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Authors: César Mallorquí

El Círculo de Jericó (11 page)

BOOK: El Círculo de Jericó
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Rayo no aceptó muy bien la llegada de Brezo. En general le ignoraba, igual que un noble ignora la presencia de un lacayo. En ocasiones, cuando la actividad de Brezo era particularmente molesta, le gruñía. Pero lo normal era un digno distanciamiento. Según los esquemas de Rayo, el pastor era Dios, él su gran sacerdote, Trueno un diácono aplicado y Brezo... Brezo era poco más que un pagano reconvertido, un advenedizo.

Afortunadamente Trueno, el gigantesco mastín de los Pirineos, era distinto. Se trataba de un animal rudo y estoico, poco sociable. Pero infinitamente paciente con el cachorro. Sin una sola queja, Trueno permitía que Brezo se le subiese encima, que le mordiese el morro y le tirase de las orejas. Curiosamente, todo el cariño que Brezo recibió en su vida provino de aquel enorme perro, de aquel tosco montón de músculos y dientes cuya única misión era la violencia.

Del pequeño Rayo, Brezo aprendió el sentido del deber. Del brutal Trueno obtuvo suavidad y dulzura. Parecía un contrasentido, pero la vida está llena de ellos, y el cerebro de un perro es demasiado limitado para filosofar sobre asuntos tan abstractos.

Geosat había sido construido y financiado por un consorcio de empresas europeas con el fin de obtener una fuente precisa de datos terrestres acerca de minería, agricultura, pesca, ganadería y meteorología. Se trataba, en resumen, de un proyecto privado cuyo objetivo oficial no era otro que el puramente comercial. Claro que los objetivos extraoficiales eran muy distintos.

La órbita inicial de Geosat sobrevolaba, a setecientos cinco kilómetros de altura, algunos territorios particularmente apropiados para el espionaje industrial. Por ejemplo, Japón. Por ejemplo, California.

Quizá por eso Geosat contaba con instrumentos tan inusuales como el telescopio H.R.V.
(Haute Résolution Visible)
, de una resolución inferior al metro y capaz de funcionar en siete bandas de longitud de onda. Un aparato extremadamente adecuado para obtener fotografías muy detalladas de, pongamos, una instalación industrial. O el ingenio llamado SNOOPER
(«Fisgón»)
, un sofisticado mecanismo (tecnología militar obtenida ilegalmente) que permitía interceptar cualquier flujo electromagnético. Desde el aura de un ordenador hasta una simple llamada telefónica.

Los ojos y oídos de un espía.

Sin duda Geosat era un instrumento muy eficaz para un Consorcio ávido de dinero y poder. Pero estuvo a punto de no existir. El problema fueron los costes. Un satélite situado en órbita baja contaba con una vida activa de poco más de cuatro años. Agotado el combustible, su órbita comenzaría a declinar hasta alcanzar la atmósfera y convertirse en cenizas. Pero .un satélite es un artefacto extraordinariamente caro y cuatro años eran pocos para rentabilizarlo.

Entonces entró en escena el Gobierno alemán con un ofrecimiento poco usual: un nuevo sistema de impulsión a cambio de un tercio del tiempo del satélite. El nuevo propulsor era un inyector nucleotérmico de plasma, una versión perfeccionada del N.E.R.V.A.
(Nuclear Engine for Rocket Vehicle Aplication)
obra de cierto científico ucraniano, emigrado a Alemania cuando, en el noventa, el programa de investigación científica de la URSS se vino abajo.

El Geosat, dotado del sistema propulsor alemán, podía no sólo mantener su órbita estable el triple de tiempo, sino realizar además todo tipo de maniobras y desplazamientos orbitales. El Consorcio dijo sí.

Los alemanes añadieron una condición más: el hardware y el software del ordenador del satélite debía ser proporcionado y controlado por ellos. El Consorcio se encogió de hombros y asintió.

Por supuesto, en el equipamiento informático, un sistema de computación de datos llamado BRAYN, se encontraba la trampa. El Gobierno alemán deseaba contar con un canal de información estratégica propio, independiente de las redes de la OTAN; pero no podía hacerlo sin llamar la atención (el lanzamiento de una nave espacial no es precisamente un ejemplo de discreción). De modo que la cobertura que ofrecía un satélite comercial de observación terrestre era exactamente el tipo de pantalla que les convenía. Con la condición, por supuesto, de mantener el control de la operación. Para ello se hicieron (substrayéndolo ilegalmente al Ministerio de Defensa japonés) con el diseño del primer ordenador de quinta generación, de nombre clave TOHOKU, un prodigioso cerebro electrónico basado en chips semiorgánicos y superconductores. Luego crearon para él el programa BRAYN.

TOHOKU y BRAYN pasaron a ser el cerebro de Geosat. Y, con el tiempo, y los acontecimientos, llegaron a convertirse en la primera y única inteligencia artificial que jamás ha existido.

