—¿Qué pensáis de sus conclusiones? —preguntó.
—Por suerte estuve en Alejandría durante el solsticio de verano, y puse un asta rudimentaria para usar el principio de la sombra del disco solar y determinar su altura.
—¿Querríais decirnos cuáles fueron vuestras conclusiones?
—Mis cálculos concuerdan en gran medida con los de Eratóstenes —dijo Andrea—. Calculé la circunferencia de la Tierra en algunos kilómetros menos, pero la diferencia es insignificante.
—Entonces, ¿qué pensáis sobre la dimensión del globo que estableció Ptolomeo?
—El mundo tiene que ser aproximadamente un tercio mayor, en realidad —dijo categóricamente Andrea.
El príncipe Enrique miró al maestre Jacomé y se recostó en su asiento.
—Vos habéis viajado alrededor de la Tierra más que ningún otro hombre, señor Bianco —dijo—. A la luz de vuestros viajes y de vuestros cálculos, ¿cuál creéis que es el camino más corto para llegar a la India y a las Islas de las Especias? ¿Rodeando el globo hacia el oeste o hacia el este?
—Hacia el este —dijo Andrea con toda seguridad—. Hacia el oeste la distancia debería ser por lo menos del doble.
El Príncipe se relajó en su silla, sonriendo.
—Bien dicho —concordó—. Aquí, en Sagres, hemos llegado a una conclusión parecida con nuestros propios cálculos.
—Ya que estimáis que la India está más cerca por el este, señor Bianco —dijo el maestre Jacomé—, ¿qué camino tomaría para ir a aquellas tierras?
—El camino por tierra y mar es evidentemente el más corto —dijo Andrea—. Volví de la India por un camino bastante recto, por tres rutas que se cruzan entre ellas. Por mar viajamos desde China hasta el Mar Rojo y, después, hasta Alejandría. Por tierra viajamos desde Alejandría hacia Túnez como esclavo de los moros. Y, otra vez por mar, como esclavo del señor Di Perestrello desde el punto en que el barco corsario atacó la carabela Santa Paula. Pero esta ruta está cerrada por los turcos.
—Entonces, ¿cómo llegaríais hasta la India?
—Hacia el sureste, rodeando las costas africanas y atravesando el mar de la India, a no ser que África sea mucho mayor de lo que creo.
—¿Estáis seguro de que se pueda rodear África, señor? —preguntó el príncipe Enrique—. Muchos cartógrafos creen que no hay ninguna vía de paso hacia el sur y que el mar de la India está cerrado por tierras que no conocemos.
Andrea sonrió.
—Si es así es que no han viajado mucho hacia el este, Excelencia. Los árabes saben desde hace mil años, si no más, que se puede rodear África en barco.
—¿Estáis seguro de esto?
—Mi primer dueño era un hombre inteligente, bien educado y con un intenso interés por la geografía. Le oí decir, a él y a otros moros, que los barcos fenicios ya habían navegado en torno a África hace más de 1.500 años.
—¿Y el país del Preste Juan? ¿Sabéis algo de él?
Andrea negó con la cabeza.
—He oído hablar del Preste Juan, Excelencia, pero eso es todo.
La historia de un gobernante, que se creía ser un monarca cristiano de algún país de Oriente, situado probablemente en algún lugar de las costas africanas, salía a relucir en todas las conversaciones sobre África y las tierras del Lejano Oriente. Según cuenta la leyenda, el Preste Juan había sido uno de los monarcas más ricos del mundo, con otros setenta y dos reyes que le rendían pleitesía, un ilustre bastión cristiano que luchaba contra la oleada del Islam, que surgía hacia el Oeste, a pesar de la expulsión de los moros de España. El reino del Preste Juan, se decía además, no conocía la guerra ni la codicia, porque no había nadie que tuviera propiedades personales y, por lo tanto, no existía la pobreza.
El príncipe Enrique estaba evidentemente decepcionado por la respuesta.
—Esperaba que pudierais traernos noticias concretas de este gobernante cristiano —admitió.
—Se oyen historias sobre el Preste Juan por todo Oriente —dijo Andrea—, pero nunca he conocido a nadie que lo haya visto en realidad o que haya estado en su reino.
—En verdad, señor Bianco —dijo el Infante, asombrado—, habéis sido muy afortunado al tener la oportunidad de viajar más que ningún otro mortal.
—Me consideraría más afortunado aún, Excelencia, si me permitiérais formar parte de vuestra compañía de caballeros y me diérais la posibilidad de diseñar nuevos mapas con los descubrimientos que he podido hacer en mis viajes.
—Es nuestra costumbre admitir temporalmente a todo aquel que muestre aptitudes para ayudarnos —dijo el Infante—. Si demostráis tenerlas, os admitimos como miembro permanente de nuestra compañía. El maestre Jacomé os asignará un puesto entre nuestro grupo de cartógrafos.
—Con vuestro permiso —dijo Andrea—, quisiera colaborar también en otro campo.
—¡Ah!, ¿sí? Y, ¿en cuál sería?
