Los
fidalgos
entraron en combate llenos de entusiasmo, gritando, “¡San Jorge!”, “¡Portugal!” y “¡Santiago!” mientras cortaban a destajo cualquier piel oscura que se les resistiera. Andrea ni siquiera tocó su espada. Prefirió quedarse observando desde fuera del poblado, sintiendo cada vez más repugnancia por lo que veía.
Al final terminó por verse implicado en la batalla, aunque no quisiera, cuando un chico de unos doce o trece años, que estaba defendiendo a una niña con una lanza, corrió hacia donde él estaba. Gil Vicente lo estaba persiguiendo, mientras blandía su espada y le gritaba con voz ronca. Andrea sintió algo que le salía de lo más profundo de su ser, un impulso involuntario que ni siquiera se molestó en analizar, y que lo llevó a actuar del modo en que lo hizo.
El chico estaba llorando mientras se acercaba hacia donde estaba Andrea, moviendo la lanza, intentando ganar tiempo para que su hermana pudiera escapar del poblado hacia un lugar más seguro. Era evidente que el chico se había resignado a dar su vida por ella y que lo único que quería era ganar tiempo. Cuando llegó casi a la altura de Andrea, tropezó y se cayó de rodillas. Al grito de “¡Santiago!” el
fidalgo
se abalanzó sobre él, levantando su espada para asestarle el golpe final.
Fue entonces cuando Andrea entró en acción. Con un movimiento rápido se puso al lado de Gil Vicente antes de que su espada cayera sobre el niño, y empuñó su arma.
—Deteneos,
fidalgo
—dijo—. No hay ningún honor en matar a los niños.
—Él… él me ha cortado con la lanza —gritó Gil Vicente, y fue entonces cuando Andrea vio el corte que le había hecho en la cara.
—Id a luchar con los hombres, no con los niños.
—Os mataré por esto —gritó Vicente, jadeando de rabia.
—No antes de que os rompa la muñeca o puede que el cuello —le dijo Andrea con determinación. El
fidalgo
luchaba por liberarse inútilmente, ya que Andrea lo tenía cogido por la muñeca como si fuera un crío que intentaba escapar.
Al mirar a su alrededor, Andrea vio que los dos chicos se estaban escapando entre los árboles. La masacre también estaba disminuyendo y algunos de los soldados habían empezado a amarrar a los que habían preferido no seguir oponiéndoles resistencia.
—No os pongáis en ridículo delante de los otros —le dijo a Gil Vicente—. Prometedme que no me atacaréis y os soltaré.
El
fidalgo
estaba casi sollozando de la rabia, pero no tenía ninguna posibilidad de escapar de la mano de Andrea y, evidentemente, se sintió ridículo.
—Lo… lo prometo —dijo jadeante.
Andrea lo soltó, separándose de él rápidamente, sin estar muy seguro de que Vicente cumpliera su promesa. El
fidalgo
mantuvo su palabra y, con la espada en alto, se puso a correr hacia el poblado, aunque la lucha ya había terminado.
Seis hombres y algunos niños yacían muertos en el suelo. Al resto los estaban atando los soldados, con las manos detrás de la espalda. En el grupo había seis mujeres, algunas incluso atractivas, ya que estos moros no eran tan oscuros como los negros del sur, sino que su piel variaba de color crema a marrón oscuro. Uno de los viejos soldados se estaba acercando a los moribundos para poner fin a su agonía con un golpe seco con la espada.
Aunque había visto violencia y matanzas cuando estuvo con los corsarios en los saqueos y a bordo cuando luchaban entre ellos, Andrea no pudo evitar sentir repugnancia ante aquella carnicería innecesaria. Sin embargo, a los demás no parecía importarles. Los
fidalgos
estaban riéndose y felicitándose a gritos por la hazaña de haber capturado a unos cincuenta esclavos a cambio de unos cuantos rasguños.
Tardaron muy poco en amarrar a los esclavos, atándoles las manos y poniéndoles una correa al cuello, disponiéndolos en filas con cuerdas de hierbas y enredaderas que encontraron en el poblado. Al poco tiempo la expedición se dirigía hacia la playa, avanzando a buen paso por el sendero. Aún no habían llegado a la playa cuando se escuchó el ruido de una bombarda, que indicaba que las carabelas habían llegado al punto señalado y que estaban preparadas para atacar desde el mar.
Dejaron a algunos soldados con los esclavos que habían capturado, y Gil Vicente y los otros se apresuraron hacia la playa para no perderse la batalla que acababa de empezar. Andrea se quedó con los esclavos, ya que no quería ser testigo de otra carnicería más. De todas formas, cuando llegaron a la playa la batalla estaba en pleno apogeo.
Los nativos de la isla, en cuanto vieron las carabelas, intentaron volver hacia el interior para buscar refugio, sin saber que Gil Vicente y su expedición ya habían cortado cualquier vía de escape a retaguardia. Como la marea era baja, habían conseguido vadear la estrecha lengua de mar que separaba la isla del continente, pero antes de que terminaran de cruzar, la nave de don Alfonso lanzó la bombarda en señal de ataque, y los soldados empezaron a bajar por los laterales de las carabelas persiguiéndolos.
