—¿Es usted detective privado?
—¡Oh, no! No soy detective profesional, ni siquiera un aficionado entusiasta. Me gano la vida escribiendo y vine como amigo común de Bryony y de Thrupp. A Thrupp no le es posible en estos momentos abandonar el escenario del crimen y debe permanecer en Sussex. Creyó, por lo tanto, conveniente delegar en mí la misión de entrevistar a los habitantes de esta casa. Claro está, no quiere decir esto que no se los interrogue nuevamente. Es más, sé que vendrán a hacerla en nombre de la Yard, cerca del mediodía. Pero tenía sumo interés en ser el primero en llegar a usted. ¿Sabe, Miss Yorke? Bryony me habló de usted poco antes de su muerte.
Cuando oyó esto, Ann abrió muchos los ojos.
—¿Se refirió a mí? Pero, ¿por qué? Yo no veo…
—Creo —dije tranquilamente— que le conviene escuchar mientras le cuento, a grandes rasgos, lo que ocurrió desde que Bryony salió de esta casa hasta que encontraron su cuerpo. A propósito, ¿sabía usted de antemano que ella pensaba irse de aquí el domingo por la mañana?
—No, no lo sabía. Me extrañó mucho. Claro que no había razón alguna para que me lo hubiera dicho, pero admito que no me sorprendí cuando supe que se había ido. Como usted ve, a pesar de ser yo empleada de Bryony, éramos también buenas amigas y generalmente me contaba sus planes. Sin embargo, la vi y hablé con ella el viernes, y el sábado nuevamente, y no me dijo nada de que pensara irse este fin de semana. Cuando me levanté el domingo y descubrí que no estaba me sentí, no exactamente dolorida, claro está, pero sí muy sorprendida. Nadie sabe exactamente a qué hora salió, y si no fuera por la nota que le dejó a Dukes, me hubiera preocupado. Sé que mucha gente la creía más bien reservada pero nunca se mostró así conmigo. —Se estremeció y expresó—: La nota era de ella y se fue por su propia voluntad, ¿no es así?
Así fue —dije—. Le explicaré eso en seguida. A propósito: Bryony era afecta a esas excursiones de fin de semana, ¿verdad?
Las mejillas de Ann Yorke se tiñeron levemente, mientras asentía, un poco a pesar suyo, según creí.
—Pero no era peor que otras —dijo con tono protector—. No sé hasta qué punto la conocía usted Mr. Payne, pero no me gustaría que tuviera una idea equivocada de ella. No era verdaderamente mala.
—Eso —dije yo encogiéndome de hombros— depende de lo que se entienda por mala. Pero sé lo que quiere usted decir y creo estar de acuerdo. A propósito, mi nombre no es Payne.
—¡Oh! Pero…
—Di el nombre de Payne a la mucama que me hizo pasar y supongo que usted lo sabrá por Miss Caird. Me pareció tan bueno como cualquier otro, excepción hecha del mío, claro está, que resulta ser Poynings, Roger Poynings.
Me miró con nuevo interés, me pareció.
—¿Es autor de libros? —preguntó.
—Sí.
—Entonces he oído hablar de usted, Mr. Poynings. –Me miró con curiosidad y me inspeccionó detenidamente.
Nunca lo hubiera reconocido —prosiguió poco después—. Yo compré un libro suyo no hace mucho.
El caso de la llorosa cuidadora de gansos
y había una fotografía en la tapa.
Sonreí y acaricié mi desnuda barba.
—¿Mostraba un tipo de barba bien nutrida, de aspecto intelectual y enormes anteojos de carey? —dije terminando la frase que ella inició—. Tiene usted razón. La misma barba adornaba mi cara hasta ayer por la tarde, cuando la sacrifiqué en obsequio de la pesquisa que emprendí. Créame usted, Miss Yorke (y es triste pensarlo) —dije suspirando—, que su gloria está ahora dispersa, maloliente, desintegrada, corriendo por los caños y desagües de West Sussex. Los mechones de la vanguardia tal vez hayan llegado al mar ya. Lo que le estoy contando es absolutamente cierto, querida joven, y si quisiera usted pasarme la mano por la cara notaría…
—Gracias —interrumpió secamente la voz de Ann Yorke—, prefiero creerle. En realidad noto ahora la semejanza. No tenía idea de que Bryony le conociera. Nunca le nombró.
