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Authors: César Mallorquí

El Círculo de Jericó (30 page)

BOOK: El Círculo de Jericó
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—No, Constantin —le interrumpió Irene—. Juan no sabe nada de todo eso. Acabamos de llegar del aeropuerto de Heraklion y todavía no hemos tenido tiempo de hablar. Además, es preferible que se lo cuentes tú.

—Oh... —El profesor Tsatsos me miró con cierta severidad, como si yo fuera uno de sus estudiantes menos aplicados—. En tal caso será mejor que nos pongamos cómodos. —Se volvió hacia la Chica Tímida—. Kathy, dile a Kurt que en cuanto pueda vaya a mi despacho.

El profesor nos indicó que le siguiéramos. Un momento antes de abandonar el Laboratorio del Sueño me volví hacia la batería de monitores que continuaban componiendo una especie de retrato cubista de Cezar Pallady. Uno de ellos mostraba un primer plano de los ojos cerrados del yogui. Observé que los globos oculares se movían por debajo de los párpados.

Luego miré la pantalla del monitor que antes había suscitado tanta expectación. La línea verde fosforescente, no sé por qué, me pareció la pupila sesgada de un gran lagarto.

Al principio no acepté el trabajo que me ofrecía Irene Stasi-nopoulos. No quería viajar a Creta, no quería practicar mi profesión, no quería ver a nadie. En realidad, lo único que deseaba era quedarme en casa, con las luces apagadas, bebiendo todo el alcohol que me fuera posible trasegar. Sabía que si lograba beber lo suficiente, conseguiría no sentir nada, quedarme vacío, entumecido e insensible. Y eso era lo más cerca del reposo y la tranquilidad que yo podía estar.

Había renunciado a mi trabajo en el hospital. Eso fue seis meses después de la muerte de Samuel, nuestro hijo. Poco después, Carmen me dijo que no podía seguir conmigo y que se iba, porque nuestra vida era un infierno. No me extrañó; hacía mucho que no funcionábamos como pareja, antes incluso de que la enfermedad de Samuel saliera a la luz. De hecho, creo que fue durante la agonía de nuestro hijo cuando más unidos estuvimos. Pero al morir el niño, también murió lo único en común que teníamos. No me extrañó que Carmen me dejara; al contrario, casi me produjo un cierto alivio, como cuando un mal presagio se cumple al fin.

Por eso, cuando me llamó Irene por teléfono para pedirme que colaborara con la Stütze Arzt en un trabajo experimental que estaban llevando a cabo en Creta, me negué. Andaba muy ocupado intentando borrar de mi mente el dolor y la desesperación que me producían la muerte de Samuel (y de paso, sí, destruyéndome a mí mismo).

Pero Irene era mi amiga. Nos habíamos conocido en Bolivia, antes de que ella cambiara el ejercicio de la medicina por un despacho en una multinacional. Durante un tiempo mantuvimos un torpe coqueteo que nunca llegó a cruzar la frontera que separa los deseos de la realidad. Y creo que ésa fue la base que cimentó nuestra amistad; nos queríamos y nos respetábamos, cosa que rara vez ocurre simultáneamente en las relaciones entre hombres y mujeres. Por eso Irene viajó a Madrid, fue a mi casa y, con la ayuda de una ducha fría, me sacó del estupor en que me encontraba. Luego tiró todo el whisky a la basura y, durante una semana, se quedó conmigo, acudiendo a mi lado cuando me despertaba llorando por la noches, escuchando la tristeza infinita de mi pérdida. Fue una buena terapeuta; me recetó un tratamiento de sueño, alimentación sana, cariño y compañía. No diré que me curó, pero al menos me condujo de regreso al mundo real.

