Entonces se dirigió al riel, a tiempo de ver una oleada de salvajes de color cobre que estaban saliendo de los bosques y rodeando el campamento, blandiendo sus lanzas y gritando mientras se abalanzaban contra el pequeño grupo de hombres que se habían quedado en tierra para defender el barco.
Aunque el Infante Enrique estaba a más de cien pasos de la orilla, Andrea veía que los hombres asignados a la defensa estaban luchando con frialdad. Eric Vallarte, espada en mano, dirigía a los arqueros que, arrodillándose detrás de una barricada que habían improvisado, lanzaron una lluvia de flechas sobre los salvajes.
Leonor subió al riel, al lado de Andrea, cuando uno de los salvajes de cobre arremetió contra Eric con su espada. El vikingo se apartó con agilidad y lo empujó clavándole la espada. Se la sacó a tirones y, levantándola al aire, gritó animando a sus hombres.
Hubo momentos de agitación en la playa, sin modo de saber cómo iba la batalla. Andrea se sentía avergonzado en el barco sin poder participar, pero no podía hacer nada. Entonces vio una de las bombardas de cubierta que apuntaban hacia la orilla.
—Pérez —llamó a uno de los soldados—. Cargad la bombarda. Tiraremos unas cuantas bombas a la playa.
Andrea y el soldado cargaron el cañón de hierro con una de las bombas redondas que servían como proyectiles. Leonor llevó una olla de carbón del fuego que estaban preparando en la cocina para el almuerzo. Cuando Andrea puso la bola caliente de carbón en la boca del cañón la pólvora explotó con muchísima fuerza, haciendo temblar la cubierta y envolviéndolos en una capa de humo acre negro.
Al ver la sombra de la bomba que avanzaba hacia la orilla, Andrea se quedó mirando para ver dónde caía. Incluso para el mejor de los bombarderos resultaba un arma difícil de usar y no se podía estar nunca seguro de si iba a alcanzar realmente a su objetivo. Sin embargo, esta vez el tiro fue bien y alcanzó los límites de lo que había sido su campamento, tronchando un árbol que cayó sobre los nativos.
Sorprendidos por el ruido o por la bomba que les llegó del cielo, dudaron por un momento. Entonces, cuando les cayó otra lluvia de flechas, se dieron la vuelta y se adentraron en el bosque buscando refugio entre los árboles.
—El cañón ha hecho que huyan —exclamó Leonor—. Hemos ganado la batalla.
—Seguramente volverán a atacar —dijo Andrea muy serio—. Pérez, volved a cargar la bombarda. Puede que consigamos desanimarlos antes de que se acostumbren.
La bombarda disparó otra vez un tiro hacia la playa. Sin embargo, esta vez la bomba cayó en los bosques, detrás del claro, y no pareció crear grandes daños. Mientras que el soldado volvía a cargar el cañón, Andrea se subió al cordaje para echar un vistazo desde allí arriba.
El bote ya había llegado a la orilla y se oía a Eric Vallarte que llamaba a los hombres que volverían al barco en el siguiente turno, metiéndoles prisa para que se fueran. El resto de los soldados, cuyo número había descendido drásticamente, se retiraron hacia la playa, ocupados frenéticamente en amontonar palos y cualquier cosa que pudieran coger para que les sirviera de barricada cerca de donde estaba el barco.
Desde lo alto del cordaje Andrea vio que los cuerpos cobres de los atacantes se estaban organizando otra vez detrás de los árboles, así que le pidió a Pérez que bajara un poco la boca del cañón. Acortando la distancia esperaba que la bomba pudiera llegar hasta donde estaban los salvajes en la playa organizándose para el ataque.
Eric estaba dado zancadas de un lado a otro de la barricada, levantando su espada y animándolos. Ya eran sólo doce hombres los que esperaban el siguiente movimiento del enemigo. El bote estaba llegando al Infante Enrique y los hombres les lanzaban cuerdas desde cubierta para que pudieran trepar por ellas rápidamente en cuanto llegaran para poder mandar el bote inmediatamente de vuelta a la playa y recoger a los pocos que se habían quedado allí.
Por un momento Andrea esperó que los salvajes se retrasaran lo suficiente en atacar como para que el bote pudiera volver a cargarlos y al último grupo le diera tiempo de llegar al barco. Sin embargo, en el preciso momento en que el bote se daba la vuelta apuntando con la proa a la costa, una horda de cuerpos de cobre se abalanzó chillando hacia la costa otra vez sobre Eric y el lastimoso grupo de hombres que se defendían detrás de la débil barricada.
—Disparad la bombarda —gritó Andrea.
La fuerza del disparo lo tambaleó y se agarró al mástil. Oyó un grito de dolor desde cubierta y supo que algo había ido mal pero no se atrevió a apartar la mirada de la bomba, que dibujando un arco sobre el agua cayó a casi doce pasos de la barricada en medio del grupo de salvajes. Aterrorizados por aquella lluvia misteriosa y mortal que caía del cielo con el ruido de un trueno, los hombres rojos se dieron la vuelta y salieron corriendo otra vez hacia el bosque.
