Read El cero y el infinito Online
Authors: Arthur Koestler
También en Gletkin se había desarrollado un cierto cambio durante aquella cadena ininterrumpida de días y noches. No era muy perceptible, pero los febriles ojos de Rubashov no lo pasaron por alto. Hasta el final, Gletkin continuó sentándose con la cara inconmovible y los puños crujientes a la sombra de la lámpara detrás de la mesa, pero gradualmente, poco a poco, la brutalidad se fue borrando de su voz, en la misma proporción en que él disminuía la intensidad de la lámpara, hasta que llegaba a ser normal. Nunca sonreía, y Rubashov se preguntaba si el hombre de Neanderthal era capaz de sonreír; tampoco era su voz lo bastante flexible para expresar ningún matiz de sensibilidad. Pero una vez, cuando a Rubashov se le acabaron los cigarrillos, después de una sección de varias horas, Gletkin, que no fumaba, sacó un paquete del bolsillo y lo puso sobre la mesa, al alcance de Rubashov.
En un solo punto consiguió Rubashov la victoria: en la acusación sobre su supuesto sabotaje cuando estaba a la cabeza del trust del aluminio. Era un cargo que no pesaba mucho en la suma total de los crímenes que ya había confesado, pero Rubashov lo combatió con la misma obstinación con que habría combatido un punto decisivo. Estuvieron uno frente al otro casi toda la noche.
Rubashov había refutado punto por punto toda la evidencia aportada y las estadísticas amañadas; con voz ronca por el cansancio había citado cifras y datos, que por milagro aparecían en su embrutecida cabeza; y durante todo el tiempo, Gletkin había sido incapaz de encontrar el punto de partida desde el cual empezar y desenrollar la cadena de lógica. Porque desde la segunda o tercera entrevista, habían hecho una especie de convenio tácito: si Gletkin podía probar que tenía razón en la raíz del cargo, aun cuando esa raíz fuese de naturaleza abstracta y puramente lógica, quedaba en libertad para poner los puntos sobre las íes, como las llamaba Rubashov, añadiendo los detalles que faltasen. Sin darse cuenta de ello, se habían acostumbrado a seguir estas reglas para su juego y ninguno de ellos hacía diferencia entre las acciones que Rubashov hubiese cometido de hecho, y aquellas otras que pudiera haber cometido como consecuencia de sus opiniones.
Habían perdido, por consiguiente, toda noción del sentido de la realidad y de las apariencias, de la ficción lógica y del hecho. Rubashov se daba cuenta de vez en, cuando de esto, en raros momentos de clarividencia, y entonces tenía la sensación de despertar de un extraño estado de intoxicación, mientras Gletkin, por el contrario, no parecía darse cuenta de ello.
Aquella madrugada en que Rubashov no daba su brazo a torcer en la cuestión del sabotaje en el trust del aluminio, la voz de Gletkin parecía haber adquirido una cierta nerviosidad, igual que al principio, cuando Labio Leporino daba respuestas trastornando el orden. Forzó la corriente de la lámpara, cosa que no había hecho hacía mucho tiempo, pero la redujo otra vez cuando vió la sonrisa irónica de Rubashov. Hizo unas cuantas preguntas más, sin resultado, y dijo de manera concluyente:
—¿De modo que definitivamente niega haber ejecutado ningún acto de sabotaje o subversivo en la industria confiada a sus cuidados, ni haber planeado tales actos?
Rubashov asintió con una soñolienta curiosidad respecto a lo que pudiera pasar. Gletkin se volvió a la taquígrafa:
—Escriba: el magistrado examinador recomienda que este cargo se omita por falta de prueba.
Rubashov encendió rápidamente un cigarrillo para ocultar el pueril movimiento de triunfo que lo dominaba. Por primera vez había ganado una batalla sobre Gletkin, y por más que sólo fuera una pequeña escaramuza local en una campaña perdida, era aun una victoria, y hacía muchos meses, quizás años que no experimentaba este sentimiento... Gletkin tomó la declaración de manos de la secretaria, y la despidió, conforme al ritual que seguían últimamente.
Cuando estuvieron solos, y Rubashov se hubo puesto de pie para firmar, Gletkin le dijo, alargándole la lapicera de depósito:
—El sabotaje industrial es, de acuerdo con la experiencia, el medio más eficaz empleado por la oposición para crear dificultades al gobierno, y para producir descontento entre los trabajadores. ¿Por qué sostiene usted de modo tan obstinado que no utilizó, ni intentó, usar ese procedimiento?
—Porque es absurdo técnicamente —dijo Rubashov—. Y porque esa perpetua manía de presentar al saboteador como un espantajo produce una epidemia de delatores que me asquea.
La muy anhelada sensación de triunfo, hizo que Rubashov se sintiera más fresco y hablara más fuerte que de costumbre.
—Si sostiene que el sabotaje es una mera ficción, ¿cuáles son, en su opinión, las causas reales del poco satisfactorio estado de nuestras industrias?
