Read El cero y el infinito Online
Authors: Arthur Koestler
A veces se sorprendía de ser capaz de aguantarlo, pero sabía que la opinión general concede límites muy mezquinos a la capacidad de resistencia física del hombre y no tiene idea de su asombrosa elasticidad. Había oído de casos de prisioneros a quienes no se les permitió dormir durante quince o veinte días, y que pudieron soportarlo sin morirse.
Después del primer interrogatorio con Gletkin, cuando hubo firmado su declaración, se imaginó que todo estaba terminado; pero en el segundo interrogatorio, se convenció de que no había hecho más que empezar. El acta de acusación contenía siete puntos, y no había admitido más que uno. Si pudo creer haber apurado la copa de la humillación hasta las heces, ahora comprendía que la impotencia tiene tantos grados como el poder, que la derrota puede hacerse tan vertiginosa como la victoria, y que sus abismos son insondables. Y poco a poco, día tras día, Gletkin lo iba empujando escalón por escalón, a bajar la escala.
Pudo, desde luego, hacer las cosas más sencillas. No tenia más que haber firmado todo desde la A hasta la Z o negarlo todo de una vez, y así lo hubieran dejado en paz. Pero un extraño y complicado sentido del deber le impedía caer en esa tentación. La vida de Rubashov había estado tan llena de una idea absoluta, que él había conocido sólo de un modo teórico el fenómeno llamado "tentación".
Pero ahora la tentación lo acompañaba a través de los indistinguibles días y noches, en sus tambaleos por el corredor, y frente a la luz blanca de la lámpara de Gletkin. La tentación, que se condensaba en la única palabra escrita en el cementerio de los vencidos: "Dormir."
Era difícil de resistir, porque era una tentación quieta y apacible, sin pinturas chillonas, no carnal. Era una tentación muda, que no utilizaba argumentos. Todos éstos estaban del lado de Gletkin, mientras que la tentación se limitaba a repetir las palabras escritas en el mensaje que había recibido en la peluquería: "Muere en silencio."
Algunas veces, en los momentos de apatía que se alternaban con lúcidas vigilias, los labios de Rubashov se movían, pero Gletkin no podía oír las palabras. Entonces se arreglaba los puños y se aclaraba la voz, mientras Rubashov limpiaba los lentes en la manga, cabeceando adormilado y atontado. Ya había identificado al tentador con el interlocutor silencioso a quien creía haber olvidado y que nada tenía que hacer, por ningún motivo, en aquella habitación: la "ficción gramatical"...
—¿De manera que niega haber negociado con los representantes de una potencia extranjera que estaba dispuesta a ayudar a la oposición para derrocar el presente régimen? ¿Y no admite el cargo de que estaba dispuesto a pagar cualquier ayuda, directa o indirecta, mediante concesiones territoriales, esto es, sacrificando ciertas provincias de nuestro país?
Sí; Rubashov se negaba a admitir esto, y entonces Gletkin le repetía el día y la hora de su conversación con el diplomático extranjero de que se trataba, y Rubashov recordaba otra vez aquella escena sin importancia que había estado flotando en su memoria mientras Gletkin le leía el acta de acusación. Medio dormido y confuso, se quedaba mirando a Gletkin, dándose cuenta 4 de lo inútil de tratar de explicarle esa escena. Había ocurrido luego de un almuerzo diplomático en la Legación de B... Rubashov había estado sentado al lado del obeso Herr von Z... segundo consejero de la embajada de aquel mismo Estado donde, unos meses antes, le habían roto los dientes, y había sostenido una interesante conversación con él acerca de una variedad, de conejo de Indias que se criaba en una finca de Herr von Z... y en otra del padre de Rubashov; según todas las probabilidades, los respectivos padres de Rubashov y de von Z... habían cambiado alguna vez ejemplares.
—¿Qué ha sido de los conejos de Indias de su padre? —preguntó von Z...
—Los mataron durante la Revolución y se los comieron —contestó Rubashov.
