—Veré lo que puedo hacer —le prometió fray Mauro—, pero tendré que ir al barco. Eric Vallarte es tan grande como tú, así que sus ropas te servirán.
—Entonces daos prisa. No tengo tiempo que perder.
—Después de pasar ocho años muerto, todavía puedes esperar unas horas para la resurrección —le dijo fray Mauro con aspereza—. Tranquilízate y piensa en todo este asunto mientras estoy fuera.
—Pensaré en todo esto cuando tenga la garganta de Mattei entre las manos —dijo Andrea muy serio—. Si es culpable…
—Si es culpable tiene derecho a una audiencia, como todos —le recordó el fraile.
—Le daré una oportunidad para hablar mientras le saco toda la verdad por la fuerza. Ahora id, hermano, y volved pronto con la ropa.
Fray Mauro estuvo fuera sólo unos minutos. Ni siquiera le dio tiempo a salir del
palazzo.
Volvió enseguida, pálido.
—La
polizia
está ahí fuera —dijo—. Solicitan la custodia del esclavo El Hakim.
—¿Os han visto?
—No. Los oí hablando con el señor Di Perestrello.
—Entonces todavía tengo tiempo para escapar.
—¿Por qué? ¿Has cometido algún delito?
Andrea se paró de golpe.
—¡Tenéis razón! ¿Por qué tengo que huir si no he cometido ningún delito? Seguramente quieren preguntarme algo sobre el ataque de anoche.
—¿Cómo es posible que sepan tu nombre?
—Han podido llegar hasta aquí siguiendo el rastro de sangre. Uno de los sirvientes les habrá dicho cómo me llamo.
En ese momento don Bartholomeu entró en la habitación, muy serio.
—La
polizia
está aquí —dijo—. Tienen una orden para arrestar a El Hakim.
Un guardia corpulento entró en la habitación, dando un codazo a Di Perestrello.
—Éste tiene que ser el moro. Coincide con la descripción que nos han dado.
—¿Qué queréis de él? —preguntó fray Mauro.
—Tengo una orden de arresto.
—¿Con qué cargo?
—Robo y asesinato.
El guardia se le acercó rápidamente, y antes de que Andrea se diera cuenta de cuál era su intención, le quitó la bolsa del dinero y, soltando la cuerda, sacó los ducados de oro, se los puso en la palma de la mano y los miró atentamente.
—¡Ah! —exclamó—. Las monedas están marcadas, como las otras. Amarradlo y llevadlo a prisión —le ordenó a uno de los guardias que estaban detrás de él—. Tenemos pocos miramientos con los ladrones y asesinos aquí en Venecia, especialmente si son moros.
En Riva Degli Schiavoni, cerca del Ponte della Paglia, al final del Molo, estaba Carceri, como se llamaba la prisión pública de Venecia. Las estancias de los
Signori di Notte,
los jefes de policía de Venecia, daban a la calle, así que el edificio no parecía una cárcel a primera vista, con sus arcos rústicos soportados por columnas dóricas sobre pedestales, que a su vez sostenían una cornisa fina con ménsulas y frisos. Los pisos superiores se usaban como cárcel. Desde sus ventanas con rejas los prisioneros veían la iglesia de San Giorgio Maggiore, con la gran laguna detrás.
Metieron a Andrea en una de estas celdas. Desde la ventana oía claramente los gritos de
“Sia Stali!” y “A-oel!”
de los gondoleros que llevaban sus embarcaciones por el tráfico laberíntico de la gran laguna. En realidad se encontraba en la parte más viva de la ciudad, pero encerrado de tal modo que era como estar en una mazmorra.
