Había llovido sin cesar y las calles estaban mojadas. Los charcos reflejaban la luz blanca de las farolas, que parecía flotar en la oscuridad de la noche. El maestro caminaba en línea recta, pisando los charcos. Yo intentaba sortearlos todos y caminaba sin rumbo fijo, desviándome constantemente. Por eso me había quedado un poco rezagada.
—¿Eh? —le pregunté.
—¿No fuiste tú quien propuso la otra noche ir juntos de viaje?
—¿De viaje? —repetí como una tonta.
—Conozco una isla adonde solía ir con frecuencia.
—¿Por qué?
—Tenía mis motivos —murmuró el maestro.
—¿Qué motivos? —insistí, pero no obtuve respuesta.
Apreté el paso para darle alcance.
—Si no puedes acompañarme, iré yo solo.
—Claro que puedo —me apresuré a responder.
Y allí estábamos, en una pequeña pensión de aquella isla que el maestro tan bien conocía. Él llevaba su inseparable maletín. Yo llevaba una maleta de viaje recién estrenada que había comprado expresamente para la ocasión. Estábamos solos. Juntos. Pero dormíamos en habitaciones separadas. El maestro decidió que yo dormiría en la habitación con vistas al mar, mientras que él se quedó la que daba a las colinas que constituían el relieve del interior de la isla.
Dejé la maleta en medio de mi habitación y llamé a la puerta del maestro.
—
Toe, toe
. Soy mamá. Abrid la puerta, cabritos, que no soy el lobo. Tengo la pata blanca.
El maestro abrió la puerta sin molestarse en comprobar el color de mi pata.
—¿Te apetece un té? —propuso, mientras me invitaba a entrar con una sonrisa en los labios. Yo también sonreí.
A pesar de que ambas habitaciones eran iguales, la suya parecía un poco más pequeña. Quizás el paisaje montañoso que se veía por la ventana la hacía parecer más estrecha.
—¿Quiere que vayamos a mi habitación? Es preciosa, tiene vistas al mar —sugerí, pero el maestro rechazó mi propuesta.
—Un hombre jamás debe entrar en la habitación de una señorita.
—Ya —respondí.
Quise decirle que a mí no me molestaba, pero para él parecía ser un asunto de vital importancia, así que decidí olvidarlo. No sabía por qué el maestro me había invitado a viajar con él. Cuando le confirmé que lo acompañaría, su rostro no reflejó ningún tipo de emoción. En el tren se comportó como de costumbre. Tomamos el té frente a frente, como cuando estábamos en la taberna de Satoru y teníamos que sentarnos en una de las mesas porque la barra estaba llena. Su actitud era la misma de siempre.
Aun así, allí estábamos.
—¿Quiere otra taza de té? —le ofrecí alegremente.
—Sí, por favor —aceptó el maestro.
Aún más alegremente, llené la pequeña tetera con agua hirviendo. Se oían los alaridos lastimeros de las gaviotas, que procedían de las colinas. Tenían una voz ruda y estridente, y sobrevolaban la isla rompiendo la calma del atardecer.
—¿Vamos a dar un paseo? —sugirió el maestro, mientras se calzaba los zapatos en el vestíbulo.
Yo iba a ponerme unas chanclas que llevaban el nombre de la pensión escrito a rotulador, pero él me lo impidió.
—El terreno de la isla es más irregular de lo que parece —dijo, y señaló mis zapatos, que había dejado en el estante del vestíbulo.
Tenían un poco de tacón. Cuando me los ponía, mi cabeza quedaba a la altura de los ojos del maestro.
—Es que estos zapatos no son adecuados para caminar por la montaña —objeté.
El maestro frunció el ceño levemente. Fue un gesto tan sutil que habría pasado desapercibido a los ojos de cualquier otra persona. Pero yo no dejaba pasar por alto ningún cambio que se produjera en su expresión.
—No me mire con esa cara, maestro.
—¿Qué cara?
—Como si algo lo estuviera fastidiando.
—Tú no me fastidias, Tsukiko.
—Soy un incordio.
—No es cierto.
—Pregúnteselo a quien quiera. Nadie me soporta.
Enfrascada en aquella absurda conversación, me calcé las chanclas de la pensión y seguí al maestro. Se había puesto un chaleco y caminaba despacio, con la espalda recta y las manos vacías.
El momento de calma que precede el atardecer había terminado. Soplaba una brisa suave. Las nubes formaban columnas gigantescas que colgaban suspendidas por encima de la línea del horizonte. El sol, que se estaba hundiendo en el mar, teñía las nubes de un pálido tono rosado.
—¿Cuánto se tarda en rodear la isla? —jadeé.
El maestro estaba en plena forma, como el día en que fuimos a recoger setas con Satoru y su primo. Subíamos poco a poco por la empinada pendiente de una de las colinas de la isla.
—A buen ritmo, una horita más o menos.
—¿A buen ritmo?
—A tu ritmo probablemente tardaríamos tres horas.
—¿Tres horas?
—Deberías hacer más ejercicio, Tsukiko.
