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Authors: César Mallorquí

El Círculo de Jericó (8 page)

BOOK: El Círculo de Jericó
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—Por supuesto. Además, se la dedicaré.

—Gracias... —La Muerte parpadeó e hizo un elegante ademán de despedida. Luego, como el vaho del aliento en un cristal, se esfumó.

Flavio permaneció un par de minutos inmóvil, en silencio, anonadado por la repentina soledad de su despacho. Acto seguido prorrumpió en un aullido de alegría, ensayó unos pasos de baile y rió a carcajadas.

Había conseguido burlar a la Muerte, y de paso, al mismísimo Diablo.

Flavio, aposentado frente al procesador de textos, proseguía pausadamente la escritura de
El tercer círculo
. Sus dedos bailaban alborozados sobre el teclado, mientras los labios dibujaban una sonrisa risueña. Se sentía absolutamente satisfecho, porque jamás iba a morir, porque nunca ardería en el infierno.

Su plan era sencillo: la Muerte le había prometido que permanecería vivo hasta concluir la novela; pues bien, no la acabaría nunca, jamás pondría fin a la historia de Ruth y Arturo. Y así Flavio Tursi viviría para siempre.

El único problema, por supuesto, estaba en aquellas trece puñeteras páginas que tenía que escribir diariamente.

El primer día casi no lo consiguió. Se tomó mucho tiempo para comer y luego tuvo que apresurarse por la tarde. No pudo cenar y concluyó su trabajo a las doce menos cinco. Luego llegó Hécate, leyó el manuscrito, lloró un poco y se despidió con palabras elogiosas. Flavio, muerto de cansancio, se derrumbó sobre la cama. Sus sueños fueron inquietos.

Así que Flavio intentó poner algo de orden en su situación: necesitaba un mínimo de doce horas de trabajo ininterrumpido para escribir trece páginas. Oh, claro, podría ir más deprisa.

Pero entonces la calidad se resentiría, vulnerando así la primera condición impuesta por la Muerte.

De modo que doce horas de trabajo, a las que había que añadir siete de sueño, le dejaban cinco horas para las comidas, el ocio, las compras, las actividades sociales...

No era mucho, la verdad.

Durante los siguientes meses Flavio logró acostumbrarse a su nueva vida. Es cierto que tuvo que renunciar a muchas cosas: no podía viajar (recibió el Nobel por delegación), apenas le era posible alejarse de su casa, no podía dar conferencias, prácticamente carecía de vida social... Pero su triunfo sobre las fuerzas oscuras le hacía sentirse como un nuevo Orfeo, capaz de seducir con su arte a Carente, a Cerbero, a Hades y a toda la corte infernal.

Por otro lado, al tener que expandir infinitamente su novela, Flavio se vio obligado a replantear totalmente el argumento. Aquélla, sin duda, iba a ser la obra de ficción más extensa de la historia y eso, a parte de granjearle un lugar en el
Guinness
, debía implicar unas ambiciones literarias igualmente grandiosas. La historia de Ruth y Arturo dejó de ser un drama intimista para convertirse en una tragedia de proporciones cósmicas.

De modo que Flavio se entregó con cierto entusiasmo al monótono ritual en que se había convertido su vida: levantarse con el alba, escribir, escribir, escribir, escribir... y luego la visita nocturna de la Muerte, la lectura de las nuevas páginas, las sempiternas palabras de admiración, el adiós, el sueño agitado, el despertar, y de nuevo escribir, escribir y escribir...

Fue durante el cuarto año cuando Flavio descubrió que estaba harto. Odiaba a Ruth y a Arturo, odiaba a los nazis, odiaba a los aliados, odiaba París y odiaba, en definitiva,
El tercer círculo
, su novela. No ansiaba otra cosa que poder dejar de escribir, o por lo menos, poder escribir sobre otro tema.

Doce años después, Flavio apenas salía ya de casa. Cada vez le resultaba más difícil escribir, cada vez tardaba más en hacerlo. Casi todo su tiempo de vigilia lo ocupaba con el procesador de textos. A veces, al escribir, extraviaba los ojos y gritaba profiriendo insultos atroces contra Ruth y contra Arturo. Por las noches, mientras dormía, soñaba una y otra vez con
El tercer círculo
, y cuando tenía pesadillas éstas eran sueños horribles en los que se veía a sí mismo... escribiendo.

