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Authors: Mailer Norman

El castillo en el bosque (56 page)

BOOK: El castillo en el bosque
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Pensó a menudo en este pasaje los meses siguientes. ¿Debía creerlo? ¿Era cierto? Había todo tipo de alemanes y algunos, pensó, tan endebles como Schwamm. Con todo, empleó esta larga frase como arenga para sí mismo en los rigores de otra batalla en el bosque. Aunque apenas sabía lo que significaban, se repetía continuamente estas palabras. Nada de lo que leerla en los cuatro decenios siguientes poseería para él una mayor certeza. Los demonios sabemos desde hace mucho tiempo que una mente mediocre, en cuanto se consagra por entero a una idea mística, puede alcanzar una confianza que trasciende su poder normal.

A finales de la primavera de 1903, los juegos bélicos de Adolf cobraron otras complejidades. A veces, los sábados por la tarde, había hasta cincuenta chicos en un bando y Adolf tropezó, de grado o por fuerza, con la logística. Cada ejército tenía que ocuparse de sus heridos y sus prisioneros. Si bien Adolf habla sido considerado (hasta hacía poco) un personaje menor en la escuela, ahora, en un cambio total, era un generalísimo en el bosque. En realidad dictaba constantemente nuevos códigos de lucha y después cambiaba sus propias normas. Un sábado cualquiera decidía que la única alternativa con un soldado capturado era encarcelarlo o matarlo.

Luego cayó en la cuenta de que esta última posibilidad podía poner un fin demasiado rápido a muchas batallas. ¿Adónde, si no a su casa, iría el soldado muerto? Así que surgió un debate serio sobre la duración del encarcelamiento. ¿Debía durar treinta minutos o una hora? ¿y quién lo comprobaría? Tendría que ser un cronometrador independiente, que no fuese leal a ningún bando. (Acabaron escogiendo al único chico que tenía un reloj de bolsillo.) Entonces Adolf tuvo una inspiración. Un preso recobraría la libertad más rápido si se convertía en espía. O bien podía rechazar todas las propuestas y quedarse en la cárcel, pero esta elección no era frecuente. Adolf era consciente de que los presos se aburrían enseguida.

3

La escuela terminó en junio. El verano anterior, que transcurrió en la Garden House, había finalizado con la primera hemorragia de Alois. Ahora, en el verano de 1903, la familia metió todo lo necesario en dos baúles enormes y Klara, Angela, Adolf y Paula viajaron a Spiral, donde vivía Theresa, la hermana de Klara. Allí pasaron el verano. Cuando Alois vivía no se hablaba de volver al campo. No soportaba la idea del regreso. Le recordaba el pesebre donde dormía su madre. Ahora, sin embargo, el granjero Schmidt, el marido de Theresa, tenía un terreno lo bastante amplio para mantener a todos los miembros del clan Hiedler-Poelzl. La granja constaba únicamente de la tierra, la casa, los cobertizos, los edificios anexos y los animales, pero Schmidt era un gran trabajador y había conseguido, según los baremos de Spital, convertirla en rentable. Con varios campos que labrar y bosques para recoger frutos secos, estaba en condiciones de utilizar todo el trabajo que podía realizar Klara.

—Trabajar aquí le aliviará la tristeza —dijo Schmidt.

Aquel verano, a diferencia de sus familiares, Adolf no trabajó. Jugaba con los hijos más pequeños de la granja después de que hubiesen terminado sus tareas de la tarde y trataba de enseñarles juegos nuevos, a pesar de que sus reclutas estaban tan cansados que se quedaban dormidos en sus puestos.

Casi todos los días, protegido por Klara, pasaba las mañanas y las primeras horas de la tarde leyendo o dibujando, y después vagaba por los bosques en busca de nuevas posiciones militares. Una vez le pidieron que se sumase al trabajo en el campo, pero Klara declaró que sus problemas pulmonares le impedían toda clase de trabajo. Incluso le dijo a su hermana Theresa que como ella, Klara, no quería que Adolf trabajase, pagaría su comida. La propuesta pareció aceptable.