El maestro caminaba a paso rápido. Incapaz de seguir su ritmo, me detuve a media ladera para contemplar el mar. El sol se iba acercando a la línea del horizonte y las nubes resplandecían con un rojo más intenso. «¿Dónde estoy?», me pregunté. «¿Qué estoy haciendo aquí, rodeada de mar, a media ladera de una colina de un pueblecito de pescadores desconocido?». El maestro se iba alejando. Su silueta de espaldas me parecía fría y distante. Habíamos ido juntos de viaje, aunque fuera sólo un fin de semana, pero el maestro me estaba dejando sola. De repente, aquel hombre que caminaba delante de mí me pareció un completo desconocido.
—¡Ya falta poco, Tsukiko! —me dijo el maestro, volviéndose hacia mí.
—¿Cómo dice? —le pregunté desde más abajo.
Él agitó la mano.
—Cuando hayamos subido esta cuesta, ya casi habremos llegado.
—¡Pues sí que es pequeña la isla! Cuando lleguemos al final de la cuesta, ¿la habremos rodeado entera? —le pregunté.
El maestro agitó la mano de nuevo.
—Piensa un poco, Tsukiko. Eso que dices no tiene ningún sentido.
—Pero si…
—¿Cómo voy a rodear la isla entera con una persona sedentaria como tú? Y mucho menos con esas cosas en los pies.
Las chanclas todavía le molestaban.
—Venga, date prisa. No te quedes ahí como un pasmarote —me apremió.
Levanté la cabeza.
—Si no estamos rodeando la isla, ¿adónde vamos?
—No pierdas el tiempo quejándote y sigue caminando.
El maestro siguió subiendo a paso rápido, hasta que lo perdí de vista. El último trecho, que rodeaba la colina, era aún más empinado. Me ajusté las chanclas rápidamente y fui tras él.
—¡Espéreme, maestro! Ya voy. Enseguida voy —dije mientras seguía sus pasos.
Cuando llegué al final de la pronunciada pendiente, divisé la amplia cima de la colina. Unos árboles altos y frondosos bordeaban el camino. Entre los árboles había cuatro casas que formaban una aldea. Todas las casas tenían un pequeño huerto donde crecían pepinos y tomates. Junto a uno de los huertos había un corral, y al otro lado de la tosca alambrada metálica se oían los cacareos de las gallinas.
Más allá del poblado había una pequeña ciénaga. Por culpa de la menguante luz del crepúsculo, no la vi y zambullí el pie en un charco verdoso. El maestro me esperaba al lado de la ciénaga.
—Por aquí, Tsukiko.
Estaba a contraluz. Cuando miré en su dirección, sólo vi una silueta negra recortada contra el cielo rojizo. No pude adivinar la expresión de su cara. Saqué el pie del charco arrastrando la chancla y me dirigí al lugar donde me estaba esperando. Los jacintos de agua y los nenúfares flotaban en la superficie de la ciénaga. Los insectos se deslizaban por el agua. Cuando llegué al lado del maestro, pude verle la cara. Su expresión era tan pacífica como el agua estancada de la ciénaga.
—¿Vamos? —dijo, y se puso en marcha de nuevo.
La ciénaga era pequeña. El camino la rodeaba y descendía suavemente. El paisaje cambió, y los altos árboles que bordeaban el camino se transformaron en arbustos. El sendero se estrechó y el asfalto del pavimento empezó a ser irregular.
—Ya hemos llegado.
El asfalto había desaparecido por completo y se había convertido en un camino de tierra. El maestro avanzaba despacio y yo lo seguía. Las chanclas hacían un ruido curioso al chocar contra las plantas de mis pies. Parecía un pájaro batiendo las alas. Frente a nosotros apareció un pequeño cementerio al final del camino.
Las tumbas que se encontraban cerca de la entrada estaban muy bien cuidadas, pero las sepulturas fusiformes y las viejas tumbas mohosas que había al fondo se hallaban rodeadas de malas hierbas. El maestro se dirigió hacia el fondo pisoteando los hierbajos, que le llegaban a la altura de la rodilla.
—¿Adónde va, maestro? —le pregunté levantando la voz.
Él se volvió y me dirigió una cálida sonrisa.
—Ya hemos llegado. Es aquí —dijo, y se agachó frente a una pequeña tumba.
A diferencia de las viejas tumbas que la rodeaban, el musgo aún no la había cubierto por completo. Justo delante había un cuenco con un poco de agua. Probablemente lo habría llenado la lluvia. Los tábanos zumbaban a nuestro alrededor.
El maestro juntó las manos y empezó a rezar en silencio, agachado y con los ojos cerrados. Los tábanos nos atacaban alternativamente. Cuando se me acercaban demasiado, los ahuyentaba con un «¡Pst!». El maestro, en cambio, seguía rezando sin preocuparse por los insectos.
Al fin, separó las manos y se levantó. Me miró fijamente.
—¿Es la tumba de un pariente suyo? —inquirí.
—Supongo que se podría decir así —respondió él, vagamente.
Algunos tábanos se posaron en su cabeza. El maestro la sacudió bruscamente y los insectos levantaron el vuelo.