—En el campo de la navegación, Excelencia. Creo que podría adaptar algunas de las cosas que aprendí de los navegantes de los mares del este para conseguir que todo navío pueda regresar a casa desde cualquier punto del mundo.
Un murmullo de asombro se elevó entre la multitud. El maestre Jacomé se inclinó hacia el príncipe, y hablaron en voz baja un momento. Entonces el Infante asintió con la cabeza y se levantó, indicando que la asamblea había terminado.
—El maestre Jacomé se encargará de ayudaros —le aseguró a Andrea—. Esperamos oíros hablar más sobre esto en otro momento.
Fray Mauro estaba esperándolo, radiante, en la puerta de la sala.
—Me alegro de que seáis libre, hijo mío —dijo el franciscano—. Más de lo que puedo expresar con palabras.
—
Eccolo!
—exclamó Andrea—. Después de cinco años con grilletes, sentiré desnudos los tobillos y las muñecas.
—El maestre Jacomé me pidió que os llevara a su residencia —le dijo fray Mauro—. Está organizando una comida para nosotros.
Andrea estaba demasiado contento como para decir que no a nada. Se encaminó a la pequeña residencia del centro de la ciudad con el fraile regordete y allí encontró al viejo cartógrafo, que estaba dando las órdenes oportunas a los sirvientes para que prepararan la comida, a base de pan negro, carne fría y cerveza. Se sentaron a la mesa y comieron en silencio. Cuando por fin se sació, Andrea bebió un trago de cerveza y se reclinó en su silla.
—
Vediamo!
Mi buen señor —dijo sonriendo sarcásticamente—, me habéis interrogado como un verdadero inquisidor esta mañana.
—Y me habéis contestado como un hombre honrado, algo bastante inusual para un inquisidor. Espero que no os indignéis por esto, joven, pero la mayoría de las cosas que nos habéis contado esta mañana ya las sabíamos. Sin embargo, lo que más ha impresionado al Príncipe ha sido el modo en que habéis verificado los cálculos de Eratóstenes. Mucha gente los habría aceptado sin ponerlos en duda, como muchos cartógrafos aceptan los principios de Ptolomeo. Nuestra regla, aquí en Sagres, es no aceptar nada que no hayamos comprobado por nosotros mismos.
—Si es tan poco interesante lo que os puedo contar —dijo Andrea—, ¿por qué me habéis llamado para seguir hablando?
El viejo cartógrafo le lanzó una mirada penetrante.
—Sois un hombre que no se anda con rodeos, y ésta es una cualidad que siempre he admirado —cambió de tema—. ¿Qué pruebas tenéis para afirmar que vuestro hermanastro haya preparado el ataque a la galera en la que viajabais hace ocho años?
—No tengo ninguna prueba concreta —admitió Andrea—, pero el capitán del barco corsario me llamó por mi nombre. Estaba a punto de matarme cuando el rais encargado de las galeras dijo que pagarían un buen precio por mí en el mercado de esclavos.
—Esto podría significar algo —admitió el maestre Jacomé—, o nada. El capitán de vuestro barco sin duda tendría una lista con todos los pasajeros, y puede que el nombre Bianco le resultara familiar al pirata.
—También oí decir a la tripulación que poco tiempo antes había estado en Venecia. Si Mattei quería librarse de mí y quedarse con los negocios de la familia, éste sería un modo lógico de hacerlo.
—¿La nave en la que viajabais era de vuestra propiedad?
—No —Se paró un momento a pensar, y después siguió hablando agitadamente—. Ahora me acuerdo. Mattei me sugirió que tomara una galera que se dirigía a Trebisonda, e incluso me consiguió un pasaje. Yo tenía pensado ir sólo a Constantinopla, pero me entusiasmó la idea de ir a Trebisonda cuando me dijeron que este barco llegaría tan lejos. Era de una compañía de judíos, mercaderes de Venecia. Mattei debió de prepararlo todo.
—Todo esto que decís parece indicar algo —admitió el maestre Jacomé.
Andrea abría y cerraba las manos con fuerza.
—Algún día lo cogeré por el cuello y sabremos cuál es la verdad. Podéis contar con ello.
—El método de navegación del que hablasteis, ¿de qué se trata?
Andrea sonrió irónicamente.
—No tengo intención de contarlo, mi buen señor, sin que se me pague por ello.
—Seguro que el Infante te pagaría si yo le digo que es interesante.
—Alguien me pagará de todas formas —dijo Andrea seguro de sí mismo—. Incluso Venecia.
—¡Venecia! ¿Por qué?
—La prosperidad de
La Serenissima
depende del comercio con la India y China, y los turcos amenazan con bloquear tales relaciones comerciales. Ya se ha vuelto carísimo llevar los bienes desde el Este, por el tributo que exigen Trebisonda, Constantinopla, Antioquía y los turcos, a lo largo de toda la costa de dominio árabe. Cuando la mercancía llega por fin a Venecia, ya desde antes de descargarla, el beneficio que de ella se podría obtener prácticamente se ha esfumado. Los mercaderes se ven obligados a llegar a un acuerdo con los turcos, por lo que le sacan todavía menos beneficio a sus bienes, a menos que se descubra un nuevo camino a la India por mar, lo que significaría rodear las costas de África.
