Era la primera vez que Andrea veía a los indígenas de esta parte del continente africano. Las embarcaciones parecían ser de troncos, un tipo de construcción que, según le habían dicho, era característico de esta zona, pero lo que más le llamó la atención fue el modo en que las propulsaban. Los hombres de las barcas estaban casi desnudos. Sentados a horcajadas sobre las frágiles embarcaciones, usaban las piernas a modo de remos, dando la impresión de que lo que avanzaba por el agua era una especie de insecto de ocho patas.
—
¡Sangre de Cristo!
—exclamó Alfonso Lancarote—. Ahora avisarán a los moros y seguramente huirán, así que no conseguiremos hacer esclavos.
—¿Cuándo pensabais atacarlos? —le preguntó Andrea.
—Por la mañana, pero ahora que nos han visto, intentarán evitar que desembarquemos, así que nuestros arqueros tendrán que matar a algunos y nos quedaremos con menos esclavos todavía.
—Y, ¿por qué no les hacemos creer que seguimos navegando hacia el sur? —le sugirió Andrea—. Los mapas indican que hay una isla por aquí cerca que se llama
Ilha das Garbas,
la isla de las Garzas. He visto muchas garzas volando hacia el sur, así que seguro que se están dirigiendo a esta isla.
—¿Pretendéis que huyamos de unos cuantos negros mal armados? —dijo don Alfonso con frialdad.
—Eso es lo que espero que se crean los moros —dijo Andrea—. Si lo hacen, no escaparán, así que vuestros hombres podrán desembarcar mañana al amanecer en las costas del continente con los botes y capturar a los que hayan quedado en la isla.
—
¡Por Dios!
—exclamó don Alfonso—. Sois un hombre astuto, señor.
Andrea sonrió abiertamente.
—Soy astuto cuando se trata de salvar el pellejo, por lo menos. Además, obtendré parte de las ganancias de esta expedición.
Sólo quedaba una hora de luz, así que se pusieron a trabajar enseguida, preparando las carabelas para poner rumbo a la isla que había indicado Andrea. La isla estaba a poco más de una milla y, conforme se acercaban, un enjambre de nubes de aves blancas y elegantes subieron a bordo, pero eran tan dóciles que los hombres no necesitaron acudir a las armas para darles golpes y partirles el cuello, largo, esbelto y delicado, así que en poco tiempo había un montón de garzas apiladas en cubierta. Por suerte, la isla estaba llena de árboles altos, lo que les permitió echar las anclas sin ser vistos desde la isla de Arguin.
La compañía de la Santa Clara festejó aquella noche con un banquete de carne de garza y huevos que algunos hombres habían recogido en la playa. Don Alfonso dio orden de guardar silencio, porque el sonido se transmite bien por el agua y no quería que los nativos advirtieran su presencia. De todas formas ninguno de sus hombres tenía ganas de fiesta, ya que el día siguiente iba a ser un día de batalla, y muchos de ellos habían perdido la vida luchando contra los moros en expediciones anteriores, así que eran plenamente conscientes del peligro que corrían.
Estaba todavía oscuro cuando los hombres que iban a desembarcar se reunieron en cubierta. Como cada barco tenía sólo un bote con capacidad para seis hombres, la expedición fue de un total de treinta hombres, procedentes de las cinco carabelas. En la oscuridad de la noche se escuchaban los preparativos de los otros barcos cuando los hombres empezaron a ponerse las armaduras, además de alguna que otra maldición cuando uno de los patrones tropezaba.
Don Alfonso Lancarote decidió no acompañar a su expedición, para quedarse en el barco y guiar las carabelas hasta la isla de Arguin, donde pensaba anclar las naves tan pronto como saliera el sol y así atacar también desde el mar, dejando al enemigo bloqueado entre dos fuegos.
Don Gil Vicente se ofreció voluntario para encabezar la expedición de la Santa Clara. Andrea se sorprendió cuando el
fidalgo
florentino lo eligió como miembro del grupo, pero aceptó la oportunidad, contento de poder poner pie en las costas africanas. Los
fidalgos
y los soldados llevaban cascos y armaduras de metal, pero Andrea prefirió llevar sólo el casco, para protegerse la cabeza, y una espada y un puñal para defenderse en caso de que lo atacaran.
Poco después del amanecer saltaron por la borda, deslizándose por las cuerdas hasta los botes que los estaban esperando. Así, con Andrea al timón (que más que ver intuía el camino), y los demás a los remos, se dirigieron hacia la costa. El ruido de los remos y alguna blasfemia indicaban el rumbo y la posición de los otros botes. Las órdenes eran de no atacar directamente, sino de flanquear el asentamiento moro que encontraran más cerca de la costa y rodearlo, para que no pudieran escapar ni pedir refuerzos, facilitando así el ataque principal, que correría a cargo de las carabelas.
