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Authors: Mailer Norman

El castillo en el bosque (44 page)

BOOK: El castillo en el bosque
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El día había sido provechoso para mis esfuerzos. Habida cuenta de los numerosos clientes a los que yo supervisaba en aquella región de Austria, no puedo afirmar que haya estado siempre en el lugar adecuado en el momento preciso, pero aquella vez lo estuve. El clérigo de alma ruin —¡no es de extrañar!— resultó ser uno de mis mejores clientes de Lambach y, por supuesto, había sido avisado de que diese un rápido paseo hasta la puerta con arco donde estaba estampada la cruz gamada de piedra de Von Hagen.

4

Diré que Adi conservó la veneración que profesaba al abad, pero sólo como un eco de aquel temprano enamoramiento. El odio al cura de nariz larga no disminuyó, y por tanto el recuerdo del momento en que Alois le dio permiso para cantar en el coro casi se había borrado. En cualquier caso, el recuerdo pronto habría perdido todo su calor, pues era ya un hecho patente que su padre prefería a Edmund. Una vez que Adi le propinó un fuerte empujón, Edmund se atrevió a devolvérselo.

—No me toques —dijo—. Soy tan bueno como tú.

Este comentario mereció que Edmund recibiese un golpe tan fuerte que le hizo llorar con sus potentes pulmones de cuatro años.

Cuando Klara bajó, Adi dijo:

—Mi hermano Alois me pegaba siempre. Y nadie movió nunca un dedo.

La cabeza de Alois se cernió sobre la de Adi.

—Tenías a tu madre para protegerte de Alois —dijo—. Me acuerdo. Ella siempre se ponía de tu parte. Incluso cuando no tenías razón. Eso enfadaba muchísimo a tu hermano, ¡y quizás no presté suficiente atención!

Por consiguiente, Alois optó por dar una azotaina a Adi. Aunque asestados sin fuerza, los azotes escocieron el trasero del niño. Adi aún vivía temeroso de la ira con que el padre había maltratado a Alois hijo cuando éste se encontraba en el suelo.

Las pendencias entre Adi y Edmund resonaban en la fonda, y Klara estaba lógicamente avergonzada. El posadero y su mujer, sin embargo, estaban contentos con el alquiler que les pagaban los Hitler y se esforzaban en tratar a Klara con el máximo respeto, y hasta procuraban fomentarle la ilusión de que era una fina mujer de clase media. Klara no les creía. Era más sagaz. A Alois le dijo que la familia necesitaba un lugar más espacioso y menos caro.

También había decidido que Angela era demasiado mayor para seguir compartiendo habitación con Adi. De hecho, Angela se había quejado de que un vestido suyo tenía encima manchas polvorientas de zapatos: tenía que ser obra de su hermano. Klara prefirió no acusarle. Él lo negaría. El auténtico problema persistía; tenían que mudarse. Alois no se oponía. Las peleas de Adi con Angela le estaban afectando los nervios. Una vez le había dicho a Klara:

—No quieres que le zurre la badana, pero me está desquiciando.

—Cuando dos niños se pelean puede ser culpa de los dos —dijo Klara.

—Bueno, a ella no voy a ponerla encima de mis rodillas.

Realmente alterada, Klara dijo:

—Por supuesto que no.

—En todo caso, es el niño. Te digo que pone a prueba mi paciencia.

Klara decidió entonces contar lo del día en que pillaron a Adi fumando. Con la esperanza de que Alois se compadeciese, dijo:

—Adi necesita cariño. Lo necesita muchísimo. Después de que el abad le perdonara, me dijo: «No sabía que un hombre tan mayor pudiera ser tan bueno.» Alois, necesita nuestro cariño.

Él movió la cabeza.

—No —dijo—, tú eres ya su esclava. Creo que empezar a fumar le habrá sentado bien. En su momento quizás le guste el tabaco y se convierta en un hombre de verdad.

Al decir esto comenzó a reírse hasta que le entró la tos. Klara pensó: «Sí, un tipo duro, apático.»

Cabría decir que Klara empezaba a tener algunos pensamientos íntimos. Durante años, había creído que quizás a una buena esposa no le convenía tener opiniones personales. Sin embargo, ya había empezado a albergar un proyecto secreto. Había llegado a la conclusión de que estaría bien comprar una casa bonita, pero sabía que Alois no estaba dispuesto a hacerlo. Por el contrario, ella tendría que secundar la decisión del marido de trasladarse al piso superior deshabitado de un molino de grano. Sería mucho más barato que la fonda y dispondrían de mucho espacio. Además, Angela tendría una habitación propia. Que comenzase a gozar de algunos privilegios que Klara nunca había tenido. Más adelante, cuando tuviesen una casa propia, en aquella ciudad o en otra, podría esperar que Angela aún llegara a casarse con un joven excelente. Y, por el momento, merecía sin duda tener su propio cuarto. Era una hijastra estupenda.

