A Mattei le cambió la cara, como si todas sus dudas se hubieran disipado.
—¿Podrías quedarte esta noche con la comitiva del señor Di Perestrello?
—Ellos creen que soy un esclavo —gruñó Andrea—. El siervo personal de su hija.
—Seguro que algunos días más con este engaño no puede hacer mal a nadie —se apresuró a decir hábilmente Mattei—. Mientras tanto yo hablaré con Messer Donato, nuestro abogado, y prepararé a Angelita para decirle que estás vivo.
—No es como lo había pensado —protestó Andrea—, pero creo que podré soportarlo unos días más.
Mattei se mostró muy afectuoso. Demasiado, si Andrea se hubiera parado a pensarlo.
—Necesitarás algunas monedas e ir al barbero —le sugirió—. Deja que te prepare una bolsa con algo de dinero.
—Será agradable volver a vestir bien, y volver a cortarme el pelo y la barba decentemente —Andrea sonrió irónicamente—. Prepárala bien, Mattei. Después de todo parece que te han ido bien los negocios. Durante cinco años no he tenido más que pan duro y obleas para comer, y vinagre con agua y aceite para beber.
—El dinero lo tengo arriba. Voy a tener que subir para cogerlo —dijo Mattei—. Sírvete un poco de vino mientras tanto. Tenemos que preparar muchas cosas, Andrea.
Andrea merodeó por allí cuando se fue Mattei, pero al ver que no volvía, abrió el armario donde se acordaba que había dejado los mapas… y allí estaban, metidos en una carpeta, cubiertos de polvo y secos, exactamente como los había dejado hacía ocho años.
Mirando los mapas, despreocupadamente al principio, Andrea se sintió enseguida absorto en ellos, como siempre cuando los estudiaba. La atracción por los lugares lejanos, islas extrañas y tierras de ensueño era tan fuerte como siempre, aunque en muchos de ellos ya había estado, quizá en más de los que ningún otro hombre de su época.
Mattei tardó mucho en volver, pero él no se dio cuenta de lo larga que había sido su ausencia. Los mapas lo habían absorbido por completo, como siempre.
—Perdona la tardanza —Mattei llevaba una gran bolsa de dinero en la mano—. Creo que será suficiente para todo lo que necesites.
Andrea cogió la bolsa y se la ató al cinturón.
—Avísame en cuanto hayas arreglado todo —le advirtió.
—En cuanto lo haya hecho, te aviso —le aseguró.
Mientras caminaba por calles oscuras hacia el
Palazzo
Martello, su mente no paraba de pensar. No había considerado las complicaciones que podría conllevar su inesperado regreso después de ocho años, pero ahora se daba cuenta de que la reacción de Mattei era lógica. En cuanto a Angelita, estaba seguro de que el legado del Papa le concedería la nulidad del matrimonio con su hermanastro, ahora que él había vuelto. Era impensable que ella siguiera casada con otro hombre cuando él estaba vivo y a salvo.
Por lo que se refería a los negocios, incluso se alegraría de dejarle a Mattei la compañía naviera. Parecía que la había llevado bien hasta aquel momento y, además, esto le permitiría dedicar más tiempo a sus mapas y cartas del cielo, y quizás hasta tendría la oportunidad de poner en práctica mejoras en la navegación con lo que había aprendido de los moros en el largo viaje que hizo a China e India durante los monzones. También sería interesante hacerle una visita al príncipe Enrique de Portugal (como le había sugerido fray Mauro), puede que en su viaje de bodas, y hablar con los famosos hombres que servían al noble portugués.
Absorto en sus pensamientos, Andrea no se dio cuenta de que alguien lo estaba siguiendo, hasta que unos pasos furtivos en los adoquines de una calle detrás de él llegaron a sus oídos. El ruido lo alertó y, sin duda, le salvó la vida.
Estaba cruzando una zona particularmente oscura por una calle corta y estrecha, paralela al canal por la que había pasado cientos de veces durante el día, pero que, como pensó entonces, era la peor que había podido elegir para caminar en la oscuridad de la noche. Si se bloqueasen los dos extremos de la calle, cualquier víctima podría quedar atrapada y sin más escapatoria que el propio canal, que se convertiría en un buen depósito donde dejar el cuerpo si se cometiera un robo con asesinato. Muy pronto le quedó claro que era exactamente éste el plan de sus atracadores, que todavía no había visto, pero que había vuelto a oír, esta vez delante de él.
El primer golpe le llegó por detrás. Aunque se había dado la vuelta, tuvo la sensación de que lo estaban atacando al mismo tiempo por los dos lados. Debía de ser el hombre que le había adelantado dando un rodeo hasta llegar al otro extremo de la calle y para evitar cualquier posibilidad de escapatoria. Cuando estaba forcejeando con el primer asaltante (un tipo enorme al que le apestaba el aliento a ajo y mal vino), el segundo le asestó una puñalada en el hombro, y empezó a notar cómo la sangre le chorreaba bajo el tejido grueso de la túnica.