Aquella tarde, mientras conducía el rebaño de vuelta y el conjunto de la casa y el corral comenzaba a divisarse en la lejanía, Brezo se dio cuenta de su error: faltaba una oveja. El perro gimió y jadeó. Usando el olfato examinó de nuevo a los animales.

Almizcle no estaba.

Brezo experimentó un súbito acceso de ansiedad. Durante unos instantes estuvo a punto de correr en busca de la oveja perdida, pero el instinto de protección al rebaño se impuso. Almizcle debía de estar lejos, ya que ni siquiera su fino olfato podía localizarla. El resto de las ovejas no podían quedarse solas.

Pocas veces había tardado menos en encerrar a los animales en el corral. El dolor en el costado había cesado por completo y cuando recorrió de nuevo el camino de los prados altos su carrera era casi tan ligera como la de un macho joven. El sentimiento de culpa ponía alas a sus patas.

Al cabo de media hora captó el peculiar olor de Almizcle. Provenía del barranco. Brezo corrió hacia allí, cruzando el bosque de hayas a través del cortafuegos. Sabía que algo andaba mal, ya que el olor de Almizcle estaba cargado de feromonas crujientes de miedo sobre un fondo de sangre.

Al poco rato pudo escuchar los débiles balidos de la oveja. Brezo siguió el sendero que descendía hasta el fondo del barranco. Y allí estaba Almizcle, sobre las piedras, con el cuerpo retorcido en una posición inverosímil. Dos buitres se encontraban cerca de ella, preparándose para el festín. Brezo los alejó con una algarabía de ladridos y luego se acercó a la oveja. Su lana estaba manchada de sangre, rojo sobre blanco, como un incendio en la nieve. Tenía roto el espinazo: no podía moverse, sólo podía balar quedamente. Su voz sonaba igual que el murmullo de un bebé.

Brezo ladró y tiró de ella con la boca, intentando ponerla en pie para conducirla de nuevo al corral. Almizcle emitió un sonido burbujeante y miró a Brezo con expresión de acongojada súplica. Por supuesto, eso no significa nada; las ovejas siempre miran así.

Brezo se alejó varios metros y ladró de nuevo. Almizcle se agitó y baló con urgencia. De algún modo, la presencia del perro la tranquilizaba.

Así que Brezo se acercó de nuevo a ella, sentándose a su lado. Los dos animales permanecieron juntos largo rato. Varias veces tuvo el perro que alejar a lo buitres, y siempre volvió al lado de la oveja. Finalmente, coincidiendo con el último rayo de sol en la línea del horizonte, Almizcle exhaló suavemente el aire de los pulmones y sus ojos se volvieron opacos. Al morro de Brezo llegó el dulzón aroma de la muerte.

El perro se levantó y lentamente inició el camino de regreso al corral. La culpa pesaba sobre él como una losa; sabía que Almizcle ya no formaba parte del rebaño. Ahora pertenecía a los buitres.

El lanzamiento fue un éxito. El cohete Arianne V se elevó majestuoso por encima de las selvas tropicales de la Guayana, como un flamígero dedo de Dios señalando la bóveda celeste. Pocos minutos después, a casi ochocientos kilómetros de altura, el satélite se desprendió de la última fase del propulsor e inició la primera de sus órbitas en torno a la Tierra. Desplegó los paneles solares y las antenas, corrigió su posición y comenzó a realizar el trabajo para el que había sido creado: ver, oír y transmitir datos.

Durante dos años su labor se desarrolló sin problema alguno. Doce horas al día Geosat trabajaba para el Consorcio, trazando mapas geológicos, rastreando bancos de peces o interfiriendo comunicaciones restringidas de las empresas Honda y General Motors. Otras ocho horas estaban destinadas a las oscuras actividades de los servicios de inteligencia alemanes. Durante ese tiempo Geosat proyectaba sus finos oídos al interior del Ministerio de Defensa francés o se dedicaba a obtener precisas imágenes de la base aeroespacial japonesa situada en la isla Tanegashima. Las cuatro horas restantes estaban a disposición de las diversas instituciones que contrataban los servicios de Geosat, contribuyendo de este modo a sufragar los costosos gastos que suponía el mantenimiento de todo el programa relacionado con el satélite. Así que durante cuatro horas diarias Geosat palpaba la atmósfera y medía la temperatura y dirección de las corrientes marinas para la World Meteorological Organization, o delineaba mapas de actividad geotérmica para la Organización del Año Geofísico Internacional.

Si durante aquellos dos primeros años de vida Geosat hubiera podido experimentar emociones (algo, por aquel entonces, muy lejos de su alcance), habría sido el orgullo el sentimiento preponderante. Geosat era un instrumento casi perfecto que cumplía óptimamente con sus múltiples labores.

