cubierta, empezó a prepararla con el espolón que llamaban “crie” o “crane-quin”. Al ser las lanzas de ballestas cada vez más pesadas, y usar una cuerda curva de acero que no se podía estirar con la mano, empezaron a usarse instrumentos potentes para ello, siguiendo el principio del engranaje. Así, con un esfuerzo tremendo, se preparaba el proyectil.
Con su arma preparada y con los pernos de acero en su lugar encajados en las rendijas correspondientes, García lo levantó apuntando al pájaro. Los negros se sobresaltaron al escuchar el sonido vibrante de la saeta cuando el pájaro chilló e intentó alzar el vuelo, sólo para caer mortalmente herido.
Don Alfonso se volvió hacia Budomel, esperando que estuviera impresionado por lo que acababa de ver, pero el jefe se dirigió hacia uno de sus hombres, preparó su arco y su flecha y fue hacia el riel. Llamó a uno de los nativos que se habían quedado en una de las canoas y el hombre arrojó un trozo de carne. Cuando un pez tan grande como el brazo de un hombre saltó para cogerlo, el arquero lanzó, aparentemente sin esfuerzo, su flecha.
La flecha alcanzó al pez en el lomo, hincándose sólo la parte de la punta y, sin embargo, el pez tuvo unos cuantos espasmos antes de flotar boca arriba, evidentemente muerto. Uno de los negros de la canoa cogió la flecha y el pez, y le tiró los dos a Budomel con mucha fuerza. El jefe le sacó la flecha sin esfuerzo y se la dio a don Alfonso. Estaba claro que el pez había muerto por el veneno y no por la herida, pequeñísima, que le había causado la flecha.
Un gran murmullo se escuchó entre los hombres, que estaban admirados. Los negros no habían podido hacer nada mejor para demostrarles los peligros que los rodeaban en unas tierras que jamás había pisado el hombre blanco.
—Decidles que queremos comprar oro y esclavos —dijo don Alfonso precipitadamente— lo antes posible.
Andrea le tradujo el mensaje a Budomel, que lo escuchó con atención, y le habló en su dialecto.
—Un grupo está asaltando los poblados vecinos en este momento —tradujo Andrea—. Dice que conseguirán muchos esclavos y que os los venderán, pero que tienen poco oro.
—¿Qué quiere a cambio?
Andrea mantuvo una corta conversación con Budomel.
—Dice que tenéis muchas cosas que ellos no tienen. Decidirá más tarde qué precio ponerle a los esclavos, pero quiere una armadura como la vuestra y un casco de metal.
Don Alfonso ordenó a uno de los soldados que le llevara una armadura y un casco, y se los dio a Budomel. Al jefe le gustó y habló con Andrea, dejándole claro que se ofendería muchísimo si los dioses blancos no visitaban su poblado aquella noche y no participaban en la fiesta que se daría para demostrar su agradecimiento. Don Alfonso tenía pocas opciones, así que tuvo que aceptar, sobre todo teniendo en cuenta cómo había muerto ante ellos el pez al que habían disparado.
Los negros se fueron, y con ellos Budomel, orgulloso con su armadura y su casco. Cuando se hubieron ido, don Alfonso se secó el sudor de la frente.
—El jefe parece un buen hombre —dijo, aunque no muy seguro—. Nos irá bien aquí, si no nos ponemos enfermos del calor.
Antes de que oscureciera, don Alfonso, los
fidalgos
y su comitiva, Andrea Bianco y la mitad de los soldados fueron a la orilla a la celebración que Budomel les había preparado. Los capitanes se quedaron en los barcos, en alerta, en caso de que intentaran tomar las naves y dejar a los que estaban en tierra desprotegidos. Cargaron las bombardas, apuntando al poblado negro, por si ocurría algo.
No obstante, Budomel y su gente parecían amistosos. El poblado estaba compuesto por cuarenta o cincuenta cabañas de cálamo, dispuestas en círculo y rodeadas por un gran seto que hacía las veces de empalizada defensiva. Cada una de las casas tenía un patio privado, con un seto igual. El jefe les presentó orgulloso a seis mujeres negras robustas que eran sus esposas. Cada esposa tenía varias chicas jóvenes como ayudantes, de las que el jefe se podía servir para lo que quisiera, así que contaba con un considerable harén, lo que estaba de acuerdo con su religión, que era una especie de fe islámica degradada.
