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Authors: Frank G. Slaughter

Tags: #Historico

El cartógrafo y el misterio del Al-kemal (14 page)

BOOK: El cartógrafo y el misterio del Al-kemal
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—Está escondido en la caja fuerte de la familia Zeno en Venecia —le explicó Andrea—, pero yo lo vi una vez, por casualidad, hace años, y me acuerdo perfectamente.

—¿Podríais reproducirlo?

—Creo que sí, si me compensara.

—¿Vuestro precio?

—Ha de determinarse.

El maestre Jacomé se ruborizó.

—Apuntáis alto para ser un hombre que hace algunas horas era un esclavo, señor Bianco.

Andrea sonrió.

—Pero pensad en lo lejos que he llegado desde entonces.

V

Cuando dejó la casa del maestre Jacomé, Andrea volvió hacia el promontorio de Sagres, que se extendía hacia el océano formando el cabo que le daba su nombre. Un camino iba entre las dunas hasta la punta del promontorio. Más allá de este punto no había nada, a menos que no se bajara a la playa y se caminara hacia el mar.

El día era cálido, con una brisa ligera que ensordecía el rumor de las olas cuando rompían contra la arena. Andrea se sentó a escucharlo, pensativo, en el punto más alto de la duna, apoyado contra un árbol. Tras de sí la gente del pueblo se preparaba para la fiesta de la noche, en la que todos participaban. Las voces le llegaban de vez en cuando a través de las dunas.

Andrea pensó ir a la fiesta más tarde. Por el momento necesitaba pensar sobre el rumbo que habían tomado las cosas aquella mañana y adónde podía llevarle la nueva situación. Había elegido el mejor sitio para una meditación como la suya, ante el mar infinito que se extendía hacia el horizonte por el oeste y el ritmo de las olas que rompían en la playa.

Por primera vez, con la inmensidad del mar ante él, se sintió libre. Un escalofrío lo recorrió de arriba abajo cuando pensó que ahora era tan libre como los pájaros del mar que se lanzaban en picado sobre las olas, volviendo hacia el cielo resplandecientes como la plata bajo los rayos del sol. Como uno de ellos, ahora podía ir donde quisiera, salvo a Venecia. Excepto Angelita, ya nada lo atraía de aquella ciudad.

Allí sentado, empezó a pensar en lo que había dicho el maestre Jacomé sobre el geógrafo Toscanelli, que, según él, se podía llegar a la India por mar navegando hacia el oeste. Si el diámetro de la Tierra fuera de verdad de 30.000 kilómetros (como creía el geógrafo griego Ptolomeo y muchos otros cartógrafos), sería mejor navegar hacia el oeste por una nueva ruta en vez de rodear toda África, como estaban intentando hacer las naves del príncipe Enrique, sin saber realmente lo que les deparaban las vastas regiones de aquellas misteriosas tierras del sur.

Algunos cartógrafos ya tenían una idea general de la forma encrespada del continente africano, gracias a las caravanas de esclavos negros que llevaban los moros a los puertos europeos. Se decía que la parte occidental del Nilo llegaba hasta allí. Una caudalosa corriente que fluía hacia el mar del oeste desde un manantial lejano, al sur de las ciudades de Egipto, por donde un día los barcos podrían atravesar toda África.

Se contaban historias sobre grandes imperios del sur de África, con sus minas fabulosas de oro y plata, maderas preciosas y otros bienes de valor incalculable. Aunque algunos geógrafos tenían una idea de la forma y extensión de África, nadie cuestionaba las riquezas que allí se encontrarían, o de que los cristianos pudieran o debieran arrebatárselas al Islam.

Pero Ptolomeo tenía que equivocarse, pensaba Andrea mientras hacía dibujos sobre la arena distraídamente con un palo. Según sus cálculos el mundo era más grande de lo que pensaba el geógrafo griego, por lo menos un tercio más grande. Y si se tenían en cuenta los viajes de los hermanos Zeno y el del monje Hoei Shin hacia Oriente, una considerable masa de tierra, mucho más grande que la Antilia o las otras islas legendarias que Andrea había incluido en su mapa del mundo, debía de separar Europa de la India.

A Andrea no le cabía la menor duda sobre la existencia de la Antilia. Todos los cartógrafos que conocía estaban de acuerdo, por lo que en un pasado lejano los hombres de Europa la debían de haber visto. De hecho, su existencia estaba tan clara en la mente de Andrea como la de las islas de Groenlandia o la Tierra del Vino de los vikingos.

En Groenlandia se habían creado aldeas y consagrado obispos. Los escandinavos habían navegado hasta allí durante cientos de años. Los viajes de Eric El Rojo y su hijo Leif parecían demostrar también la existencia de la Tierra del Vino, que describieron como un país cálido y bello del suroeste de Groenlandia donde la fruta crecía en abundancia, y que estaba habitado por gente salvaje que iba desnuda casi todo el tiempo y que se resistía enérgicamente a que sus tierras les fueran usurpadas.

