El cartógrafo y el misterio del Al-kemal (35 page)

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Authors: Frank G. Slaughter

Tags: #Historico

BOOK: El cartógrafo y el misterio del Al-kemal
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—Supongamos que no se trata más que de una cadena de islas y que pasamos de largo —Fray Mauro expresó así lo que preocupaba a la mayoría de ellos.

—Si seguimos el arrecife no es probable que esto suceda —aseguró Andrea—. En las costas de África nos encontramos con muchos arrecifes como éste, que se abrían sólo para dar paso a la desembocadura de grandes ríos. Estoy seguro de que más adelante encontraremos un pasaje que nos permita un anclaje seguro.

—Mientras sigamos viendo las islas, no las perderemos —admitió Eric Vallarte, decidiendo así el rumbo—. Al menos, por el momento.

Durante casi todo el día la carabela siguió navegando por aguas profundas a una distancia variable de los bancos de arrecife que se extendían al noroeste. A veces llegaron a estar a media milla del borde, pudiendo distinguir las rocas azuladas del fondo. Otras veces se alejaban algunas millas, pero desde lo alto del mástil se seguía distinguiendo bien el banco, por su color verde más oscuro que el de las aguas que los rodeaban. Seguían apareciendo pequeñas islas: algunas de ellas apenas asomaban a la superficie, y el contorno de otras se veían en el horizonte al sudeste.

Al caer la tarde por fin escucharon el grito que tanto anhelaban.

—¡Tierra a la vista! —gritaron desde lo más alto del mástil—. ¡Hay una isla grande justo delante de nosotros!

Andrea volvió a subirse al mástil, y esta vez una oleada de euforia le corrió por todo el cuerpo. En todas direcciones se extendía una línea oscura que se alzaba lo suficiente del mar y era lo bastante densa como para que no fuera una nube. Incluso en algunas zonas podía distinguirse la línea de las montañas.

—¡Es una isla grande! —gritó—. ¡O un nuevo continente!

—¿Podría ser la Antilia? —se oyó desde cubierta, como una pregunta inevitable.

—Tendremos que esperar a que nos acerquemos un poco más —fue todo lo que Andrea pudo decir—. Hasta mañana por la mañana no podremos estar seguros.

La noche era clara a la luz de la luna, y con un vigía en lo alto del mástil y otro en la proa, todos se sentían seguros mientras avanzaban con las velas estrictamente necesarias para que la nave continuara su curso sin que entrara más agua de las que las bombas podían expulsar. Al alba ya estaban todos en cubierta, y cuando los primeros rayos del sol brillaron sobre el horizonte se empezaron a oír los primeros gritos de alegría.

Ante ellos se alzaba una extensión inmensa de tierra que todavía estaba a algunas millas de distancia, pero que ya era perfectamente visible a la luz del sol. Abierta por bahías y desembocaduras de ríos, verde y evidentemente fértil, con colinas que ascendían en el aire cálido de la mañana, ninguno dudaba de que se tratara de una isla de una extensión considerable o incluso de un nuevo continente al oeste de Europa y África.

—¡Antilia! —se oyó a alguien gritar—. ¡Hemos llegado a la Antilia!

Esta vez Andrea estaba de acuerdo, y con el corazón inundado de orgullo. Con habilidad y un poco de suerte, como era el primero en reconocer, habían llegado sanos y salvos, a través del mar del oeste, a la isla legendaria y, usando el Al-Kemal como guía, otros marineros podrían volver allí más adelante sin ningún problema. Habían abierto una nueva frontera para la exploración y, quizá, hasta habían descubierto una posible base en lo que algún día podría llegar a ser una nueva ruta hacia las Indias, el camino más buscado del mundo.

Cuando bajó del mástil, todos a su alrededor estaban bailando y cantando. Mientras se regodeaba mirando las montañas tan verdes de la isla que acababan de descubrir, Leonor corrió hacia él y, llevada por una alegría inmensa, se lanzó sobre él, le echó los brazos al cuello y lo besó.

—¡Lo habéis conseguido,
carissimo mio
! —dijo tan fuerte que todos la oyeron—. Nos habéis traído a la Antilia y nos habéis salvado la vida.

Mientras la estrechaba entre los brazos sólo había una nota discordante entre tanta alegría: la mirada acusadora de Eric Vallarte que lo miraba desde la cubierta, al lado de la bitácora. En ese momento Andrea se dio cuenta de que el descubrir la Antilia y el que Leonor hubiera declarado públicamente su amor le había costado un amigo, ya que lo único que Eric podría pensar era que había conquistado a sus espaldas a la mujer que amaba.

Libro V La mano de Satán
I

Cuando vieron la Antilia y descubrieron que se trataba de una isla grande y con mucha madera, el siguiente problema que tenían que afrontar era encontrar un puerto seguro donde poder echar anclas y reparar los daños que les había causado la roca contra la que chocaron en las Canarias durante la tormenta. Sin embargo, a pesar de haber llegado tan lejos, a la otra punta del mundo, daba la impresión de que un oscuro destino no estaba dispuesto a dejarlos desembarcar.

