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Authors: Mailer Norman

El castillo en el bosque (52 page)

BOOK: El castillo en el bosque
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Por supuesto, la mitad de los elogios de su padre valía más que todas las aprobaciones cariñosas de Klara. Demostraba su teoría. Valía la pena el arte, no el saber académico. «El estudio académico», le dijo a la siguiente arboleda, «es pretencioso. Quizás sea el motivo por el que mis profesores denotan una falta de interés en mis posibilidades. Son esnobs. Asquea verlos revolotear alrededor de los alumnos de familias ricas. El aire de esta escuela, por lo tanto, se me ha vuelto inaguantable.» Lo que no les decía a los árboles era que los únicos camaradas que le hacían caso durante los recreos eran casualmente los más feos, los más tontos o los más pobres.

Creía en la sabiduría de aquellos árboles añosos. Le parecían tan sabios como elefantes adultos.

Algunas mañanas se retrasaba y tenía que tomar el tren desde Leonding a Linz. A Klara le disgustaba. No era un gran dispendio pero resultaba superfluo cuando el sol ya había despuntado. Una sensación de pérdida la corroía cuando se gastaba dinero alegremente. Las monedas gastadas de aquella manera caían en un pozo cuyo fondo estaba seco y del que arrancaban un ruido espantoso.

No obstante, las muchas mañanas en que Adolf debía caminar, su itinerario le llevaba a atravesar hermosos prados antiguos, y pronto se interesó por los fuertes que encontraba en el camino, sobre todo después de haber sabido que aquellas torres que se desmoronaban databan de principios del siglo XIX, cuando los austriacos vivían temerosos de que Napoleón, a la larga, acabara cruzando el Danubio con sus ejércitos. Por eso habían construido aquellas torres de vigilancia. Una mañana, pensando en los obreros que las habían erigido y en los soldados que las habían habitado, se excitó tanto que tuvo una eyaculación. Después se quedó lánguido, pero dichoso. Era, desde luego, demasiado tarde para asistir a clase y le enviaron de vuelta con una nota para que la firmase Klara. Ella no supo si creerle cuando él le dijo que había perdido el tren.

5

Había una ironía de la que no eran conscientes los camaradas de Adolf. Lejos de ser un pueblo lleno de barro, Leonding poseía una clase alta que asistía asiduamente a las Buergerabends. Las sutiles diferencias entre los miembros empezaron a intrigar a Alois y constituyeron una pequeña distracción de su congoja. Sin embargo, aquella tregua no podía durar mucho. Sabía que tenía que seguir el descenso paso a paso hacia la tristeza, y a lo largo de todo aquel proceso le invadió tal confusión que llegó a dudar de su equilibrio mental.

No siempre era aterrador. Con el tiempo empezó a sentirse como si resucitara de entre los muertos, como si quizás recobrase las fuerzas. Sólo que no del todo. No siempre. Subsistía un agujero que le perforaba el corazón.

