—El prisionero se quedará en la celda hasta que su barco esté a punto de zarpar —le dijo Santorini a Di Perestrello—. No podemos permitirnos tener un asesino suelto por las calles de Venecia. Ni siquiera para complacer a vuestro Príncipe.
—Aceptamos con mucho gusto —aseguró don Bartholomeu—. Podéis estar seguro de que vuestra sentencia se llevará a cabo estrictamente.
Andrea Bianco se quedó en la proa de la carabela Santa Paula observando cómo caía lentamente la línea del cielo de Venecia al atardecer. Su torso brillaba de sudor, porque había estado empujando los remos mientras remolcaban la elegante carabela con cuerdas para llevarla fuera del muelle, que estaba casi en pleno centro de la ciudad, y la tripulación la hacía avanzar hacia la parte abierta del puerto. Acababan de izar las velas, que ahora ondeaban con la brisa de la tarde, mientras que la carabela iba cogiendo velocidad.
Andrea estaba esposado de pies y manos, pero las cadenas eran ligeras y le permitían moverse. La nave había zarpado momentos antes del anochecer para avanzar a lo largo de la costa este de Italia durante la noche y llegar a puerto justo antes del amanecer, para proseguir su camino la tarde siguiente.
Muchos barcos de aquella zona (excepto los de Venecia que pagaban un tributo a los corsarios para no ser atacados) seguían esta política de navegación nocturna, quedándose en puerto durante el día hasta que las aguas volvieran a ser seguras con la oscuridad de la noche. Eric Vallarte, el capitán nórdico de barba roja, había elegido este procedimiento para el viaje de vuelta para evitar que otro corsario los pudiese atacar. Se dirigió hacia donde estaba Andrea en la zona de proa con unas pisadas asombrosamente ligeras para ser un hombre tan grande, balanceándose tranquilamente con el vaivén de las olas.
—Has remado bien, Hakim —le dijo el capitán en su espantoso español.
—Cinco años en las galeras hacen fuerte a un hombre, o acaban con él —le aseguró Andrea—. Vos tenéis que saber lo que significa para un hombre estar en los remos durante horas. Los hombres del norte a menudo hacen viajes muy largos a los remos.
—¿Qué sabes de los hombres del norte? ¿Has estado allí alguna vez?
—La fortuna ha querido que viajara sólo hasta Cerdeña, hacia el oeste —admitió Andrea—, pero el abuelo de un amigo mío navegó hasta Thule
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hace muchos años y después prosiguió hasta la isla que vuestro pueblo llama Groenlandia.
—¡Por Odín! —exclamó Eric—. La isla de Groenlandia se menciona sólo en las historias que los ancianos cuentan a los niños. Es un lugar extraño donde ir.
—En el país del Gran Khan y Cipangu oí hablar de tierras aún más al este —dijo Andrea—. Mi ambición era navegar un día hacia aquellos mares desconocidos —dijo levantando las manos esposadas—, pero ahora…
—Puede que aún estés a tiempo de ir, Hakim —dijo una voz familiar acercándose. Era doña Leonor. Hakim se volvió hacia ella inclinándose en una profunda reverencia.
—¿Como esclavo empujando los remos, señora? Confiaba en un destino mejor.
En aquel momento llamaron a Eric Vallarte desde la cubierta de popa, que los dejó solos a la luz del crepúsculo.
—¿No os asusta quedaros aquí sola con un asesino, señora? —le preguntó Andrea.
—Mataste a aquel hombre en una lucha justa, ¿no es así?
Negó con la cabeza.
—No. No era exactamente justa.
—Pero tú dijiste…
—Girolamo Bellini tenía un puñal, mientras que yo estaba desarmado. Y ellos eran dos. Pero puede que la proporción fuera justa, después de todo, porque no podían saber la fuerza que adquiere un hombre que ha trabajado durante cinco años en las galeras de un corsario.
—Pero ellos intentaron matarte.
