Read El cero y el infinito Online
Authors: Arthur Koestler
Al cabo de cinco o seis días ocurrió un accidente: Rubashov se desmayó durante un interrogatorio. Había llegado justamente al punto final del acta de acusación: la cuestión sobre el motivo de las acciones de Rubashov. El acusador definía el motivo simplemente, como "mentalidad contrarrevolucionaria" y mencionaba, como si fuera evidente por sí mismo, que había estado al servicio de una potencia extranjera hostil. Rubashov peleó su última batalla contra esa afirmación del acta. La discusión había durado desde el amanecer hasta la mitad de la mañana, cuando Rubashov, en un momento enteramente desprovisto de dramatismo, se escurrió de lado en la silla y quedó tendido en el suelo.
Cuando volvió en sí al cabo de unos minutos vió el cráneo cubierto de pelusilla del médico, que inclinado sobre él, le echaba agua en la cara con una botella, y le frotaba las sienes: Rubashov sentía el aliento del doctor, que olía a menta y a pan con grasa, y le dió náuseas; el doctor lo increpó con voz chillona, y aconsejó que lo sacara al aire libre unos minutos. Gletkin había estado mirando la escena con ojos sin expresión, y entonces tocó el timbre, ordenó que se limpiara la alfombra y que llevaran a Rubashov a su celda. Unos minutos después, el viejo carcelero lo sacó al patio para hacer ejercicios.
Durante los primeros minutos, Rubashov pareció como intoxicado por el aire fresco y cortante, y descubrió que tenía pulmones que todavía bebían el oxígeno, tal como el paladar saborea una bebida suave y refrescante. El sol brillaba pálido y claro; eran justamente las once de la mañana, la misma hora en que lo sacaban para pasear hacía tiempo inconmensurablemente lejano, antes de que hubiese empezado esa interminable serie de vagas noches y días. ¡Qué tonto había sido al no apreciar esta bendición! ¿Por qué no podría uno limitarse a vivir simplemente, a respirar y a andar sobre la nieve recibiendo la pálida y tibia caricia del sol en la cara? ¿No sería posible sacudirse la pesadilla del despacho de Gletkin, con la luz cegadora de la lámpara, y la mise en scène espectral, y vivir como todo el mundo?
Como era la hora reglamentaria para los paseos, tuvo otra vez por compañero al delgado campesino de las alpargatas, que lo miraba de soslayo cuando Rubashov caminaba a su lado, con pasos ligeramente vacilantes; el labriego carraspeó una o dos veces y le dijo, tras una mirada de precaución hacia los guardias:
—Hace mucho que no lo veo, excelencia. Parece estar enfermo, como si no fuera a durar mucho tiempo. Dicen que habrá guerra.
Rubashov no le contestó nada. Resistió a la tentación de recoger un puñado de nieve y hacerlo una bola en la mano. El círculo se movía lentamente alrededor del patio; unos veinte pasos adelante, otra pareja iba dando zancadas sobre la nieve, dos hombres de aproximadamente la misma estatura, con abrigos grises, cada uno con una nubecilla de vapor delante de la boca.
—Pronto será la época de la siembra —dijo el campesino—. Después del deshielo las ovejas irán a las montañas. Se tarda tres días en llevarlas. Antes, todos los pueblos del distrito enviaban sus ovejas el mismo día. Emprendían la marcha al salir el sol, y se veían ovejas en todas partes, en todos los campos y senderos, y todo el pueblo acompañaba a los rebaños durante el primer día. Tal vez usted nunca haya visto, excelencia, tantas ovejas juntas, tantos perros y tanto polvo; tanto balar y tantos ladridos. ¡Madre de Dios, cuánta alegría!
Rubashov, la cara alzada hacia el sol, que aunque todavía pálido no dejaba de templar el aire suavemente, miraba a los pájaros revolotear sobre la torrecilla de la ametralladora.
