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Authors: Mailer Norman

El castillo en el bosque (50 page)

BOOK: El castillo en el bosque
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—Con baño o sin él, Adolf —dijo Angela—, puede que no seas muy buena persona.

Él se enfureció tanto con ella que salió del camino forestal y se metió en la nieve deshecha. Ella le siguió, tan enfadada como Adolf. En cuanto estuvieron fuera del alcance del oído de toda persona que podría haber asistido al oficio, ella le gritó tan fuerte que Adolf se marchó corriendo:

—¡No eres buena persona! ¡Eres repugnante! ¡Eres un monstruo!

Solo en el bosque, Adolf empezó a temer su propia muerte. Hacía mucho frío en la nieve. Recordaba la expresión de terror en los ojos de Edmund cuando escuchaba los cuentos de los hermanos Grimm.

Angela le alcanzó y volvieron a casa caminando en silencio. Al llegar vieron que su padre tenía la cara roja e hinchada. Alois se volvió hacia Adolf y le dijo:

—Ahora tú eres mi vida.

Le abrazó y de nuevo se deshizo en llanto. Qué falsas eran sus palabras, pensó Adolf. Su padre seguía creyendo que Edmund era la única esperanza. Ni siquiera fingía que pudiera haber otra verdad. «Odio a mi padre», se dijo de nuevo.

11

Varias noches después del funeral, preparé una implantación de sueño para Adolf. Un ángel le dijo que sus crueldades con Edmund aún serían justificadas. ¿Por qué? Porque la vida de Adolf había sido preservada en la infancia. Había un designio especial para su futuro. Lo único que debía hacer era obedecer todas las órdenes que recibiera de arriba. De esta manera escaparía de toda clase de muertes ordinarias. Habría de convertirse en la dádiva de Dios al pueblo, feroz como el fuego, fuerte como el acero.

Fue un sueño meticulosamente elaborado, pero hube de preguntarme si implantar esta convicción no habría sido un poco prematuro. Sugería que viviría eternamente. Lo cual, por supuesto, no es en absoluto imposible de creer. Es una buena explicación de que a un ser humano le resulte difícil representarse su propia muerte: yo indicaría que el alma espera ser inmortal. Hasta cierto punto, puede que sea cierto. Muchos humanos, en definitiva, han vuelto a nacer. No quisiera insinuar que se reencarnan gracias a la imposición, cuando están sumergidos en el agua, de la mano de un cura o un reverendo. El Maestro nos ha dicho que forma parte de un plan conceptual desarrollado por el D. K.

—Se considera el divino artista. Por supuesto, también mete la pata: muchísimas creaciones suyas son una chapuza. No pocas son desastres que luego reinvierte en la cadena alimenticia. Es la única forma de impedir que su innumerable prole, que es mediocre y que a menudo carece de sentido, asfixie la existencia del resto. Pero reconoceré que es obstinado. Sigue empeñado en mejorar sus creaciones anteriores.

Tal como el Maestro lo describe, el Dummkopf está condenado a tratar de mejorar incluso a los humanos de más insatisfactorio desarrollo. Y por eso pocos hombres y mujeres creen de verdad que dejarán de existir. Lo dirían en voz alta si no temieran hacer el ridículo. De hecho, su auténtica inquietud es que la nueva vida, debido a como malgastaron la última, les acercase más al calor de la cólera del Dummkopf, sí, les acercara más que en la vida anterior. La nueva situación de alguien en la vida podría reflejar lo mal que vivió la última vida. Por tanto, el renacimiento podría constituir un puro ejemplo de infierno viviente. Aunque el Maestro no nos imparte estas enseñanzas, estoy convencido de que hay una región en el inconsciente de todos los seres humanos donde existe la creencia de que son inmortales.

Esta convicción de la inmortalidad personal puede causarnos notables dificultades. Muchos de nuestros hombres y mujeres, sobre todo en la última parte de la vida, llegan a la conclusión de que si expían sus pecados volverán a nacer. Esto produce estragos en clientes hasta entonces fiables. Al fin y al cabo, esta certeza no es completamente errónea. Por abominables y contumaces que sean unos pocos de los humanos elegidos para renacer, probablemente Dios piensa que hay algo excepcional en ellos que quizás no hubiera llegado a su pleno desarrollo la vez anterior.

En este punto empecé a preguntarme si el Maestro ejercería alguna influencia encubierta en los concilios del D. K. Como es obvio, la cuestión me sobrepasa, pero el Maestro parece saber qué clientes nuestros han sido escogidos para volver a nacer. No obstante, para hablar de esto con mayor autoridad, yo tendría que saber cómo contempla el Dummkopf el futuro de Su Creación. ¿Es comparable a la crueldad del Maestro? En realidad, ¿es la falta de misericordia una pasión necesaria entre estas fuerzas divinas?

12

Pocos meses después de la muerte de Edmund, Klara empezó a tener pensamientos terroríficos. ¿Era posible que la actitud de Adolf hacia Edmund hubiese sido más que cruel? ¿Era incluso imperdonable? Angela le había vuelto a contar que cuando los hermanos jugaban juntos ella había entreoído cómo Adi aterraba a Edmund con cuentos de hadas de los Grimm, los peores de todos.