Afirmó con la cabeza.
—Por orden de otro.
—¿Sigues insistiendo en ser Andrea Bianco?
Se encogió de hombros con indiferencia.
—Andrea Bianco está muerto, señora. Será mejor no volver a traerlo a la vida una segunda vez, después de haber visto la mala pasada que le jugó el destino en su primera resurrección.
—¿Quién eres, Hakim? Es evidente que no eres un moro.
—No —dijo muy serio—. No soy un moro.
—Dimas Andrede ha tenido que conocer muy bien a Andrea Bianco. ¿Qué razón podría tener para mentir?
—Vos sois joven, señora, y habéis sido educada rodeada de ternura. Será mejor que sepáis lo menos posible de la maldad que yace en algunos hombres.
—Pero aquel anciano no parecía malvado.
—Dimas mintió por el mismo motivo que lo han hecho otros hombres honestos antes que él: para evitar morir de hambre o incluso perder la propia vida.
—Pero tu historia es tan difícil de creer, Hakim… Puedo creer que mataste a aquel hombre en una lucha justa. Puede que lo crea porque te estoy agradecida por habernos salvado la vida. Pero que seas Andrea Bianco… —negó con la cabeza.
Se acordó entonces de que no le había preguntado por Angelita.
—Al final no fuisteis a Chioggia, ¿no?
—Sí. Estuve allí, y vi a la señora Angelita Bianco.
—¿La visteis? —preguntó con entusiasmo—. ¿Y qué os dijo?
Doña Leonor levantó la mirada hacia él.
—Dijo que Andrea Bianco estaba muerto, que su marido le había descrito al hombre que decía ser Andrea Bianco, y que era un impostor.
—¿Un impostor? —No podía creer que Angelita se hubiera puesto también contra él—. ¿Le dijisteis lo que os pedí que le dijerais… que la amaba?
—Sí.
—¿Y que se lo juraba por el cenador del
palazzo
de mi padre?
—Se… se me olvidó esa parte. ¿Era tan importante?
Dijo que no lentamente con la cabeza.
—Ya no. Gracias, señora, por haber ido a Chioggia.
Sin embargo, no podía evitar una cierta alegría, a pesar de la decepción. Si le hubiera hablado a Angelita del cenador, habría sabido que era él el que le mandaba el mensaje, y habría ido a buscarlo para ayudarlo.
—Es muy guapa. Andrea Bianco ha debido de amarla mucho —dijo doña Leonor pensativa—. Si yo hubiera amado a un hombre que se perdió en el mar llevaría su memoria en mi corazón y nunca más me fijaría en otro.
—Sois muy joven, señora…
Golpeó el suelo enfadada.
—Soy lo suficientemente adulta para saber lo que está bien y lo que no, señor Esclavo… —Se paró en seco y se llevó una mano a la boca—. Perdóname, Hakim. He dicho esto sólo porque estoy enfadada.
—Y, sin embargo, habéis dicho la verdad. Soy un esclavo, y se me condenará a muerte si no me comporto como tal.
Doña Leonor se estremeció.
—Yo sólo quise que te sentenciaran a la esclavitud para salvarte de la pena de muerte.
—Si vos y vuestro padre no hubierais intervenido, ya me habrían ejecutado, así que os debo la vida —la miró fijamente—. En realidad, fuisteis vos quien me salvó, señora. ¿Por qué lo hicisteis?
—N-no estoy segura.
—¿No es porque en lo más profundo de vuestro corazón creéis que soy de verdad Andrea Bianco?
—Creo que estaba comenzando a creerlo —admitió—› hasta que hablé con la señora Angelita, y el viejo Dimas testificó contra ti. Ahora… —levantó los hombros y los dejó caer de nuevo— no puedo evitar pensar que si Andrea Bianco estuviera vivo de verdad, su amada lo habría sabido en su corazón. No se hubiera fijado en ningún otro hombre, y habría confiado en que el Señor se lo trajera de vuelta algún día.