Aun así, las veladas ayudaban. Necesitaba escuchar conversaciones ingeniosas. Era la gente más inteligente y culta con la que se había codeado en sociedad y necesitaba creer que él también era un hombre sofisticado. Una noche, por ejemplo, escuchó con gran atención cuando uno de los presentes, que a todas luces poseía un holgado y hasta superior conocimiento del vino, comentó de pasada: «Los ingleses lo llaman
hock
[11]
.
Pero sólo porque el Riesling que les gusta tanto viene de Hochheim.» Alois había aprendido a hacer un gesto de suficiencia, como si ya hubiera asimilado cada brizna de cultura recién adquirida. Una noche sirvieron Silvaner en botellas de una forma extraña llamadas
Bocksbeutel.
Estalló una carcajada.
Bocksbeutel
significaba «testículo de carnero». El ánimo de Alois se elevó lo suficiente para preguntarse si debía hablar. ¿Quién sabía más que él de aquellos testículos? ¿Acaso no había poseído un par de carneros bien dotados? Pregunta a las féminas. Pero no se atrevió a abrir la boca. Conocía lo que le diferenciaba de aquel estamento. Eran gente, en su mayoría, que no se levantaba de la cama hasta después de amanecido. Por lo tanto, comían y bebían hasta bien entrada la noche. Llegado el caso, seguían hasta medianoche. Incluso cuando era joven, él rara vez había trasnochado hasta tan tarde, a no ser que estuviese en el lecho de una mujer nueva. Triste era decirlo, pero él bien podría haber sido un jornalero ordinario que iba a trabajar con una hogaza de pan, un poco de embutido de hígado y un tarro de sopa. Veía a aquellos notables, ahora jubilados, levantarse para tomar un desayuno ligero —¡huevos escalfados con salsa holandesa y bollos!— y luego fumarse un buen veguero. Con frecuencia, hacia media tarde, montaban en sus carruajes y se desplazaban a Linz con sus mujeres para tomar el té de las cinco en el Hotel Wolfinger o en el Drei Mohren, fundado en 1565. Allí escuchaban los violines. ¿Qué sabía él de aquello? Sí, rara sería la tarde en que él tomase el té de las cinco en el Drei Mohren o el vestíbulo del Wolfinger. Como le dijo a Klara, eran los hombres de Leonding que más alto concepto tenían de sí mismos.

—Olvídate de Mayrhofer —le dijo—. Es un tipo impecable, pero esa gente proviene de familias muy antiguas, de esas que toman seis platos en la cena. He oído hablar hasta de ocho.

—Yo podría hacértelos —observó Klara.

—No, querida, no —dijo él—. Ni siquiera se me ocurre esa posibilidad. Porque el secreto consiste en que no puedes servir recetas elaboradas si no tienes una vajilla Meissen o copas de vino adecuadas.

—¿Copas de vino? —preguntó ella. Ella misma se sorprendió de cuánto le dolía oírle.

—Sí —dijo él—. Producen un tintineo si las pellizcas con dos dedos.

De hecho, le invitaron a una de aquellas cenas. Acudió solo. Klara se quedó en casa cuidando de los niños. Cuando él volvió, ella comentó que quizás debieran invitar a casa a aquellos notables.

—Tienen agua interior —contestó Alois—. Su cuarto de baño no es un cobertizo fuera. La puerta del baño no tiene un agujero recortado en forma de medialuna. Nuestras nuevas amistades, si llegaran a serlo, juzgarían estos detalles...
peregrinos.
—Nunca había empleado esta palabra—. No —continuó—, no podemos tener invitados así. ¿Qué les diría cuando preguntasen dónde se encuentra el váter? ¿Les digo: «No se preocupe por el agujero. ¡Nadie fisgará!»?

6

El último día de enero, cinco meses después de que Adolf hubiera empezado sus estudios en la Realschule, Klara fue convocada en la escuela.

Más tarde, en el trolebús, con los ojos cerrados muy fuerte para controlar las lágrimas, no supo si tendría el valor de decirle a Alois que el boletín de notas de Adolf era horrible.

De hecho, cuando Alois se enteró la noche siguiente, lo supo después de la que ya era para él la segunda peor mañana del año: el primero de febrero. Trataba de prepararse para el aniversario de la muerte de Edmund el día siguiente, 2 de febrero, y cuando paseaba a través de Leonding, procurando no pensar en nada, se encontró con Josef Mayrhofer. El alcalde le propuso entonces algo inusitado. Era infrecuente que dejase la tienda al cuidado de su dependiente, a no ser que le aguardasen tareas de su cargo en el ayuntamiento, pero le propuso que fueran a beber algo en la taberna.

Una vez allí, hablaron del peso inminente de aquel primer aniversario: hombres buenos atenazados por emociones tristes. Mayrhofer hizo entonces algo que nunca había hecho. Dijo:

—Prométame que no castigará al mensajero.