Desde la ventana de su dormitorio, Klara veía a Adolf disparando a unas ratas sentado en la tapia del cementerio. Se estremecía cada vez que oía el
pum
de la detonación. Para ella, la escopeta de aire comprimido era igual que una voz fea. Era como si oyera a espíritus desafectos que se le acercaban desde el cementerio. Podemos ejercer una pequeña influencia sobre quienes no son clientes nuestros, y en aquel caso, como yo no quería que Klara empujase a Adolf hacia una depresión aún más profunda, intercalé atmósferas en el sueño de Klara para sugerirle que Adi no era un malvado, sino que sufría terriblemente. Esta técnica es utilizable con cualquier madre que conserve algún amor por su hijo. Durante un tiempo, sin embargo, la situación mejoró. Una vez más, ella llegó a admitir la necesidad de cambiar los sentimientos de Alois. Como dijo a su marido, el espantoso estado de ánimo del chico empezaba a influir en sus notas en la pequeña escuela de Leonding. La única explicación era que estaba llorando a Edmund.

—Pero también te tiene miedo a ti —se atrevió a decir Klara—. Detesta decepcionarte. Alois, tienes que volver a ser amable con tu hijo.

Eran palabras sentidas, pero sólo consiguieron que Alois recordase a Edmund. No obstante, asintió.

—Haré lo que pueda —dijo—. A veces el corazón se me cierra de un portazo.

Sin embargo, una vez despiertos, Klara no iba a acallar sus propios sentimientos. Debía encontrar un medio de volver a aproximarse a Adolf. El corazón del chico también podía cerrarse como una puerta. Pero ella había advertido que estaba muy impresionado por el año nuevo, 1900.

—Adolf, éste será tu siglo —le dijo—. Harás cosas maravillosas en el porvenir.

Él se sintió importante cuando ella le habló con aquel tono, pero no sabía si creerla. ¿Cómo iba a ser su siglo? En aquel momento se sentía incapaz de realizar nada de valor. Así pues, chinchó a Klara.

—¿De verdad? —le repitió. Al final, ella se fue de la lengua hasta el extremo de revelar la verdad.

—Es a ti a quien debo amar —dijo. Él rumió esta frase. Por primera vez fue consciente de que las mujeres no sólo existían para amarte porque era su deber, sino que ofrecían un amor auténtico o facilitaban un sucedáneo que era menos fiable.

Aquí intervino el Maestro.

—No alientes un interés excesivo por las mujeres —me dijo—. Que siga temiéndolas.

13

En atardeceres nublados de principios de la primavera, cuando había niebla y los olores del musgo y el moho se elevaban desde muchas lápidas, Adolf se sentaba en la tapia baja y húmeda del cementerio y aguardaba a que las ratas saliesen al anochecer. Cuando miraban hacia el oeste, los ojos les brillaban en el crepúsculo, incluso en los nebulosos, y ofrecían dianas nítidas. Sin embargo, cuando alcanzaba a alguna con la pistola de aire comprimido, no era capaz de acercarse al cadáver. El atardecer estaba demasiado cerca para que se atreviera a bajar de la tapia al césped del cementerio.

No obstante, a primera hora de la mañana, antes de ir a la escuela, pasaba por delante y, si ni perros ni gatos habían explorado el camposanto por la noche y el cuerpo de la rata estaba intacto, Adolf inhalaba un primer efluvio del aroma de carroña. Y le cambiaba el humor. Se preguntaba si en la piel de Edmund se habrían operado cambios similares.

Ni siquiera en primavera se sintió con fuerzas para volver al bosque. Se quedaba en su atalaya de la tapia.

Por mi parte, yo había decidido no socavar la culpa de Adolf. De hecho, este instinto pronto quedó confirmado. Aunque los Cachiporras tenían una debilidad con la culpa, puesto que invariablemente procuraban acrecentar todos los impulsos de expiación en sus clientes, nosotros preferíamos calcificarla, desecarla, por así decirlo. Aunque así aumentase el riesgo de estrechar futuras posibilidades de la psique, yo debía aprestarme a rescatar a Adolf de la depresión antes de que se volviese extrema. La depresión puede degenerar en aberración. Muchos atardeceres, sentado en la tapia del cementerio, Adi se preguntaba qué haría si el brazo de Edmund saliese de repente de la tumba. ¿Echaría a correr? ¿Intentaría hablar con Edmund? ¿Le pediría perdón? ¿O le acribillaría el brazo con su arma de aire comprimido?

A lo largo del invierno, la primavera y el verano de 1900, el recuerdo de la enfermedad de Edmund le oprimió el pecho como un peso muerto.

