—Puede que esta vez obtengáis una recompensa aún mayor —le sugirió el maestre Jacomé.
—Sólo hay que estar a miles de leguas de distancia, perdido en el océano, para saber lo que significa estar seguro del camino que hay que seguir para volver a casa. Tan sólo el saber que otros en esta situación pueden tener esa seguridad será suficiente recompensa.
Aunque sabía que Angelita estaba en Lisboa, Andrea encontró el modo de seguir retrasando su viaje. Un día estuvo ocupado en asistir a la asamblea de estudiosos de Villa do Infante, donde dio cuenta detalladamente del viaje hacia Occidente y del descubrimiento de la Antilia, omitiendo la información que había obtenido de Selvaggio relativa a la posibilidad de haber descubierto un nuevo continente del cual Satanazes era sólo una parte. Otro día estuvo ocupado con la fiesta que dieron, inevitablemente, para celebrar su regreso. Leonor y él dejaron la fiesta temprano y caminaron de la mano por las dunas del promontorio de Sagres, donde les había enseñado a ella y a fray Mauro a usar el Al-Kemal la noche antes de zarpar para el río Sanaga con don Alfonso Lancarote.
El sendero terminaba en el promontorio con vistas al océano, y estuvieron allí, escuchando el rumor de las olas que rompían debajo de ellos y mirando el interminable océano que se extendía hacia el mar del oeste. La luna acababa de salir, y su luz dibujaba una senda plateada, como si fuera un camino que llevara a Occidente.
Ninguno de los dos había hablado desde que dejaron la fiesta, y Leonor no pudo resistirse a abrazarlo. Sus labios, suaves y perfumados, se apretaron contra los de él cuando la besó con tanta pasión que parecía que tuviera miedo de perderla.
Después de un momento tan dulce, se separaron.
—¿Algo va mal, cariño? —le preguntó—. Casi da la impresión de que temes algo.
Él intentó transmitir tranquilidad en el tono de su voz.
—Debe de ser el temor natural de todo hombre soltero a perder su libertad. El maestre Jacomé quiere que nos casemos y nos establezcamos aquí para que pueda diseñar mapas y navegar en los viajes del sur.
Ella no dijo nada y volvió a abrazarlo, estrechándolo entre sus brazos.
—Puedes diseñar todos los mapas que quieras,
carissimo,
pero ya has navegado bastante. Un hombre casado debe estar en casa.
—No te costará convencerme de esto —le prometió—. Por lo menos, no hasta dentro de mucho tiempo.
Sin embargo, incluso cuando la tomó entre sus brazos, el temor que había intentado vencer volvió a su mente por su nombre. La apretó tan fuerte que ella se quejó porque le estaba haciendo daño. Arrepentido por ello, la soltó enseguida, pero ella no se movió.
—Algo va mal, Andrea —le dijo—. Lo acabo de sentir.
No había ninguna razón para esconderle, a ella o a sí mismo, por más tiempo lo que lo angustiaba.
—Se trata de Angelita —le dijo—. Mattei la ha dejado y está en Lisboa.
—¡Lisboa! ¿Por qué?
—Recuerdo que una vez me dijo que tenía un tío en España, así que debe de estar con su familia. El maestre Jacomé ha sabido por unos amigos suyos de Venecia que Mattei ha vendido la compañía naviera y ha escapado con el dinero.
—Tienes que ir a Lisboa a verla, Andrea.
—Supongo que tienes razón —admitió—, pero me daba miedo herirte.
—El saber que aún la amas me haría más daño —le dijo Leonor, con tranquilidad—. Una parte de ti aún la recuerda y hasta que no la vuelvas a ver no podrás estar seguro de si la sigues amando o no.
—Iré a Lisboa y resolveré todo —le prometió—. Parece que no tengo otra opción.
Algunos días más tarde le llegó una carta de Angelita en la que no quedaba la menor duda de sus sentimientos hacia él:
Andrea, carissimo,
Se me rompió el corazón cuando el capitán Cadamosto me trajo noticias desde Lagos de que vuestro barco se había perdido en el mar. Pero ahora he sabido la maravillosa noticia de que habéis vuelto sano y salvo, y no puedo esperar a veros.
Mattei me traicionó y me dejó, y no me ha quedado más remedio que irme de Venecia. Mi tío Piero ha sido durante mucho tiempo el jefe del banco de los Medici en Lisboa, y cuando insistió en que viniera, me hizo muy feliz, sabiendo que esto me daría la oportunidad de estar más cerca de vos. Le he pedido al mensajero que os lleva esta carta que os traiga con él. Apresuraos en venir a Lisboa y a mis brazos, que os han echado de menos durante mucho tiempo,
Tuya,
Angelita
El mensajero, que llevaba puesto el uniforme de los Medici, esperó a que Andrea leyera la carta.
—El señor, ¿desea salir para Lisboa hoy mismo? —le preguntó respetuosamente.
—Mañana por la mañana —le dijo Andrea—. ¿Llegaremos en dos días?
—Si cabalgamos rápido y cambiamos varias veces los caballos. He traído uno para vos de la posada de Lagos.