—Me temo que hay pocas mujeres tan fieles como vos, señora —le dijo seriamente—. Será muy afortunado él hombre a quien entreguéis vuestro amor.
En el cabo sur de la punta sudoeste de Portugal, donde se encuentran el Atlántico y el Mediterráneo, llamado ya desde el tiempo de los romanos Sagres o el Promontorio Sagrado, el príncipe Enrique de Portugal había hecho construir Villa do Infante. Estaba situada a unos pocos kilómetros del puerto de la ciudad de Lagos, que quedaba algo al este del promontorio, en unas aguas un poco más tranquilas. El nombre del infante Enrique ya era muy conocido antes de que Andrea Bianco partiera en aquel desafortunado viaje a Trebisonda. Durante el tiempo que le llevó a la Santa Paula llegar a Lagos, fray Mauro le habló de los viajes que el minúsculo Portugal había hecho desde allí.
Con el infante don Juan, Portugal había conseguido emerger definitivamente como país por derecho propio. Había vencido la última serie de invasiones de Castilla, que aún lo consideraba otra de las provincias rebeldes del reino de España. Así, con el instinto marinero que el príncipe Enrique pareció heredar de las canciones, don Juan había fundado las bases de una gran marina y había empezado la época de las conquistas más allá de los mares. Bajo su mandato se habían llevado a cabo viajes hacia el oeste y el sur, hacia las tierras que los fenicios llamaban, ya 2.000 años antes, las islas de la Fortuna. Más tarde, los que habían llegado hasta allí empezaron a llamarlas las islas Canarias por la gran cantidad de perros que se encontraban allí, tomando tal sobrenombre del latín, perro,
canis.
El príncipe Enrique había pisado por primera vez aquellas tierras en un ataque dirigido por tres príncipes de Portugal contra el bastión árabe de Ceuta, a través del estrecho que daba entrada a lo que en el Mediterráneo se llamaba, desde el principio de los tiempos, las “Columnas de Hércules”. Ceuta había caído en 1415 en manos del glorioso poder de los tres infantes, especialmente del príncipe Enrique. Duarte, Pedro y Enrique fueron nombrados caballeros por su padre, don Juan, en aquel lugar, y a este último se le encargó el gobierno y defensa de este importante puerto marítimo.
Puede que el príncipe Enrique hubiera elegido este lugar para asentarse por estar cerca de su territorio, Ceuta, o quizá porque el promontorio sagrado de Sagres, que emergía hacia la unión de ambos mares, simbolizaba para él los grandes misterios de la exploración del Mar Occidental. Su padre lo nombró Gobernador del Algarbe, como se llama esta región del sur, así como Duque de Viseu, y desde entonces se había asentado allí.
Villa do Infante era pequeño; consistía en unas cuantas casas, un observatorio, un lugar donde se reunían los expertos del Príncipe, una capilla y la modesta residencia del Infante. Sin embargo, lo que pudiera faltarle en tamaño, lo compensaba con la gran calidad de su población y el alto nivel de inteligencia que se concentraba en ella. Aquí, durante años, el Príncipe había reunido a muchos de los más destacados cartógrafos, geógrafos, navegadores, astrónomos, matemáticos y pensadores del mundo, muchos de ellos huyendo de la temida Inquisición de la cercana España.
No escaseaban tampoco hombres dedicados a labores más prácticas para la tarea en la que se había embarcado el Infante, la de explorar, diseñar mapas y conquistar las populosas tierras del enorme continente africano hacia el sur. Muy cerca de allí, en el puerto de Lagos, habitaba una dotación completa de armadores, trabajadores de la madera y el metal, forjadores y fabricantes, constructores de carabelas, barcas y veleros, y otros trabajadores, cordeleros y toneleros, hombres cuyas vidas estaban dedicadas a la construcción de embarcaciones con las que otros hombres más aventureros que ellos surcarían los mares.