Muchos años más tarde, Flavio se había convertido en un anciano ermitaño, encerrado en su despacho, absolutamente apartado del mundo exterior (y en gran medida olvidado por él). Era millonario, pero como no tenía ningún gasto, el dinero no hacía más que amontonarse en el banco. Una asistenta acudía diariamente para asear la casa y preparar la comida; pero nunca veía al escritor, ya que él le había prohibido la entrada en su despacho.

Entretanto, la mente de Flavio se había sumido en una especie de disociación. Por un lado, el hombre de letras, el escritor, continuaba narrando, lenta, pero inexorablemente, su novela eterna.
El tercer círculo
superaba ya las ciento cincuenta mil páginas. Era una obra desmesurada, sí; excesiva, por supuesto. Y sin embargo, también bella, sensible y lúcida. Nadie, salvo Hécate, la había leído. Probablemente nadie la leería jamás: la novela ya era mayor que la mayor de las enciclopedias, y al parecer su punto final sólo se escribiría en ese lugar imaginario donde se unen las líneas paralelas. No obstante, eso nada importaba; la postrer novela de Flavio Tursi era todas las novelas. Y Ruth y Arturo, cada mujer y cada hombre.

Por otro lado, una parte de la mente de Flavio, la no literaria, se hundía cada vez más en la oscuridad. En cierto modo Flavio Tursi, el hombre, ya no escribía la novela. Era casi como un espectador forzoso del ballet que sus dedos coreografiaban sobre el teclado. Asistía impotente, como la víctima de una tortura, al lento goteo de sus pensamientos transformados en letras, en palabras, en frases, en capítulos interminables.

Mientras escribía (y ahora lo hacía durante más de veinte horas al día), Flavio ya no gritaba ni profería insultos: gruñía y gemía, y de vez en cuando lanzaba dentelladas al ordenador, como si el ojo ciclópeo del monitor fuese su enemigo mortal, su némesis. Hécate, por su parte, acudía puntual cada noche para recibir su ración de literatura; pero ni siquiera entonces Flavio se apaciguaba. Aceptaba con gruñidos las palabras de elogio y se arrastraba hasta la cama para dormir con levedad dos o tres horas a lo sumo.

En realidad, Flavio muy raramente conseguía hallar algo de paz, un mínimo de alegría. Eso sólo ocurría cuando el escritor evocaba el recuerdo de su victoria sobre la Muerte, de su burla al Diablo. Entonces su ánimo se exaltaba por unos instantes; a veces, incluso los dedos dejaban de pulsar las teclas; en ocasiones, hasta los labios ofrecían el remedo torpe de una sonrisa.

Por desgracia, aquello duraba muy poco: al cabo de unos segundos los dedos retornaban presurosos al trabajo, Ruth y Arturo se imponían a todo lo demás y Flavio volvía a bufar y a bramar como un viejo felino enloquecido por la reclusión.

Y las palabras se amontonaban, unas junto a otras, como clavos cerrando la tapa de un féretro.

Ocurrió algún día del mes en que Flavio Tursi cumplía la edad de ciento veintitrés años.

Por aquel entonces,
El tercer círculo
andaba por las trescientas cincuenta mil páginas. Ochenta y siete millones y medio de palabras divididas en diecisiete mil quinientos capítulos.

Flavio, por su parte, ya no dormía en absoluto. Pasaba todo el tiempo en su despacho (rodeado por miles de disquetes de ordenador e inmensas pilas de folios), escribiendo constantemente. Hacía mucho que no se limitaba a las trece páginas impuestas por la Muerte; ahora redactaba a destajo, veinte, incluso treinta folios al día, sin descanso alguno.

Ya no gruñía ni bramaba al escribir. Simplemente lloraba en silencio.

Y así Flavio, convertido en un rancio montón de huesos y arrugas, apenas con fuerzas para manipular el teclado (pero disfrutando de una inverosímil buena salud), proseguía su labor maníaca de dar forma a una historia interminable, un relato, literalmente, más grande que la propia vida.

Como un metrónomo. Siempre igual, cada hora idéntica a la siguiente, cada año igual que el anterior.