Muchos de los guerreros moros se quedaron detrás, para defender a los ancianos, mujeres y niños que intentaban escapar. Muchos de ellos iban armados con lanzas toscas y escudos de piel de elefante que, como supo más tarde Andrea, les llevaban las caravanas de los negros de las regiones del sur. Gil Vicente y sus hombres se lanzaron a por ellos desde la retaguardia con sus gritos de batalla y, muy pronto, la situación se hizo insostenible para los nativos. Viendo que los soldados eran capaces de aparecer al mismo tiempo por delante y por detrás de ellos, gritando desde la isla al tiempo que lo hacían desde el mar, los moros ya sólo intentaban escapar, convencidos de que estos hombres no podían ser sino demonios.
Andrea y su grupo, con los esclavos del poblado, salieron de entre los arbustos justo en el momento en que Gil Vicente y sus hombres los atacaban por una parte y los soldados de las carabelas se abalanzaban contra ellos con espadas, lanzas y ballestas. Aterrorizados, las madres abandonaban a sus hijos, y los maridos a sus mujeres. En mitad de esta locura, los guerreros moros incluso atacaron a su propia gente mientras intentaban escapar, matando a algunos de los suyos e hiriendo a muchos más.
Muchos de ellos intentaron lanzarse al agua y escapar nadando, pero los hombres de don Alfonso que se habían tirado al agua desde los barcos les impidieron huir.
En poco tiempo el agua estaba roja de sangre y llena de cuerpos negros que el mar arrastraba hacia la orilla. Algunas madres escondieron a sus hijos entre la maleza y otras incluso los enterraron en las zonas pantanosas, esperando que así pudieran salvarse. En mitad de esta carnicería los
fidalgos,
los soldados y el resto de la tripulación fueron matando metódicamente a todo aquel que no consideraron un buen candidato para el mercado de esclavos.
Mientras veía la masacre desde la posición en la que estaba con los esclavos que habían capturado en el poblado, Andrea trataba de explicarse el cambio que se había producido en él en las últimas horas. La violencia no era nada nuevo para él y no recordaba haber sentido remordimiento alguno al matar a Girolamo Bellini en el canal de Venecia. Ni tampoco le habían afectado nunca las matanzas que había presenciado mientras estaba en las galeras.
Lo que sentía no era simplemente náuseas, como suele tener mucha gente ante la violencia. Era más bien un sentimiento de repugnancia que le costaba aún más entender, ya que ganaría mucho dinero con los esclavos que don Alfonso y sus hombres estaban capturando. Puede que, como se dijo a sí mismo, sintiera compasión por aquellos desdichados, porque él mismo había sido esclavo.
Cuando don Alfonso por fin llegó a tierra, perfectamente equipado con su armadura, los hombres de Gil Vicente ya habían matado a todos los moros que seguían resistiéndose y estaban amarrando a los que se habían rendido. Al resto los estaban vigilando en la playa. Algunos estaban llorando y otros muchos estaban heridos. Una vez vencida su capacidad de resistencia, esperaban pacientemente como un rebaño, rodeados por soldados que mantenían sus lanzas y espadas apuntándoles. Según lo que Andrea pudo observar, sólo habían muerto dos portugueses, un precio asequible a cambio de más de cien esclavos.
Gil Vicente estaba dando el parte a don Alfonso cuando el grupo de Andrea llegó a la playa con los esclavos del poblado. El jefe de la expedición no había participado mucho en la lucha porque se lo habían impedido el peso de la armadura y aquella arena tan fina.
—Es un gran día para todos nosotros —gritó Lancarote cuando vio al segundo grupo de esclavos—, y una gran victoria para nuestro ejército.
—He contado ciento sesenta, en total —le dijo Martín Vasques con una gran sonrisa—. Con un buen número de mujeres jóvenes.
—Dios ha querido recompensar nuestro celo —dijo don Alfonso píamente—. ¿Qué mayor don nos podía ofrecer Nuestro Señor que el poder llevar las almas de estos paganos a la Fe? —se volvió hacia los soldados y los
fidalgos
—. Quisiera mostrar mi gran satisfacción ante vuestro trabajo, señores. Nuestro noble y valiente compañero, Gonçalo de Sintra, ha sido vengado en este gran día, en el que además hemos obtenido un buen cargamento para nuestros barcos.
Entre los hombres se elevaron gritos de aprobación, a los que Andrea no se unió. El beneficio sería alto, pero no se alegró por ello.
—Esta noche celebraremos un banquete con vino en honor de nuestra gran victoria —continuó don Alfonso—. Hemos encontrado cerdos para asar en el poblado. Así que tendremos carne para celebrarla y mañana embarcaremos a los esclavos y saldremos a buscar más.