No era difícil entender por qué. Adolf aún poseía algún fondo de conciencia. Así como la compasión por uno mismo es el lubricante que utilizamos casi siempre para suavizar la entrada en el corazón de emociones más ingratas, así la conciencia se convierte en nuestro antagonista. Los Cachiporras modelan a la gente por medio de la conciencia. Por nuestra parte, cuando tratamos con los clientes más adelantados, hacemos lo posible por extirparla de cuajo. Una vez conseguido, procedemos a fabricar un facsímil de buena conciencia, lista y dispuesta para justificar las pasiones que los Cachiporras se esfuerzan en reprimir: avaricia, lujuria, envidia..., no hace falta enumerar las siete sagradas. La finalidad es que desarrollando debidamente este sucedáneo, se fortalece la capacidad del cliente para justificar actos horribles. Entonces hemos logrado liberar a la conciencia de los recuerdos vergonzosos que la forzaban a desarrollarla. Puedo añadir que consideramos un gran éxito que los vestigios casi huecos de la vieja conciencia sean lo bastante tercos para rivalizar con el nuevo sentido de indiferencia personal, y que entonces se perciban como un azote inútil, un enemigo del propio bienestar. Por supuesto, los asesinos múltiples que se precian de su audacia normalmente han conseguido abolir toda conciencia. Un corolario de esto es el provecho que extraemos de la guerra cuando un soldado pierde el conocimiento. Nuestra tarea, en tal caso, queda simplificada. Son los períodos de calma los que exigen la pericia de demonios avanzados como yo. Diré que no es en absoluto rutinario convencer a un hombre de que mate a otro. Si se les deja juzgar por sí mismos, les inquieta pensar que el asesinato pueda ser el más egoísta de los actos. Los primitivos, desde luego, saben que esto es cierto. Cuando se disponen a sacrificar a un animal para un banquete, tienen la sensatez de pedirle perdón antes de degollarlo.

Por mi parte, yo me disponía ya a fortalecer en Adi el sentimiento de poder que el asesinato ofrece al asesino. Naturalmente, era demasiado joven para nuestras técnicas más desarrolladas, pero elaboré un sueño en el que Adolf se convertía en un héroe de la guerra franco-prusiana de 1870. El sueño entrañaba la sugerencia de que en su vida anterior había participado en aquella contienda, casi dos decenios antes de su nacimiento en 1889. No fue difícil inducirle a creer que había masacrado a un pelotón de soldados franceses que habían cometido el craso error de atacar el puesto de avanzada solitaria que él ocupaba. Por supuesto, era un injerto burdo, pero sentaba los cimientos para implantar impulsos ulteriores más complejos. En sí mismo, el sueño franco-prusiano era sólo el cumplimiento de un deseo, y sus efectos son sumamente pasajeros.

Puedo asegurar que conocíamos todo lo referente al cumplimiento de deseos mucho antes de que el doctor Freud tuviera algo que decir en la materia. Nuestro enfoque sobre la psicología humana tiene necesariamente que ir más lejos. En realidad, muchos de los análisis de Freud son tan superficiales que nos hacen sonreír. Es culpa suya. Al fin y al cabo, no quiso tener nada que ver con ángeles o demonios y se empecinó en no reconocer el combate entre el Maestro

y el Dummkopf en los grandes o pequeños asuntos humanos.

Por otro lado, cabe una pequeña porción de alabanza al buen doctor Freud por su descripción del ego. El concepto ha pasado a ser uno de los instrumentos con que los seres humanos se han vuelto casi tan hábiles como nosotros en evaluar cambios íntimos del ego.

Hay que decir que el estado de Adolf constituía ya el centro de mi atención. No serviría de nada seguir elevando el concepto de su propia valía si, al mismo tiempo, estaba aterrado por la idea de que había ayudado a matar a Edmund. Como no quería creer tal cosa, no podía por menos de sentirse culpable, y lo peor era que yo apenas conocía la respuesta. ¿Había ayudado a matarle o no?

Los hechos eran sencillos: lo cual quiere decir que las acciones fueron claras, pero no sus consecuencias. Una mañana en que Angela estaba trabajando con Klara y Paula en el jardín y Alois había salido a dar su paseo, Adolf encontró a Edmund jugando solo en el cuarto que habían compartido hasta la enfermedad del primero.

Adolf se acercó a Edmund y le besó. Eso fue todo. Debo admitir que yo le empujé a hacerlo. Si bien, personalmente, yo sin duda sentía por Edmund algo parecido al afecto, poco podía hacer yo en aquella situación. En aquel entonces yo no estaba preparado para desafiar una orden impartida directamente por el Maestro.

—Por qué me besas? —preguntó Edmund.

—Porque te quiero.

—¿Sí?

—Te quiero, Edmund.

—¿Por eso me arrancaste la cabellera?

—Olvídalo. Tienes que perdonarme. Creo que por eso cogí el sarampión. Después me avergoncé mucho de mí mismo.

—¿Es verdad eso?

—Creo que sí. Sí. Y por eso tengo que besarte otra vez. Es el modo de devolverte la cabellera.

—No hace falta que lo hagas. Hoy no me duele la cabeza.

—No podemos arriesgarnos. Déjame que te bese otra vez.

—¿No es malo besarme? ¿No has tenido sarampión?

—Entre un hermano y su hermana podría ser malo, sí. Pero no entre hermano y hermano. Está comprobado médicamente que los hermanos pueden besarse aunque uno de ellos tenga sarampión.

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