Klara, por tanto, accedió al deseo de Alois de mudarse al molino. Habilitarlo sería un trabajo interminable, pero Angela había terminado las clases y podía participar en las tareas. A principios del invierno de 1898, alquilaron un piso en la planta superior del molino. Su propietario, un tal Herr Zoebel, tenía cuatro mulas para mantener activa la rueda de moler. Para completar aquel estruendo, en la parte trasera había una herrería donde trabajaba un hombretón llamado Preisinger. Vivir en el piso de arriba representaría una guerra contra el polvo, pero Klara no estaba descontenta. Angela siempre se ofrecía a ser su criada, o una abnegada hermana pequeña, o una amiga fervorosa. De este modo Klara disfrutaba de algún tiempo a solas con Paula.

5

Desde que Paula era un bebé, ni un solo día había transcurrido sin que Klara le susurrase: «Serás preciosa.»

Pero cuando aún no había cumplido dos años Paula parecía un poco retrasada.

Alois no lo advirtió. Adoraba columpiar a la pequeña en la rodilla. Soñaba con el momento en que aquella niña sería la muchacha más bonita de la ciudad. Su boda sería un verdadero acontecimiento.

Pero cierto día, después de una visita al médico local, Klara volvió con la noticia de que su hija se desarrollaba demasiado despacio.

El dictamen del médico no la había sorprendido. Klara, desde luego, había estado preocupada. A los dos años, Paula no sabía utilizar una cuchara sin que se le cayera casi todo el contenido, mientras que Edmund había aprendido, no mucho después de haber cumplido un año, a realizar el trayecto desde el tazón de sopa hasta la boca. A los dos años sabía vestirse y hasta empezaba a lavarse. Paula no. Yacía en la cuna con su amiga del alma, una muñeca de trapo, apretada contra el pecho.

Mucho antes de cumplir dos años, Edmund sabía decir brazos, piernas, dedos de las manos y de los pies. Paula se reía, pero no conocía ninguna de estas palabras. Al examinarla el médico, le pidieron que se mantuviese en equilibrio sobre un solo pie, pero no lo consiguió. Miró sin comprender al médico cuando él le preguntó:

—¿Qué haces cuando estás cansada?

Klara intentó ayudarla diciendo: «Dormir», pero el médico se enfadó.

—Por favor, señora Hitler, no la ayude —dijo.

—Sí —le dijo Klara a Alois—, incluso dice que es una niña retrasada.

—No sabe lo que dice.

—Alois, podría ser verdad.

Klara empezó a llorar.

Alois sucumbió a una depresión. Sus antiguas dotes de observación, tan hábiles para detectar a un contrabandista en una garita de aduanas, las dedicaba ahora a examinar la sonrisa de Paula. Le parecía que la niña tenía los ojos demasiado vacíos.

Un humor aciago se apoderó de la familia. Cuando Alois salía de paseo, Adi procuraba fastidiar a Edmund. Para Klara esto era intolerable. Le daba una bofetada a Adi y luego se sentía desleal. Lo cierto era que Edmund se había convertido en la luminaria de la familia. Superados la nariz mocosa y los pantalones sucios, se había vuelto un niño encantador de cuatro años, tan prometedor como un príncipe —a juicio de Klara—, y el cambio se había producido desde que abandonaron Hafeld. Edmund tenía la sonrisa más dulce y la cara más graciosa del mundo. Klara no podía evitar reírse de las expresiones tan de niño bueno que ponía, tan formales, tan cómicas y a veces tan indignantes. Era a la vez un buen niño y un bribonzuelo. Pero Adi reaccionaba de mala manera. Había adquirido la costumbre de estirar una pierna justo lo suficiente para ponerle una zancadilla a su hermano pequeño cada vez que Edmund pasaba corriendo. Pero en vez de quejarse, Edmund se levantaba y seguía correteando por el suelo del ático.

A Klara le habría disgustado aún más si hubiera conocido el deseo secreto de Adolf. Consistía en pegar a Edmund lo más fuerte posible y que no le castigaran por el acto. Alois, Klara y Angela siempre estaban hablando de qué azules eran los ojos de Edmund. Pero Adolf decidió que los suyos eran de un azul más noble. Además, la cara de Edmund parecía totalmente aplastada. Cuánto le habría gustado aplastar aquella cara un poco más cada vez que sus padres decían que su hermanito era «mono».

A Edmund siempre le alababan por la preocupación que mostraba por Paula, aun cuando Adi había sido el primero en advertir que la niña no era muy despierta. Podría habérselo dicho a sus padres, pero no, su madre y Angela estaban impresionadas por cuánto quería Edmund a su hermana pequeña.

Klara incluso se alegraba de que Preisinger, el grande y sudoroso herrero, estuviese abajo en su taller martilleando, porque a Adi le gustaba Preisinger y pasaba con él largos ratos. Era mejor que tratar de vigilarle cuando se sentaba fuera de la cocina a la espera de que Edmund pasara corriendo para estirar la pierna y ponerle otra zancadilla.

6

Por aquella época tuve que viajar de Austria a Suiza, y el mes siguiente lo pasé en Ginebra supervisando la transformación de un pequeño delincuente en un asesino apasionado.