Después del verano, Angela iba a casarse con un hombre llamado Leo Raubal, que trabajaba de escribano en un banco. A Adolf no le gustaba verle. Cada vez que Raubal les visitaba, decía a su futuro cuñado:

—Tus pulmones no están tan mal como dices, ¿verdad?

Lo cual bastaba para despertar en Adolf una cólera fría. ¿De dónde, si no de Angela, habría sacado Raubal aquella idea?

No obstante, Adolf veía un elemento positivo en aquel matrimonio: mejoraría su propia situación económica. Una parte mayor de la suma de la pensión sería para él cuando su hermana abandonase el hogar. Angela, por supuesto, distaba mucho de estar encantada por la perspectiva del matrimonio. Iba a contraerlo con un hombre al que no adoraba, pero que al menos estaba disponible. Así pues, los grandes planes que Klara abrigaba para el futuro de Angela se quedaron en poco. Que Angela estuviese dispuesta a casarse con Raubal no sólo la decepcionaba, sino que la sorprendía. Estaba furiosa consigo misma. No se lo perdonaba. No había creado una vida social para Angela. La familia vivía en la Garden House, un hermoso lugar para que una chica recibiese visitas, pero Klara no sabía cómo hacer la clase de amistades apropiadas. A la hora de conocer a extraños y tratar de cautivarles con su encanto y con el posible tamaño de una dote, bueno, ella y Angela habían sido demasiado tímidas. Raubal resultó ser el mejor de los asequibles.

A juicio de Klara, aquel hombre era afortunado por llevarse a su hijastra. Venía a ser casi un crimen. Angela tenía derecho a mucho más. Raubal ni siquiera tenía un aspecto saludable.

Lo que Klara ignoraba era que Angela había estado viviendo con una culpa secreta. Nunca había dejado de suspirar por Alois hijo. Sabía que él no volvería nunca, pero en el curso de los siete años de su ausencia, ella le había transmutado en un joven perfecto. Recordaba lo guapo que estaba montado en Ulan. Estaba convencida, por supuesto, de que si ella y Alois hubieran seguido juntos, ella no habría dado un solo paso incorrecto, pero quizás ahora hubiese permitido a su hermano que se bajara del caballo y la besara. Aun después del traslado de la familia a la Garden House y de que Angela tuviera una habitación propia, seguía guardando en un escondrijo una fotografía de su hermano, sacada por un fotógrafo itinerante un hermoso día caluroso en Hafeld. Alois se había enorgullecido de tener una foto suya de pie junto a su caballo. De hecho, había sacado a Ulan del establo y lo había colocado ante el objetivo de la cámara.

Angela había robado la foto. Había sido una forma de resarcirse por las veces en que Alois le había hecho burla cuando ella se negaba a montar a Ulan. Cuando la foto desapareció, tuvo que jurar a su hermano que no sabía dónde estaba.

—Te lo juro sobre un montón de Biblias —le había dicho.

—¿Dónde están esas Biblias? —preguntó Alois.

—En mi pensamiento. Ahí están. Fíate de mí.

A ella no le importó que él sufriese tanto como si hubiera perdido un reloj de oro. Merecía sufrir por la manera en que se había mofado. ¡Tan cruel!

Angela aún conservaba la foto escondida, pero a medida que se aproximaba la fecha de su boda empezó a preocuparle la fragancia carnal que persistía en su corazón por aquel cariño inocente —aunque quizás no tanto— a un retrato en sepia que se iba decolorando. Por último llegó al cruel convencimiento de que tenía que destruir la foto. (De lo contrario, tarde o temprano la encontraría Raubal.) De modo que una noche en que no podía conciliar el sueño, en una pequeña pero muy íntima ceremonia, desgarró aquel pedacito de su pasado y en la oscuridad de la alborada metió los trozos en un pequeño cuenco, les aplicó una cerilla de cocina y lloró en silencio mientras se ennegrecían los restos de la fotografía.