—¡Los ha ahuyentado! —gritó Andrea a los que estaban en cubierta emocionado—. ¡Volved a cargar, Pérez!
No obtuvo respuesta y cuando miró hacia abajo se dio cuenta de que la bombarda ya no podría volver a disparar contra el enemigo. Se veía claramente que la cobertura de madera del arma se había roto en dos con el último disparo y Leonor estaba inclinada sobre el cuerpo de Pérez, el artillero. Parte de la fuerza de expansión de la pólvora había tirado tan fuerte hacia atrás a Pérez, que lo había arrojado contra el mástil, rompiéndolo como si fuera una muñeca pisoteada.
Andrea bajó a cubierta y corrió a ayudar a Leonor, pero con sólo mirar a Pérez supo que ya no se podía hacer nada. Mientras ella cubría el cuerpo del marinero con una lona, fue al riel a ver cómo iba el bote que se dirigía a la playa para recoger a los últimos hombres.
En cuanto el bote llegó a tierra, los hombres salieron corriendo desde las barricadas hasta él, saltando todos a la vez, poniendo en peligro su estabilidad. Cuando los salvajes los vieron, dándose cuenta de que era su última oportunidad de ganar la batalla, salieron corriendo de los bosques lanzándose sobre ellos.
Esta vez no consiguieron detenerlos con las ballestas, ya que los que habían defendido las barricadas estaban ocupados subiendo al bote. Tampoco podían utilizar la bombarda, así que el único que quedaba para defenderlos a todos de los salvajes era Eric Vallarte, que estaba junto a la proa del bote, con el agua hasta las rodillas, ayudando a los últimos a subir.
Los salvajes se lanzaron al agua para intentar detener el bote, mientras que los soldados trataban de coger los remos y ponerse en camino. Andrea gruñó al ver, sin ninguna posibilidad de ayudar desde el barco, que uno de los salvajes estaba a punto de conseguir saltar dentro del bote, que iba tan cargado que estaba a punto de hundirse. Si conseguían entrar, lo volcarían y todos morirían antes de conseguir ponerlo a flote otra vez.
—¡Eric, subid! ¡Subid! —gritó Andrea, casi sin darse cuenta.
Sólo faltaba él, pero incluso desde aquella distancia, Andrea veía que el bote se hundiría si subiera a bordo alguien más.
Dándose cuenta de la situación, Andrea seguía rezando para que pasara algo que los pudiera salvar, pero Eric Vallarte también se había dado cuenta, así que apoyándose sobre la popa del bote, lo empujó hacia la corriente en cuanto subió el último soldado. Entonces, poniéndose el escudo por delante, se dio la vuelta, levantó la espada y se puso a luchar contra los salvajes que intentaban llegar al bote.
—
María Sanctissima!
—rogaba la joven en voz baja—. ¡Madre de Dios! ¡Salvadlo!
Aunque Eric luchaba valerosamente con todas sus fuerzas, era imposible controlar la masa de salvajes furiosos que intentaban atravesarlo con las lanzas. Una o dos veces brillaron al sol su escudo y su espada, hasta que al final cayeron sobre él y lo derribaron. Sólo cuando estuvo claro que Eric no conseguiría escapar, Andrea dio orden de levar el ancla y alzar el trinquete.
Una vez levada el ancla, y la vela hinchada por el viento, el Infante Enrique empezó a alejarse de la orilla. Con dos marineros al timón y un vigía en lo alto del mástil que los guiaba a través del canal que se abría en el arrecife que protegía la bahía de Satanazes, la elegante carabela empezó a ganar velocidad. Con el timón nuevo, el barco respondía como un caballo de batalla, con sólo tocarlo.
Viendo el fondo del canal desde la cubierta de proa, Andrea notó que subía el nivel y dio orden de arriar las velas. Sin embargo, antes de que les diera tiempo a cumplir la orden, la carabela, resplandeciente, ya estaba atravesando el canal con toda seguridad, pasando sobre el banco de arena y abriéndose paso hacia el amplio mar.
Poco después notaron que la extraña corriente que los había llevado hasta aquel lugar se apoderaba otra vez del casco, llevándolos hacia el norte. Andrea ordenó que izaran todas las velas, con lo que el Infante Enrique se alejó rápidamente de las tierras de los salvajes, en búsqueda de nuevos vientos y corrientes que los llevaran a las Azores y de vuelta a Lagos, a unas mil leguas o más hacia el Este.
La llegada a Lagos del Infante Enrique, que se había declarado perdido en el mar al no haber alcanzado Gomera, creó casi tanto estupor que el nuevo descubrimiento de la isla de la Antilia a más de mil leguas de las Canarias. La longitud que había determinado Andrea la noche antes de zarpar de Satanazes ajustó perfectamente la distancia. Asimismo pudo determinar con exactitud el rumbo para llegar hasta las Azores, donde se pararon el tiempo estrictamente necesario para coger agua potable y provisiones para continuar su camino hacia Portugal.