—Es el mismo problema de Florencia y Génova —señaló fray Mauro.
—Todas ellas están en la misma situación —concordó Andrea—. Quienquiera que descubra una nueva ruta hacia la India y China que no puedan bloquear los turcos, se convertirá rápidamente en la ciudad más rica del mundo, al tiempo que controlará el Mediterráneo. Con todo esto en juego, estarán dispuestos a ofrecer grandes sumas.
—Lo mismo puede decirse de Portugal —le recordó el maestre Jacomé—, excepto que nosotros no somos tan ricos como ellos.
—Cierto. Pero vuestro Príncipe ya ha empezado a realizar expediciones en este sentido, y no puede permitirse el lujo de dejar que nadie se le adelante.
—Admitiendo que vuestro secreto sea tan interesante como decís —dijo el maestre Jacomé—, lo que vos pretendéis es que nuestro Príncipe compre el caballo sin haberle mirado antes los dientes. Después de todo, nuestros navegantes tienen mucha experiencia. Hemos mejorado tanto el cuadrante como el astrolabio.
—El método que yo propongo es mucho más sencillo.
—¿Incluso más que los instrumentos de Levi Ben Gershon?
Andrea conocía bastante bien la ballestilla (o Báculo de Jacob), que usaban los navegadores desde hacía más de un siglo para medir el ángulo que formaban el Sol o la Estrella del Norte con el horizonte. Consistía en un eje sobre el cual se deslizaba un asta vertical en ángulo recto. Cuando este instrumento apuntaba hacia la Estrella del Norte o hacia el Sol, el asta vertical se podía correr hacia atrás o hacia adelante frente al centro de la base hasta que ambos extremos se unieran, estableciendo la distancia entre el horizonte y el punto que se estaba observando. Se podía medir, entonces, el ángulo formado por el asta y el extremo del eje más cercano al centro de la base, y calcular así el ángulo de elevación de la estrella o, en su caso, del Sol sobre el horizonte.
El pesado astrolabio de metal y su antecesor, el cuadrante, eran bastante precisos, pero presentaban algunos problemas cuando la nave estaba en movimiento, por lo que en mitad de una tormenta resultaba difícil calcular la altura de la Estrella del Norte, que era en lo que se basaba la navegación de la época.
Aunque su precisión fuera menor, a un navegador con experiencia le resultaba mucho más cómodo el Báculo de Jacob para establecer el ángulo de la Estrella Polar. Sin embargo, todos estos métodos de navegación requerían muchos ajustes. No era fácil usarlo cuando, en mitad de una tormenta, la Estrella Polar apenas se divisaba. Aunque existía un segundo modo de determinar la latitud mediante la altura del Sol, eran pocos los navegantes que lo conocían.
—Mi método es más fácil de usar que el Báculo de Jacob —le aseguró Andrea al maestre Jacomé—, y es más exacto. Además —añadió—, vuestros marineros se sentirían más tranquilos si tuvieran un instrumento que les garantizara encontrar el camino de vuelta a casa.
El maestre Jacomé bebió un sorbo de vino pensativo, antes de volver a hablar.
—Un hombre de Florencia, llamado Toscanelli, afirma que se puede llegar a la India navegando hacia el Oeste —dijo—. ¿Qué opináis sobre esto?
—Que es posible, si no hubiera ninguna masa de tierra en los mares del Oeste y, sobre todo, si la nave pudiera pararse a tomar agua y suministros en la isla de la Antilia.
—¿Creéis que tal isla existe?
—Esa u otra. Estoy seguro de que una masa de tierra separa Europa de la India, pero no sé cuál es su tamaño.
El viejo cartógrafo le lanzó una mirada suspicaz.
—¿Es ésta otra de vuestras conjeturas, señor Bianco?
Andrea no tenía ninguna duda de que el maestre Jacomé referiría al Príncipe fielmente todo lo que le contara, y no veía ninguna razón para no hablarle sobre su convicción de que existían tierras deshabitadas al oeste de Europa. Es más, puede que así consiguiera despertar la curiosidad del Príncipe, que quizás utilizaría el instrumento que él le propondría, obteniendo una buena recompensa por ello.
—¿Habéis oído hablar de los viajes que se han hecho a Thule y Groenlandia? —le preguntó.
—Por supuesto. Los obispos de Groenlandia han rendido pleitesía a Roma durante siglos.
—Entonces tenéis que saber, también, que Eric El Rojo y su hijo Leif llegaron a unas tierras que ellos llamaron la “Tierra del Vino”.
—Eric Vallarte ha conseguido información de los habitantes de aquellas tierras para nosotros —le confirmó el maestre Jacomé.
—Sin embargo, apostaría a que no tenéis información sobre el viaje de los hermanos Zeno, de Venecia. Ni sobre el mapa que diseñaron.
—Pues yo apostaría a que conozco todos los mapas que se hayan diseñado alguna vez del mar del Oeste —dijo el maestre Jacomé—, pero de éste nunca he oído hablar.