El paso a través del mar de algas y del canal de las islas se había visto favorecido por el buen tiempo y el viento que habían encontrado a su favor; pero ahora el viento empezaba a soplar desde el norte como una maldición, arrastrando al Infante Enrique contra las costas de árboles de la Antilia y, dado que estas costas les eran completamente desconocidas, era muy peligroso acercarse en mitad de una tormenta, sobre todo después de lo que les pasó en Canarias.

La situación se complicaba, además, porque el banco de arrecifes que rodeaba la isla se extendía hasta varias millas de la costa, por lo que sólo quedaba una estrecha lengua de agua profunda entre las rocas azuladas del norte y las costas irregulares del sur. Por el momento lo único que podían hacer era elegir a dos hombres fuertes para que mantuvieran los remos que habían puesto a modo de timón para que dirigieran el rumbo casi directamente hacia el oeste, para proseguir paralelos a la costa de la Antilia esperando encontrar un puerto seguro donde atracar.

Dos días estuvieron navegando así, esperando no encontrar dificultades, durante nueve o diez horas, hasta que el vigía desde el mástil pudiera distinguir bien, con la luz del sol, la profundidad real de las aguas. Sólo una cosa los animaba y era que la isla de la Antilia (si es que de verdad era una isla y no un verdadero continente) daba la impresión de seguir eternamente hacia el oeste. Por otra parte, la costa parecía cortarse por muchos ríos y ensenadas, así que tenían buenos motivos para pensar que, una vez que se calmara la tormenta, podrían encontrar un buen puerto donde atracar la nave, repararla, coger agua y comida y preparase para el largo viaje de vuelta a Portugal.

Mientras tanto la rutina del barco continuaba: el bombeo sin fin, las vueltas al reloj de arena cada media hora, las oraciones de la noche y el canto del “Salve Regina”.

Con el buen tiempo de las últimas semanas y las aguas más tranquilas, don Bartholomeu había empezado a recuperar las fuerzas. Aunque todavía estaba un poco pálido por lo mal que había estado durante la tormenta que los había arrastrado hacia el oeste, ahora ya estaba casi bien del todo y mucho más preocupado por la situación del barco.

—¿No deberíamos entrar por una de las ensenadas o desembocaduras de los ríos de la isla? —le preguntó a Eric Vallarte después de dos días de navegación forzosa paralela a la isla.

Eric, serio, negó con la cabeza.

—Después de lo que nos pasó en las islas Afortunadas me siento más seguro si esperamos lejos de la costa a que pase la tormenta.

—Pero, ¿qué pasaría si llegamos al final occidental de la isla antes de que amaine la tormenta? —preguntó don Bartholomeu—. ¿Podremos rodearla con sólo unos remos como timón?

—Será difícil —admitió el vikingo—, pero siempre podremos ponernos al pairo sin perderla de vista, si el banco no está demasiado cerca.

—Así que, en realidad, el haber encontrado la Antilia ha mejorado poco nuestra situación —dijo don Bartholomeu.

—No estoy de acuerdo, señor —dijo Andrea—. En el peor de los casos, podríamos encallar el barco en la orilla. A juzgar por el aspecto de la isla, creo que siempre podríamos vivir aquí.

—¿Creéis que estará habitada? —preguntó Leonor.

—Los hermanos Zeno dijeron que la gente de Droceo les hablaron de otras ciudades al sudoeste, así que sería razonable que una isla tan grande como ésta lo estuviera.

—¿Podría formar parte de las Indias? —preguntó fray Mauro—. ¿O de Cipangu?

Andrea negó con la cabeza.

—Si mis cálculos son correctos, las Indias y Cipangu tienen que quedar por lo menos al doble de la distancia que hemos recorrido, hacia el oeste de la Antilia.

—Pero, ¿estáis seguro de que ésta es la isla de la Antilia?

—No puedo estar seguro del todo —admitió Andrea—. Platón habló de una isla en el mar del oeste que él llamó Atlántida, 400 años antes del nacimiento de Nuestro Señor; y un griego, Teopompo, mencionó en la misma época la existencia de una isla de grandes dimensiones que quedaba al oeste de Europa.

—El maestre Jacomé y el Infante creen que los fenicios navegaron hacia el oeste hasta las Azores —añadió fray Mauro.

Andrea asintió.

—Aristóteles mencionó unas aguas tranquilas, un mar de algas, que se adentraba desde la Atlántida, así que alguien tuvo que navegar hasta aquí hace ya 2.000 años. Parece ser que el primer mapa en el que se usó el nombre de la Antilia es del 1424, de un paisano mío, Zuane Pizzigano. En él aparece otra isla al norte de la Antilia, que llamó Satanazes. Otra isla cercana era Saya, y otra que quedaba al oeste era Ymana. Beccario le dio a Satanazes el nombre de Isla de los Salvajes en su mapa hace diez años y, además, identificó otra isla más, a la que llamó Reylla.

—Entonces, tanto él como vos habéis seguido los mapas de Pizzigano —dijo Leonor.