La plañidera voz del labriego siguió:
—Un día como hoy, en que se huele la nieve derritiéndose en el aire, me gusta mucho. Ninguno de los dos durará mucho, excelencia. Nos han aplastado porque somos reaccionarios, y porque aquellos tiempos en que éramos felices no deben volver...
—¿Era realmente tan feliz en aquellos días? —preguntó Rubashov; pero el campesino sólo murmuró algo ininteligible, en tanto que la nuez le subía y le bajaba rápidamente en la garganta.
Rubashov lo miraba de soslayo, y al cabo de un rato dijo:
—¿Recuerda usted la Biblia cuando dice que las tribus en el desierto empezaron a gritar:
Nombremos un capitán y volvamos a Egipto?
El campesino asintió ansiosamente sin comprender. Entonces fueron conducidos otra vez al edificio...
Pasado el efecto del aire fresco, volvieron las náuseas y el mareo. En el momento de entrar, Rubashov se agachó, tomó un puñado de nieve, y se frotó con ella la frente y los ojos, que le quemaban.
No lo llevaron a la celda como esperaba, sino directamente al despacho de Gletkin, que seguía sentado a su mesa, en la misma postura en que Rubashov lo había dejado, ¿cuánto tiempo hacía? Parecía que no se hubiese movido durante su ausencia. Las cortinas estaban echadas, la lámpara encendida, y daba la impresión de que el tiempo se había detenido en aquella habitación, como en un estanque putrefacto. En tanto que se sentaba frente a Gletkin, la mirada de Rubashov cayó sobre una mancha húmeda en la alfombra. Recordó su descompostura. No había pasado, después de todo, más que una hora desde su salida de la habitación.
—Supongo que se siente mejor ahora —dijo Gletkin—. Estábamos en la cuestión final del motivo de sus actividades contrarrevolucionarias.
Miró con alguna sorpresa la mano derecha de Rubashov, que reposaba en el brazo del sillón y todavía conservaba un pedacito de nieve; Rubashov siguió su mirada, sonrió y levantó la mano hacia la lámpara. Ambos miraron el trozo de nieve fundirse lentamente en la mano de Rubashov al calor del foco.
—Esta cuestión del motivo es la última— dijo Gletkin—. En cuanto firme esta declaración habremos terminado..
La lámpara emitía una luz más fuerte que de costumbre, y Rubashov parpadeó.
—...Y entonces podrá usted descansar —terminó Gletkin.
Rubashov se pasó la mano por las sienes, pero la frescura de la nieve había desaparecido. La palabra "descansar", con la qué Gletkin había terminado su frase, permanecía suspendida en el silencio. Descansar y dormir. "Nombremos un capitán y volvamos a las tierras de Egipto"...
Parpadeó fuertemente a través de los lentes mirando a Gletkin.
—Usted conoce mis motivos tan bien como yo dijo—; sabe perfectamente que no actué ni por tener una "mentalidad contrarrevolucionaria", ni por estar al servicio de una potencia extranjera.
Todo lo que pensé y todo lo que hice fue de acuerdo con mis propias convicciones y con mi propia conciencia.
Gletkin había sacado una carpeta del cajón de su mesa, buscó algo en ella, sacó una hoja de papel y la leyó con su voz monótona:
—..."Para nosotros la cuestión de la buena fe subjetiva no tiene interés. Aquel que esté equivocado debe pagar, aquel que esté en la razón deberá ser absuelto. Ésa era nuestra ley." Usted escribió esto en su diario poco después de ser arrestado.
Rubashov sintió debajo de sus párpados la familiar oscilación de la luz. En la boca de Gletkin esa frase que había pensado y escrito adquiría un sonido peculiar, descarnado, como si una confesión destinada únicamente a los oídos del sacerdote anónimo, se hubiese reproducido en un disco de gramófono.
Gletkin había sacado otra hoja de la carpeta, y únicamente leyó otra frase, con sus inexpresivos ojos clavados en Rubashov:
—"El honor consiste en servir sin vanidad, hasta la última consecuencia."