Ensimismado en sus pensamientos, Andrea no escuchó unos pasos que se le acercaban por la arena hasta que oyó un discreto carraspeo detrás de él. Se dio la vuelta rápidamente, preparándose para protegerse con las manos, ya que estaba desarmado. Entonces reconoció al otro hombre, y dejó caer los brazos.

Era Alvise de Cadamosto, el capitán del barco veneciano que lo había identificado públicamente aquella mañana.

—Mil perdones, señor Bianco —dijo Cadamosto en italiano—. No pretendía asustaros.

Andrea sonrió.

—Aún recuerdo vivamente los látigos de los rais y tiendo a tomar una actitud de defensa en cuanto noto el más mínimo ruido, señor Cadamosto.

—Dentro de una hora salgo para Lagos para unirme a mi tripulación —explicó el capitán—. Quería hablar con vos antes de partir y fray Mauro me dijo que os había visto seguir este camino.

—Os busqué esta mañana después de la audiencia —le dijo Andrea—, pero eran demasiados los que se acercaron para hablar conmigo y no tuve la oportunidad de agradeceos correctamente lo que habéis hecho por mí.

—No ha sido nada —una sonrisa endulzaba el rostro enjuto de Cadamosto—. ¿Habéis decidido lo que vais a hacer ahora?

—Me llevará un poco de tiempo darme cuenta de que soy libre de verdad —admitió Andrea—. Además, me interesa mucho Villa do Infante.

—Os entiendo muy bien. El Infante me ha pedido que me una a su grupo, aunque sólo sea como capitán.

—¿Aceptaréis?

—Antes tengo que volver a Venecia. Mientras tanto, lo pensaré. Mi barco pertenece a la familia de los Medici. Ellos tienen intereses en muchos sitios y comercian con los puertos más importantes —lanzó a Andrea una mirada penetrante—. Uno puede llegar muy lejos al servicio de los Medici. No se puede despreciar una oportunidad así fácilmente.

—¿Por qué me decís todo esto?

—Estoy interesado en el método de navegación del que hablasteis esta mañana. Quien lo posea será el señor de los mares.

—Puede ser —concordó Andrea, preguntándose dónde lo llevaría esta conversación.

—Cuando llegue a Florencia, camino de Venecia —continuó Cadamosto—, les contaré a mis señores, naturalmente, que vos poseéis este nuevo método. Con toda seguridad vuestro hermanastro Mattei oirá hablar de ello.

—No tengo ninguna obligación ante él —dijo Andrea cortante—. Intentó que me sentenciaran a muerte bajo una falsa acusación de asesinato.

—El señor Mattei raramente deja que algo se interponga en su camino —convino Cadamosto—, pero ahora que poseéis un conocimiento tan valioso para la compañía con la que está asociado, estoy seguro de que se dará cuenta del error de sus acciones y lo arreglará todo para que desaparezca vuestro expediente del libro de registros del tribunal.

Era una idea excitante, que lo llevó a otra aún mejor.

—¿Podríais hacer algo por mí, ahora que vais a Venecia? —le preguntó Andrea.

—Por supuesto, señor. Lo que deseéis.

—La señora Angelita, esposa de mi hermanastro, era mi prometida. Decidle que estoy vivo y que aún la amo.

Los ojos del veneciano resplandecieron.

—¡Ah! ¡Una historia de amor! Podéis estar seguro de que se lo diré, y nadie más lo sabrá —Cadamosto le extendió una mano—.
Arrivederci,
señor. Este nuevo método de navegación hará que comience una nueva época para vos, si es como afirmáis.

—Sí que lo es —le aseguró Andrea—. Tenéis mi palabra.

—Entonces, cuidadlo bien. El camino a las Indias es tan valioso, ahora que los turcos lo han bloqueado, que muchos hombres matarían por obtener vuestro secreto o simplemente para que no caiga en manos de otros comerciantes que consideren enemigos. Como capitán de una galera de los Medici estoy obligado a contarles lo que sé —sonrió—. Y porque obtendré una buena suma de dinero por ello. Pero tened cuidado, señor Bianco. No vendáis lo que tenéis a bajo precio, y guardad el secreto como vuestra vida hasta que lo hagáis. La propia vida podría ser el precio de saber más que el resto de los hombres.

VI

La fiesta en honor del regreso del príncipe Enrique estaba en pleno apogeo cuando Andrea dejó la habitación que compartía, ahora que ya no era un esclavo, con fray Mauro en la casa del señor Di Perestrello. Como Eric Vallarte era más o menos de su estatura y corpulencia, le prestó algunas ropas decentes hasta que se pudieran hacer algunas de su talla.

Su traje consistía en una túnica y mallas negras. Como la noche era cálida, no necesitaba capa. El sombrero bajo de terciopelo también era negro, del mismo color del pelo y la barba, bien recortados, pero no llevaba joyas porque no tenía ninguna. Incluso disfrazado, como iban todos, no pasaba desapercibido en la fiesta, debido a su físico espléndido y a su porte elegante.

