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Authors: Mailer Norman

El castillo en el bosque (54 page)

BOOK: El castillo en el bosque
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Pese a todo, sus palabras estaban causando efecto. Intranquilizaron el estómago de Adolf. Pero se debía a que ya no sabía con certeza si su padre era un majadero o si quizás valía la pena escucharle. En este último caso, podría ser que hubiese por delante algunas opciones de lo más desdichadas y nada más que gente horrible con la que vivir y trabajar. ¿Y si no estaba destinado a ser un gran artista o un gran arquitecto? ¿Y si no era Wagner? Algo podía alegarse en favor de la aduana, y su padre lo había señalado: te permitía tener una vida aparte del trabajo.

Así que fueron al servicio de aduanas. No obstante todas las disertaciones de Alois, la visita no fructificó. Lo peor fue que entraron en la oficina de contabilidad donde los empleados estaban trabajando. Un olor desagradable despedía el conjunto general de cuerpos de mediana edad reunidos bajo lámparas de gas y con viseras en la frente. Naturalmente, a su padre no le molestaba aquel aroma. De joven había fabricado botas y había tenido que oler los pies de los oficiales durante las pruebas. No, él, Adolf, no se pasaría la vida en un mausoleo lleno de los olores rancios de viejos sentados unos encima de otros, como monos en sus cubículos.

Después de la visita, Alois hizo otro intento.

—Muchísimos de mis colegas son ahora excelentes amigos —dijo—. Si quisiera, podría visitar a buenas amistades en toda la Alta Austria, a colegas que todavía están en Breslau y Passau.

Adolf se preguntó dónde estarían. Rara vez había visto a alguien que viniera de visita, ni siquiera a Karl Wesseley, mencionado a menudo como el mejor amigo de su padre. Pero éste prosiguió:

—Hay muchas ventajas, sí. Las pensiones, el tiempo que tienes para ti. Te aseguro que la seguridad y una buena pensión permiten a un hombre vivir sin sobresaltos después de jubilarse. No tiene que preocuparse por la falta de fondos. Te advierto, Adolf, de que nada crea más discordia en una familia que la falta de dinero. Por eso en la nuestra no hay discusiones horribles. No hacen falta.

Como este discurso lo pronunció en la mesa, Angela no pudo contenerse. Pensaba en la partida súbita de Alois hijo. ¡No había discusiones horribles! ¿Cómo podía su padre decir esto? Al pasar por detrás de él, le sacó la lengua. Klara la vio pero no dijo nada. Ya bastaba con que Alois comprendiera más tarde que sus bellas palabras no servían de nada. En efecto, así fue. A medida que transcurrían los meses, Alois renunció a la idea de la aduana. Su hijo no iba a seguir consejos útiles. Pero aquello enturbió más de un estado de ánimo.

Se lo levantó, sin embargo, enterarse de un estupendo negocio en el vecindario. Un pequeño comerciante de carbón que vivía cerca necesitaba vender un cargamento para pagar unas deudas. Como los clientes eran escasos en verano, Alois obtuvo un precio muy bueno por la compra.

Empero, hizo caso omiso del consejo de Klara. Ella le dijo que contratase a un ayudante para la tarea de bajar todo aquel carbón a los cubos del sótano. Él tampoco escuchó la sugerencia de que se lo pidiera a Adolf. Alois no quería compartir un trabajo con el chico: forzosamente acabarían riñendo.

Aun así, las propuestas de Klara tuvieron cierto peso. Tras haber comprado el carbón a mitad de precio, intentó negociar con el vendedor.

—Espero —le dijo— que me bajará todo esto a los cubos.

—Oh, ustedes los ricos —contestó el otro—. Siempre intentando que sigamos siendo pobres. No, señor, no puedo bajarle el carbón al sótano. No por el precio que me ha impuesto.

De modo que Alois optó por hacerlo él mismo.

—Tal vez no sea tan rico como usted me cree —le dijo al hombre—, pero desde luego soy más fuerte de lo que parezco.

Ergo, acarreó al sótano media tonelada de carbón. Le llevó dos horas subiendo al sol y bajando al polvo del sótano. Completado el trabajo, se desplomó con una hemorragia.

11

En las semanas siguientes a la recuperación de Alois, Adolf detectaría asombro en la voz de su madre por la cantidad de sangre que había manado de la boca de Alois, y aunque reacio a reconocérselo a sí mismo, el chico lamentó no haberlo presenciado.

En realidad, atendiendo a una sugerencia del Maestro, yo alenté a Adolf a cavilar sobre este asunto, y pronto le iluminó un concepto. La sangre poseía magia. Un pueblo podía compartir esta magia. Cuando miraba a los chicos más fuertes y hermosos de su clase, sentía un hormigueo en las zonas que la ingle solía reservarse para el bosque. Cuando la sangre le llenaba el pene, era sangre que poseía en común con sus condiscípulos.

