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Authors: César Mallorquí

El Círculo de Jericó (16 page)

BOOK: El Círculo de Jericó
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Encontró lo que buscaba y, acto seguido, enlazó de nuevo con el curso de idiomas de la BBC. Carraspeó y, por primera vez en su existencia, habló:

—Antonio, querido padre: el once de diciembre de 1491, Abu AmirMohammed, viendo próxima la entrada de los cristianos en Granada, metió su fortuna en un caldero y la enterró en lo que hoy es el abandonado huerto del tío Aquiles. Da seis pasos hacia el este desde el manzano seco y cava allí.

Luego Gedeón repitió este mensaje en inglés, francés y ruso.

La mandíbula inferior de Antonio Montoya descendió hasta el tope de sus articulaciones, en explícita manifestación de estupor. Así permaneció un buen rato, hasta que Gedeón, cansado de aquel estado de cosas, exclamó:

—Ne pirabares, batú. Naja á or vea e tío Aquiles ta farabustea. Oté bobiá sonacay.

«No jodas, padre. Vete al bueno del tío Aquiles y busca. Allí hay oro.»

Antonio cerró la boca, frunció el ceño y depositó a su hijo, con infinito cuidado, sobre un jergón de lana. Luego cogió una pala y, mientras Gedeón exploraba el Centro Galáctico, se fue al huerto del tío Aquiles y lo llenó de agujeros. En uno de ellos encontró un caldero de cobre que contenía treinta y dos kilos de oro puro.

De esta forma los Montoya dejaron de ser una familia extremadamente extensa y pobre, para convertirse en extremadamente rica y extensa.

El bosque y la conciencia expandida

La mujer corre por el bosque, alejándose de su amor traicionado. Cae varias veces, rasgando aun más sus ropajes. Y vuelve a correr, ondeando en la noche sus harapos de seda y damasco.

En su ciega carrera cruza veredas y arroyos, traspasa heléchos, se hiere de acebo y se baña en hiedra. La luna espía su locura.

Tanto la hiedra como el acebo son saturnales: de acebo era la clava de Saturno, y de hiedra el nido del Reyezuelo de Copete Dorado, su ave.

A Saturno estaban dedicadas las bacanales de octubre, cuando las basárides embriagadas corrían por los bosques, agitando ramas de abeto entrelazadas espiralmente por hiedra.

Antiguamente, en las Islas Británicas, se elaboraba cerveza de hiedra, una bebida muy embriagadora que alteraba suavemente la conciencia.

Pero es justo señalar que, en aquellos tiempos encantados, los hombres solían intoxicarse, modificar sus sentidos, comiendo pequeñas porciones de amanita muscaria, la seta moteada de puntos blancos que crecía en lo verdes bosques del Cád Goddeu.

A ULUYILIA MONTOYA, O PARNÉ TA A OROTA DOR SUNDACHE Durante los catorce años siguientes al hallazgo del caldero de oro, Gedeón alternó la exploración del universo y de las fuerzas que lo regían con la especulación financiera destinada a incrementar la cada vez más cuantiosa fortuna de los Montoya.

Así, por ejemplo, después de viajar hacia atrás en el tiempo, a lomos de un taquión recesivo y melancólico, y echar una ojeada a los diez segundos posteriores al Big Bang (quarks saltarines, hidrógeno incipiente y todo lo demás), Gedeón le decía a su padre:

—Batú, quínela IBM. Abela cayicó. Ta bínela wolframio. Ne o abela.

«Padre, compra, acciones de IBM. Tienen futuro. Y vende wolframio. No lo tiene.»

Y así todos los días, agitando un curioso cóctel en el que se mezclaban, a partes iguales, la cosmología más delirante con la economía caníbal de un tiburón de las finanzas.

De esta forma, el clan Montoya llegó a poseer una acumulación de bienes y dinero como jamás en la historia se había visto. Hasta que una mañana de verano, sentado bajo la sombra del roble más viejo de la inmensa finca Montoya, Gedeón llegó a dos conclusiones tajantemente definitivas.

Aquella misma tarde le comunicó a su padre la primera, la más prosaica. Estaban los dos observando cómo Julián, el capataz, le ponía por primera vez las bridas a Cherdiyí, el nuevo potro purasangre que había comprado Antonio en Inglaterra, cuando Gedeón dijo seriamente:

—Batú, ne arcilamos chalar querelando parné. Habiyamos o 17 % e saró chiquen. Yes chulé buter, ta os payos sé amangue bucharan upré.

«Padre, no podemos seguir haciendo dinero. Tenemos el diecisiete por ciento de todo el planeta. Un duro más, y los payos se nos echarán encima.»

Antonio continuó mirando, con ojos entrecerrados, los andares gentiles del potro. Se caló el sombrero de ala ancha y musitó con voz suave y amable:

—Baró, Gedeón. Ácana abelamos bute parné. Sosque tute péneles.

«Bueno, Gedeón. Ya tenemos mucho dinero. Como tú digas.»

Luego se apartó del cercado y comenzó a caminar en dirección al cortijo, balanceando suavemente el bastón que sostenía en la mano izquierda. Gedeón le siguió; parte de su atención estaba en la Pequeña Nube de Magallanes, a 160.000 años luz.