—Podéis quedaros aquí —le dijo Andrea—. Saldremos al alba.
Leonor había ido a Lagos para una visita, y el casero de don Bartholomeu todavía estaba durmiendo cuando Andrea se levantó en el helor típico de las mañanas de invierno y se vistió a toda velocidad. Pasó por la cocina para tomarse un poco de pan y vino. El paje que le había llevado la carta de Angelita ya estaba en el patio de la entrada con los caballos, pero cuando Andrea se puso en camino, vio la figura regordeta de fray Mauro que estaba saliendo por la otra parte de la casa.
—Me alegro de que estéis levantado, hermano —le dijo Andrea—. Despedidme de Leonor cuando vuelva. Volveré de Lisboa en menos de una semana.
El franciscano, que era normalmente una persona jovial, lo miró seriamente en aquel momento.
—Aunque seáis una persona excelente, Andrea, recordad que no sois más que un hombre —le dijo—. Aseguraos de que los deseos y la lujuria no sean más fuertes que vos. Toda la riqueza del mundo no es tan valiosa como el amor de una chica como Leonor.
—Voy a Lisboa para terminar con un viejo demonio que hay en mí y que no me deja descansar en paz —le aseguró—, pero lo ahuyentaré. De eso podéis estar seguro.
—Entonces, id con Dios —le dijo el fraile—. Me quedo mucho más tranquilo.
La niebla matutina se extendía sobre el mar mientras cruzaban a galope el pueblo, que aún dormía, y tomaron el camino que los llevaría a Lisboa.
Como le había prometido el paje, Andrea cruzó las calles de Lisboa la noche del día siguiente. Estaba cansado, pero contento, porque por fin había tomado la decisión de renunciar a su viejo amor por Angelita. Además, estaba seguro de que el amor, más cálido y profundo, que sentía por Leonor vencería el viejo demonio del deseo puramente físico de Angelita, y estaba ansioso por terminar de arrancarlo de él.
Como hizo cuando fue a Guinea, llevaba el Al-Kemal atado al cuello dentro de un trozo de tela. Sin ni siquiera mirarlo, se acordaba de cada uno de los nudos que hizo de camino a Canarias, a Cabo Blanco y al río Sanaga, y a la Antilia y Satanazes en el oeste y, de vuelta, a las Azores. Aquella cuerda era, de hecho, un mapa del mundo conocido al sur y oeste de Europa (gran parte del cual lo había descubierto él mismo), y el pensar en todo lo que había conseguido hacer en menos de un año desde que escapó de una muerte casi segura en Venecia lo llenaban de orgullo.
Venecia ya no tenía nada que ofrecerle, como había decidido en el largo camino que lo había llevado a Lisboa. Si Angelita quería el
Palazzo
Bianco, estaba dispuesto a dárselo. Esto lo liberaría de cualquier tipo de obligación que pudiera tener hacia ella. En aquel momento, sus verdaderos lazos los tenía con aquella parte del mundo, con Lagos y Villa do Infante, las tierras fértiles de la costa de Guinea, y la tierra nueva y excitante que había descubierto en el oeste, mientras esperaba que hubiera hombres valientes que tuvieran la fuerza necesaria para explorarla y arrebatarle sus secretos y riquezas. De ahí en adelante concentraría su existencia en el hogar que formaría con Leonor, los días tranquilos en que diseñaría los mapas de la rápida expansión por el mundo, y las voces felices de sus hijos que jugarían en el jardín.
—Aquí estamos, señor —la voz del paje rompió el ensueño de Andrea y se dio cuenta de que los caballos se habían parado ante una casa encantadora y pequeña de las afueras.
—La señora Bianco, ¿vive aquí sola?
—La casa del señor Piero está cerca —le aseguró el paje—. Ésta es parte de su territorio.
Estaba oscureciendo, pero Andrea alcanzó a ver una casa mucho más grande no muy lejos de allí.
Desmontó, un poco rígido, y se echó la alforja al hombro, mientras que el paje llevaba los caballos al establo. Una anciana de aspecto severo le abrió la puerta de la casita cuando llamó.
—Soy el señor Andrea Bianco —dijo—. La señora Bianco está esperándome.
Andrea siguió a la señora a una habitación muy lujosa. Decididamente, no es lo que cabía esperar de la casa de una mujer cuyo marido ha escapado dejándola en la pobreza, pensó. Sin embargo, enseguida pensó también que, como miembro del banco de los Medici y de la compañía comercial que controlaba una buena parte del oro de Europa, el tío de Angelita era, sin duda alguna, muy rico.
Le llevaron vino con tortas saladas y agua para refrescarse del viaje. Angelita aún no había llegado cuando terminó de beberse el vaso de vino, así que se echó en el sofá amplio y mullido que había en su habitación. Cansado como estaba después de dos días de viaje, se quedó dormido enseguida.
Lo despertaron unos golpes en la puerta. Era la criada de expresión severa.
—La señora Bianco ha vuelto —le anunció—. Lo espera en su habitación.