—Tengo que irme —me dijo Irene el séptimo día de su estancia en Madrid—. Pedí unos días de vacaciones, pero ya he de volver a Munich. Escucha, Juan, ahora no te lo voy a pedir. Te lo voy a ordenar: vas a trabajar para mi compañía. Será cosa de un mes. Necesitamos de tu asesoría, y tú necesitas salir de esta casa. —Intenté protestar, pero ella me acalló con un gesto. Luego puso en mis manos un billete de avión y un cheque—. La semana que viene nos veremos en Creta. Mira, la Stütze Arzt se dedica a la fabricación de material clínico. Pero la Stütze Arzt es una empresa filial de la compañía farmacéutica Krenz. A su vez, la Krenz subvenciona un instituto de investigación del sueño en Grecia; ya sabes, llevan años buscando un somnífero definitivo. Pues bien, la Stütze Arzt ha desarrollado algo revolucionario relacionado con el sueño. Y la Krenz lo está poniendo a prueba en Creta.

—Pero Irene —protesté—, soy patólogo clínico. No estoy al día de los avances...

—Tonterías. Te dedicaste durante años a las enfermedades del sueño. Tu trabajo sobre María Candelaria aún se pone como ejemplo en las facultades de medicina. —Cruzó los brazos y, en pleno arranque racial, añadió—: Vendrás conmigo a Creta, o te llevaré yo de la oreja.

De modo que fui a Creta.

Aún no sabía nada del Hombre Dormido.

El profesor Tsatsos llevaba un rato hablando sobre las actividades de la institución que dirigía. Según dijo, el Centro de Investigación del Sueño se había fundado hacía seis años gracias a las aportaciones de diversas empresas privadas. Sus objetivos eran múltiples: estudio de la fisiología del sueño, investigación de los procesos hipnogénicos, experimentación con fármacos, patología de las enfermedades del sueño... En fin, lo usual.

En realidad estaba empezando a aburrirme, de modo que me dediqué a pasear disimuladamente la mirada por el austero despacho del profesor Tsatsos. Sólo había libros, cintas de vídeo, archivos... El único adorno que parecía permitirse era una solitaria reproducción del cuadro El anciano de los días, de William Blake. Lo cual evidenciaba un contrasentido: el profesor era el paradigma del científico, y Blake un místico arrebatado. Comenzaba a preguntarme sobre la clase de persona que sería Tsatsos cuando la puerta se abrió, dando paso al joven de pelo encrespado que había visto en el laboratorio. El profesor me lo presentó como Kurt Stoph, brillante ingeniero electrónico alemán, y director técnico del Centro.

Kurt resultó ser un personaje divertido e hipersociable. Cuando Tsatsos le cedió la palabra, el alemán la usó primero para contarnos un par de chistes malos y una surrealista historia sobre los sueños de su novia. Luego entró en materia.

—Pero estamos aquí para hablar sobre el proyecto Engrama, ¿no es cierto? ¿Sabe algo de bioelectrónica, doctor Varnigal? —Negué con la cabeza. Kurt asintió resignado—. En fin, procuraré contárselo de forma sencilla. Présteme atención porque le voy a hablar de la lámpara de Aladino, de magia y de prodigios. —Carraspeó—. Como usted sabe, las neuronas del cerebro intercambian señales eléctricas. Estas señales provocan cambios de tensión que pueden ser detectados mediante electroencefalografía. Claro que ése es un procedimiento muy burdo, ya que prácticamente sólo permite detectar si hay o no actividad en el cerebro y en qué frecuencia de onda se produce. —Kurt se encogió de hombros—. No obstante, actualmente disponemos de sensores mucho más evolucionados, y de procesos informáticos potentes y precisos. —Hizo una mueca—. La actividad bioeléctrica del cerebro crea un complejo campo electromagnético a su alrededor. Un especie de red estructurada, un esquema vibratorio que reproduce los procesos bioquímicos del encéfalo. En teoría, es posible obtener información muy precisa del estudio de ese campo magnético, al que llamamos engrama cerebral. En ese sentido se orientaban varios proyectos del Departamento de Investigación de la Stütze Arzt. Estaban realmente encoñados con el tema. Y le ruego que perdone mi vocabulario, señora Stasinopoulos.