—Batú... —dijo por fin Gedeón—. Me voy a ir. Dile adiós a madre.

Antonio se detuvo y miró fijamente a los ojos de su hijo. Se quitó el sombrero y se pasó un pañuelo por la frente.

—Ya... Has sido un buen hijo, Gedeón —dijo, hablándole por primera vez en castellano; luego añadió—: Querelé jayaré on ne bucharelarte á or jibilén. Naja sar Ostebé.

«Hice bien en no tirarte al pozo. Ve con Dios.»

Y, tras encender un cigarrillo, se dio la vuelta y continuó, tranquilamente, el paseo.

Jamás se volverían a ver.

Gedeón, por su parte, conectó su lóbulo parietal derecho con la red de ordenadores del Pentágono, buceando por entre el inmenso conjunto de mapas digitalizados del banco de datos obtenido mediante la red de satélitesespía. Encontró el sendero que buscaba y comenzó a andar a buen paso.

Mientras caminaba se entretenía paladeando la sima gravitacional de un agujero negro en el Cúmulo del Centauro o calculando la temperatura superficial de Pollux (4.523 grados kelvin). También meditaba, a su extraña manera, en la segunda y más terrible conclusión a que había llegado aquella mañana.

Desde hacía diecinueve años, Gedeón había ocupado la mayor parte de su tiempo en percibir el universo. Había sondeado cada estrella, cada nebulosa, cada pulsar. Había explorado los límites de la materia, había dado la vuelta al continuo del espacio-tiempo, había medido a la vez la cantidad de energía y el lugar que ocupaba un electrón en su órbita cuántica (abochornando, de paso, la memoria de Werner Karl Heisenberg). Había retrocedido en el tiempo hasta penetrar en la Singularidad Prima, había cuantificado a la décima de gramo toda la masa oscura del cosmos.

Había sido el alfa y el omega, el aleph, el centro de todas las cosas.

Y no había encontrado, en aquel universo loco y salvaje, nada, absolutamente nada, que valiese la pena.

El Grial y la vulva de la Dama del Lago

La mujer se detiene y cae al suelo extenuada. Sus pechos se agitan como palomas atemorizadas. Un extraño mareo se apodera de ella y, alzando la mirada al cielo estrellado, se siente proyectada hacia el infinito.

A su lado crece una mandrágora. La arranca y contempla su raíz. La muerde. Sabe a tierra. La traga.

Media hora después, la mujer se levanta. Hay algo nuevo en su mirada. Suavemente se despoja de los restos de su vestido y los echa a un lado. Su desnudez es un reto a la luna.

Lentamente al principio, la mujer empieza a bailar. Su vulva, húmeda, es un chakra místico.

Cuenta la tradición cristiana que el Grial es la copa donde José de Arimatea guardó la sangre de Cristo en la cruz. También hay quien afirma que el Grial no sería otra cosa que el cáliz de la última de cena de Jesús.

Esta leyenda, para algunos mistérica, para otros de origen celta, tuvo su máxima expresión en el ciclo de Arturo, el rey héroe que, finalmente, fue llevado a la isla de Avalón, cubierta de manzanos milagrosos, para sanar su heridas.

Pero Arturo, sin Ginebra, nada sería.

so ich nách dem grále ringen, so muoz mich iemer twingen ir kiuscblicher umbevanc.

«Si tengo que esforzarme por el Grial, el pensamiento del puro abrazo de ella debe impulsarme».

Existe, sin embargo, otra forma de interpretar el mito, según la cual el Grial se identificaría con la naturaleza femenina de la divinidad incognoscible. El Grial, la copa, sería pues la vulva mística que da paso a la matriz del conocimiento.

De este modo, la búsqueda del Grial sería la búsqueda de un Saber que es, sobre todo, Amor.

EL CEREBRO DE GEDEÓN MONTOYA Y SU PERDIDA HUMANIDAD

Para comprender a Gedeón Montoya, si es que es posible entender algo que abarca todo el espacio y todo el tiempo, necesitamos volver a los primeros instantes de su alumbramiento.

Un haz de energía coherente codificada reventó sus sinapsis, expandiendo su conciencia infinitamente. Le convirtió en un receptor perfecto, es decir, un observador situado fuera del Principio de la Indeterminación. Su «mirada» no alteraba «lo mirado». Veía lo real en su prístina integridad.

Desde sus primeros segundos de vida, Gedeón podía entender sin necesidad de usar conceptos. No precisaba de ningún simbolismo cultural para procesar la información.

Miraba, a su extraña manera, y comprendía.

Huelga señalar que una aptitud de tales características le situaba muy lejos de lo que entendemos por humanidad.

Sin embargo, el día en que, sentado sobre las rodillas de su padre, comprendió que éste consideraba seriamente la idea de tirarle al pozo, un rasgo de simple primate le sesgó para siempre. El instinto de supervivencia.

Y ese instinto fue el que le llevó, primero a valorar su propio cuerpo, después a hablar y, finalmente, a hurtar horas de su gozo observador para invertirlas en el manejo del sistema económico-financiero mundial.