Después de la boda, a Adolf le perturbaba pensar en los actos tan feos que debían de estar realizando Angela y Leo en la cama. Adolf había visto el falo del novio una vez cuando orinaban juntos en un campo, y pensó que no era una cosa agradable de ver. Ahora Leo lo estaba frotando hacia dentro y hacia fuera de aquel pasaje supuestamente sagrado entre dos agujeros innombrables de Angela: ¡qué asco! Sus pensamientos hicieron un alto al caer en la cuenta de que su padre y su madre no eran distintos de los recién casados. Qué horrible era aquel secreto sobre el que todos los hombres y las mujeres tenían que guardar silencio.

4

En mayo del año siguiente, 1904, además de obtener otro boletín de notas mediocres, Adolf suspendió francés. Otro examen le aguardaba en otoño. Le pusieron aprobado, pero el director se mantuvo inflexible respecto al episodio con Herr Schwamm. Declaró que si Adolf Hitler quería cursar su último año en la Realschule, no sería en Linz donde lo hiciera. En represalia, Adolf se dijo: «Nunca permitiré que esta escuela vuelva a insultar mi inteligencia.»

Klara resolvió el problema enviándole a una ciudad llamada Steyr, a unos veinticuatro kilómetros de Leonding. Allí pudo terminar sus estudios en la Realschule. Gracias la pensión, Klara pudo sufragarle el alquiler de una habitación en vez de tener que pagarle el viaje diario de ida y vuelta en tren. Así que desde la noche del domingo hasta la tarde del viernes Adolf vivía en casa de una mujer que también alojaba a otros cuatro estudiantes. Era cometido de
Frau
Sekira que sus pupilos estuvieran razonablemente bien alimentados y que hicieran sus deberes escolares. De hecho era maternal con ellos. Adolf siempre se dirigía a ella de un modo formal y luego se iba a su cuartito a leer y dibujar. Sin embargo, sus notas en la Realschule de Steyr no fueron mejores que en Linz y al final incluso volvió a suspender francés. En otoño de 1905 tendría que pasar un examen de repesca para graduarse.

El verano siguiente, Klara llevó a Paula y a Adolf de nuevo a Spital, pero en septiembre él se desplazó a Steyr para su examen de francés. Esta vez aprobó y recibió su certificado de graduación. Para celebrarlo, él y algunos de los nuevos huéspedes de
Frau
Sekira decidieron organizar una fiesta. Uno de los chicos había llevado cuatro botellas de vino de su casa y tuvo la generosidad de compartirlas.

—Mi padre dijo que es bueno comportarse como un cerdo una vez al año. Es lo que dijo mi padre: hazlo una vez, no dos.

Todos aplaudieron al progenitor ausente.

Aquella noche los estudiantes trasnocharon y al final Adolf declaró: «Estoy tan borracho como mi padre estaba siempre», y se quedó dormido en el suelo. Por la mañana no encontró su certificado. Lo llevaba guardado en el bolsillo, pero había desaparecido. Como aquel día, más tarde, volvería a casa, tenía que llevar algo que enseñar a su madre. Ella no creería que se había graduado si no le mostraba el certificado. Buscando una explicación, pensó en que podría decirle que en el tren había desdoblado aquel precioso papel para regocijarse mirándolo, pero como hacía calor había abierto la ventanilla del vagón. ¡Sin más, una ráfaga de viento se lo había arrebatado de las manos! Pero cuando salió a la calle para despejarse, comprendió que no bastaría una historia semejante. Resultó que hacía frío aquel día.

Cuando se disponía a despedirse de
Frau
Sekira, le mencionó su problema. Ella le sugirió que no intentase engañar a su madre.