Por fortuna, tampoco faltaban valerosos hombres de mar como Eric Vallarte, el gigante pelirrojo de las tierras del norte. Hijo de un linaje de exploradores cuyos viajes los habían llevado hacia el oeste hasta Thule y la legendaria Groenlandia; incluso más al oeste, como decían algunos, hasta la misteriosa “Tierra del Vino” donde Eric (una vez apodado El Rojo) y su hijo Leif, en pocas horas habían llenado el barco de frutas exquisitas. Vallarte era un capitán hábil y con experiencia.
En Lagos también había capitanes portugueses aguerridos como João Gonçalves Zarco y Tristão Vaz Teixeria, que había navegado en barcas toscas (antecesoras de la carabela como la que llevó por primera vez a Andrea Bianco a Lagos) para redescubrir, y más tarde colonizar, las islas de la Fortuna. No menos gloriosas habían sido las hazañas de Gil Eannes de Azurarra, el primero en rodear la hosca línea del Cabo Bojador en la costa de África en sus viajes hacia el sur. Este promontorio, con sus encalladeros que se extienden algunas millas mar adentro, habían desafiado a los exploradores durante siglos, protegiendo a los marineros de unas aguas que, como se decía, silbaban y hervían por el calor del trópico, repletas de monstruos capaces de aplastar un barco con sus poderosas fauces, e incluso unas tierras que llevarían a hombres y barcos a la destrucción.
Hay que decir, sin embargo, que pocos pensadores de Portugal, o de cualquier otro lugar, compartían la creencia de que la Tierra fuera plana y tuviera un borde. Evidentemente, esta idea no estaba muy difundida entre los pensadores de Villa do Infante, ya que todos ellos sabían lo que los griegos ya habían decidido tiempo atrás, que la Tierra era tan redonda como una manzana. Es más, era una creencia generalizada que la masa cuadrilátera de tierra que se conocía, que iba desde el Extremo Oriente (donde se encontraba la isla de Cipangu más allá del dominio del Khan, llamada China), hasta el más Extremo Occidente (con la isla de la Antilia, San Brandán y la Mano de Satán en el Mar del Oeste), flotaba de alguna manera en las aguas que cubrían el globo.
El paso más reciente del atrevido programa de exploración del príncipe Enrique lo habían dado dos hombres hacía sólo unos pocos años. Antão Gonçalves y Nuno Tristão habían viajado hacia el sur a lo largo de las costas africanas y habían capturado a algunos hombres de piel negra que habían llegado hasta las costas para recibirlos y los habían llevado a Portugal, en señal de triunfo, atados con cadenas.
Los descubrimientos de Antão Gonçalves y Nuno Tristão habían impulsado al príncipe Enrique a mandar a Bartholomeu di Perestrello a Roma para pedir al Santo Padre que abriera los tesoros de la Iglesia y dedicara sus fondos a enviar barcos y tripulación hacia el sur para luchar y capturar a los infieles. Según él, de este modo harían que las almas inmortales de los enemigos entraran en contacto con el conocimiento de la verdad de Dios y de su Santo Hijo, obteniendo la salvación. El que los nativos capturados se vendieran después como esclavos con un beneficio considerable para los mismos que los habían arrebatado de sus tierras y hogares se consideraba normal. Tal consecuencia era comúnmente aceptada como un derecho natural.
El príncipe Enrique había añadido prudentemente la solicitud de que todas las tierras descubiertas le fueran concedidas. Era una precaución necesaria, ya que los barcos de Inglaterra, Francia y de las grandes marinas comerciales de Génova, Florencia y Venecia estaban también ansiosas por conquistar territorios en aquella misma dirección. De este modo esperaban compensar la considerable caída del beneficio que obtenían en el mercado de las especias, maderas preciosas, seda fina y otros elementos de lujo procedentes de las lejanas tierras de Oriente. Tales beneficios habían caído últimamente por la incapacidad de los turcos otomanos de comportarse como caballeros.