—A los nuestros los convirtieron en grasa ersatz —dijo von Z... con melancolía, y no hizo ningún esfuerzo por ocultar el desprecio que sentía hacia el nuevo régimen de su país, que seguramente sólo por accidente no lo había echado a puntapiés de su puesto—. Usted y yo estamos en situación similar —dijo, y vació su copa de licor—. Ambos hemos sobrevivido a nuestro tiempo. La cría seleccionada de conejillos de Indias ha concluido; vivimos un siglo plebeyo.
—Pero no olvide que yo estoy del lado de la plebe —dijo sonriendo Rubashov.
—No es eso lo que quise decir —repuso von Z... —; si me apuraran mucho, también yo estaría de acuerdo con el programa de nuestro monigote de bigote recortado, con tal que no berreara de ese modo. Después de todo, sólo pueden crucificar a uno en nombre, de la propia fe.
Siguieron sentados un tiempo más bebiendo café, y a la segunda taza, Herr von Z... dijo:
—Si vuelven a hacer una revolución en su país, amigo Rubashov, y derriban al Número Uno, tengan más cuidado con los conejillos de Indias.
—Eso no es probable que ocurra —dijo Rubashov, al cabo de un momento, y añadió—: Por más que parece que se puede contar con esta posibilidad entre los amigos de usted.
—Con toda seguridad —replicó von Z... en el mismo tono ligero— y después de lo que se ha oído acerca de las famosas purgas, algo extraño debe de estar ocurriendo en su país.
—Entonces, debo suponer que entre sus amigos de usted debe de haber ya alguna idea acerca de lo que piensan hacer ustedes en esa muy improbable eventualidad...
En ese momento, Herr von Z..., casi como si hubiese estado esperando la pregunta, contestó:
—Es un secreto, pero hay un precio.
Estaban los dos de pie al lado de la mesa, con las tazas de café en la mano.
—¿Y ese precio, ha sido decidido ya? —preguntó Rubashov, sintiendo, que el tono ligero sonaba demasiado artificial.
—Ciertamente —contestó Herr von Z..., y nombró cierta provincia productora de trigo y habitada por una minoría nacional. No se habló más, y se despidieron entonces del uno del otro.
Rubashov había olvidado esta escena desde hacía años, o al menos no la recordaba de manera consciente. Cháchara trivial de taza de café y copa de coñac, ¿cómo poder explicar a Gletkin su completa insignificancia? Rubashov miraba adormilado a Gletkin sentado frente a él, tan impávido y sin expresión coma siempre. No; era imposible comenzar a hablarle de conejos de Indias. Este Gletkin no entendía nada de conejos de Indias. Nunca había tomado café con Herr von Z... Se le ocurrió a Rubashov pensar en lo mal que leía Gletkin, dando con frecuencia una entonación errónea a las frases. Era de origen proletario, y evidentemente había aprendido a leer cuando ya era adulto. Nunca sería capaz de comprender que una conversación que empezaba con conejos de Indias podía acabar Dios sabía dónde.
—¿De modo que usted admite la conversación? —dijo Gletkin.
—Fué completamente inocua —contestó Rubashov con cansancio, dándose cuenta de que Gletkin lo había empujado otro escalón abajo en la escala.
—Tan inocua —dijo Gletkin— como sus disertaciones puramente teóricas al joven Kieffer sobre la necesidad de deshacerse del jefe del Partido por medios violentos.