Dada la diversidad de los clientes a los que estaba atendiendo en los alrededores de Linz, más de una vez tuve que volver a Austria para tomar nota de su estado, por lo cual seguí de cerca los sucesos en el molino de grano de Lambach, pero no hablaré de estos asuntos hasta después de haber hablado un poco de mi misión en Ginebra. A los lectores que a estas alturas recelan de estas expediciones, les prometo que esta vez no relegaré al pequeño Adolf más que uno o dos capítulos interesantes.

Además, en unas cuantas páginas del texto se citará a Mark Twain, aunque nunca fue mi cliente, ¡jamás me habría atrevido a intentarlo! En verdad, de haber existido la posibilidad, el Maestro, admirador de grandes escritores, probablemente habría procurado explorar él mismo una iniciativa de seducción semejante.

Lo cierto es que Twain, un hombre muy complejo, no fue considerado material conveniente. Sí lo eran, sin embargo, algunas de sus amistades, de modo que yo conocía sus actividades lo bastante para respetar el fervor con que escribió sobre el asesinato de la emperatriz Isabel en Ginebra, el 10 de septiembre de 1898. Casada en 1854 con Francisco José, durante largo tiempo se la había considerado la reina más bella y cultivada de Europa. Su poeta favorito, por ejemplo, era Heinrich Heine. Realzaba el prestigio exótico de la soberana el hecho de que, tras el doble suicidio en 1889 de su querido hijo, el príncipe heredero Rodolfo, y su joven amante, la baronesa Vetsera, la emperatriz sólo vestía de negro. Aquella tragedia, conocida en toda Europa como «Mayerling», fue un suceso en el que desempeñé un papel nada pequeño. De hecho, es posible que por eso me eligieran para guiar por Ginebra a Luigi Lucheni después de que fuera avistado como un supuesto asesino.

—Es un trabajo espantoso —dijo el Maestro—, pero a nuestra medida. Un pequeño malhechor de lo más trastornado. Se cree un filósofo serio y profesa la sincera convicción de que sólo los más extraordinarios hechos individuales ejercerán en el público una influencia duradera. ¡Así que a por él!

Trabajé con Luigi Lucheni. Ensanché las vacilaciones gaseosas de su psique y luego comprimí vapores tan inflamables hasta concentrarlos tanto como un soplete. Los asesinos precisan muchas magnificaciones rápidas del ego para estar preparados en el trance homicida.

No fallé. Lucheni, un joven empobrecido, se hizo anarquista después de haberse ido a vivir con los suizos. En Ginebra encontró a revolucionarios que le aceptaron, a lo sumo, con recelos. Sus compatriotas italianos le llamaban
il stupido
(lo que duplicaba la compresión diaria de sus cóleras). Me fue de utilidad que le ridiculizaran las personas de quienes él esperaba aplauso.

—Convéncelas por medio de tus acciones —le aconsejaba yo—. Estás aquí entre nosotros para arrebatar la vida a alguien que ocupa un lugar muy alto entre las clases opresoras.

—¿Quién es esa persona? —preguntó.

—Lo sabrás cuando te la indiquen.

¡Pobre emperatriz Isabel! Era tan orgullosa y tan poética que cuando estaba de vacaciones sólo permitía que la escoltaran unos pocos guardaespaldas. Incluso entonces tenían que mantenerse a diez pasos de su persona. Daba igual que forzosamente se le acercaran desconocidos. Siempre era un turista que pedía un autógrafo. Así pues, estaba paseando sola por la orilla del Ródano cuando Lucheni se le acercó, sacó una lima afilada y se la clavó en el corazón.

Fue apresado de inmediato, registraron su domicilio y examinaron su diario. El mundo entero supo enseguida que había escrito: «Cómo me gustaría matar a alguien..., pero tiene que ser alguien importante para que lo publique la prensa.»

Podría haber elegido a Felipe, duque de Orleans, que estaba de visita en Ginebra, pero fue la hermosa Sisí: la emperatriz Isabel. Yo sabía que Sisí causaría más revuelo. Del mismo modo que yo había arrastrado de la narizota al cura anatematizador hasta el arco donde Adi estaba fumando, dirigí a Lucheni hacia la emperatriz Isabel.

Si al lector le desazona que me presente como un observador sereno, un cronista ecuánime, y que no obstante sea también capaz de instigar los actos más sórdidos sin el menor remordimiento, que no se sorprenda. Los demonios necesitan dos naturalezas. En parte, somos civilizados. Lo que la mayoría de las veces puede parecer menos patente es que nuestro objetivo último es destruir la civilización como primer paso para soslayar a Dios, y una empresa así exige una disposición
a hacer lo que haga falta:
una excelente expresión que oí hace años a un cliente menor que trabajaba en un equipo de filmación.

En todo caso, el efecto inmediato del homicidio fue excepcional. Sin embargo, dejaré que lo cuente el propio
Mark Twain.

7

El autor se encontraba entonces en Kaltenleutgeben, una pequeña ciudad austriaca situada a unos sesenta y cinco kilómetros de Viena. Una inversión fallida en una nueva linotipia le había arruinado.

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