Alois contestó, confiado:

—Usted nunca será portador de malas noticias.

No obstante, sentía ya cómo se le removía el pecho.

—Debo preguntarle: ¿tiene un hijo mayor que se llama como usted?

Alois agarró al alcalde del antebrazo con tal fuerza que se lo magulló. Mayrhofer se zafó con una sonrisa de desdicha.

—Bueno, ya ha castigado al mensajero. —Levantó una mano—. Basta —dijo—. Tengo que decirle..., hoy ha llegado un informe que circula por el distrito. Su hijo está en la cárcel.

—¿En la cárcel? ¿Por qué?

—Lo lamento mucho. Por robo.

Brotó una voz baja y gutural.

—Me cuesta creerlo —dijo Alois. Pero sabía que era cierto.

Mayrhofer dijo:

—Puede visitarle, si quiere.

—¿Visitarle? —dijo Alois—. Creo que no.

Estaba sudoroso y a punto de perder sus buenos modales.

—Lo más duro que he tenido que hacer en mi vida fue renegar de mi hijo mayor —consiguió decir—. Mayrhofer, somos una familia modélica, ¿comprende? Mi mujer y yo nos hemos ocupado de criarles como es debido. Pero Alois era la manzana podrida del canasto. Si yo no hubiera renegado de él, los demás hijos habrían sufrido. Y ahora los tres que siguen vivos —se contuvo, no sollozó— saldrán adelante muy bien.

Aquella noche, ante la insistencia de Klara, Adolf tuvo que enseñar el boletín de notas a su padre. Al ver la expresión en la cara de Alois, Klara sintió como si hubiera traicionado a su hijo.

Con un tono tan sombrío como para declarar la guerra, Alois manifestó:

—Le hice un juramento a tu madre. Fue a petición de ella. Dije que nunca volvería a azotarte. De esto hace un año. Pensábamos en la tragedia de nuestra familia. Pero ahora puedes estar seguro de que romperé mi promesa. Es la única conducta posible cuando la persona más protegida por el juramento lo deshonra. ¡Vamos! Vamos a tu dormitorio.

Una vez más, contuvo su mal genio. Estalló, sin embargo, en cuanto se desató el cinto.

Al primer azote, Adolf se dijo: «¡No gritaré!» Pero los golpes eran tan severos que empezó a chillar. Alois nunca había usado una correa de cuero. Era como si llevase en la punta una lengua de fuego. ¡Lo único que el chico acertó a pensar fue que no quería morir! De hecho, no sabía lo que le destruiría antes: los correazos en las nalgas o el dolor de corazón. En aquel momento, su padre, ya sin resuello, se detuvo, desalojó a Adolf de encima de sus rodillas y le dijo:

—Ahora ya puedes dejar de llorar.

Alois se sumió en la depresión: haber vivido tanto tiempo para perder ahora la confianza en los pobres restos de su descendencia masculina.

7

Adolf sufría un verdadero tormento. Se había atrevido a enseñar sus dibujos al profesor de arte. Había supuesto que la entrega sería seleccionada al instante para presidir la pared de corcho reservada a los alumnos. Hasta había meditado sobre el modo de expresar una respuesta silenciosamente digna a las alabanzas que recibiría. Aquellos hermosos momentos compensarían las malas notas de su primer boletín escolar.

Admitiré que influí en el resultado. Aunque Adolf tenía talento, no era nada del otro mundo; yo veía de un vistazo que nunca sería un artista muy prometedor. (Pablo Picasso, por ejemplo, era ya en 1901 un joven que nos interesaba mucho.) En cambio, los dibujos que producía el joven Adolf Hitler sólo eran buenos para clavarlos en el corcho.

—Impídelo —fue la instrucción que me impartió el Maestro—. Sólo nos faltaba otro artista amargado por falta de un amplio reconocimiento. Yo digo que es mejor sumirlo en una auténtica depresión.