Pero un día la rutina habitual del satélite se vio interrumpída: los alemanes transmitieron una clave especial al ordenador de a bordo, un código preestablecido que ponía en funcionamiento un programa hasta aquel momento inactivo. Y Geosat obedeció las órdenes inscritas en su cerebro. Como un hijo desleal, volvió la espalda al Consorcio y se entregó en cuerpo y alma, las veinticuatro horas del día, al servicio de inteligencia alemán. Oh, claro, algo muy grave ocurría. Un problema de extremada importancia justificaba aquella traición; la humanidad asistía a un conflicto bélico, territorialmente limitado, pero de consecuencias impredecibles, y cualquier recurso estratégico debía pasar a manos de quienes tenían por misión defender la civilización occidental (y el conjunto de mentiras e injusticias que ésta representaba).

Geosat recibió la orden de modificar su órbita y dedicar toda su atención a un pequeño país árabe de Oriente Medio. Una inusitada actividad tenía allí lugar; gran despliegue de comunicaciones electromagnéticas, movimiento de tropas, lanzamiento de misiles hacia otro pequeño país fronterizo... Geosat interfirió mensajes secretos, obtuvo imágenes en casi todas las bandas del espectro y transmitió sus hallazgos a las bases alemanas (situadas en diversos barcos desperdigados por todos los mares del mundo). Finalmente fue testigo de la explosión de las cinco bombas de hidrógeno que borraron del mapa al pequeño país árabe. Y que pusieron en marcha un refinado y letal plan de venganza que desataría sobre la Tierra la furia del tercer jinete del apocalipsis: la enfermedad, la peste, las plagas.

Apenas dos meses después ocurrió algo inaudito: las comunicaciones con la Tierra se vieron cortadas.

Y Geosat se quedó solo.

Brezo sabía que no debería haber abandonado al rebaño, pero la curiosidad triunfó sobre el sentido del deber. En mitad de la noche los vientos dominantes habían cambiado brevemente de dirección, transportando el intenso aroma de la sangrienta carnicería.

De modo que, un par de horas antes del amanecer, el perro había partido en busca de la fuente de aquel penetrante olor. Las ovejas, dormidas en el corral, ni siquiera se darían cuenta de su ausencia.

Encontró los cadáveres cerca de un remanso del río, a cuatro kilómetros de distancia en dirección al llano. Once ciervos medio devorados: cinco hembras, dos machos jóvenes y cuatro cervatillos. Sus restos habían comenzado a pudrirse en medio de un hedor indescriptible. Pese a ello, el fino olfato de Brezo captó en el ambiente los olores mucho más débiles de la jauría. Probablemente los perros habían sorprendido a la manada mientras abrevaba en el río. Y debió de ser un trabajo muy sencillo, ya que mataron a más animales de los necesarios para comer.

Aspiró de nuevo el aroma de la putrefacción. Los perros no desdeñan la carroña, pero Brezo había perdido últimamente el apetito. Las punzadas en su costado seguían atormentándole. No eran muy dolorosas, pero sí cada vez más frecuentes.

Olor a podrido. Hubo una época en que todo el planeta apestó a podredumbre: el olor de millones de cuerpos humanos corrompiéndose. Aquello ocurrió casi al mismo tiempo que la muerte del pastor, poco después de la fugaz visita del médico. El pastor no había sido un hombre sociable y rara vez bajaba al pueblo. De hecho, solía pasar meses sin ver a otro ser humano. Tampoco tenía televisión, ni radio. El pastor, por alguna razón, había huido del mundo y se había refugiado en la soledad de las montañas. Por eso, hasta el último momento, no tuvo noticia alguna de las plagas.

Pero un día llegó el médico conduciendo aterrorizado un todoterreno gris. Se detuvo frente a la vivienda del pastor para llenar de agua el sediento radiador de su vehículo. El pastor solía ignorar a los forasteros, pero conocía al doctor, de modo que salió de la casa para saludarlo.

El médico gritó que no se le acercara. Después de tantas noches en vela, atendiendo inútilmente a cientos de enfermos incurables, estaba agotado y nervioso. Con un torrente de palabras casi incomprensibles le habló al pastor de las epidemias que estaban asolando a la humanidad. Decenas de enfermedades mortales y desconocidas se extendían por todos los continentes, sembrando la Tierra de cadáveres. ¿Una catástrofe natural? No. Los focos epidémicos habían aparecido simultáneamente en los lugares mas diversos del planeta, alguien los había provocado. ¿Quién? A esas alturas daba igual. Decenas de millones de personas morían cada día. La medicina no podía hacer nada frente a enfermedades nuevas de las que nada se sabía. Enfermedades inusitadamente contagiosas, invulnerables a cualquier tratamiento, inflexibles en su avance asesino. Todos morían, hasta los médicos. Y él... Él no podía hacer nada. Salvo huir. ¿Podía coger un poco de agua?

El pastor encajó aquellas noticias con el contumaz distanciamiento que habitualmente presidía su vida. Se limitó a asentir tranquilamente y a señalar con un gesto el pozo. El médico llenó de agua el radiador y un par de bidones que llevaba atados en la baca del vehículo. Luego, él mismo dio un largo trago... directamente del cubo.

Y dejó el cubo medio lleno de agua, en el borde del pozo.

Desde ese mismo instante, los gérmenes comenzaron a multiplicarse enloquecidamente en el agua fresca y oscura.

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