Como pudieron comprobar, Budomel era un hombre importante que gobernaba a otros doce poblados, cada uno de los cuales tenía unos quinientos habitantes. Había también un grupo de hombres de alto rango que no debían su posición a la riqueza, ya que ésta pertenecía al jefe, sino al hecho de ser sus consejeros.
Entre su propia gente Budomel se mostraba altivo, y los demás sólo podían acercarse a él con mucha ceremonia. Entre la entrada al palacio (si es que se le podía llamar así) y el trono había muchos patios. Quien quisiera presentarse ante él, a no ser que fuera de muy alto rango, tenía que pasar por todos ellos, haciendo una profunda reverencia en cada uno de los patios.
Al acercarse al trono tenían que arrodillarse, con la cabeza en el suelo, medio desnudos y echándose tierra sobre la espalda para demostrar que eran indignos de su presencia. Entonces podrían acercarse hasta él lentamente, avanzando de rodillas y con la cabeza en el suelo, hasta una distancia de dos pasos. En este momento podrían presentar su petición, que se resolvía rápidamente con sólo unas pocas palabras. Como Martín Vasques observó irónicamente, ni el mismo Dios, si viniera a la tierra, podría pedir ni recibir más honores.
El festín no consistió en comidas exóticas, sino sólo en carne de cabra asada sobre las ascuas, medio cruda. También les ofrecieron una planta, o verdura, que le dijeron a Andrea que procedía de un árbol que crecía en la ribera. Más tarde vio uno de estos árboles, y estimó que sería de unos veinte pasos de circunferencia, aunque no era muy alto. De la corteza del árbol obtenían fibras con las que hacían cuerdas, que también usaban para quemarlas con poco fuego. La fruta que, a juzgar por su sabor, parecía no estar todavía madura, tenía forma de calabaza, y les contaron que las semillas de esta fruta podían secarse y comerse como nueces.
Durante la fiesta los nativos bebían mucho de una especie de cerveza densa que habían hecho con las raíces de otra planta. Andrea no pudo sonsacarles nada sobre el veneno de las flechas, salvo que no tenía ningún efecto sobre los humanos cuando se comía un animal envenenado una vez que su carne se asaba. Obviamente lo consideraban un secreto importante porque con sólo mencionarlo, se quedaban todos en silencio.
Budomel afirmó que el nacimiento del río se encontraba a varios días de camino hacia el interior, pero que no creía que fuese el Nilo occidental. Había comerciado con caravanas árabes que habían oído hablar de otro río más al sur que, según se decía, nacía en un gran lago. Tampoco sabía si existía un paso rodeando África, ya que era raro que los negros se alejasen de la boca del río con las canoas que usaban como medio de transporte.
Una semana después de su llegada al río Sanaga los efectos del calor se empezaron a acusar cada vez más, y los hombres empezaron a ponerse enfermos, con una especie de fiebre. No había ningún médico en las carabelas, así que Andrea y don Alfonso recetaban a los enfermos lo que mejor les parecía, pero con pocos resultados. Cuando pasaron otros tres días, y la mitad de los hombres estaban temblando y sudando a causa de la fiebre, Andrea le sugirió a don Alfonso que lo mejor sería dejar el país de Guinea y volver a Lagos, esperando que el aire del mar pudiera curarlos de aquella extraña enfermedad. Sin embargo, Lancarote no estaba de acuerdo.
—Budomel ha prometido vendernos cien esclavos negros —objetó—. ¿Permitiríais que perdiéramos una fortuna como ésta?
—Es mejor que perder a la mitad de la tripulación —le advirtió Andrea.
El patrón del barco levantó los hombros.
—Tienen sólo un poco de fiebre por el calor, y no ha muerto nadie.
Andrea decidió apelar a la propia salud del patrón.
—Nuestras medicinas no funcionan contra esta fiebre —dijo—. Es extraño que aún no os haya afectado también a vos.
Don Alfonso cambió de tema, como Andrea se imaginó que haría, cuando se trataba de hablar de un riesgo personal.
—Hablaré con Budomel hoy mismo —prometió—. Puede que tenga noticias sobre los esclavos.
Lancarote volvió unas horas más tarde después de haber visitado el poblado. Estaba radiante.
—Al jefe lo han informado de una nueva victoria hace tres días en otro poblado —comunicó—. Mañana llegarán cien esclavos, o más. Partiremos en cuanto estén a bordo.