Los años de duro trabajo en las galeras le habían dado una rapidez de movimiento y coordinación que los atracadores no se habían podido ni imaginar. Aunque el puñal le estaba traspasando la carne, se giró para liberarse de su adversario, y esto lo ayudó para que no se le clavara profundamente. Los músculos se le tensaron cuando levantó a su adversario, y balanceándolo como si fuera un bate lo hizo girar empujando al segundo hombre. Cuando lo tenía bien alto, lo tiró por los aires, chocando con su compañero antes de estrellarse contra los adoquines de la calle.
Aunque cayó despatarrado, el otro ladrón consiguió rodar por los adoquines alejándose de Andrea, que seguía luchando. Al cabo de unos momentos pudo levantarse y escapar en la oscuridad, dándose por vencido. Cuando Andrea se giró vio que el primer hombre seguía allí tumbado, con la cabeza rota como la de un muñeco, señal de que con la fuerza de la caída se había roto el cuello.
No perdió el tiempo. Notaba cómo la sangre le seguía chorreando bajo la túnica, y sabía que tenía que encontrar a un médico enseguida. Agarrándose fuerte el hombro con la mano, se dirigió hacia el
Palazzo
Martello. Sentía la sangre templada correrle entre los dedos y la herida le dolía por la presión, pero tenía que darse prisa, esperando que, como muchos frailes, fray Mauro supiera lo suficiente de medicina como para vendarle la herida.
No le dio ninguna pena el hombre que había perdido la vida, ya que éste era uno de los riesgos de su profesión. Al día siguiente la
polizia
lo encontraría muerto y seguramente lo reconocería como el cuerpo de un ladrón conocido, y fin del asunto.
Fray Mauro estaba despierto en la habitación que compartían en el
palazzo
del señor Martello, pero doña Leonor estaba con él, contándole cómo había ido la cena antes de acostarse. Cuando vio a Andrea entrar por la puerta, se le enrojecieron las mejillas. No podía culparla, ya que él mismo llevaba la túnica y la mano derecha, que mantenía fuerte sobre la herida, llenas de sangre.
—¡El Hakim! —exclamó—. ¿Qué te ha pasado?
—Me han atacado —se sentó en un taburete, jadeando—. Dos hombres, ladrones, han intentado matarme en la calle.
—Pero hermano, ¿no veis que está herido? —le dijo doña Leonor a fray Mauro, que se había quedado paralizado mirando a Andrea aterrorizado—. Traed agua y trozos de tela para vendarlo.
—Puedo curarme solo, señora —protestó Andrea—. Os ensuciaréis el vestido.
—
Maria Sanctissima!
—exclamó—. ¿Prefieres que me quede aquí sin hacer nada mientras te desangras? Déjame ayudarte a despegar la túnica del hombro. He curado muchas veces las heridas de los pescadores de Villa do Infante.
Le despegó la túnica de la piel, dejando al descubierto la herida que le había hecho la lama afilada de un puñal. En cuanto se le paró la hemorragia con el vendaje, le volvió a subir un poco la presión.
—Es una herida poco profunda —dijo doña Leonor—. La venda te ayudará a que se cure.
Fray Mauro entró corriendo en la habitación con una palangana llena de agua y varios trozos de tela. Doña Leonor y él se apresuraron a lavarle y vendarle la herida. Después la joven se fue a su habitación y el fraile le dio un vaso de vino a Andrea.
—Entonces, ¿qué ha pasado? —preguntó.
—Los soldados querían mi dinero.
Andrea levantó la bolsa del dinero, y se dio cuenta de que el cordón se había abierto mientras se defendía. Había perdido por lo menos un tercio del dinero.
—
Eccolo!
—dijo filosóficamente—. He tenido suerte cambiando unas cuantas monedas por mi vida. La herida se curará rápidamente y enseguida estaré como nuevo.
—¿Por qué te habrán atacado? Después de todo, no vas vestido como uno que lleve encima mucho dinero.
Andrea se encogió de hombros.
—Venecia está lleno de este tipo de ladrones. Siempre lo ha estado. Se me había olvidado.
Fray Mauro se apresuró a vaciar la palangana y quitó de en medio los trozos de tela que habían sobrado.
—Y, ¿dices que uno de ellos dio un rodeo y se puso delante de ti? —preguntó.
—Sí, ¿por qué?
—¿No te parece que es como si supieran dónde ibas?
—
Vediamo!
¡Podría ser! Pero, ¿quién podría saber mi identidad, o dónde iba?
Fray Mauro se encogió de hombros.
—Como bien dices, ¿quién podría saberlo? ¿Afectará de algún modo todo esto a que puedas probar tu identidad?
—Ya está todo arreglado —dijo Andrea seguro de sí mismo—. Mattei me avisará cuando esté todo listo. Pronto estará todo en orden.
—Esperemos —dijo el fraile—. Ahora es mejor que te vayas a dormir. Volver al mundo de los vivos y ser apuñalado es suficiente por un día.
—
Eccolo!
—dijo Andrea sonriente mientras se tumbaba en la cama—. A Mattei le ha ido bien en los negocios. Creo que somos ricos.