—Los jornales a destajo, demasiado bajos; régimen de esclavitud y la barbarie de las medidas disciplinarias —contestó Rubashov—. Sé de algunos casos en mi trust, en que los obreros fueron fusilados como saboteadores simplemente por alguna negligencia sin importancia, ocasionada por exceso de cansancio. Si un obrero llega dos minutos después a marcar su tarjeta en el control, lo despiden, y en su documentación le plantan un sello que lo imposibilita para encontrar trabajo en otra parte.
Gletkin se quedó mirando a Rubashov con su inexpresiva mirada, y le preguntó, con su voz tan vacía como siempre:
—¿Le dieron alguna vez un reloj siendo muchacho?
Rubashov se le quedó mirando con asombro, porque el rasgo más característico del hombre de Neanderthal era su absoluta incapacidad para toda clase de humorismo, o, más exactamente, su ausencia de frivolidad.
—¿No quiere usted responder a mi pregunta? —insistió Gletkin.
—Ciertamente —contestó Rubashov, más y más asombrado.
—¿Qué edad tenía usted cuando le dieron un reloj?
—No recuerdo exactamente; entre ocho y nueve años —dijo Rubashov.
—Yo —dijo Gletkin con su voz mesurada de costumbre— tenía dieciséis años cuando me enseñaron que la hora se dividía en minutos. En mi pueblo, cuando los campesinos tenían que ir a la ciudad, debían estar en la estación del ferrocarril al amanecer, y tenderse en la sala de espera hasta que el tren llegaba, lo que solía suceder a mediodía, aunque a veces se retrasaba hasta la tarde o la mañana del día siguiente. Ésos son los campesinos que ahora trabajan en las fábricas. Por ejemplo, en mi pueblo se levanta ahora la fábrica de rieles de acero más grande del mundo. Durante el primer año, los capataces se echaban a dormir entre dos sangrías del alto horno, hasta que se empezó a fusilar a los dormilones. En todos los países los labriegos han contado con cerca de doscientos años para irse habituando al manejo de las máquinas y desarrollar el hábito de la precisión industrial. Aquí han tenido que hacerlo en diez años. Si no los echáramos a la calle o si no los fusiláramos por fruslerías, el país entero se encontraría paralizado, y los campesinos se echarían a dormir en las fábricas hasta que la hierba llegara por encima de las chimeneas, y todo volviese a estar como antes.
Hace un año, vino a visitarnos una delegación de mujeres de Mánchester, Inglaterra. Se le enseñó todo lo que había que ver, y después empezaron a escribir artículos indignados, diciendo que los obreros textiles de Mánchester no hubieran aguantado nunca esos tratamientos. Pero yo he leído que la industria textil en Mánchester tiene dos siglos de antigüedad, y también he leído cuál era el trato que se daba a los trabajadores hace doscientos años, cuando la industria empezó a desarrollarse. Usted, camarada Rubashov, acaba de hacer uso de los mismos argumentos que-la delegación femenina de Mánchester. Usted, por supuesto, sabe más que esas mujeres; de manera que tengo derecho a extrañarme de que lo haga. Claro que no hay que olvidar que tiene algo de común con ellas: a usted le regalaron un reloj cuando era todavía un niño.
Rubashov no dijo nada y miró a Gletkin con renovado interés. ¿Qué era aquello? ¿Estaba el hombre de Neanderthal saliendo de su caverna? Pero Gletkin seguía tieso en su silla; tan inexpresivo en su aspecto como de costumbre.
—Puede usted tener razón en algunos aspectos —dijo finalmente Rubashov—. Pero fue usted quien me apartó de la cuestión. ¿Qué interés hay en inventar una víctima propiciatoria y presentarla como causante y responsable de las dificultades, cuyas causas naturales acaba usted de explicar con tanta elocuencia?
—La experiencia enseña —dijo Gletkin— que a las masas hay que darles, para todos los procesos complicados, una explicación simple y fácilmente accesible. Según lo que conozco de historia, veo que la especie humana no ha prescindido nunca de la víctima propiciatoria. Creo que fue en todos los tiempos una institución indispensable. Su amigo Ivanov me enseñó que ella era de origen religioso. Si mal no recuerdo, la expresión vino de una costumbre de los hebreos, que una vez al año sacrificaban a su dios un macho cabrío, al que suponían cargado con todos los pecados que ellos habían cometido. —Gletkin hizo una pausa y se arregló los puños—. Hay también ejemplos en la historia de víctimas propiciatorias voluntarias. A la edad en que usted tuvo su primer reloj, el pope de la aldea me enseñaba que Jesucristo se llamaba a sí mismo el cordero de Dios, que se había sacrificado para redimir los pecados de los hombres. Yo nunca he comprendido en qué pudiera ayudar al género humano que alguien declare que se sacrifica por él. Pero desde hace dos mil años parece que la gente lo encuentra muy natural.
Rubashov se quedó mirando a Gletkin. ¿Qué propósito le animaba? ¿Cuál era el objeto de esa conversación? ¿En qué laberinto se había metido el hombre de Neanderthal?