—Yo creía que la isla de Satanazes debía de ser la misma que la que algunos cartógrafos han llamado la Mano de Satán —admitió Andrea—, pero puede que quien descubriera la Antilia y Satanazes por primera vez les dieran ese nombre porque sus habitantes fueran malos o feroces.

—Si no podemos atracar en la Antilia, siempre podremos hacerlo en otra de las islas —sugirió Eric.

—Siempre que se encuentren donde Pizzigano las situó en 1424 —admitió Andrea.

—Confieso que me siento mucho más tranquilo con todo lo que nos habéis dicho, señor Bianco —dijo don Bartholomeu, agradecido—. Ya estaba empezando a creer que nos veríamos obligados a seguir navegando para siempre.

Andrea había estado alternando sus turnos de guardia con Eric, y aquella noche, mientras estaba en la cubierta de popa cerca de la bitácora desde donde podía ver el compás, Leonor salió de la toldilla. Sin decir una palabra se quedó mirando la línea oscura de la Antilia hacia el sur, que se veía con total claridad a la luz de la luna.

—¿No os alegra ser el primero en descubrir nuevas tierras aquí, en el oeste, Andrea? —le preguntó.

—No he sido el primero, carissima. Alguien las descubrió antes que yo.

—Pero si no hubierais estado tan seguro de que estaban aquí, nunca habríamos seguido navegando en esta dirección.

—No teníamos más remedio —le recordó.

—Me pregunto quién habrá sido el primero en ver la Antilia. ¿Creéis que llegaron hasta aquí por una tormenta?

—¿Quién sabe? Pero, por lo menos, él volvió para contarlo, así que nosotros también lo conseguiremos.

—Me gustaría estar tan segura como vos de que conseguiremos volver.

—Todo lo que necesitamos para carenar la nave es un poco de playa y una marea apropiada. Una vez que hayamos calafateado el casco y arreglado el timón, el Infante Enrique podrá volver sin problemas a Portugal por el camino de las Azores.

La joven seguía mirando hacia las costas, y de repente se sorprendió y lo cogió del brazo.

—Mirad, Andrea —murmuró, señalando hacia la línea oscura que formaba la costa—. Estoy segura de que acabo de ver una luz.

—Sí, la he visto varias veces.

—Entonces, la isla tiene que estar habitada.

—Seguramente. No lo he mencionado mientras estábamos hablando porque no quiero alarmar a los demás.

—Imaginad que la gente de la Antilia son como los moros que encontrasteis en las costas de África, que intentaron mataros en la isla de Arguin.

—Lucharon sólo porque nosotros los atacamos primero —le recordó—, y el príncipe Budomel nos recibió en son de paz en Guinea, pero después don Alfonso lo traicionó, así que fue entonces cuando atacaron el barco.

La joven tembló y se acercó a él. Estaban solos, cobijados en la parte de la cubierta que daba a la toldilla, rodeados por la oscuridad de la noche, así que la apretó contra él en un largo momento de intimidad y dulzura.

—No me importaría quedarme atrapado para siempre en estas costas,
carissima mia
—le dijo—, siempre que vos estuvierais aquí conmigo.

—Casi desearía que así fuera —admitió—, pero cuando pienso en que tenéis que volver a Venecia… y en ella… a veces me da miedo.

—Entonces me quedaré en Villa do Infante —le ofreció.

—No —dijo sin dudar—. Tenéis que ir y reclamar vuestros derechos. Además, así podréis estar seguro de vuestro amor.

—Ya estoy seguro.

—Será distinto después —le insistió—. Os entendería si os preguntarais si no os estáis equivocando al no reclamar lo que os corresponde. Tenéis que volver a verla… y estar completamente seguro —se puso de puntillas para besarlo rápidamente en los labios—. Buenas noches, Andrea
mio.
Rogaré a Dios para que nos permita llegar a un puerto seguro y para que todo se solucione.

II

Después de tres días navegando a lo largo de las costas de la Antilia, el viento empezó a amainar, dando señales de que la tormenta estaba a punto de calmarse, lo que les permitiría atracar en la próxima ensenada o desembocadura que vieran; pero tenía que ser una playa de arena dura, que no descendiera abruptamente y donde pudieran dejar el barco en un punto que no presentara problemas cuando la marea subiera y bajase.

Hacia el mediodía del tercer día de navegación siguiendo las costas de la Antilia, el aparentemente interminable borde de las rocas parecía ir desapareciendo poco a poco hacia el norte, al tiempo que se empezaba a distinguir otro hacia el sur, entre ellos y la costa.

El rumbo de los dos últimos días había sido hacia el oeste y ligeramente hacia el norte. Ahora se enfrentaban a la decisión de dirigirse hacia alta mar entre los dos bancos de arrecifes, o si acercarse a la isla corriendo el riesgo de encallar antes de llegar, así que Andrea llamó a Eric, que no estaba de guardia. Había podido observar un poco la Estrella Polar con el Al-Kemal y sabía que su posición era un poco al norte de la latitud del Cabo Blanco de la costa africana; pero estaba claro que esto no les servía de nada, ya que la única utilidad que podría tener era por si otro navegante quisiera volver hasta allí en un futuro, buscando la Antilia.

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