Se escucharon nuevos gritos de entusiasmo. Los servicios de Andrea para vigilar a los esclavos ya no eran necesarios, así que se encaminó hacia la Santa Clara para buscar sus instrumentos de navegación. Todavía no había tenido tiempo de medir la altura del sol del mediodía, un método de navegación que estaban ansiosos por estudiar el príncipe Enrique y el maestre Jacomé.
A medio camino oyó una voz desdeñosa.
—¿Estáis intentando escapar, señor Bianco?
Era Gil Vicente. Cuando se dio la vuelta se encontró al
fidalgo
a unos pocos pasos detrás de él. Estaba totalmente rígido y equipado con la armadura, el casco, una espada enfundada que le colgaba a un lado y el guantelete. Dándose cuenta de lo que estaba a punto de pasar, Andrea no podía dar crédito a sus ojos. Por su parte el asunto de aquella mañana había quedado zanjado, pero estaba claro que Vicente pensaba ir más lejos.
—¿O es que no tenéis valor ni para defender vuestro honor? —añadió el
fidalgo
y, dando unos pasos hacia él, le dio una bofetada en la cara con el guantelete.
Hasta los negros se quedaron sin habla, dándose cuenta de la importancia de la nueva situación, aunque no entendieran lo que se estaba diciendo. El primer impulso de Andrea fue de coger a Gil Vicente y romperlo en dos, como si fuera un palo, pero sabía que no era el momento. Con este reto, el
fidalgo
había invocado el código de la caballería y, aunque Andrea no fuera un caballero ni tenía la más mínima intención de serlo, estaba obligado a seguir las reglas o lo tacharían de cobarde convirtiéndose en un marginado.
—No os temo, señor —dijo Andrea rápidamente. Recorrió con la mirada a todos los que lo rodeaban y lo observaban fijamente—. Todos los aquí presentes sois testigos de que soy yo el desafiado.
Don Alfonso consiguió romper el hechizo que se había apoderado de todos ante los nuevos acontecimientos.
—¿Qué significa esto, señores?
—El señor Bianco me agravió esta mañana temprano durante el ataque al poblado —dijo Gil Vicente antes de que Andrea pudiera decir palabra—. No he tenido la oportunidad de retarlo antes, pero ahora que la batalla ha terminado, insisto en que se satisfaga mi honor con un combate a muerte.
Lancarote se volvió hacia Andrea.
—¿Qué decís, señor Bianco? —preguntó.
Andrea se encogió de hombros.
—Si el señor Vicente decide ofenderse por algo que yo haya podido hacer, está en su derecho.
Don Alfonso negó despacio con la cabeza.
—En un momento como éste deberíamos luchar contra el enemigo, no entre nosotros. Debo rogaros a los dos que busquéis otro modo de solucionar vuestras diferencias.
—No aceptaré nada que no sea un combate a muerte —dijo Gil Vicente. Estaba claro que como futuro caballero, su mayor habilidad con las armas lo llevarían a una victoria segura.
—Con mucho gusto satisfaré al señor Vicente, si es lo que desea —dijo Andrea tranquilamente.
—Entonces no me queda otra opción —dijo don Alfonso de mala gana—. El asunto se resolverá esta tarde aquí, en la playa, con espada y lan…
—Un momento, señor.
Don Alfonso miró a Andrea sorprendido, porque el tono de su voz había sido cortante y de reprensión.
—¿Sí, señor Bianco?
—El señor Vicente me ha retado a un combate, como habéis oído. Yo no soy ni un caballero ni un soldado, y tanto menos deseo serlo. Él lo sabe e intenta llevarme a un combate con armas en las que es experto —sonrió irónicamente—. Francamente, no tengo la intención de cometer suicidio aquí, en las costas de África.
Vio como una mirada de desprecio se formaba en los ojos de don Alfonso.
—Entonces preferís pedir disculpas y evitar…
—No deseo evitar nada —la voz de Andrea era como un latigazo—. Ya que el señor Vicente me ha retado, insisto en elegir yo las armas para el combate.
—Estáis en vuestro derecho, según las leyes de la caballería —le concedió don Alfonso.
—Entonces el combate se llevará a cabo sólo con puñal y ambos a pecho descubierto.
—Un caballero no lucha así —dijo Gil Vicente con tono nervioso.
—Entonces, ¿retiráis el desafío? —preguntó Andrea.
Gil Vicente empezó a palidecer. Si usaban sólo puñales tenía muchas menos posibilidades. Sin embargo, si retiraba ahora el reto o se negaba a luchar, la situación se volvería contra él, y se le consideraría un cobarde.
—Combatiré con el señor Bianco como desee —dijo fríamente—. Dadme sólo un poco de tiempo para descansar y refrescarme.
—Tendréis una hora —le concedió don Alfonso—. El combate tendrá lugar aquí, en la playa.
Martín Vasques se ofreció voluntario como segundo de Andrea y él aceptó los servicios del viejo soldado con agradecimiento. Se retiraron hacia el otro lado de la playa, pero cuando Martín le llevó un vaso de vino Andrea no lo quiso.