—Amigo.
El salvaje lo miró con los ojos brillantes e inteligentes.
—Amigo —repitió Andrea, echándole el brazo por los hombros.
El chico se puso rígido por un momento, pero después volvió a tranquilizarse y sonrió.
—Am-go —repitió, en una razonable imitación.
Levantándose, Andrea señaló al suelo y dibujó un círculo horizontal en la arena.
—¿Dónde? —le preguntó.
El chico seguía mirándolo sorprendido, pero entonces Andrea volvió a dibujarlo, y el chico pareció entenderlo y sonrió.
—
Cuchiyaga
—le dijo con entusiasmo, y se dio la vuelta para indicar el río y el bosque que tenían detrás de ellos—.
Cuchiyaga.
—Podría ser el nombre del río —sugirió Leonor—, o de toda la región.
Con un palo Andrea hizo un diseño aproximado de la zona, incluyendo las islas que habían pasado antes de llegar. Hizo un bosquejo de la isla donde se encontraban y, después, hacia el sureste dibujó otra y la señaló.
—Antilia —dijo—. Isla.
El chico frunció el ceño, sin entender.
—Antilia —repitió Andrea, señalando la isla más grande del dibujo que había hecho en la arena.
—A lo mejor la conoce con otro nombre —sugirió Eric Vallarte.
—Creo que la conoce —Andrea puso un dedo sobre la isla—. ¿Dónde?
El chico se inclinó hasta tocar la costa de la Antilia.
—Acuba —dijo, y repitió esta palabra de nuevo, así que se imaginaron que éste debía de ser el nombre con el que los salvajes conocían la Antilia.
Entonces el chico hizo algo curioso, que no entendieron en aquel momento. Señalando sólo la punta norte del dibujo de Andrea donde había situado la isla de la Mano de Satán, o Satanazes, el chico borró el perfil de la isla y dibujó otras dos líneas. Una indicaba la costa este, hacia el norte, y la otra seguía directamente hacia el oeste.
Al caer la tarde el chico, al que Andrea le había dado el nombre de la isla, “Selvaggio” (o Salvaje, como la isla, si es que era esa la que diseñó Beccario en su mapa) parecía encontrarse a gusto en el campamento. Era un muchacho inteligente, así que aprendió muy pronto a darse a entender por señas. Andrea consiguió entender que su gente vivía hacia el oeste, aparentemente lejos de las costas, alrededor de un lago, que identificó como el nacimiento del río donde habían echado anclas.
Después de cenar el grupo se reunió alrededor del fuego. Estaban todos muy serios. Por primera vez desde que habían llegado a aquellas costas, hicieron turnos de guardia y cogieron más armas del Infante Enrique, dejándolas al alcance de los hombres mientras trabajaban, para tenerlas a mano en caso de que los atacasen.
Eric Vallarte fue el primero en hablar.
—Creo que deberíamos irnos de aquí lo antes posible —dijo—. Antes de que nos ataquen los salvajes.
—Puede que sean pacíficos —dijo Leonor—. Como Selvaggio.
—No podemos estar seguros —objetó don Bartholomeu—. Yo también voto por que nos vayamos. ¿Qué opináis vos, señor Bianco?
Andrea se acarició la barbilla, pensativo.
—Desde que capturamos a Selvaggio he estado pensando en qué puede esto afectar a nuestros planes —admitió—. Puede que, como dice
madonna
Leonor, los salvajes sean pacíficos y, con Selvaggio para ayudarnos, puede que pudiéramos aprender mucho de ellos.
—Y jugarnos la cabeza —dijo Eric con aspereza.
—Puede que tengáis razón —admitió Andrea seriamente—. Ahora que sabemos que hay salvajes en la isla, tenemos aún más motivos para creer que quien descubrió este lugar por primera vez le pusiera el nombre de Satanazes por la maldad de los hombres que la habitan. Yo diría que deberíamos zarpar mañana, excepto por un motivo.
—¿Cuál? —preguntó don Bartholomeu.
—Que dentro de cinco días habrá un eclipse de luna según el calendario. El maestre Jacomé y el Infante lo sabían y me pidieron que determinara la longitud del lugar donde nos encontráramos en ese momento; se sentirán defraudados si no lo hago.
—Pero ellos esperaban que estuviéramos en las costas de Guinea para entonces —objetó Eric—, y estamos por lo menos a 2.000 millas de distancia, o más.
—Mayor razón aún para determinar la longitud de este lugar —señaló Andrea—. Pensad lo que significaría para los cartógrafos y navegantes futuros poder establecer exactamente dónde se encuentra la Antilia y las demás islas que hemos descubierto.
—Yo me contentaría con salir vivo de aquí —gruñó Eric—, pero si el Infante quiere que determinemos la altura Este-Oeste de estas tierras, tendremos que hacer todo lo que esté en nuestras manos.
—Todavía nos llevará varios días sacar a flote el barco —señaló Andrea— y podremos estar listos para zarpar en cuanto tenga lugar el eclipse, así que nos retrasaremos muy poco, si es que nos retrasamos.