La mañana estaba clara y despejada, no como el humor de doña Leonor di Perestrello. Cuando encontró a Andrea en el cuarto de fray Mauro después del desayuno estaba enfadadísima y los ojos le echaban chispas.
—Ayer me preocupé por ti porque estabas herido, Hakim —le dijo en tono severo—, pero después de pensarlo una y otra vez, no puedo evitar estar enfadada contigo por ser tan imprudente. ¿Por qué saliste cuando ya estaba oscuro?
—Para visitar a mi familia.
Dio un golpe en el suelo enfadada.
—¿Tienes que seguir contando mentiras?
—Es la verdad.
—Tendrías que inventarte algo mejor que esto —dijo, negando con la cabeza.
—Dadme unos días más, señora, y os podré demostrar mi identidad.
—Si cada vez que sales a la calle alguien intenta apuñalarte, no necesitarás probar nada —dijo—. Todos los cristianos odian a los moros. Es un milagro que no te mataran anoche.
—El Hakim es un blanco para cualquier ladrón —le aseguró Andrea—, pero Andrea Bianco no.
—No estés tan seguro. Un puñal o una espada pueden matar a cualquiera.
—La Bella habla con sabiduría —dijo Andrea en árabe, y por el color de sus mejillas se dio cuenta de que lo había entendido.
—¿Cómo va la herida? —le preguntó, cambiando de tema, y algo más suave por el cumplido.
—No ha sido nada. Sólo un rasguño.
—¿Estás seguro de que no debería verte un médico?
—Ya ha empezado a curarse —le dijo—. Casi no me duele.
—Aseguraos de que coma mucha carne —le dijo a fray Mauro—. Es buena para las heridas —se volvió hacia Andrea—. Voy a ir a comprar esta mañana, así que intentaré comprarte algo de ropa.
—Soy vuestro esclavo —le dijo en broma Andrea, disfrutando de cómo se ponía roja al oírle decir eso. Ahora que estaba a punto de reclamar a Angelita, estaba demasiado contento como para resentirse porque ella lo cuidara.
Cuando la joven se fue, fray Mauro se limpió el sudor con la manga de la camisa.
—
Maria Sanctissima
—dijo con fervor—. Es un hueso duro de roer. Se te va a hacer difícil convencerla de que eres de verdad Andrea Bianco.
—No con Mattei y Angelita, que responderán por mí.
—¿Cuándo?
—Pronto. Mattei quiere seguir adelante con esta farsa algunos días por motivos de trabajo.
El fraile negó con la cabeza. No estaba tan convencido.
—Todo esto no me gusta. Cuando un hombre que se creía muerto aparece, hay que celebrarlo, no esconderlo.
—Mattei sólo está intentando evitar complicaciones con los Medici —le explicó Andrea—. Le da miedo que se estropeen las relaciones entre ellos. Además, se ha casado con mi prometida y estoy seguro de que ella querrá la anulación del matrimonio para casarse conmigo.
—
Eccolo!
Estás siempre muy seguro de ti mismo, hijo mío.
Andrea lo miró sorprendido porque su tono era cáustico.
—¿Acaso ponéis en duda que ella desee la anulación?
—Tu hermanastro lleva varios años casado con ella, supongo —señaló el franciscano—. La boda se hizo de buena fe cuando te declararon oficialmente muerto. Me imagino que se sentirá satisfecha de este matrimonio.
—Entonces, me pregunto si tendré algún derecho bajo las leyes de Venecia —exclamó Andrea—. Después de todo, me declararon muerto y se dijo una misa por mí —se llevó la mano a la frente—. Así que por eso Mattei quería tiempo para hablar con su abogado.
—Para él sería mucho mejor si tú siguieras muerto.
Una idea parecía hacerse paso en la mente de Andrea.
—A esto os referíais anoche, cuando me dijisteis que los ladrones podrían haberme seguido con algún propósito concreto, ¿no?
—No tenía ninguna prueba en que apoyarme —se apresuró a decir fray Mauro—. Sólo se me ocurrió.
—¡Pero qué tonto! ¿Por qué no se me ha ocurrido antes? —todas las piezas del puzzle empezaron a encajar—. Mattei tardó mucho en llevarme la bolsa con el dinero, pero yo no me di cuenta porque estaba mirando unos mapas. Seguro que estuvo organizando las cosas para que me siguieran.
—Te estás precipitando al hacer conclusiones —le advirtió fray Mauro—. Los hombres sabios saben que eso es peligroso.
—Los hombres sabios no se dejan engañar —dijo Andrea con furia, mientras se ponía de pie—. ¿Qué habéis hecho con la túnica de anoche?
—La tienen los criados para lavarla. ¿Por qué?
—Voy a ir a ver a Mattei. Con sólo mirarlo a los ojos sabré si está metido en esto o no. Rápido, hermano. Conseguidme una túnica o un sayo.
—Pero tu herida…
—No puedo permitir que un simple rasguño me impida reclamar mis derechos, ¿no? Si Mattei mandó a esos rufianes anoche para que me mataran significa que esconde algo que no quiere que sepa, y justo por esto es importante que lo descubra.