»Bueno. Entonces entró en escena un inteligente y perspicaz ingeniero, Kurt Stoph, o sea yo, con una brillante idea: ¿y si además de obtener información del engrama cerebral, consiguiéramos modificarlo? ¿Qué pasaría si pudiéramos actuar selectivamente sobre los campos electromagnéticos del cerebro? Oh, buena pregunta, dijo el Departamento de Investigación de la Stütze Arzt. Adelante, estudien el asunto. —Kurt sacudió la cabeza—. No le aburriré con los detalles, doctor. Estuvimos un par de años trabajando y construimos algo pomposamente llamado Excitador de Engrama Bioeléctrico. ¿Cuál es la función de ese artefacto? Bien, básicamente obtener un modelo depurado, limpio de «ruido» e interferencias, del engrama encefálico, para luego devolvérselo al cerebro en forma de campo magnético inducido. —Kurt se detuvo al contemplar el parpadeo confuso de mis ojos. Manoteó el aire y prosiguió—: Pero si no puede estar más claro: es como si realizáramos un holograma del cerebro y luego lo superpusiéramos al original. Lo que hacemos es retroalimentar el campo electromagnético del encéfalo, darle un
feed-back
de sí mismo, vibrar y entrar en resonancia con él. Excitar el engrama cerebral, en definitiva.

—¿Y qué esperan conseguir con eso? —pregunté, un tanto perplejo.

—¿Qué esperábamos conseguir? —Kurt levantó el dedo índice—. Primero, mejorar los sistemas memorísticos. Segundo —levantó otro dedo—, estimular los procesos de aprendizaje. Tercero... —En vez de alzar un nuevo dedo, el ingeniero vaciló y luego sacudió la cabeza—. Pretendíamos aumentar la inteligencia, nada más y nada menos. Pero eso da igual, porque en realidad no obtuvimos nada de lo que buscábamos. Cuando actuábamos sobre una mente consciente, lo único que conseguíamos era adormecerla. Es irónico, lejos de volverse más listas, las personas que usaban el Excitador de Engrama se amodorraban y, al poco, comenzaban a roncar. —Frunció el ceño—. Eso puede deberse al desfase existente entre las señales del sistema sensorial y el engrama inducido, pero todavía no lo sabemos a ciencia cierta. El caso es que el proyecto fue un fracaso, un desastre.

—Afortunadamente —intervino Irene—, la Stütze Arzt no lo vio así. Enseguida quedó claro el potencial de una máquina capaz de inducir el sueño. Imagínate, Juan, el somnífero perfecto: sueño placentero sin agresiones químicas, sin resaca posterior, sin adicción, sin sobredosis, sin ansiedad...

—Entonces trasladaron el proyecto Engrama al Centro de Investigación del Sueño —continuó Kurt—. Y yo me vi forzado a cambiar mi amado y gélido Munich por las doradas playas del mar de Creta. —Suspiró burlón—. Pero valió la pena tan arrojado espíritu de renuncia. Aquí hemos averiguado que el Excitador de Engrama provoca un sueño de primera calidad, con episodios oníricos muy vividos, así como un notable incremento, tanto en cantidad como en duración, de los ciclos REM de sueño profundo. Y esos tonificantes efectos los produce tanto en gente sana como en enfermos de insomnio crónico. Lo que, dejando a un lado la modestia, es un hallazgo soberbio.

Kurt extendió los brazos y enarcó las cejas, dando a entender que ya había terminado su exposición. Me disponía a hacer un vago comentario cuando Irene me interrumpió:

—Los resultados del proyecto Engrama han sido muy estimulantes. Salvo por un detalle, que desgraciadamente ha acabado por convertirse en un problema.