Hasta el día en que Flavio recibió una visita inesperada. Al principio no se dio cuenta; pero luego, desdibujado por el líquido titubeo de las lágrimas, percibió un movimiento delante de él, al otro lado de la habitación. Parpadeó e intentó enfocar la mirada. Y vio al señor Belias, sentado sobre unas resmas de papel, contemplándole sonriente. No había cambiado nada desde que, hacía ochenta y seis años, le viera por primera vez. Continuaba pareciéndose a Sean Connery.

—¿Qué haces aquí? —graznó como un cuervo Flavio, la voz rota por el desuso—. ¡Mi alma es mía, todavía no me he muerto! ¡Ni me voy a morir! ¡Así que vete, demonio, con el rabo entre las piernas! ¡Porque te he engañado! ¡Yo!

—Cálmese, señor Tursi. —Belias levantó las manos con apaciguadora ironía—. Se trata sólo de una visita de cortesía. Hacía tiempo que me preguntaba por usted... ¿Cómo le va?

—¡Perfectamente! —chirrió Flavio. Ni siquiera ahora sus manos dejaban de agitarse sobre el teclado (aunque en el monitor se había esfumado el texto para ceder su lugar al pentagrama dorado de Pentáculo)—. ¡Estoy perfectamente! ¿Y sabes por qué, demonio? ¿Sabes por qué? ¡Porque he engañado a la Muerte y te he engañado a ti! ¡No me moriré nunca, y mi alma jamás arderá en el infierno!

—¡Oh, oh, oh! No me diga, señor Tursi, ¿sí? —Belias enarcó una ceja y sonrió burlonamente—. ¿De verdad ha engañado a la Muerte...? Yo creo que no es así.

—¡Estoy vivo, demonio, estoy vivo! —graznó Flavio, sacudido por una risa convulsa—. ¡Tengo más años que Matusalén y estoy vivo! ¡La Muerte no me cogerá; no, no lo hará!

—Vamos, vamos, señor Tursi, véalo desde mi punto de vista: la Muerte ya le ha cogido. —Belias señaló con un ademán el despacho cubierto de polvo y basura, las telarañas, los disquetes desperdigados por el suelo, las montañas de papel. Luego señaló al propio Flavio, la ropa raída y sucia, la barba y el cabello largos y encrespados, las uñas retorcidas, los dedos encallecidos por el continuo golpeteo contra el teclado, los ojos rojos y llorosos, la piel mustia pegada a los frágiles huesos. Belias sacudió la cabeza—. No, señor Tursi; lo que usted hace no es vivir. —Se encogió de hombros—. Verá: Hécate es una mujer romántica y además, ya lo sabe, una gran amante de la literatura. Pero también es un ser eterno. Ha existido siempre, y existirá para siempre. Ahora pregúntese a sí mismo una cosa: ¿qué duración tiene un libro, una novela normal, para alguien infinito? Apenas un nanosegundo, poco más que un soplo, algo muy fugaz. Y quizá muy insatisfactorio para una lectora impenitente. —Sonrió—. De modo que nuestra querida Hécate pensó que sería bueno poder disfrutar de un relato verdaderamente largo. Una novela adecuada para leer durante las largas y frías noches de la eternidad. Y además, escrita por el mejor autor del mundo. —Se cruzó de brazos—. Me parece que ha sido la Muerte quien en realidad le ha engañado a usted, señor Tursi.

Flavio parpadeó desconcertado. Luego sacudió la cabeza, como deshaciéndose así de algún pensamiento indeseado. Los dedos seguían tecleando compulsivos cuando una risa ronca surgió de su garganta.

—¡Eso no importa, engendro del Averno! ¡No importa! Hécate es sólo un instrumento. —Rió de nuevo; pero su risa se truncó al convertirse en un acceso de tos. Cuando recuperó el aliento, el anciano añadió—: Mi objetivo no era Hécate, demonio. ¡Es a ti a quien quería engañar! ¿Entiendes? ¡Eres tú quien ha sido burlado! ¡Nunca tendrás mi alma porque nunca moriré! Y así jamás podrás darte el gusto de ver cómo me pudro en el infierno.