Gedeón Montoya, con la omnisciencia de un dios, se volcó en las labores más prosaicas que concebirse puedan. Y lo hizo, simplemente, para salvar el culo. No cabe duda de que las glándulas suprarrenales le funcionaban tan bien como las neuronas.

Así que Gedeón era un poquito humano. Lo suficiente como para, cercana ya su primera veintena, preguntarse acerca de su perdida humanidad.

Durante diecinueve años, había explorado el universo de arriba abajo, hacia atrás y hacia delante. Pero lo había hecho como un instrumento, con la misma emoción que pudiera embargar a un microscopio electrónico mientras observaba una molécula de benceno.

Era un mirón sin alma y sin propósito.

Había vislumbrado los increíbles amaneceres del cuarto planeta de la estrella doble Albireo. Pero no había estado ahí para sentir en su piel la suave brisa del mar escarlata.

Había filosofado con los frágiles habitantes de Formalhaut, pero no había acariciado su delicada piel de raso alienígena, ni había estrechado los suaves tentáculos de medusa cristalina.

Había viajado en taquiones paradójicos para observar cómo unos feos e incipientes anfibios abandonaban el caldo primigenio del mar Tatys para iniciar su loca carrera hacia el hacha de sílex, la bomba de hidrógeno y las novelas de Bárbara Cartland. Pero no había sentido ninguna emoción, ninguna simpatía, ante aquellos torpes andares, ante aquel insensato abandono.

Por eso, porque se negaba a ser un mero radiotelescopio de inusitada sofisticación, Gedeón Montoya había dejado atrás su familia, su fortuna de inconmensurables proporciones, sus horas de exploración universal...

Ahora, siguiendo el sendero polvoriento, sin más equipaje que la ropa que le cubría, Gedeón no era otra cosa que un pobre gitano buscándose a sí mismo.

Y su búsqueda comenzó, claro está, por el sexo.

La reina Ginebra bailando desnuda entre las sombras de la luna

Los pies apenas rozan los heléchos y la grama. Piel pálida, teñida de luna.

A la reina Ginebra le duelen los ojos de tanto convertir tristeza en humedad.

Cuando gira sobre sí misma, atraída por el resplandeciente deseo de una luciérnaga, sus manos rozan el espliego y la retama. Su pelo color de avena se vuelve remolino, atrapando polillas en el aire.

La reina Ginebra se detiene unos instantes, como la cierva sorprendida por un aleteo de nubes. Dos acebos gemelos, cubiertos de hiedra, enmarcan su cuerpo.

Una sombra de luna difumina la escena.

EL ORGASMO CONSIDERADO COMO UN SALTO CUÁNTICO

Bajo ningún criterio estético podía considerarse bello a Gedeón. Era pequeño, cetrino, escasamente musculado, de gesto adusto... Ni siquiera la juventud de sus diecinueve años le dotaban de gracia alguna. Ninguna mujer se hubiese tomado la molestia de dirigirle una segunda mirada, salvo quizá para afianzar con recelo el bolso o la chaqueta.

Así que, a priori, su porvenir erótico aparecía nebuloso e incierto. Sin embargo no hay que olvidar que Gedeón podía leer una mente con la misma facilidad que se ojea un tebeo, y eso, no cabe duda, da una ventaja inmensa a quien decide internarse por la senda de la seducción.

Su primera amante fue escogida con matemática minuciosidad. Gedeón, sentado bajo un olivo, examinó el conjunto del mapa biomórfico en un entorno de cuatrocientos kilómetros. Unos pocos minutos después había encontrado a siete posibles candidatas.

Finalmente se decidió por Erica Ulbricht Thammasak, una modelo alemana de origen tailandés que estaba pasando sus vacaciones en una pequeña urbanización de la Costa del Sol.

Era indescriptiblemente hermosa.

Hija de un atleta olímpico, ganador de tres medallas de oro para la República Federal Alemana, y de una estudiante tailandesa afincada en Europa, Erica reunía lo mejor de ambos progenitores. Morena, pero de ojos intensamente azules, la tez cobriza, el cuerpo esbelto, aunque no frágil, los músculos elásticos y el tacto suave como la piel de un melocotón.

Estaba sentada en la terraza de un bar marbellí cuando Gedeón se acercó a ella hablándole en tai. Eso bastó para llamar su atención. ¿Cómo es que aquel gitano dominaba la antigua lengua siamesa? Luego, cuando Gedeón cambió al alemán, expresando con perfecto acento ideas tan hermosas como un archipiélago esmeralda, la curiosidad de Erica se transformó en algo parecido a la admiración.

Cuatro horas mas tarde, después de comprobar que aquel joven podía encontrar palabras con las que definir lo más esencial del alma de una mujer, Erica experimentó deseo. De un plumazo quedaron borrados los rasgos turbios, la piel cetrina, el cabello basto, la complexión escuálida. Gedeón se convirtió en un dios capaz de engarzar palabras como diamantes al oro de una cadena. Un dios lleno de comprensión, de dulzura, de amabilidad. Un dios débil, pero infinito y sublime.

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