—Como quiera que sea —dijo Rubashov—, estaría más en concordancia con nuestras ideas decir al pueblo la verdad, en lugar de poblar el mundo con saboteadores imaginarios y con demonios.
—Si alguien hubiese dicho a la gente de mi pueblo que ellos continuaban atrasados y torpes a pesar de la Revolución y de las fábricas, no habría logrado efecto alguno sobre ellos. Si se les dice que ellos son héroes del trabajo, que son más eficientes que los americanos, y que todos los males vienen de los saboteadores y de los demonios, por lo menos se consigue algo. La verdad es aquello que es útil a la humanidad, y la mentira lo que es dañoso. En el bosquejo de historia que el Partido ha publicado para las clases nocturnas de adultos, se asegura que durante los primeros siglos la religión significó un efectivo factor de progreso para la humanidad. Que Jesucristo dijo o no la verdad cuando aseguraba que era hijo de Dios y de una virgen, es cosa que no interesa a ninguna persona sensata. Se dice que esto es simbólico, pero los campesinos lo toman al pie de la letra.
Nosotros tenemos el mismo derecho a inventar símbolos útiles para que nuestros labriegos los tomen literalmente y les sirvan.
—Su razonamiento dijo Rubashov— me hace recordar a veces a Ivanov.
—El ciudadano Ivanov pertenecía, como usted a la vieja clase intelectual —dijo Gletkin—; hablando con él se adquieren algunos conocimientos históricos, que no se han podido aprender por falta de estudios. La diferencia estriba en que yo procuro usar esos conocimientos en beneficio del Partido, mientras que el ciudadano Ivanov era un cínico...
—¿Era...? —preguntó Rubashov quitándose los lentes.
—El ciudadano Ivanov —contestó Gletkin mirándolo con sus ojos inexpresivos— fue fusilado anoche en cumplimiento de una decisión administrativa.
Después de aquella conversación, Gletkin dejó dormir un par de horas a Rubashov. Camino de su celda, Rubashov se extrañaba de que la noticia de la muerte de Ivanov no le hubiese causado mayor impresión, siendo así que lo único que había hecho era desvanecer la sensación de su pequeña victoria sobre Gletkin, dejándolo cansado y soñoliento otra vez. Aparentemente, había llegado a un estado incompatible con otras emociones más profundas. De cualquier manera, aun antes de saber la muerte de Ivanov, estaba ya avergonzado de esa inútil idea de triunfo. La personalidad de Gletkin había alcanzado tal poder sobre él, que hasta los triunfos se convertían en derrotas. Inexpresivo y macizo, se sentaba detrás de su mesa, como la brutal encarnación del Estado que debía su misma existencia a los Rubashov y a los Ivanov. Carne de su carne, había crecido con independencia y se había hecho insensible. ¿No había reconocido el mismo Gletkin que era el heredero espiritual de Ivanov y de los viejos intelectuales? Rubashov se repetía una y otra vez a sí mismo que Gletkin y los modernos hombres de Neanderthal estaban completando el trabajo de la generación con las cabezas numeradas. Que la misma doctrina pareciese tan inhumana en sus labios, se debía simplemente a razones climatéricas. Cuando Ivanov usaba los mismos argumentos, había siempre en su voz un resabio dejado por el pasado como recuerdo de un mundo que había desaparecido. Se puede renegar de la propia niñez, pero no hacerla desaparecer. Ivanov había arrastrado tras él su pasado hasta el fin, y eso era lo que daba a todo cuanto decía ese resabio de frívola melancolía; por eso Gletkin lo llamaba cínico. Los Gletkin no tenían nada que borrar, no necesitaban renegar de su pasado, porque carecían de él. Habían nacido sin cordón umbilical, sin frivolidad, sin melancolía.
FRAGMENTO DEL DIARIO DE N. S. RUBASHOV
...¿Con qué derecho los que estamos en trance de abandonar la escena, miramos con tal superioridad a los Gletkin? Seguramente deben de haber reído mucho los monos cuando el hombre de Neanderthal apareció por primera vez (obre la tierra. Los monos, altamente civilizados en aquella época, fe balanceaban graciosamente de rama en rama; el hombre de Neanderthal era tosco y andaba encorvado sobre el suelo. Loa mono), saturados y pacíficos, vivían en medio de juegos sofísticos, o atrapaban pulga) en filosófica contemplación; el hombre de Neanderthal daba zancadas por el mundo con aire sombrío, blandiendo una estaca tremenda. Los monos lo miraban con burla desde la copa de los árboles y le tiraban nueces, peno a veces fe horrorizaban, pues mientras ellos comían fruta y tiernas plantas con delicado refinamiento, el Neanderthal devoraba la carne cruda de los otros animales, que mataba, sin excluir a sus semejantes. Echaba abajo los árboles que siempre habían estado en pie, movía las rocas de sus legendarios emplazamientos y violaba todas las leyes y tradiciones de la selva. Era tosco, cruel, sin dignidad animal, y desde el punto de vista de los supercivilizados monos, representaba un salto atrás en la historia. Los últimos chimpancés sobrevivientes todavía reciben con desprecio la presencia de un ser humano...