—Si es así, creo conveniente hacerme conocer mejor. ¿Estuvo usted a menudo en el dormitorio de Bryony?
—Muchas veces.
—Entonces habrá visto una fotografía de la madre.
—Sí, sobre la cómoda. Bryony siempre la llamaba Lulú.
Dudé un momento.
—Como podrá apreciar, soy bastante mayor que Bryony. Casi, como se dice, podría haber sido su padre. En resumen, cuando Bryony me citó el domingo, una de las primeras cosas que me preguntó fue si yo era su padre…
Ann Yorke me dirigió una mirada curiosa e investigadora.
—¿Y lo es? —preguntó tranquilamente, sin que se le moviera un cabello.
—¡Claro que no! —contesté inmediatamente—, pero…
—Pero podría haberlo sido —dijo terminando la frase—. Creo entender, Mr. Poynings, que Bryony se veía en un aprieto y sabiéndolo un gran amigo de su madre creyó que tal vez sería usted su padre. Y decidió recurrir a usted.
La miré con admiración.
—Usted —dije— es una joven sumamente inteligente. ¿O es que Bryony le contó esto sin mencionar mi nombre?
Movió su oscura cabeza.
—No —replicó—. La idea se me ocurrió espontáneamente, producto de mi… inteligencia, como usted la llama.
—¿Pero sabía usted que ella estaba preocupada?
—Sabía que andaba en dificultades desde hacía uno o dos meses. No es fácil explicar esto a un hombre. Bryony y yo nos conocíamos tan bien que yo presentía su aflicción sin que ella me lo hubiera contado. La abrumé para que me lo dijera. Sondeé todas las posibilidades, pero se mostró inaccesible. Me extrañó mucho, pues la nuestra era una de esas amistades naturales y espontáneas que sólo ocurren una o dos veces en la vida. Si hubiera sido de distinto sexo, se hubiese llamado amor a primera vista. Nos sentimos atraídas apenas llegué yo aquí, y no me ocultaba nada de cuanto la concernía. Creo haber conocido todos sus secretos menos éste.
Me sentí algo defraudado.
—Está usted segura? —insistí.
—Lo estoy. De no ser así se lo diría. Me creerá usted curiosa si le digo que esta misteriosa inquietud de Bryony me tenía preocupada. Me devané los sesos. —Concluyó con entrecortado suspiro.
Un pesado silencio cayó entre nosotros. La esperanza que había abrigado de una pista fácil se desvanecía, pero quedaban otros caminos por explorar. La sinceridad del afecto que profesaba a Bryony hacía crecer mi admiración por esta chica.
Estaba considerando la conveniencia de comunicarle la fantástica teoría que sosteníamos Barbary, Thrupp y yo, cuando cortó el silencio.
—Me pregunto —dijo con cautela— si no encontrará usted algo útil en su habitación. Hay allí una mesa escritorio. ¿Le gustaría pasar?
—Creo que sí —murmuré con gratitud—. Iba a sugerirlo. La policía querrá examinar sus pertenencias cuando venga, pero una inspección preliminar puede resultar provechosa. Tal vez quiera usted indicarme el camino. Continuaremos nuestra conversación allí.
L
A SEMEJANZA
que la habitación de Bryony guardaba con su dueña resultó alarmante. Era una amplia alcoba, lujosamente amueblada y a la vez de buen gusto, exquisitamente femenina, provocativa y con un tinte de perversidad.