Hacía calor y humedad, y era fortísimo el olor de los excrementos de las miles de garzas que poblaban las islas. Una niebla densa envolvía la superficie, así que Andrea tenía que escudriñar el camino en la oscuridad, nervioso por la emoción de pisar nuevas tierras y porque quizá tuviera que luchar para salvar su vida antes de llegar. Cuando pasaron por la orilla de la isla de Arguin, oyeron algunas voces que provenían del poblado de Azanegue y de vez en cuando el rebuzno de algún asno rompía la tranquilidad de las primeras horas de la mañana, por lo que Andrea pensó que los moros habían caído en su trampa. Pensando que los grandes barcos de velas blancas con los que los hombres parecían poder volar sobre las aguas habrían continuado su marcha hacia el sur, daba la impresión de que los salvajes no se esperaban el ataque, que era ya inminente.
Había pasado menos de una hora desde que dejaron el barco cuando una ensenada se abrió ante ellos. Entonces Andrea hizo señales a los otros barcos para que lo siguieran y los dirigió hacia una playa estrecha y arenosa, donde poder atracar sin que los nativos que estuvieran en las costas de la isla los vieran. Cuando empezaron a desembarcar ya caían los primeros rayos del sol, así que los hombres cruzaron la ensenada ocultos tras los arbustos que crecían a lo largo de toda la playa.
Gil Vicente, como había decidido don Alfonso, guiaba la expedición, aunque Andrea hubiera preferido a otro con más experiencia. Aunque los soldados que acompañaron a Gonzalo de Sintra en su desafortunada expedición habían hablado de un poblado, ellos todavía no habían encontrado ninguno. Los hombres empezaron a jadear y a proferir maldiciones cuando se tambaleaban por la arena y, cuando el calor del sol empezó a aumentar, chorreones de sudor empezaron a caerles bajo las armaduras haciendo que se sintieran aún peor. Se habían llevado un poco de pan del que comían a bordo, agua y vino, y después de haber recorrido poco más de un kilómetro Gil Vicente decidió hacer un alto para comer y descansar.
Los hombres se tumbaron, agradecidos, sobre la arena. Andrea no se sentía tan cansado, en parte por no llevar armadura, pero sobre todo por la fuerza que le habían dado todos aquellos años en las galeras. Tomó un poco de pan y agua, y se encaminó hacia una palmera alta donde descansaban los jefes de la expedición.
—Señor Vicente —dijo—. Quisiera pediros vuestro permiso para adelantarme un poco y examinar la zona a la que nos dirigimos.
Gil Vicente se enfadó. Le molestaba aquella falta de consideración a su autoridad y capacidad de guiar la operación.
—¿Y por qué vos, señor Bianco? —preguntó—. Si ni siquiera sois un soldado.
Andrea sonrió, negándose a enfadarse ante aquel fantoche.
—En las galeras uno aprende a moverse en silencio —le dijo—, y a valorar la propia piel.
—Se me había olvidado que habéis sido esclavo —le contestó, en tono condescendiente.
—El navegante tiene razón, señor —dijo Martín Vasques—. Si me dierais permiso, lo acompañaría. En la batalla de Ceuta, el Infante me ordenó avanzar con otro soldado para espiar la zona y así conseguimos evitar que un grupo de moros que estaban escondidos cerca de la playa nos mataran a todos.
La mención al Infante hizo que el soldado se olvidara de lo que antes le pareció una desconsideración a su persona.
—Si es así, id. Los dos —ordenó—, pero volved en menos de una hora. Os estaremos esperando.
Martín Vasques se puso la armadura y el casco y fue hacia Andrea.
—Vos guiáis, Excelencia —dijo, mientras se alejaban de la zona de descanso.
—No me confiráis títulos —dijo Andrea sonriendo—. No tengo sangre azul.
—Pero tenéis una gran inteligencia, que es mejor —el viejo soldado sonrió—. Matad a muchos moros hoy y mañana seréis caballero. Hay hombres que han conseguido el título por menos. ¿Por dónde vamos?
—Creo que deberíamos adentrarnos dando un rodeo para ver si encontramos el poblado del que hablaban los barcos de la otra expedición. Ésta debe de ser una zona donde los moros concentren sus fuerzas.
Se encaminaron haciendo un gran círculo, pero se movían despacio porque la maleza no era muy alta y llegaron a la orilla de un arroyo de agua fresca.
—Si seguimos el arroyo seguro que encontramos el poblado —dijo Andrea—. Sería lógico que lo hubieran situado al lado de una fuente de agua dulce.
El soldado asintió con la cabeza.
—Vamos.
Andrea se metió en el agua. El fondo era de arena y el agua le llegaba a las rodillas, así que era, sin lugar a dudas, el camino más fácil para adentrarse en aquellas tierras. El agua estaba fría. Sin embargo, apenas habían caminado unos cien metros cuando Andrea se paró tan repentinamente que Martín Vasques se chocó contra él. Al pararse y cesar el ruido que hacían al andar por el agua, oyeron de nuevo el ruido que había escuchado Andrea. Eran unas voces que se estaban acercando.