—Es la tumba de mi mujer.
Ahogué una exclamación. El maestro sonrió de nuevo, con idéntica calidez.
—Al parecer, murió en esta isla.
El maestro me explicó que, cuando lo abandonó, su mujer estuvo viviendo en el pueblo donde cogimos el transbordador para llegar a la isla. Pronto se separó del hombre con quien se había fugado. Después de varios escarceos amorosos acabó viviendo con un hombre de un pueblo situado en un cabo cercano. Se mudaron a la isla quién sabe cuándo. La esposa del maestro vivió en la isla con su último amante hasta que, un día, la atropelló uno de los escasos coches que pasaban por allí y murió.
—Era una mujer algo excéntrica —añadió el maestro con seriedad cuando terminó de contarme la vida de su «esposa».
—Sí.
—Además, tuvo una vida extraña.
—Sí.
—¿Cómo pudo morir atropellada en una isla tan tranquila como ésta? —se preguntó, apesadumbrado.
Luego sonrió ligeramente. Me acerqué a la tumba, me agaché y miré al maestro. Él me observaba sonriente.
—Quería venir aquí contigo —me dijo tranquilamente.
—¿Conmigo?
—Sí. Llevaba mucho tiempo sin venir.
Unas cuantas gaviotas sobrevolaban el cementerio y gritaban con estridencia. Quería preguntarle al maestro por qué me había traído allí, pero las gaviotas hacían demasiado escándalo y pensé que no oiría mis palabras.
—Era una mujer extravagante —musitó el maestro, mirando al cielo—. Todavía sigo pensando en ella.
Aquel «todavía» llegó a mis oídos traspasando como una flecha el jaleo de las gaviotas. Todavía. Todavía. «¿Me ha llevado hasta esta isla remota sólo para decirme eso?», grité para mis adentros, pero no dije nada. Miré fijamente al maestro. Tenía una media sonrisa dibujada en la cara. ¿Por qué estaba sonriendo?
—Yo vuelvo a la pensión —dije al fin, y le di la espalda.
Me pareció oír su voz llamándome, pero pensé que habrían sido imaginaciones mías. Recorrí a paso ligero el camino que separaba el cementerio de la ciénaga, dejé atrás la pequeña aldea y bajé la cuesta. Me volví varias veces, pero el maestro no me seguía. Me pareció oír de nuevo su voz pronunciando mi nombre.
—¡Maestro! —exclamé.
Las gaviotas seguían gritando ruidosamente. Esperé un momento, pero no volví a oír su voz ni vi su silueta detrás de mí. Deduje que se habría quedado rezando solo en el cementerio, apenado, junto a la tumba de la difunta esposa que todavía ocupaba sus pensamientos.
«¡Maldito viejo!», pensé para mis adentros. Lo repetí en voz alta:
—¡Maldito viejo!
Seguro que el maldito viejo habría seguido caminando para rodear la isla entera. Decidí olvidar al maestro y aprovechar mi estancia en la isla para darme un baño al aire libre en el pequeño balneario de la pensión. Estaba dispuesta a disfrutar del fin de semana, con el maestro o sin él. Al fin y al cabo, siempre había estado sola. Bebía sola, me emborrachaba sola y me divertía sola.
Bajé la cuesta a paso firme. El sol del atardecer seguía suspendido por encima del horizonte. Las incómodas chanclas me golpeaban las plantas de los pies y me sacaban de quicio. El escándalo de las gaviotas era insoportable. El vestido que me había comprado expresamente para el viaje tenía la cintura demasiado estrecha. Las chanclas me venían grandes y me dolía el empeine. Tanto la playa como el camino estaban desiertos y tristes, y yo me sentía furiosa porque el maestro de las narices no me seguía.
¿Qué estaba haciendo con mi vida? Estaba en una isla que no conocía, arrastrando los pies por un camino desconocido y había perdido de vista al maestro, a quien creía conocer pero en realidad tampoco conocía. No me quedaba otra opción que emborracharme. Había oído decir que las especialidades gastronómicas de la isla eran el pulpo, la oreja marina y la langosta. Comería orejas marinas hasta reventar. Puesto que era el maestro quien me había invitado, él lo pagaría todo. Tendría una resaca monumental y no podría caminar, de modo que el maestro debería arrastrarme a todas partes. La esperanza de pasar un fin de semana romántico con él se había roto en mil pedazos.
En el porche de la pensión había una luz encendida. Dos grandes gaviotas descansaban en el tejado, acurrucadas entre las tejas. El sol ya se había puesto y la oscuridad por fin había silenciado las gaviotas.
—¡Buenas noches! —grité.
La puerta de entrada a la pensión se abrió con un chirrido.
—¡Buenas noches! —me respondieron alegremente desde el interior.
Me llegó el olor de la cena. Me volví para mirar hacia fuera, donde ya era noche cerrada.
—Maestro, ya es de noche —murmuré—. Vuelva pronto, maestro. Ha oscurecido. No me importa que siga pensando en su esposa. Vuelva conmigo y beberemos juntos.