Rubashov procuró resistir su mirada.
—Yo no veo —dijo— cómo puede servir al Partido el hecho de que sus miembros tengan que arrastrarse en el polvo delante de todo el mundo. He firmado todo lo que usted ha querido que firme. Me he declarado culpable de haber seguido una política falsa y objetivamente perjudicial. ¿No es eso bastante para usted?
Se puso los lentes, esquivó con desesperación la lámpara, y terminó con voz cansada y ronca:
—Después de todo, el nombre de Nicolás Salmanovich Rubashov es, en sí mismo, un trozo de la historia del Partido. Si lo arrastran por el fango, no hacen más que ensuciar la historia de la Revolución.
Gletkin volvió a mirar la carpeta.
—También puedo contestar a eso con una cita de sus propias obras: Usted escribió: "Es necesario inculcar cada sentencia en las masas a fuerza de repetición y simplificación. Lo que se presenta como verdadero debe brillar como el oro, y lo falso debe ser tan negro como el alquitrán.
Para el consumo de las masas, los procesas políticos deben estar pintarrajeados como cartelones de feria."
Rubashov siguió silencioso. Luego dijo:
—De manera que ésa es su intención: yo voy a hacer el papel de diablo en su tinglado de títeres, y tendré que retocarme, rechinar los dientes y sacar la lengua; voluntariamente, además. A Dantón y a sus amigos no les pidieron eso, por lo menos.
Gletkin cerró la carpeta, se inclinó un poco hacia adelante y se arregló los puños:
—Su testimonio en la vista pública será el último servicio que pueda hacer al Partido.
Rubashov no contestó. Tenía los ojos cerrados y parecía que se esponjaba al calor de la lámpara, como un hombre dormido al sol; pero no había medio de escapar a la voz de Gletkin.
—Su Dantón y su Convención —dijo la voz— no eran más que una comedia galante comparada con la que se representa ahora. He leído algunos libros sobre ellos; aquella gente llevaba pelucas empolvadas y declamaba sobre el honor personal. A ellos, lo que únicamente les preocupaba era morir con un bello rasgo, sin importarles si ese rasgo hacía bien o mal.
Rubashov no dijo nada; sentía un zumbido en los oídos, y sobre él, la voz de Gletkin parecía rodearlo por todos lados, martillándole sin misericordia el cráneo doliente.
—Usted sabe lo que aquí se ventila —continuó Gletkin—. Por primera vez en la historia, una revolución no sólo ha conquistado el poder, sino que además lo ha conservado. Hemos convertido a nuestro país en un baluarte de la nueva era, un baluarte que cubre una sexta parte de la tierra y contiene un décimo de la población total del mundo.
La voz sonaba ahora detrás de Rubashov; Gletkin se había levantado y paseaba por la habitación. Era la primera vez que esto sucedía, y sus botas crujían a cada paso, esparciéndose un perceptible olor a cuero y a sudor.
—Cuando la Revolución triunfó en nuestro país, creímos que el resto del mundo nos seguiría.
En lugar de ello sobrevino una ola de reacción que amenazó barrernos. Dentro del Partido existían dos corrientes. Una de ellas la formaban aventureros que necesitaban arriesgar lo que ya habíamos ganado para promover la revolución en el extranjero. Usted pertenecía a ese grupo. Nosotros nos dimos cuenta de que esa corriente era peligrosa, y la hemos liquidado.
Rubashov necesitaba levantar la cabeza y decir algo, pero estaba demasiado cansado. Los pasos de Gletkin le resonaban en la cabeza. Se dejó caer hacia atrás, y mantuvo cerrados los ojos.
—El jefe del Partido —prosiguió la voz de Gletkin— poseía una perspectiva más amplia y una táctica más tenaz. Se dió cuenta de que todo dependía de poder sobrevivir al período de reacción, conservando intacto el baluarte. Se dió cuenta de que tendrían que pasar diez años, quizá veinte, quizá cincuenta, antes de que el mundo estuviese maduro para una nueva ola revolucionaria. Hasta entonces tenemos que aguantar solos. Hasta entonces no tenemos más que un solo deber: no perecer.