Aunque ya habían pasado un día y una noche, todavía no había sido acusado formalmente ni se le había dado oportunidad alguna de defenderse. Cuando un carcelero apareció por la puerta, se levantó con impaciencia, pensando que quizá alguien había ido a sacarlo de aquella situación tan ridícula e injusta. Estaba seguro de que Angelita iría corriendo a ayudarlo en cuanto supiera que estaba en la cárcel. Si pudiera elegir entre Mattei y él, estaba seguro de que abandonaría a su hermano enfermizo para ir hacia él con los brazos abiertos.
Sin embargo, los que estaban en la puerta eran doña Leonor di Perestrello y fray Mauro.
—Señora Leonor —se apresuró a decir—. No deberíais estar aquí.
Alzó la cabeza con orgullo y Andrea pensó que nunca se había dado cuenta de lo bella que era, con su inocencia y juventud.
—Eso es lo que ha dicho mi padre, Hakim. Pero tú nos salvaste la vida. No podía permitir que te pudrieras aquí, en una celda, sin ofrecerte ayuda.
—Todavía tengo que enfrentarme a mi acusador —le dijo—. Cuando lo haga, mi inocencia se demostrará enseguida.
—¿Sabes quién te ha acusado?
—Mi hermanastro Mattei. Estoy seguro.
Ella movió la cabeza sin esperanza.
—Si nos dices la verdad podríamos ayudarte.
—Ya os la he dicho, señora.
—Pero si de verdad fueras quien dices ser, alguien en Venecia tendría que reconocerte. Estoy segura de que Andrea Bianco tendría amigos en Venecia.
—Ocho años es mucho tiempo, y aquí encerrado sólo puedo veros a vos y al buen fray Mauro —entonces se le iluminó la cara—, pero podríais ayudarme.
—¿Cómo? —preguntó el fraile—. Haremos todo lo que esté en nuestra mano.
—Angelita podría venir, si supiera que estoy aquí.
—¿Angelita? —repitió doña Leonor, frunciendo el ceño—. ¿Quién es?
—Mi prometida. O sea, era mi prometida. Ahora está casada con Mattei.
—¿Qué te hace pensar que ella te identificaría como Andrea Bianco cuando tú acusas a tu hermanastro, que es su marido, de haberte traicionado?
—Ella lo hará, en cuanto sepa que estoy vivo —dijo Andrea con toda seguridad—. Si de verdad queréis ayudarme, señora, id a Chioggia. Angelita está allí con su padre. Está sólo a unos cuantos kilómetros de Venecia. Preguntad por la villa del señor Gregorio de Fontana y por la señora Angelita Bianco. Decidle que le juro por… por el cenador en el
palazzo
de mi padre, que aún la amo, y que tiene que venir inmediatamente a identificarme. Si le decís esto sabrá que estoy vivo y vendrá.
Doña Leonor parecía desconcertada. Estaba evidentemente impresionada por su sinceridad y el tono de verdad de su voz.
—Os pido sólo este favor a cambio de haberos salvado la vida en la carabela —añadió Andrea.
—Iré hoy mismo —le prometió la joven—. Fray Mauro puede acompañarme.
—¿Mandaréis a alguien para que me diga lo que os haya dicho? —preguntó nervioso Andrea.
Doña Leonor asintió con la cabeza.
—Ahora tenemos que irnos. Mi padre se enfadará cuando lo sepa.
Cuando se fueron Andrea empezó a dar vueltas, nervioso, por la celda, impaciente y entusiasmado porque iba a volver a ver a Angelita. Nunca se le pasó por la cabeza que ella pudiera dudar ni por un momento. Después de lo que habían significado el uno para el otro, ella correría a sus brazos en cuanto supiera que estaba vivo, fuera donde fuera.
El día se le hizo larguísimo, y no supo una palabra ni de Angelita ni de doña Leonor. Al caer la noche, una fuerte sensación de abatimiento se apoderó de él. Durmió mal toda la noche y cuando, a la mañana siguiente, oyó unos pasos que se acercaban a su celda, corrió hacia la puerta, seguro de que por fin encontraría a Angelita.