Rubashov se limpió los lentes con la manga. ¿Habría sido en verdad la conversación tan inocente como él procuraba hacérselo creer a sí mismo? Por cierto, él no había "negociado" ni convenido nada, ni el obeso Herr van Z... tenía atribuciones para hacerlo; a lo sumo había sido lo que en lenguaje diplomático se conocía con el nombre de "sondeos". Pero esta clase de sondeos constituían un eslabón en la cadena lógica de sus ideas de aquel tiempo, y encajaba, además, con ciertas tradiciones del Partido. ¿Acaso el viejo jefe, poco antes de la Revolución, no había utilizado los servicios del Estado Mayor de ese mismo país, con objeto de volver del destierro para conducir la Revolución a la victoria? Y más adelante, en el primer tratado de paz, ¿no había cedido ciertos territorios como precio de esa misma paz? Un ingenioso amigo de Rubashov había dicho: "El viejo sacrifica espacio para ganar tiempo." La "inocua" y olvidada conversación encajaba en la cadena de modo tan perfecto, que resultaba ahora difícil a Rubashov verla de otra manera que a través de los ojos de Gletkin. Este mismo Gletkin. que sabía leer tan mal y cuyo cerebro trabajaba tan torpemente, había llegado a resultados simples y comprensivos, gracias, con seguridad, a que no entendía nada de conejos de Indias... ¿Y cómo, dicho fuese de paso, sabía Gletkin de aquella conversación? O había sido oída por alguien, lo que en aquellas circunstancias era difícil; o el obeso Herr von Z... había estado actuando como agent provocateur, Dios sabía por qué complicadas razones. Tales cosas solían suceder antes con bastante frecuencia. Le habían armado una trampa a Rubashov, planeada según la mentalidad primitiva del Número Uno y de Gletkin, y él había caído en la celada...
—Estando tan bien informado de mi conversación con Herr von Z... —dijo Rubashov—, debe usted saber, con seguridad, que no tuvo consecuencias.
—Ciertamente —repuso Gletkin—, gracias al hecho de que lo detuvimos a usted a tiempo, y a que destrozamos a la oposición en todo el país. Si no hubiésemos hecho así, los resultados de la traición habrían surgido con sus consecuencias naturales.
¿Qué se podía contestar a esto? ¿Que en ningún caso los resultados hubieran sido serios, aunque no fuera sino por la razón de que él, Rubashov, estaba demasiado viejo y gastado para obrar de una manera tan consecuente como lo requerían las tradiciones del Partido, y tal como Gletkin habría actuado en su lugar? ¿Que la total actividad de la llamada oposición se había convertido en cháchara senil, porque toda la generación de la vieja guardia estaba tan gastada como él mismo? Consumida por los años de lucha clandestina; carcomida por la humedad de los muros de las cárceles, entre los cuales había pasado la mitad de su juventud; agotada espiritualmente por la perpetua tensión nerviosa de tener que sumergir el temor físico, sobre el que nunca se hablaba, con el que cada uno debía luchar solitario, durante años, durante decenas de años. Gastada por los años de destierro, las ásperas luchas intestinas dentro del Partido, combatidas con completa ausencia de escrúpulos; más desgastada aún por las innumerables derrotas y la desmoralización de la victoria final. ¿Habría que decir que una oposición organizada contra la dictadura del Número Uno no había existido nunca realmente? ¿Que todo se había reducido a charlas de café, un impotente jugar con fuego, porque esa generación de la vieja guardia había dado ya todo lo que tenía que dar, había sido exprimida hasta la última gota, hasta la última caloría espiritual? Como a los muertos del cementerio de Errancis, no les quedaba ya más que una cosa que esperar: dormir, y aguardar que las generaciones venideras les hiciesen justicia. ¿Qué podría contestar a ese inconmovible hombre de Neanderthal? ¿Podría decirle que tenía razón en todo, pero que había cometido un error fundamental: creer que era el antiguo Rubashov quien se sentaba enfrente de él, cuando no era más que su sombra? ¿Que todo se podía reducir a esto: había que castigarlo, no por los actos que había cometido, sino por los que había dejado de cometer? "Uno puede ser crucificado sólo en nombre de la propia fe", había afirmado el cómodo von Z.