—No es nada aconsejable —dijo—. Si se cree tu historia te sentirás muy culpable. Y si tu madre lo descubre será todavía peor.

Durante el año escolar, sólo había sido una mujer que le servía la comida todos los días y le cambiaba las sábanas todas las semanas. Ahora se había convertido en un singular y deferente ser humano. Angustiado, él preguntó:

—¿Qué hago?

—Oh —dijo ella—, di en la escuela lo que te ha pasado. Quizás no estén muy contentos, pero sin duda te darán una copia.

Así que Adolf volvió a una escuela a la que pensó que nunca volvería y el rector le hizo esperar. Al fin y al cabo, era día de matriculaciones. Pero cuando el rector le hizo pasar, fue para abrir un armario cerrado con llave y sacar una pesada bolsa de papel. Tras lo cual dijo:

—Tu certificado está aquí dentro. Lo han roto en cuatro pedazos. Enseguida verás cómo ha quedado. —Miró fijamente a Adolf—. Una cosa es que un alumno celebre su graduación cuando se alegra de haber aprobado. Por fin puede permitirse pensar que ha dado un paso importante hacia su futuro. Otra cosa, sin embargo, Herr Hitler, es incurrir en una embriaguez que culmina en actos infames. —Sacudió la cabeza—. Veo por la falta de comprensión en su cara que ni siquiera recuerda el acto vil que cometió.

Aquello se estaba asemejando a cuando estuvo delante del cura de nariz larga que le había pillado fumando.

—Señor, ¿qué he hecho? —alcanzó a decir—. Tenga la bondad de decírmelo.

—Mi querido Herr Hitler, tendré exactamente la bondad de decírselo. ¡Cogió este documento y depositó su suciedad encima! —Con las manos temblorosas de asco, entregó la bolsa a Adolf—. No consigo creer que algún alumno de su escuela haya cometido una bestialidad semejante. Hará bien en pensar que pasará por la vida sin aprender nunca a controlar sus impulsos malsanos. ¿Debo escribir a su madre? No, no lo haré. Lo más probable es que sea una buena mujer que no merece tan apestosa vergüenza. En cambio, va a jurarme usted que a partir del momento en que salga de este despacho, no volveré a verle la cara. Asegúrese de no abrir la bolsa hasta que haya abandonado los muros de esta escuela.

Adolf asintió. Ahora ya se acordaba. Sí, había cogido el certificado y se había limpiado el culo con él. El momento revivía. ¡Se había sentido investido de tal grandeza interior! Cómo le habían aplaudido sus compañeros de farra. El culo de Adolf era ya superior a toda aquella estupidez académica.

Lo que empeoró las cosas fue tener que preguntarse cómo lo habría descubierto el rector. Sólo había una explicación. Se lo habría contado uno de los cuatro estudiantes con los que había estado bebiendo. Pero ¿cuál de los cuatro? No quería averiguarlo. Una confrontación de este tipo aumentaría su vergüenza. ¿Y si el chivato era uno de los dos chicos más grandes que él? Era lo más probable.

Ya en casa de
Frau
Sekira pasó un largo rato en el lavabo limpiando y secando el certificado. Después pegó los pedazos en otra hoja de papel. Así tendría una prueba de que había aprobado el examen. Encontraría alguna explicación que darle a Klara.

«Oh, madre, cuanto más lo miraba más cuenta me daba de cuánto te has sacrificado por mí y lo poco que yo lo había comprendido. Lo rompí para no echarme a llorar como un bebé.» Sí, se dijo Adolf, esto colaría.

Sin embargo, hubo de seguir preguntándose cuál de los cuatro estudiantes había sido el traidor. ¡Podrían haber sido los cuatro! Decidió que nunca volvería a beber. «El alcohol es para los traidores», se dijo. Olió muchas veces el documento para cerciorarse de que ya sólo olía a polvos de talco.

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