En su lugar se encontró a dos guardias con alabardas en el pasillo que esperaban mientras el carcelero abría la celda. Sin prestar ninguna atención a sus preguntas, lo sacaron a empujones poniéndole unas esposas alrededor de las muñecas. Durante todo el camino hablaron entre ellos en italiano, ignorándolo porque creían que un moro no los entendería.
—Éste va a perder la cabeza dentro de nada —dijo el primer guardia—. Sólo los que se sabe que son culpables van ante el tribunal de los
Inquisitori di Dieci.
Aquellas palabras hicieron que a Andrea se le helaran los huesos. Aunque hacía ocho años que no estaba en Venecia, sabía perfectamente de qué se trataba. Un “Juez de los Diez” era un fiscal especial que se asignaba a los casos ante el Consejo de los Diez que gobernaba la ciudad, cuando por algún motivo un caso era especialmente importante y no debía trascender al público. Normalmente se trataba de un juicio en privado que servía sólo para que un miembro del tribunal o un amigo suyo consiguiera su propósito, sentenciando rápidamente a la víctima a una sentencia sumaria sin previo aviso, o bien lo mandaban a las galeras, que se consideraba una pena menor.
—O a lo mejor lo sentencian sin comparecer siquiera ante el Consejo —dijo el segundo—. Al fin y al cabo las pruebas son claras. Las monedas que llevaba estaban marcadas como las que se encontraron al lado del cuerpo. Tiene que ser un tipo fuerte porque el muerto apareció con el cuello roto como si fuera un pollo.
Enseguida dejaron a Andrea en una habitación bien iluminada, que debía de ser una de las pequeñas salas del Tribunal. Parpadeó con el brillo de la luz que llegaba desde el parteluz de un ventanal y miró a su alrededor. Don Bartholomeu di Perestrello y doña Leonor estaban sentados en un banco lateral con fray Mauro. En la otra parte de la sala había una mesa barnizada con algunos documentos, y tras aquella mesa estaba sentado un juez en cuyas manos recaería la decisión de culpabilidad o inocencia, vida o muerte.
El inquisidor era un hombre delgado, de sien canosa y expresión severa. Desde luego, no tenía el tipo de expresión de la cual uno puede esperar clemencia. A excepción del escribiente y de dos guardias que vigilaban la puerta, no había nadie más en la sala. Allí estaba la bolsa de dinero de Andrea, con los ducados de oro desparramados sobre la superficie inmaculada de la mesa. Incluso a aquella distancia se veían las marcas de las monedas.
El inquisidor cogió una hoja de papel, la miró, y se dirigió a los tres visitantes.
—Señor di Perestrello —le dijo educadamente—. ¿Es cierto que el acusado era un esclavo de galeras de un barco moro corsario y que lo rescatasteis durante el ataque a vuestra carabela?
—Él nos ayudó a escapar del bergantín pirata, señor Santorini —dijo el enviado portugués—. De algún modo consiguió liberarse de las cadenas que lo retenían al banco de remos y atacó al timonel del barco enemigo, dejándolo fuera de control por unos instantes. En ese momento nuestra carabela pudo atacar al bergantín e inutilizarlo.
—Tuvisteis suerte —dijo secamente el juez—. En Venecia pagamos un tributo a los moros para poder navegar libremente. Muchos otros barcos han sido tomados por los moros, matando o esclavizando a la tripulación.
—Por esto nos sentimos absolutamente en deuda con El Hakim —explicó Di Perestrello—. Cogió una cuerda que había tirado el capitán cuando embestimos a los corsarios, y lo sacamos del agua casi inconsciente. Todos nosotros le debemos la vida.
—Entiendo vuestro interés y gratitud —convino el juez—. Por este motivo acepté vuestra solicitud esta mañana, a pesar de que normalmente asuntos como éste han de ser tratados con la mayor privacidad —se volvió hacia Andrea, sin ningún signo de simpatía o tolerancia—. No obstante, este hombre ha cometido los delitos de robo y asesinato, por lo que no puede quedar sin castigo, sea lo que sea que haya hecho por una persona tan distinguida como vos, señor Di Perestrello.