Antes que Rubashov hubiese firmado la declaración y fuese conducido de vuelta a su celda, para echarse en el camastro, inconsciente, hasta que el tormento empezase de nuevo, hizo una pregunta a Gletkin. No tenía nada que ver con la discusión del momento, pero Rubashov se daba cuenta de que cada vez que firmaba una nueva declaración, Gletkin se volvía más tratable: era un buen pagador. La pregunta que hizo Rubashov se refería a la suerte de Ivanov.
—El camarada Ivanov está detenido —contestó Gletkin.
—¿Puedo saber la causa? —preguntó Rubashov.
—El camarada Ivanov condujo los interrogatorios de una manera incompetente, y en una conversación privada con usted expresó cínicas dudas con respecto al fundamento de la acusación.
—Tal vez no podía creer en ella —insinuó Rubashov—. Sería posible que tuviera demasiada buena opinión de mí.
—En ese caso —dijo Gletkin—, hubiera debido suspender los procedimientos, y haber informado oficialmente a las autoridades competentes que, en su opinión, usted era inocente. ¿Se estaría burlando de él? Parecía tan correcto e inexpresivo como siempre...
La vez siguiente que Rubashov se inclinó sobre su declaración del día, con la tibia lapicera de Gletkin en la mano (la secretaria se había retirado), dijo:
—¿Puedo hacer otra pregunta?
Mientras hablaba, estaba mirando la ancha cicatriz en el cráneo de Gletkin.
—Se me dijo que usted era partidario de ciertos procedimientos extremos, los llamados "métodos duros". ¿Por qué no ha usado nunca la tortura física en mi caso?
—Usted sabe que la tortura física está prohibida por nuestro código penal —contestó Gletkin en tono indiferente.
Hizo una pausa. Rubashov acababa de firmar el protocolo.
—Además —continuó Gletkin—, hay cierta clase de procesados que confiesan cuando se ven obligados por presión física, pero después se desdicen en la vista pública de la causa, y usted pertenece a esa testaruda clase. La utilidad política de su confesión en la vista estriba en su carácter de voluntaria.
Era la primera vez que Gletkin le hablaba de una vista pública. Pero en el camino de vuelta por el pasillo, cuando marchaba al lado del gigante con pasos cortos y cansados, no era en aquello en lo que pensaba Rubashov, sino en la frase "Usted pertenece a esa testaruda clase". Contra su voluntad, le llenaba de agradable satisfacción.
"Me estoy volviendo viejo y pueril", pensaba cuando se acostó en el camastro. Pero a pesar de ello, el agradable sentimiento de satisfacción le duró hasta que concilió el sueño.
Cada vez que firmaba, después de empeñosa discusión, una confesión nueva, y se tiraba agotado sobre el camastro, sentía una extraña satisfacción, aun con el conocimiento de que lo despertarían una o dos horas después. En cada ocasión, no tenía más que un deseo: que Gletkin lo dejara dormir un poco más para poder así recobrar su equilibrio mental. Sabía que este deseo no se cumpliría hasta que la batalla no llegase a su amargo final y se pusiese el último punto sobre la última i; y sabía también que cada nuevo combate acabaría en una nueva derrota, y que no había duda posible respecto al resultado final. ¿Por qué entonces, seguirse atormentando y permitiendo que lo atormentasen, en lugar de abandonar la batalla perdida, y lograr, así, que no lo despertasen más? La idea de la muerte había perdido desde hacía mucho tiempo todo carácter metafísico; ofrecía en cambio un significado tentador, tibio y corpóreo: el de dormir. Pero un peculiar y retorcido sentido del deber lo forzaba a permanecer despierto y a continuar la batalla hasta el fin, aun cuando fuese una batalla contra molinos de viento. Seguir hasta el momento en que Gletkin lo hubiese forzado a bajar el último peldaño de la escala, y hasta que, delante de sus ojos cegados, el último borrón de la acusación y se hubiera convertido en el apropiado punto de la i. Tenía que seguir el camino hasta el final. Solamente entonces, cuando entrase en la oscuridad con los ojos abiertos, habría conquistado el derecho a dormir y a no ser despertado nunca más.