—No debemos llamarlo problema —intervino el profesor Tsatsos, por primera vez después de un largo silencio—, sino oportunidad. La cuestión, doctor Varnigal, es que la máquina de Kurt hace algo que no debería hacer. Verá, cuando usamos el Excitador de Engrama con una persona, ésta comienza a recorrer rápidamente todas las fases del sueño normal. En pocos minutos entra en estado No REM 1, con el habitual sopor y el comienzo de las alucinaciones hipnagógicas. Luego pasa aceleradamente por los tres siguientes estados No REM, para desembocar en un sueño profundo REM con hiperactividad onírica. Hasta aquí todo normal, salvo por la velocidad con que se produce el proceso. Lo sorprendente es que, a los diez o quince minutos de sueño profundo, aparece una nueva onda en el cerebro. Una onda que nunca ha existido y que evidencia actividad en cierta región del encéfalo que, al menos bioeléctricamente, jamás ha sido activa.

Esa onda —subrayó Kurt— tiene una frecuencia inferior a los cero punto cinco hertzios. La llamamos onda R. La R viene de Rátsel. En el caso de que no domine usted el preciso idioma alemán, le informaré de que rátsel significa «enigma».

La onda R —continuó Tsatsos— es la evidencia de que el Excitador de Engrama despierta un área del cerebro usualmente inactiva. La llamamos zona Rátsel. Si el Excitador se desconecta, la zona se vuelve inactiva y la onda R desaparece inmediatamente. Cuando despertamos al durmiente, no recuerda nada de lo que sucedía en su cabeza, salvo vagos movimientos de luces y formas, y una intensa sensación de deslumbramiento.

El efecto Rátsel —intervino Irene— nos tiene bloqueados. No podemos sacar a la luz nuestro descubrimiento si antes no sabemos qué demonios está pasando.

La agitación de mi amiga era palpable. ¿Por qué? En fin, el artefacto del que me hablaban podía ser de gran importancia para la Stütze Arzt, pero es normal que en un proceso de investigación surjan problemas que lo empantanen todo. Comencé a sospechar que me ocultaban algo.

—Esa zona Rátsel del cerebro —pregunté— , ¿dónde se encuentra?

—En la base del encéfalo, cerca de la pituitaria — respondió el profesor Tsatsos — ; junto a la glándula pineal. Todavía no hemos localizado el área exacta, pero desde luego no es ninguna de las que hasta ahora relacionábamos con los procesos del sueño.

Un denso silencio cristalizó la atmósfera del despacho. Me encogí de hombros y mostré las palmas de las manos, como diciendo: «¿Y bien...?» Ignoraba a dónde querían llegar.

—El problema estriba en que no podemos trabajar con la zona Rátsel si al mismo tiempo la estamos induciendo con el Excitador de Engrama —intervino Kurt—. Aparecen resonancias y parásitos, y las lecturas no son fiables. En fin, un asco.

—De modo que nos pusimos a buscar sujetos cuyos cerebros, en estado normal, produjesen la onda R. —El profesor Tsatsos encendió un cigarrillo parsimoniosamente—. Hemos encontrado dos. A uno de ellos ya ha tenido usted la oportunidad de verle en acción: Cezar Pallady. El señor Pallady, mediante técnicas de yoga, puede «despertar» la zona Rátsel de su cerebro y provocar la aparición de la onda R.

Eso explicaba la extraña escena que había presenciado en el Laboratorio del Sueño. Evidentemente, la línea verde del monitor que tanta expectación había despertado registraba la aparición del efecto Rátsel.

—Por desgracia, Cezar sólo logra mantener la onda R durante unos tres segundos —señaló Kurt—. Muy poco tiempo para trabajar con ella. Aunque hay que reconocer que nuestro amigo hace progresos. —El alemán había cogido una bolsita de cuero y estaba sacando de ella un poco de lo que parecía hierbabuena seca. La puso sobre un papel de fumar y comenzó a liar un cigarrillo.

—Confiamos en que el señor Pallady conseguirá aumentar sus períodos de actividad R —prosiguió Tsatsos—. Entonces usaremos el Excitador de Engrama para estimular el efecto Rátsel en su cerebro.

BOOK: El Círculo de Jericó
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