—¿Qué precio ha decidido ponerles?
—Dice que las caravanas árabes piden oro o esclavos a cambio de sal y otros bienes, así que insiste en que le demos uno u otro.
—Tenemos poca sal —dijo Andrea—, así que espero que tengáis mucho oro.
Lancarote sonrió.
—Vuestro trabajo es establecer el rumbo de nuestro barco, señor Bianco. Dejad que me encargue yo de pagar a Budomel.
Al día siguiente llegaron los esclavos, cincuenta para cada barco. Hombres, mujeres y niños de piel de ébano que habían preferido la servidumbre a la muerte. La tripulación había estado ocupada con los preparativos desde el momento en que don Alfonso supo que los esclavos estaban de camino, llenando los barriles de agua y cargando toda la carne fresca que cabía en el almacén de los barcos. Budomel subió al barco con el último lote de esclavos para que le pagaran.
Don Alfonso no había revelado cuál era su plan, pero Andrea se dio cuenta de que los soldados que no habían cogido las fiebres estaban en sus puestos, armados y alertas. El propio Lancarote llevaba la armadura completa, como el resto de los
fidalgos,
cuando Budomel subió a cubierta.
La corriente que producía la marea era fuerte, y las carabelas se mantenían inmóviles sólo con un ancla que estaba sujeta con unas cuerdas muy fáciles de soltar, lo que haría que las carabelas se dirigieran rápidamente hacia la boca del río y a alta mar en cuestión de un momento. Una docena de guerreros negros habían subido a cubierta con Budomel y cuando los esclavos del último lote ya estaban preparados para que los llevaran con los demás, los
fidalgos
cogieron sus espadas y se pusieron al lado de su “rey”, al igual que los soldados.
Martín Vasques se situó junto a Andrea, que estaba esperando a que comenzara la negociación.
—Esto no os concierne, señor Andrea —le dijo en un susurro—. No toméis parte en ello.
—¿Habrá problemas?
—Quizás. Don Alfonso es muy celoso de su oro y no tiene intención de dárselo.
—Ya ha ganado una fortuna con todos estos esclavos —protestó Andrea—. Incluso pagándole a Budomel.
El viejo soldado sonrió, un poco burlón.
—Que sería incluso mayor si no le pagara.
Andrea examinó la situación. Había por lo menos cincuenta canoas alrededor de los barcos, llenas de guerreros. Si Budomel decidía luchar, el plan de don Alfonso de irse sin pagar sería difícil sin que murieran hombres por ambas partes.
—¡Señor Bianco! —lo llamó Lancarote—. Venid a traducir para mí, por favor.
Andrea se colocó al lado de don Alfonso. El brillo en los ojos de Budomel le dijo que el jefe de los negros era consciente de lo que estaba pasando.
—Decidle a Budomel que nos vamos hoy y que le agradecemos lo bien que nos ha tratado —dijo don Alfonso.
Andrea tradujo rápidamente. El jefe negro asintió con la cabeza para demostrar que había entendido el mensaje, y dijo unas cuantas palabras.
—Está preparado para que le paguemos por los esclavos —dijo Andrea.
Don Alfonso cogió algunas telas de algodón y se las dio a Budomel, quien se las pasó a uno de sus hombres. Entonces habló con rapidez y Andrea tradujo.
—El jefe Budomel os agradece las telas. Dice que le deis el oro y se irá.
—Decidle que el metal con que están hechas la armadura y el casco que le di valen más que el oro —ordenó don Alfonso.
Andrea tradujo, repitiendo las palabras de don Alfonso. Una mirada de fuego comenzó a arder en los ojos de Budomel, que no era tan estúpido como para saber que la armadura y el casco eran de hierro. Les empezó a hablar tan rápido que a Andrea le costó traducirlo, pero incluso sin traducción era evidente lo que estaba diciendo: que los blancos eran unos ladrones y que estaban intentando robar a los esclavos.
Andrea le contestó sin pararse a traducir, ya que estaba seguro de que este tipo de insulto era lo que don Alfonso estaba esperando como excusa para poder atacar.
—El jefe blanco es bueno —le dijo rápidamente a Budomel—. Le diré lo que habéis dicho y os enviará oro en nuestro próximo viaje.
—¿Qué le estáis diciendo? —preguntó don Alfonso, receloso.