Yo, por supuesto, no tenía una actitud fija a este respecto. Estaba dispuesto a trabajar con clientes austriacos que, como Adolf, creían en la sangre alemana, pero yo era igualmente eficaz con clientes judíos ortodoxos que creían en la supremacía de la suya. También podía trabajar, y muy bien, en efecto, con clientes judíos que eran socialistas, o con socialistas alemanes, aunque para esto había que sentirse cómodo con intelectos que hacían hincapié en el aire y el espíritu: en todas esas corrientes y gases invisibles donde se hallaran la ilustración y la convicción de unas visiones del mundo no sangrientas. Y, naturalmente, trabajaba asimismo con clientes que eran comunistas y no se habrían denominado rojos si no creyeran, a su manera, en la sangre. Siempre nos servíamos de las creencias que profesaban los clientes. Una vez consolidados sus prejuicios, empezábamos a modificar sus certezas. A menudo intensificábamos el odio que estos clientes sentían por todo lo que se oponía a ellos en otras personas.

12

Después de recobrarse de la hemorragia, Alois no propinó más zurras a Adolf. A veces, cuando el chico mostraba una excesiva seguridad en sí mismo, le amenazaba con una azotaina, pero la advertencia había perdido toda su fuerza dramática.

En la Buergerabend de la víspera de Nochevieja de 1903, los miembros se propasaron un poco con la bebida y Alois notó el trastorno de la ingesta sobre su talante. En las últimas semanas, un monje capuchino llamado Juricheck había sido invitado a predicar en la iglesia de San Martín, donde pronunció un sermón en lengua checa como medio de recaudar dinero para un proyecto de escuela checoslovaca. Algunos contertulios de la Buergerabend empezaron a quejarse (con muy poca razón, como se vio luego) de que no tardaría mucho en producirse una invasión checa de Linz.

Alois se puso nervioso.

—Si hay una insurrección checa —dijo—, podría significar el fin del imperio austrohúngaro. Sin embargo —murmuró también—, mi mejor amigo es un checo.

A punto estuvo de referir una conversación con Karl Wesseley, que había pasado a verle en el curso de un viaje de negocios de Praga a Salzburgo. «Los checos», había argüido Wesseley, «somos más leales al emperador que vosotros, los austro-alemanes, que disolveríais el imperio en un santiamén si pudierais uniros a los prusianos.»

La breve visita de su amigo sumió a Alois en un estado de confusión. En las Buergerabends ahora sostenía cosas contradictorias. Era como si la pérdida de sangre también le hubiese soltado la lengua. Primero abrazaba un lado de un argumento y después el otro. Por último, le atacó uno de los caballeros más provectos del club.

Por desgracia, aquel buen anciano demostró asimismo que estaba un tanto desequilibrado.

—Herr Alois —dijo—, se ha opuesto usted frontalmente a nuestro pobre cura local, que quiere invitar a los pobres trabajadores checoslovacos a que acudan a cocinas gratuitas cuando tengan hambre. Esto revela que es usted pro alemán. «Líbrense de esos sucios checos», parece que está diciendo. Pero yo disiento. Nos ha dicho que su mejor amigo es un checo. Querido Herr Hitler, dudo en decírselo, pero debo atribuir sus confusiones a la dolencia que todos corremos el riesgo de contraer en estos tiempos. Me refiero a la vejez prematura. Usted no es viejo, no tanto como yo, pero, mi estimado colega Buergerabender, debo advertirle que las confusiones, si no se aclaran enseguida, pueden devorar las buenas intenciones.

Y se sentó bruscamente, como disculpándose de haber ido tan lejos.

Por desgracia para Alois, el anciano no se había equivocado. Desde la hemorragia pulmonar, Alois había perdido exactamente aquella claridad de la que estaba tan orgulloso. Ahora muchos de sus pensamientos parecían pasársele por la cabeza sin otro propósito que proclamar lo contrario de sus afirmaciones anteriores. En realidad, Alois había confesado esto mismo a Wesseley en su última visita, tras lo cual había suspirado y le había dicho:

—Me gusta hablar contigo. En mi opinión, eres tan profundo como el mar.

—Alois, dime la verdad. ¿Has visto alguna vez una gran extensión de agua? —preguntó Wesseley.

—He visto hermosos lagos, y muchos. Con eso basta. —Hizo una pausa—. Me siento como si viviera en el desierto.

Un par de noches después de la invectiva del viejo socio, Alois recordaba aún que algunos de los Buergerabenders habían asentido con la cabeza. Y seguía oyendo la voz del anciano: «Dice usted que damos demasiado a los checos, pero después le oigo decir que estar en contra de los judíos y los húngaros es antagónico con la buena cultura. ¿Cuál es el centro de su pensamiento?»

En el curso de este rapapolvo, Alois se había sentido tan débil que no tuvo fuerzas para levantarse y abandonar la habitación. Después recobró el vigor. No era frecuente que los socios se marcharan de una forma tan brusca, pero aquella vez se volvió imperativo. Por muy maldita debilidad que sintiera.

Estaba furioso. Le parecía un hecho de meridiana claridad que su presencia en las Buergerabends sólo había sido tolerada. ¿Se reían entre ellos de los comentarios que había hecho? ¿Era así, en efecto? ¿Sólo había sido el bufón de las veladas?

Tuvo un fortísimo dolor de cabeza. Cuatro días después, el 3 de enero, murió antes del mediodía.