De camino a Lisboa había pensado que el modo más fácil sería encontrar a Angelita en un contexto formal, decirle que había decidido dejarle el
Palazzo
Bianco y que estaba a punto de casarse con Leonor, y volver a casa lo antes posible. La carta que había recibido unos días antes de partir no dejaba lugar a dudas sobre sus sentimientos hacia él, pero estaba dispuesto a dejar todo claro. La cuestión de su futura relación tenía que dejarla clara de una vez por todas, y cuanto antes lo hiciera, mejor sería para todos. Al ver que él ya no la amaba, seguro que se le pasaba enseguida lo que sentía por él.
Sin embargo, a pesar de sus rígidas intenciones, Andrea no pudo evitar una cierta excitación mientras seguía a la criada al cruzar la casa. En ese momento pensó que le gustaría estar más seguro de su capacidad de resistirse a la belleza de Angelita y al recuerdo de lo que habían significado el uno para el otro; pero ya que había llegado hasta allí, se recordó severamente, no podía echarse atrás. Además, él ya era un hombre de mundo, no un joven inmaduro que sucumbiera ante la primera mujer que se le acercara.
La criada se paró ante una puerta y llamó.
—
Entrino
—dijo una voz profunda que recordaba perfectamente, y Andrea sintió que el corazón le daba un vuelco.
La criada abrió la puerta, y en cuanto entró la cerró detrás de él. Entonces vio que Angelita, que estaba sentada ante su tocador, se dio la vuelta, descubriendo así que la encantadora joven que había dejado en Venecia se había convertido en una mujer increíblemente atractiva.
—Andrea —dijo, levantándose y acercándose a él abriéndole los brazos y con una cálida sonrisa—. Andrea
carissimo.
—
Buongiorno,
Angelita —le cogió las manos, mientras se preguntaba por qué su voz sonaba un poco ronca.
—¿Ni siquiera me vais a besar? —le preguntó—. No fue así la última vez que estuvimos juntos. ¿O ya lo habéis olvidado?
En aquel momento, no pudo resistirse a darle un beso, como lo hubiera hecho un hermano, pero no había nada de fraternal en la suavidad de los labios de la joven contra los de él, así que se forzó a apartarse de ella antes de que un impulso de su propio cuerpo lo hiciera llegar más lejos.
Angelita también se separó de él, pero siguió cogiéndolo de las manos.
—¿Por qué estáis tan tenso,
carissimo
? —le preguntó reprochándole su actitud—. ¿Estáis enfadado conmigo por no haber ido a veros a la cárcel en Venecia?
Tan hermosa como estaba, era imposible estar enfadado con ella por ningún motivo en absoluto.
—Mattei me dijo que el hombre que estaba en la cárcel era un impostor que estaba sólo intentando sacarnos dinero —le aseguró—. Después de todo, se os había declarado muerto años antes, Andrea. ¿Cómo iba a saber que erais realmente vos?
—Ya no importa —dijo.
Ella seguía cogiéndole las manos, estando a sólo un paso el uno del otro. Llevaba puesto únicamente un vestido ligero de volantes atado a la cintura con una cinta dorada y (como Andrea podía imaginar a juzgar por cómo le caía el vestido) poco más.
—Venid y sentaos a mi lado —le dijo, indicándole un taburete que había junto al tocador—. He vuelto a toda prisa de la casa de mi tío Piero para darme un baño y vestirme para la cena, pero no podía esperar más para veros.
Al inclinarse para coger el peine, el vestido de seda resbaló un poco, dejando a la vista parte del seno, que no hizo el más mínimo esfuerzo por cubrir.
—Los años os han tratado bien, Andrea —le dijo, sonriéndole desde el espejo—. Estáis mucho más atractivo que hace unos años.
—Y vos sois mucho más bella, Angelita.
Le arrugó la nariz.
—Somos buenos amigos, y algo más, así que podéis ser sincero. Soy casi diez años mayor, ¿recordáis? —Empezó a peinarse el cabello oscuro y brillante—. Y, ¿qué me decís de vos,
carissimo
? Debió de ser durísimo el tiempo de las galeras.
—Sobreviví y me siento afortunado por haber tenido la oportunidad de viajar a tierras lejanas, así que no fue completamente en vano.
—¿Cuándo supisteis del instrumento de navegación? —le preguntó, como si no le diera importancia.
Andrea la miró muy serio.
—¿Dónde habéis oído hablar de él?
—El capitán Cadamosto me trajo aquí desde Venecia. No hablaba más que de lo que vuestro instrumento es capaz de hacer… y del dinero que podréis obtener por él.
—Voy a revelar el secreto a todos los marineros dentro de algunas semanas.
Ella se volvió rápidamente para mirarlo directamente a los ojos.
—Pero eso sería una tontería, cariño. Con él os podríais convertir en el hombre más rico del mundo… si es que de verdad es capaz de hacer todo lo que dice el señor Cadamosto, claro.
—Después de haber estado casi completamente perdido en el mar me he dado cuenta de que no sería capaz de aprovecharme de algo que podría hacer que tantos hombres mueran sólo porque yo no les haya revelado el secreto. Leonor y yo…