Si me preguntáis cómo y por qué esta habitación me impresionaba así creo que no sabría responderos. De forma y diseño anticuado, había sido decorada recientemente en desnudo estilo moderno que le daba un aspecto espacioso a pesar del tamaño generoso de los muebles. Estaba pintada en tres distintas gamas de verde con toques de oro viejo y castaño otoñal. El gran cuarto de baño contiguo estaba en su totalidad (muros, techo y piso) recubierto de espejos. La pila era un estanque circular y los accesorios, de plata cromada, deslumbrantes.
—A Bryony le gustaban los espejos. Le agradaba mirarse en ellos. —Dijo Ann Yorke innecesariamente, haciéndome pasar nuevamente a la habitación.
Un instinto caritativo me hizo decir: Éste es un mundo desagradable, y cuando se encuentra algo bonito que mirar es una pena no aprovechar la ocasión. Veamos, pues, qué contiene el escritorio…
Un examen de diez minutos a los papeles tirados de Bryony me hizo agradecer el hecho de haberme anticipado a la policía. Las jóvenes modernas siempre me inquietan en ese sentido, aunque el fenómeno no es nuevo. Hace muchos muchos siglos, aquel encantador monarca, Salomón (que bien sabe Dios era un juez experimentado en estas cosas), dijo: «Una hermosa mujer sin discreción es como una alhaja de oro en el hocico de un puerco», y la comparación, aunque poco galante, no ha perdido su significado.
No era tanto el contenido de la correspondencia de Bryony lo que me hada transpirar por detrás de las orejas, sino su total indiferencia por todos los cánones de la discreción, al dejarla allí, tirada, en cajones sin llave, al alcance de cualquiera. Pero ésta era una de sus características.
El defecto de Bryony, y el de su madre, anteriormente, había sido una absoluta falta de vergüenza, pero al mismo tiempo una absoluta inconsciencia del mal casi inocente.
Ann Yorke, que no había tomado parte activa en la inspección de los papeles, observaba en silencio embarazoso y de pronto dijo:
—¿No es curioso cómo los nombres se adaptan a las personas más allá de lo que los padres pudieran suponer?
¿Lo ha notado Usted? Nunca había encontrado una Bryony hasta que llegué aquí, y en seguida me recordó mi viejo hogar de Heredfordshire. En un extremo del jardín había un cerco que solía cubrirse con brionia
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todos los veranos, de aspecto muy atractivo e inocente y sin embargo de fruto terriblemente venenoso. No quiero decir que Bryony fuese exactamente venenosa, pero… bueno…
—Sin embargo no tan inocente como parecía, ¿eh? Sí, tiene usted razón. Hay también brionia en un cerco de mi casa y a unos chicos que chuparon sus frutos el año pasado, les dio un fuerte dolor de estómago. Miss York, voy a usar de mi discreción al tratar estas cartas y estas cosas.
Tengo que repasarlas cuidadosamente por si dieran alguna pista, pero… bien, Bryony me resultaba simpática, amé a su madre y no voy a dejar que ningún detective de la
Yard
las ventile. Si me facilita una valija cualquiera me las voy a llevar y después las examinaré en privado con Thrupp para proceder luego a quemarlas. Aunque por lo que llevo visto no hay nada que pueda servimos mucho.
Ella afirmó vigorosamente.
—Me gustaría que lo hiciera –asintió—. Yo… yo he visto alguna de las cartas y no, hay nada malo en ellas, sabe. Nada extraordinariamente malo. Claro que estas cosas parecen feas, pero ella no era realmente mala. Era además, un encanto y usted me va a prometer ser muy discreto con las cartas, ¿verdad? Aunque ella esté muerta…
—Mi segundo nombre —repliqué— es Discreción. Confíe en mí, y de manera especial porque está muerta. Pero ante todo ¿puede decirme de quién son estas cartas? Algunas no están firmadas, otras lo están solamente con el nombre de pila, un sobrenombre o una inicial. No crea que pregunto por simple curiosidad, Miss Yorke. Resulta evidente que si queremos resolver el misterio de la muerte de Bryony debemos dar con sus amigos y escuchar, lo que tengan que decirnos. Usted nos puede ayudar. Como verá claramente, hasta el sábado ignoraba la existencia de Bryony y no sé nada de sus amistades.