Yo estaba en condiciones de cumplir esta orden. El profesor de arte de Adolf era cliente nuestro. (De hecho, se asemejaba mucho a la descripción que el Maestro había hecho de la mediocridad.) Por medio de un altercado entre el profesor y su mujer, le insuflé un terrible dolor de cabeza. Vio la obra de Adolf a través de los leves rayos de una migraña. No escogió ninguno de los dibujos.

Él no podía creerlo. En aquel momento renunció para siempre a la idea de volver a intentar el éxito escolar. Aprendería a apañarse por su cuenta.

Por supuesto, no abandonaría el hogar, como Alois hijo: no hacía falta. El «chico de la toga» aún le causaba sudor en la espalda. No, seguiría viviendo con los demás hasta que desarrollase, sin que nadie lo supiera, una voluntad férrea.

Continuó sacando malas notas. El boletín del primer curso completo, que entregó a su padre en junio, mostraba un fracaso en dos asignaturas, matemáticas y ciencias naturales. Pobre Alois. No logró reunir la energía necesaria para darle una paliza a Adolf.

Aquel verano, sabedor de que tendría que repetir curso, Adolf estaba asimismo deprimido, pero logró decirse a sí mismo (con mi ayuda) que comprendía el arte de aprender mejor que los otros alumnos. Él conocía el secreto. Retendría sólo lo esencial. Los estudiantes se apresuraban a empapuzarse de interminables detalles secundarios. Eran exactamente como los profesores. Sólo sabían recitar listas y categorías. Eran una lata. Graznaban como loros. Actuaban como si fueran realmente inteligentes cada vez que un maestro aprobaba lo que decían. Eran ellos los que sacaban buenas notas.

Él estaba muy por encima de aquellas inquietudes. Eso, al menos, se decía él. Se interesaba por el meollo de cada situación. En esto consistía el conocimiento importante. De modo que no tendría que someter su pensamiento a los métodos ajenos. Hacerlo sólo serviría para reducir su poder mental.

Era imperativo animarle. Su diversión predilecta en aquel tiempo consistía en la capacidad de fastidiar a Angela. Físicamente, por fin, su fuerza se igualaba a la de ella. Por tanto, cada vez que ella le criticaba, él la llamaba «estúpida gansa». A Angela le parecía un insulto espantoso. Incluso se quejaba a Klara. Odiaba a los gansos. Los había visto aterrizar en el estanque de la ciudad y para ella eran animales sucios. Los había visto congregarse en las orillas y dejarlo todo sembrado de excrementos. Ella, a su entender, se parecía más a un cisne.

Consentí a Adolf una fantasía en la que se imaginaba como un profesor de la Realschule, vestido con elegancia, dotado de una voz clara e incisiva y admirado por su ingenio.

ADOLF: He aquí lo esencial, jóvenes. No tratéis de recordar todos los hechos de cada suceso histórico. Yo diría más bien: «Protegeos. Estáis nadando en agua turbia.» La mayoría de los hechos que habéis memorizado no son más que residuos que contradicen otros. Así que estaréis confusos. Pero yo voy a salvaros. El secreto reside en recordar lo esencial. Elegid sólo los hechos que clarifiquen el tema.

8

Una noche animada en las Buergerabends, un orador, un hombre corpulento, expuso la tesis de que los viajes en ferrocarril habían afectado a las relaciones sociales establecidas desde tiempo inmemorial.

—Nuestro sentido del mundo —declaró— lo han trastocado los ferrocarriles. Por ejemplo, el rey de Sajonia no es partidario de este medio de transporte. Como dijo hace poco: «El trabajador ahora puede llegar a su destino en el mismo tren que un rey.» Esto equivale a decir que los ricos ya no viajan más rápido que las clases más bajas. Una consecuencia final de este hecho podría ser la discordia social.

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