—Señor Bianco —susurró Martín—. ¿Veis el sendero que hay allí, a la izquierda del arroyo?
Andrea lo vio, y se maldijo en silencio por no haber estado más atento. Las voces se estaban haciendo cada vez más fuertes, así que estaba claro que el grupo de personas (que no lograba calcular cuántas podían ser) se estaba acercando por el sendero, así que pasarían muy cerca de donde ellos estaban en pocos minutos. Ya era demasiado tarde para seguir el arroyo y esconderse entre las malezas de la orilla.
—Tumbaos en el agua cerca de la orilla —dijo Andrea en un susurro—. El saliente nos cubrirá.
Martín Vasques no perdió el tiempo discutiendo. En cuestión de segundos ya estaba tumbado debajo del agua, dejando fuera solamente la parte de la cara necesaria para poder respirar y con el cuerpo lo más pegado posible al saliente. No se esperaban que el agua estuviera tan fría, sobre todo después de haber sudado tanto, y Andrea tuvo que concentrarse para no dejar escapar un estornudo que lo habría delatado inmediatamente. Las voces ya se oían muy fuerte, y aparentemente todas eran de hombres, lo que probablemente quería decir que se trataba de una expedición guerrera que se encaminaba hacia la playa.
Andrea aguzó el oído, esperando que aquellos hombres hablaran alguno de los dialectos árabes que había aprendido de los esclavos en las galeras. Unas cuantas palabras las conocía, así que pensó que, si cooperaran, incluso se podrían entender. Sin embargo, por el momento, no logró entender nada que fuera de valor. Por la posición donde se encontraban, no conseguía ver cuántos eran, así que sólo podía hacer una estimación aproximada de cuántos hombres formaban aquella expedición guerrera.
Cuando pasaron, Andrea se levantó y ayudó a Martín Vasques a hacerlo. El agua que les chorreaba de la ropa se les metía en las botas, pero estaban tan contentos de haber escapado de un peligro que habían tenido tan cerca, que no les preocupaban en absoluto las pequeñas incomodidades.
—¿Cuántos creéis que podían ser? —le preguntó al soldado.
—Por lo menos cincuenta, casi todos hombres.
—Y, por lo tanto, guerreros.
Martín Vasques asintió con la cabeza.
—Parece que los
fidalgos
podrán ganar mucho del honor que tanto estiman antes de que termine el día. Yo he combatido contra los moros antes, y son unos guerreros diabólicos.
—Entonces será mejor que volvamos y avisemos a los otros —dijo Andrea—. Dentro de poco las carabelas estarán en una buena posición para atacar la costa.
Encontraron a Gil Vicente y a los demás donde los habían dejado, tumbados a la sombra de algunas palmeras raquíticas que crecían bajo los matorrales. Andrea les contó rápidamente lo sucedido y les explicó cómo se habían escondido en el arroyo.
—Es evidente que el camino que han tomado lleva hasta la playa —terminó diciendo—. Si lo seguimos, aún podremos atacarlos por detrás, como habíamos planeado.
Gil Vicente, como quedó claro enseguida, tenía otros planes.
—¿A qué distancia arroyo arriba calculáis que está el poblado, señor Bianco? —le preguntó con entusiasmo.
—Probablemente no muy lejos de aquí, pero, ¿qué importancia puede tener?
El joven lo miró fríamente.
—Soy yo quien da las órdenes aquí, y no permito que se me cuestione. Tanto menos alguien que no es ni siquiera soldado.
Andrea se encogió de hombros.
—Al señor Lancarote no le gustará que, si ataca desde las carabelas como estaba previsto, vos no estéis allí para cubrir la retaguardia.
—¿De qué modo mejor podemos cubrir la retaguardia si no es controlando el camino? —le preguntó Gil Vicente, perdiendo la paciencia—. Podemos tomar el poblado y después tendremos mucho tiempo para llegar a la playa.
—Seguramente estará defendido sólo por viejos, mujeres y niños —protestó Andrea—. No merece la pena.
—Entonces, vengaremos la muerte de Gonçalo de Sintra —gritó Gil Vicente, mientras se levantaba—. El caballero más valiente que jamás haya levantado una espada, según me han contado —levantó su espada—. ¡Hombres, seguidme! —Con esto se abalanzó hacia adelante, pero enseguida tuvo que disminuir el paso a causa de la arena fina.
—Hoy será un gran día —refunfuñó Martín Vasques sarcásticamente—, pero algo sacaremos de esto. Seguramente habrá chicas jóvenes en el poblado, que se venderán a buen precio como esclavas —sonrió maliciosamente—. Sobre todo si los hombres blancos las han dejado embarazadas. Así el comprador obtendrá dos al precio de uno y, además, los mestizos son buenos siervos domésticos.
Encontraron el poblado sin problemas siguiendo el arroyo. Como Andrea había previsto, estaba lleno de viejos, mujeres y niños. No obstante, consiguieron plantar cara a los soldados portugueses cuando estos atacaron, usando todas las miserables armas que encontraron a su alcance.