A los festejos habían ido todos los habitantes de Villa do Infante y muchos de Lagos (o al menos eso parecía). Los súbditos del príncipe Enrique tenían todos los motivos para estar contentos, porque su príncipe era amable y generoso, y pagaba bien a los que lo servían. Incluso el más humilde de los carpinteros de las carabelas que se construían constantemente en Lagos tenía suficiente para comer y hasta para comprarse una botella de vino de vez en cuando.

Aquella noche el chambelán del Príncipe había llevado toneles de vino para la fiesta, y con los platos tan ricos que habían preparado las mujeres del pueblo y un buey que había donado el Príncipe y que había estado asándose durante las últimas doce horas, tenían comida en abundancia para todos.

Se habían colocado luces por todas las calles que rodeaban la plaza principal. Había
laça-se-confetti y serpentine
por todas partes, y los edificios se habían decorado con serpentinas de colores que ondeaban con el viento. Todos iban disfrazados y algunos llevaban trajes de fantasía. Dragones, arlequines, bufones, soldados fanfarrones y señoras campesinas bien entradas en carnes, se mezclaban con señoras estupendas con pelucas empolvadas y vestidos carísimos y elegantes caballeros.

Andrea cenó abundantemente. Buey asado bañado en un buen vino tinto. Una señora de mirada centelleante le ofreció un pastel, y con una risilla nerviosa, aceptó un beso a cambio. Una sensación de gran satisfacción y bienestar lo invadió mientras caminaba por la plaza donde los músicos estaban tocando para el baile.

Buscó a doña Leonor para darle las gracias por lo generoso que había sido su padre al concederle la libertad cuando el príncipe Enrique por fin aceptó su verdadera identidad, pero había tantas chicas jóvenes morenas y ojos sonrientes escondidos tras las máscaras que pronto se sintió perdido, sin esperanzas de poder reconocerla. Cuando una chica alta y delgada vestida de lechera lo tomó entre las manos y lo empujó hacia la zona de baile, no pudo resistirse.

La música tenía un ritmo estimulante y Andrea se encontró libre de cualquier tipo de reserva o timidez que le hubieran podido producir todos aquellos años de esclavitud. Se unió a la exuberancia del baile cuando formaron un círculo y comenzaron a intercambiarse las parejas cuando lo marcaban los músicos. La noche era cálida, y el vino corría libremente, y al final de uno de los bailes se encontró ante una joven morena que bailaba con la gracia de una cierva juguetona. Una máscara de encaje le cubría completamente la cara, dejando al descubierto sólo unos preciosos ojos negros.

—¿Me permitís que os ofrezca algo de beber, señorita? —le dijo galantemente—. He probado el vino de aquel barril del fondo y puedo asegurar su calidad.

Ella lo tomó por el brazo y se encaminaron hacia él a través de la multitud. Andrea esperaba que aquella joven fuera doña Leonor, pero no podía estar seguro. El barril estaba en una zona poco iluminada y, cuando estaba sirviendo los vasos, sus miradas se cruzaron en la oscuridad, con un brillo de diablura, y Andrea se sorprendió a sí mismo pensando qué pasaría si levantase la máscara de la chica y besara los labios rojos que escondía.

En un momento de arrojo, puso los brazos alrededor del pecho de la joven, que no opuso resistencia cuando la atrajo hacia él en las sombras ni cuando dejó el vaso de vino y la abrazó. Cuando levantó la máscara encontró unos labios tan deseosos de un beso como los suyos, por lo que pensó que no podía tratarse de doña Leonor, ya que la conocía lo suficiente como para saber que ella no concedería un beso a un desconocido, ni siquiera oculta bajo una máscara.

—¡Qué galantería! —dijo una voz indignada tras él, que reconoció enseguida—. Así que el esclavo imita a sus señores.

Andrea soltó a la chica, que se rió nerviosa y escapó entre las sombras, dejándolo a solas ante la mirada furiosa de doña Leonor.

—Ya no soy un esclavo, señora —dijo, enfadado porque lo había pillado
in flagrante delicto
—. ¿O no habéis sido informada?

—¿Quién os ha dado la libertad?

—El Infante, y vuestro padre.

—¿Os da esto permiso para besar a cualquier chica que esté lo bastante borracha como para permitíoslo? —le preguntó ofendida.

—¿Estáis enfadada porque habéis perdido a un esclavo, señora? ¿O porque he besado a una chica?

La joven se irguió.

—Siendo libre, no tenéis ningún tipo de obligación para conmigo o con mi padre. Podéis besar a quien deseéis.

Era guapísima, incluso más cuando se enfadaba. El beso que había interrumpido había sido un impulso del momento, nada más, debido sobre todo al ambiente de aquella noche: la fiesta, el vino y, sobre todo, la sensación de libertad. Pero el besar a la chica que tenía ante él… sólo la idea bastaba para llevar a un hombre a la acción.

—Os diré la verdad, señora —le dijo impulsivamente—. Cuando la besé, creía que erais vos.

Vio como la joven se ponía rígida. Después se le acercó y le dio una bofetada. Esto lo sorprendió, pero consiguió cogerle de la mano antes de que se fuera.

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