Andrea esperaba comparecer ante la asamblea de estudiosos de Villa do Infante para informar de su viaje, como había hecho después del viaje a Guinea, pero la reunión a la que asistió al día siguiente de su llegada era mucho más reducida. En ella estuvieron presentes solamente el príncipe Enrique y el maestre Jacomé, con fray Mauro, el señor Di Perestrello y, sorprendentemente, Leonor. La joven le sonrió cuando entró y, como siempre, una cálida sensación de placer lo invadió de arriba abajo ante el frescor y belleza de su juventud y el calor de su mirada, que era sólo para él.
La muerte de Eric los había acercado aún más, y durante el viaje de vuelta Andrea se dio cuenta de hasta qué punto la amaba y de lo afortunado que era porque el amor de la joven hacia él era tan profundo como el suyo. Sólo una cosa seguía impidiendo la casi perfecta comunión entre ellos, y era la sombra de Angelita y su promesa de poder recuperar su buen nombre en Venecia, poniéndose ella misma como precio.
—Debéis de estar sorprendido porque no haya llamado a toda la compañía de Villa do Infante para participar en esta reunión, señor Bianco —dijo el Príncipe.
—Estoy a vuestro servicio, Excelencia —dijo humildemente Andrea—, y por lo tanto, a vuestras órdenes.
—Lo que hemos sabido el maestre Jacomé y yo de su viaje nos ha hecho pensar que sería mejor que nos informara directamente a nosotros antes de hacerlo público al resto de la compañía.
Andrea les informó con sencillez del viaje. Cuando habló del desastre de las islas Canarias tuvo mucho cuidado de no dar a entender ninguna falta de atención por parte de Eric Vallarte que hubiera podido contribuir a ello. Tanto el príncipe Enrique como el maestre Jacomé le escucharon con atención cuando les contó cómo habían volado hacia el oeste delante de la tormenta. Ninguno de los presentes habló hasta que mencionó el mar de algas.
—Los fenicios tuvieron que haber navegado hasta allí —dijo el viejo cartógrafo—. Aristóteles ya mencionó este mar de algas.
—No sé quién lo habrá descubierto —dijo Andrea—, pero puedo garantizar su existencia.
—Y, ¿decís que las algas no afectaron a la navegación?
—No de un modo apreciable. Por supuesto, el Infante Enrique tenía algunos daños en el casco, con las bodegas anegadas casi todo el tiempo.
—Es un milagro —dijo el Infante interrumpiéndolo por un instante—. Nuestra Señora ha tenido que estar velando por vosotros.
—Estoy seguro de ello —afirmó Andrea—. Si el viento del oeste hubiera cesado de soplar dos días antes de que terminara la tormenta, la carabela se habría hundido. Todos nuestros esfuerzos en las bombas no habrían sido suficientes para mantenerla a flote sin movimiento.
Andrea continuó con su historia, describiendo la isla de la Antilia y la suerte que tuvieron al encontrar un lugar seguro donde ancorar la nave en lo que ellos creían que podía ser Satanazes o la Mano de Satán. Cuando terminó de contar cómo habían conseguido escapar y cómo había ido el viaje de vuelta, todos se quedaron en silencio hasta que el Príncipe tomó la palabra.
—Eric Vallarte era un verdadero caballero. Pediré que se celebre una misa por su alma en la catedral, aunque no compartiera nuestra Fe, porque no ha muerto en vano —dijo—. Llevó su barco más al oeste de lo que lo haya llevado ningún otro capitán, al menos de nuestra época, con la ayuda de un navegador experto, evidentemente, señor Bianco.
—La constancia de los vientos ayudaron mucho más de lo que ninguno de mis conocimientos, Excelencia. Salvo la recalada en las Azores, casi todo lo demás ocurrió por azar.
Don Bartholomeu habló.
—Nuestro amigo Andrea es muy modesto —dijo.
—Pero si no hubiera sido por su convicción de que había tierra al oeste de donde nos encontrábamos, no habríamos intentado seguir navegando a través del mar de algas, sino que hubiéramos continuado directamente hacia las Azores, y nos habríamos quedado atrapados por los vientos mientras la carabela se hundía.
—¿Cómo podíais estar tan seguro de que encontraríais tierra si seguíais adelante?
Andrea sonrió burlón.
—Puede que simplemente tuviera que estar allí, si queríamos volver vivos. En realidad, estaba seguro de que si había tantos cartógrafos convencidos de que hay tierra al oeste, alguno tenía que estar en lo cierto.
—¿Creísteis lo que os contó Selvaggio, que Satanazes en realidad no es una isla, sino una parte de unas tierras mucho más amplias o, quizá, de un continente?
—Su teoría podría ser correcta —admitió Andrea—. Lo que nos contó sobre las gentes que viven al oeste y al sur de Satanazes es prácticamente igual a lo que contaron los hermanos Zeno sobre Droceo hace más de cincuenta años.
—Si lo que descubrimos no era un continente —añadió don Bartholomeu—, estoy convencido de que por lo menos tiene que ser un gran archipiélago de islas que se extienden al norte y al sur.