Belias sonrió complacido. Con pausados ademanes extrajo un cigarro Davidoff del bolsillo interior de su chaqueta y lo encendió cuidadosamente. Densas volutas de humo surcaron el aire enrarecido del despacho. El demonio se levantó, comprobó con gesto distraído el estado de sus uñas y luego dijo:

—De modo que usted controla la situación, ¿no, señor Tursi?

—Te he vencido, demonio. ¡Sí! ¡Yo controlo! ¡Yo!

—En tal caso no le importará prestarse a un pequeño experimento, ¿verdad? Se trata de algo muy sencillo. —Belias señaló el teclado—. Deje de escribir. Sólo eso. Intente no escribir.

—No me tentarás. Pretendes conseguir que no redacte las trece páginas. ¡Pero la Muerte no segará mi cabeza, no!

—Señor Tursi, usted ya ha escrito hoy dieciséis páginas. Puede descansar. Además —Belias extendió los brazos—, le ofrezco un trato: si consigue parar de escribir, anularemos el acuerdo y quedará cancelada su deuda con el Diablo. Adelante: intente dejar de escribir durante, digamos, treinta segundos.

Flavio parpadeó. ¿Dejar de escribir? Eso era sencillo. Bastaba con proponérselo. No tenía más que ordenar a sus manos que se detuvieran y éstas cesarían de pulsar el teclado...

Pero las manos, como si dispusieran de autonomía propia, ignoraron las órdenes de Flavio y prosiguieron infatigables su rítmica tarea, escribiendo, escribiendo, escribiendo...

«¡Deteneos!», suplicó Flavio interiormente. «¡Dejad de escribir un instante y podréis descansar para siempre! ¡Escuchadme, quedaos quietas durante medio minuto y habremos vencido definitivamente al Diablo! ¡Rescindirá el contrato, lo hará!»

Pero aquellas manos flacas y venosas, desoyendo los ruegos del anciano escritor, parecieron afanarse aun más en su labor de dar forma a la historia de Ruth y Arturo. Y entonces Flavio experimentó un súbito ataque de pánico, e intentó que sus piernas le apartaran del procesador, que sus brazos arrastraran a las manos, poniendo fin a ese automatismo espeluznante. Pero el cuerpo de Flavio ya no le obedecía, tenía voluntad propia y no seguía sus dictados. En realidad, el cuerpo del anciano parecía una prolongación del procesador de textos, una especie de organismo simbiótico que hermanaba los chips de silicio con el protoplasma y la sangre.

—No puedo... —musitó Flavio, contemplando aterrado la danza autónoma de sus dedos sobre el teclado—. No me obedecen... ¡No consigo dejar de escribir!

—Y nunca lo conseguirá. Usted ya no controla la situación, señor Tursi. —El demonio sacudió de su chaqueta una invisible mota de polvo—. ¿Se acuerda de nuestra primera entrevista? Me preguntó cómo era el infierno, y yo le contesté que cada cual tiene el infierno que se merece. —Belias dio una profunda calada a su habano y expelió el humo, formando tres anillos perfectos, tres círculos concéntricos. Luego prosiguió—: ¿Se imagina lo que es pasar la eternidad escribiendo sin descanso
El tercer círculo
? ¿Se imagina el lento transcurrir de los siglos, el pausado advenimiento de los milenios, y usted aquí, sólo, pudriéndose en vida, escribiendo sin pausa la misma historia, careciendo de toda esperanza, porque ya ni siquiera podrá contar con el bálsamo liberador de la muerte? ¿Se imagina el atroz e infinito tormento que esto supone? ¿Se lo imagina? —Le guiñó un ojo al escritor—. Yo diría que eso es un martirio infernal, ¿no cree? —Belias comenzó a reír a carcajadas; sus ojos llamearon, las facciones perdieron su habitual cordialidad para adquirir rasgos de intenso sadismo. El aroma tostado del puro se trocó en un acre tufo a azufre. El demonio, siempre riendo, añadió—: No crea que me ha engañado, amigo mío; como le dije, es imposible burlar al Diablo. ¡Lo que ocurre es que usted ya lleva muchos años pudriéndose en el Infierno! ¡Y así seguirá para siempre! ¡Por toda la eternidad! —Señaló el procesador de textos—. Su novela no ha hecho más que empezar, señor Tursi...

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