Una frase sobrenadó vagamente en la memoria de Rubashov: "Es deber del revolucionario preservar su propia vida." ¿Quién había dicho eso? ¿Él mismo? ¿Ivanov? En nombre de ese principio él había sacrificado a su secretaria Arlova. ¿Y adónde lo había llevado a él?
—No perecer —resonaba la voz de Gletkin—; hay que defender a toda costa el baluarte, sea cual fuere el sacrificio. El jefe del Partido reconoció este principio con claridad meridiana, y lo aplicó con firmeza. La política de la Internacional tenía que subordinarse a nuestra política nacional; quienquiera que no comprendiese esta necesidad tenía que desaparecer. Hubo que liquidar físicamente a los mejores equipos de funcionarios que teníamos en Europa, y no retrocedimos ante el hecho de tener que aplastar a nuestras propias organizaciones en el extranjero cuando los intereses del baluarte así lo requirieron. No retrocedimos ni ante la idea de cooperar con la policía de los países reaccionarios cuando se trataba de suprimir un movimiento revolucionario que estallaba fuera de ocasión. No cejarnos ni ante la traición a nuestros amigos ni ante la alianza con nuestros enemigos para defender el baluarte. Ésa fue la tarea que la historia nos había asignado a nosotros, a los representantes de la primera revolución victoriosa. Los miopes,, los estetas, los moralistas no lo entendían. Pero el jefe del Partido entendió claramente que todo dependía de una sola cosa: saber aguantar.
Gletkin interrumpió sus paseos por la habitación parándose detrás de la silla de Rubashov. La cicatriz en el cráneo afeitado brillaba con el sudor. Jadeaba, limpiábase la cabeza con el pañuelo, y parecía embarazado por haberse salido de su reserva habitual.
Se sentó otra vez detrás de la mesa, se arregló los puños, bajó un poco la luz, y continuó con su inexpresiva voz de costumbre:
—La línea del Partido quedó netamente definida, y su táctica determinada por el principio de que el fin justifica los medios; todos los medios, sin excepción. Dentro del espíritu de este principio, el fiscal pedirá para usted la pena de muerte, ciudadano Rubashov.
"La facción de ustedes, ciudadano Rubashov, está vencida y destrozada. Querían dividir al Partido, aunque sabían que una división en el Partido significaba la guerra civil. Sabían el descontento que reinaba entre los campesinos, que no han entendido todavía el sentido de los sacrificios que se les piden; y en una guerra, que podría haber estallado en meses, esas corrientes podían conducir a una catástrofe. Por lo tanto, existía la necesidad absoluta de que el Partido permaneciese unido. El Partido debe ser una masa fundida en un molde, llena de absoluta confianza y ciega disciplina. Usted y sus amigos, ciudadano Rubashov, hicieron un desgarrón en el Partido. Si el arrepentimiento de ustedes es verdadero, deben ayudar a reparar ese desgarrón. Ya se lo he dicho; éste es el último servicio que el Partido demanda de todos ustedes.
"La tarea es sencilla. Usted mismo lo ha dicho: "dorar lo verdadero, ennegrecer lo falso". La política de la oposición es falsa, la tarea de usted consiste, por consiguiente, en hacer que la oposición aparezca como despreciable, haciendo que las masas entiendan que formar parte de la oposición es un crimen, y que los jefes de la oposición son criminales. Éste es el lenguaje simple que las masas entienden, y si usted empieza a hablar de sus complicados motivos, sólo conseguirá sembrar la confusión entre ellas. Su tarea, ciudadano Rubashov, consiste en evitar que se despierte en su favor ninguna simpatía o piedad. La simpatía y la piedad por la oposición son un peligro para el país.