—Zarparemos antes si el peligro aumenta —dijo Eric—. Las vidas de la tripulación valen más que determinar la longitud de este lugar.
Sin embargo, no ocurrió nada aquella noche, ni tampoco tuvieron problemas los días siguientes, durante los cuales los hombres se esforzaron por trabajar el doble para sacar a flote el Infante Enrique. Se quitaron las amarras que sujetaban el barco a las palmeras, haciendo que el casco, bien armado y calafateado, descansara sobre un foso que Eric había mandado cavar, para llevar el casco al agua. Después fue el turno del bote, que había estado en cubierta desde que salieron de Lagos. Lo echaron al agua y tiraron de él con unas amarras que ataron al mástil.
Cuando se terminaron los preparativos, lo único que quedaba era esperar la marea adecuada. Una hora antes de que subiera, el bote entró en el arroyo, manteniendo tensa la cuerda que habían atado al mástil. Lo que tenían planeado era poner vertical el barco en cuanto la arena del bajío donde descansaba el casco comenzara a dar signos de perder su dureza en torno a la quilla con la subida de la marea.
La primera vez que lo intentaron el navío no se movió, ni siquiera cuando la marea llegó al máximo y empezó a menguar. Sin embargo, Eric no se desanimó por el resultado de este primer intento. Todo era cuestión de esfuerzo, así que cuando el agua se retiró otra vez de la quilla, enseguida puso a varios hombres a cavar para que el foso fuera más profundo.
—Lo sacaremos a flote por la mañana —les aseguró—. He estado marcando en la orilla la altura de la marea, y por la mañana es siempre más alta.
En el campamento se durmió poco aquella noche. Si no lo conseguían entonces, puede que no lo hicieran nunca porque cuando cavaban en la arena para hacer más grande el foso, llegaba la marea y lo rellenaba de nuevo. Esta vez no esperaron a que el bote tirara del barco, sino que se pusieron delante del casco con unos palos largos que habían preparado el día anterior con la esperanza de poder ayudar a la carabela a levantarse.
La marea subía con una lentitud desesperante, pero era definitivamente más alta que el día anterior, como había dicho Eric. Media hora antes de la crecida vieron que el casco empezaba a moverse cuando lo empujaban con los palos. Mientras les gritaban a los hombres del bote que pusieran todas sus fuerzas en los remos para tirar lo más fuerte posible del mástil hacia una posición vertical, los que estaban en la orilla con los palos empujaban también con todas sus fuerzas.
Una vez más el casco vibró con la fuerza del agua de la marea creciente que aflojaba la arena del foso. Entonces, temblando como un gigante que acaba de despertarse, el Infante Enrique empezó a levantarse en el agua. Centímetro a centímetro se deslizaba hacia el canal más profundo, mientras que los hombres usaban sus palos como palancas para esquivar los bajíos y los de los botes se afanaban en los remos. Los gritos de los hombres llenaron el aire del trópico con una nota de triunfo cuando la nave empezó a deslizarse. Sin embargo, si el casco seguía tumbado hacia un lado al llegar a aguas más profundas, sería muy peligroso.
En Lagos, al construir el Infante Enrique habían cuidado todos los detalles, y fue en aquel momento cuando se puso más de manifiesto. Cuando por fin la quilla se soltó de la arena, intentó ponerse derecha con fuerza y, conforme las aguas se iban haciendo más profundas, poco a poco la punta del mástil también empezó a enderezarse. Finalmente todo el barco se liberó de la arena y empezó a balancearse sobre una quilla segura.
La carabela estaba a flote, pero la fuerza con que se había levantado no cedía. Mientras los gritos de alegría de la tripulación se convertían en gruñidos, el mástil se balanceó demasiado hacia el lado opuesto hasta que el riel casi tocó el agua. Un poco más y el agua entraría a la cubierta, que seguiría balanceándose todavía más por el peso hasta llegar a volcar la nave del todo, hundiéndose el mástil y las arboladuras.
Durante unos momentos interminables en los que se determinaría la suerte del Infante Enrique todo parecía suspendido. Entonces, la habilidad con que lo habían construido empezó a ganarle el pulso a la inercia que lo había empujado hacia el otro lado. El riel emergió de la espuma del agua cuando el mástil volvió a moverse buscando su posición vertical, pero esta vez con menos fuerza, así que en poco tiempo el barco consiguió enderezarse.
Llevaron rápidamente la cuerda del mástil a la proa y el bote lo arrastró hasta la mitad del canal, donde lo anclaron. Firme y preparado, el Infante Enrique los esperaba para llevarlos a casa.