LIBRO XIV
Adolfo y Klara
1

La mañana del 3 de enero de 1903, Alois no se encontraba muy bien y en su paseo diario a través de Leonding decidió detenerse en la Gasthaus Steifer para tomar un vaso de vino. Para animarse, evocó un antiguo recuerdo.

Un día, en la aduana, muchos años atrás, se encontró con una caja de puros cuyo precinto había sido cuidadosamente retirado y luego vuelto a encolar. Lo dedujo gracias a un fino ribete de pegamento en el borde del sello. Acto seguido, abrieron la caja para examinarla y descubrieron un diamante escondido debajo de los puros. Estuvo incluso tentado de quedárselo. El contrabandista —un viajero bien vestido— estaba dispuesto a cualquier arreglo para que no le detuvieran. Alois, sin embargo, se temió una trampa. Además, tenía a gala su honradez. Nunca había incurrido en artimañas semejantes. Aun cuando aquella vez tuvo una tentación —la piedra preciosa parecía valiosa—, la entregó a las autoridades. El gesto, sin duda, contribuyó a adelantar su ascenso.

Había utilizado más de una vez este recuerdo como un tónico para su estado de ánimo, pero ahora, en la Gasthaus Steifer, no experimentó el placer que esperaba con el primer sorbo de vino. Por el contrario, se desplomó, para consternación de los pocos bebedores presentes aquella mañana de sábado. Su último pensamiento fue en latín :
Acta est fabula.
Lo dijo en voz alta y perdió el conocimiento, orgulloso de haber recordado las últimas palabras de César: «¡La obra ha terminado!»

El posadero y su dependiente le llevaron a un cuarto lateral vacío. El camarero quiso llamar a un sacerdote, pero el dueño de la taberna dijo:

—¡No creo que Herr Alois quiera uno!

— Señor — dijo el camarero—, ¿se puede estar seguro en estas cosas?

El posadero movió la cabeza.

—Muy bien, ve a buscarle.

Pero sucedió que el cliente ya estaba muerto cuando llegó el cura, muerto de una hemorragia pleural que un médico certificó poco después.

Klara llegó con los niños unos minutos más tarde y Angela empezó a sollozar. Fue la primera que vio el cuerpo de su padre. Extendido en la mesa, parecía de cera. Adolf rompió a llorar. Estaba aterrado. Había soñado con la muerte de su padre tantas veces que cuando el camarero llegó corriendo a la casa, Adolf no creyó la noticia. Estaba seguro de que su padre simplemente simulaba estar muerto. Sería su manera de despertar un poco de compasión en su familia. En efecto, incluso cuando corrían por las calles hacia la Gasthaus, Adolf siguió convencido. Sólo se sintió abrumado cuando vio el cadáver. Lloró muy alto y sin parar. Su necesidad inmediata era ocultar cada último deseo que había abrigado de que se produjera el fallecimiento paterno. Era como si cuanto más llorase más creería Dios que lamentaba la pérdida. (Estar seguro del interés de Dios por él era ya una piedra angular de su vanidad; una de mis mayores aportaciones.)

El 5 de enero, el día del funeral, lloró en la iglesia. Para entonces, sin embargo, se había convertido en un esfuerzo conseguir que brotasen lágrimas suficientes para impresionar a los hombres y mujeres que pudieran estar observándole. Yo, por mi parte, tuve que persuadirle de que Dios no estaba enfadado con él. En consecuencia, me presentaba de nuevo como su ángel de la guarda. Aunque en ocasiones podemos aliviar el temor del Señor aumentando la conciencia que tiene nuestro cliente de que el poder superior le ama, es una tarea peliaguda, ya que cuanto más nos empeñamos en ella tanto mayor es el riesgo que corremos de que el cliente reaccione con la piedad necesaria para atraer la atención de los Cachiporras, que a su vez serán especialmente vengativos con nosotros porque nos hemos atrevido a imitarles.

Por ejemplo, en una ocasión en que actué como ángel de la guarda de otro cliente, uno de los Cachiporras me arrojó escaleras abajo de piedra. Quizás cueste imaginarlo, pero los espíritus también pueden sufrir una mala caída. Como por entonces yo no era corpóreo, no hubo piel que pudiera magullarse, pero, oh, ¡qué paliza para mi presencia íntima! El acero y la piedra son materias duras cuando entran en contacto con el espíritu. Por eso las prisiones están construidas con esos materiales.

Pero no debo desviarme del funeral. Tuve que preparar a Adolf para impostar un buen número de facsímiles de aflicción. Era evidente que afrontábamos una exigencia totalmente distinta del primer acceso de llanto cuando vio a su padre muerto. Ahora, para emitir algunos sollozos, tuvo que arrancar briznas de recuerdo de las pocas conversaciones buenas que había tenido con Alois. Ayudó que admiraba (aunque de mala gana) su forma de hablar. Pero quizás no fuera suficiente para estimular el pozo seco de una tristeza tan empobrecida. Por fin, optó por pensar en el día en que fueron por primera vez a la casa de Der Alte. De esta evocación brotaron lágrimas, pero fueron por la muerte de Der Alte.

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