Ann me miró con ojos preocupados.
—No creo resultarle útil –protesto—. Aunque pertenecía en cierto modo a su intimidad, casi no salíamos juntas, y cuando se refería a sus amistades no quería ser indiscreta y no le preguntaba sus apellidos. Me presentó algunas personas que venían aquí, pero sinceramente no sé ni los nombres de ellos. Solía decir: «Ésta es Sally». Te presento a «Dodo», o algo por el estilo y a mí nunca me interesó quiénes eran. De todos modos trataré de ayudarle. Tal vez reconozca la letra de algunas de esas cartas que Bryony solía mostrarme.
Aunque el desorden del escritorio de Bryony era ostensible, las cartas las había ya dividido en distintos grupos, de acuerdo a las distintas letras. Le pasé una carta de cada grupo a Ann, y en la mayoría de los casos identificaba al autor, si no completamente, por lo menos el nombre o el sobrenombre. En otros casos, aunque la carta no estuviera firmada, el papel tenía monograma y en algunos casos un escudo en una esquina, si Bryony había penetrado en el círculo de la Sociedad. Se hacía claro que podía individualizar a los autores con poco trabajo. Algunos de sus corresponsales pertenecían a lo más distinguido del grupo joven, pero había algunos a los que no conocía y de los que Ann Yorke no podía darme dato alguno.
Claro está, muchas de estas cartas eran insignificantes: invitaciones a comidas, fiestas y bailes. Contenían cuando mucho algún chisme o escándalo de esos que agradan a los jóvenes. Después de pensarlo bien volví éstas a su lugar. Me pareció que el escritorio completamente vacío daría que pensar a los hombres de Scotland Yard. Agregué también dos o tres más cuyo contenido se acercaba, sin alcanzarlo, al extremo púrpura del espectro.
Ann Yorke protestó, pero señalé que su presencia no haría más que confirmar la reputación de Bryony como una joven ligera, que las cartas elegidas no atentaban contra su buen nombre ni el de ninguna otra persona.
De las restantes guardé en mi bolsillo interior una breve nota firmada con las poco comunes iniciales «X; G.» e introduje las demás en una valija de cuero verde que encontramos en un ropero empotrado.
E
N ESTE
punto, Ann Yorke me recordó con un temblor de su voz, que le había contado poco o nada de las circunstancias que rodeaban la muerte de Bryony, así que procedí a recompensar su paciencia dándole un detalle completo de todo cuanto había sucedido en Sussex.
Hice el relato breve y sintético y exprofeso evité toda mención de Ronald Custerbell Lowe y de la
Bestia Rubia
. Dije, sencillamente, que Bryony había acudido a mí en busca de ayuda contra un peligro sobre el cual se negó a dar detalles, que casi contra mi opinión la había refugiado en mi casa tomando todas las precauciones para evitar que pudieran penetrar en ella, que a pesar de todas estas providencias alguna persona o personas desconocidas habían conseguido verter drogas en el café que bebimos y se habían llevado a Bryony con sus ropas de dormir y la habían asesinado con toda bestialidad en un paraje solitario de los Downs.
Aunque me repugnaba hacerlo, le di todos los detalles de este último punto. Ann Yorke había querido sinceramente a Bryony, y mi propósito era exaltar su indignación para que deseara cooperar en la captura de los asesinos. Como ya creo haber dicho, no soy quizás tan tonto como parezco, y aunque nunca me mezclé seriamente con la Psicología ni con las jactanciosas ciencias afines, sé muy bien el efecto enorme que unas cuantas palabras sencillas, dichas oportunamente, tienen sobre el oyente. Las palabras que dije eran sumamente sencillas.