Estuvieron muy ocupados los días que siguieron, llevando las provisiones y los barriles llenos de agua del arroyo al barco. La herida de Selvaggio se estaba curando muy rápido, después de que Leonor le pusiera una cataplasma de hierbas que él le indicó que debía recoger en las zonas pantanosas, y Andrea estaba estudiando la posibilidad de llevarlo con ellos a Portugal. El chico identificó muchos frutos de los que no se habían fiado e incluso le enseñó a Leonor cómo su gente hacía una especie de harina moliendo las raíces que crecían en la tierra negra y fértil, quitando los jugos que se consideraban venenosos, y dejando secar al sol el resto. Leonor y él se habían hecho amigos con mucha facilidad y el chico la seguía todo el día por todas partes.
A pesar de las dificultades de la lengua, Andrea consiguió una sorprendente cantidad de información de Selvaggio. Supo que tanto al oeste como al sur había muchas otras tribus como la del chico, pero mucho más ricas. Selvaggio dijo que le habían contado que tenían mucho oro y que construían grandes templos para los dioses.
El chico no sabía mucho del resto de aquella parte del mundo, aunque le habían dicho que una extensión grande de tierra se extendía hacia el norte y el oeste. Fue entonces cuando Andrea entendió por qué había borrado las líneas del margen superior de la isla de Satanazes del mapa que había dibujado en la arena. Había sido su modo de indicar que las tierras en que se encontraban no eran de una isla, sino de un continente que se extendía por el mar del oeste.
Andrea sólo pudo hacer unas cuantas preparaciones para establecer la longitud de Satanazes hasta la noche en que se vería el eclipse de luna, según el calendario que le había dado el maestre Jacomé. Como iba a ser su última noche en tierra, la tripulación celebró una gran fiesta, pusieron un ciervo entero al fuego y abrieron uno de los toneles de vino de las bodegas del barco. Según sus cálculos, Andrea esperaba ver el eclipse en aquella parte del mundo pasada la medianoche, pero no podía estar seguro, así que se preparó en la playa de la desembocadura del río varias horas antes, estudiando los cielos y el círculo plateado de la luna que se oscurecería poco después por la sombra del eclipse.
Para poder determinar la hora exacta en que empezaría el eclipse, había puesto a mediodía un gnomon como indicador en la arena de la playa y, usando un compás, había determinado el momento exacto en que la sombra del gnomon era más larga, indicando que el sol estaba en su cenit. En ese preciso instante había girado dos de los relojes de arena del barco. De uno de ellos se estaba haciendo cargo Leonor, con instrucciones estrictas de girarlo cada media hora en cuanto cayeran los últimos granos de arena. Del otro se estaba encargando él personalmente. En aquel momento tenía los dos relojes en la playa junto a él.
Leonor y fray Mauro lo acompañaron a la punta de la playa de la desembocadura del río desde donde pensaba determinar exactamente a qué hora tenía lugar el eclipse en aquella parte del mundo. Eric Vallarte despreciaba estos métodos, como la mayoría de los capitanes, ya que cualquier tipo de navegación que no fuera la estimación aproximada por la que se guiaban para dirigir sus barcos, estaría siempre influida por algún tipo de magia negra.
—¿Cómo sabréis exactamente cuándo será el eclipse? —le preguntó Leonor mientras esperaban.
—No sé cuándo será —admitió—. Desde la Antigüedad los matemáticos griegos han sabido cómo calcular los eclipses antes de que se produjeran. De hecho, Tales de Mileto consiguió una vez parar una batalla en su ciudad prediciendo un eclipse de sol, pero el tiempo será distinto aquí, así que sólo puedo intentar adivinarlo.
—¿Por qué tiene que ser distinto?
—¿Os disteis cuenta de que cuando estábamos navegando hacia el oeste desde las islas Canarias parecía como si el día nos siguiera?
La joven se rió.
—Estaba demasiado ocupada preocupándome de si nos íbamos a hundir o no.
—Yo también lo temí —admitió Andrea—, pero si os hubierais fijado, os habríais dado cuenta de que mientras navegábamos hacia el oeste, daba la impresión de que el día nos estaba persiguiendo, o sea, que el día pasaba más despacio.
—Pues sigo sin entenderlo.
—Nadie ha tenido muy clara la determinación de la altura Este-Oeste —admitió—. Los antiguos griegos la determinaban como espero que lo hagamos nosotros ahora, pero su método se perdió hace muchos años. El maestre Jacomé y los demás estudiosos de Villa do Infante creen haberlo descubierto otra vez. De hecho, lo que vamos a hacer aquí será como una especie de prueba. Ellos saben exactamente en qué momento tendrá lugar en Villa do Infante y van a elaborar un informe detallado del fenómeno. Todo lo que yo tengo que determinar es a qué hora y qué día exactamente tendrá lugar aquí. Así, cuando volvamos a casa, podremos calcular a qué distancia hacia el oeste hemos llegado.
—¿No lo sabréis hasta que no lleguemos a Portugal?
—No podré estar seguro. Cada hora que haya de diferencia entre el momento en que ellos vean el eclipse en Villa do Infante y cuando lo veamos nosotros aquí, en Satanazes, representan quince grados de la circunferencia de la Tierra.