—Eminencia —doña Leonor se dirigió al Tribunal a pesar de la advertencia en contrario de su padre—. ¿Y si El Hakim no fuera culpable de estos delitos?
El juez sonrió con tolerancia.
—Hay testigos que lo han reconocido mientras robaba en la casa de un respetable caballero de Venecia, señora. Las monedas que robó estaban marcadas. Algunas se encontraron al lado del cuerpo, y el resto en su bolsa cuando fue arrestado. No cabe la menor duda de que es culpable.
El plan de Mattei empezaba a verse claro, y Andrea se dio cuenta de que el veredicto de la corte ya estaba decidido. Mattei había sido hábil y rápido, intentando que lo ejecutaran antes de que se supiera su verdadera identidad. Sólo tenía una única oportunidad de escapar de un destino que parecía inevitable. Si contaba toda la verdad quizá de algún modo conseguiría salvarse.
—Por desgracia no hablo ni una palabra de árabe —dijo el señor Santorini—, por lo que no podré interrogarlo.
—El Hakim habla portugués —dijo doña Leonor sin que nadie le hubiera preguntado—. Es muy inteligente.
El juez arqueó las cejas.
—Por lo menos tiene una elocuente, y preciosa, abogada, señora.
Doña Leonor enrojeció, pero antes de que pudiera decir ni una sola palabra más, Andrea Bianco tomó su propia defensa.
—Vuestra Eminencia no ha de preocuparse por el idioma para llevar a cabo el interrogatorio —dijo Andrea amablemente en un italiano culto, aunque un poco oxidado por la falta de uso—. Soy ciudadano de Venecia por nacimiento.
El juez lo miró sorprendido.
—¿Tú? ¿Un moro? Hay algunos en Venecia —entrecerró los ojos—. Mentir no te salvará, canalla. Cualquier italiano que haya sido hecho esclavo por tu gente te ha podido enseñar en las galeras. El hecho de que hables nuestra lengua no significa nada.
—Como ciudadano de Venecia, ¿no tengo derecho a ser escuchado en un juicio justo, Eminencia?
—Se te escuchará como es debido, aunque no seas ciudadano de Venecia —le aseguró el señor Santorini—. Es un derecho que tiene todo hombre según nuestras leyes. Puedes estar seguro de que se te juzgará conforme a la verdad.
—Es todo lo que pido —dijo tranquilamente Andrea.
—¿Niegas haber visitado la casa del señor Mattei Bianco anteanoche, entrando a la casa por la puerta del
terrazzo
que da al canal?
—Efectivamente visité anteanoche el
Palazzo
Bianco en Via delle Galeazze —admitió Andrea—, y hablé con el señor Mattei Bianco.
—¡Ajá! Entonces no puedes negar haber dejado la casa con una bolsa de monedas de oro.
—No lo niego —dijo Andrea—. El señor Mattei en persona me dio las monedas antes de irme.
El juez se inclinó hacia adelante, con una mirada de hielo.
—Sigue, por favor —le suplicó en tono sarcástico—. Te estás condenando a ti mismo con tus mentiras. ¿Qué sucedió después?
—De vuelta al
Palazzo
Martello, que es donde me estoy alojando con la comitiva del señor Di Perestrello, me di cuenta de que me estaban siguiendo. Dos ladrones me asaltaron en la oscuridad cerca de Via delle Scuoli e intentaron matarme, para quitarme el dinero (o al menos eso pensé en aquel momento). Aunque me apuñalaron en el hombro, conseguí liberarme, y cuando tiré al suelo a uno de ellos, se partió el cuello al caer contra los adoquines. Algunas de mis monedas se habían caído al suelo, pero no me di cuenta hasta que no estuve a salvo en casa.